Capítulo 43

Estaba claro: a ella le había pasado algo. Jorge había llamado a la madame al menos quince veces al día en las últimas cuarenta y ocho horas. El resultado: había dejado de contestar en el móvil. Los tonos de llamada sonaban sin respuesta. Probablemente se había hecho con un nuevo número. Antes de eso le había dado la misma respuesta todas las veces: «Lo siento, no tengo ni idea de quién es Nadja». Seguro; mentirosa*.

En conjunto, el contexto claro: la desaparición de Nadja, el pánico en los ojos de la puta en su habitación, las mentiras de la madame.

La pregunta dura: ¿era culpa de él? La idea le corroía. La filosofía de base habitual de Jorge: nadie es responsable de otros. La vida es demasiado corta para sentarse a esperar a que llegue pasta. Coge lo tuyo y que los demás se apañen por su cuenta. Funcionaba con la venta de coca. Funcionaba con el negocio de los cigarrillos en Österåker. Funcionaba cuando había ventajas materiales directas para J-boy. Pero aquí había otra cosa que le impulsaba.

Jorge se veía a sí mismo como el antagonista de los yugoslavos. Y la guerra contra ellos implicaba peligros para otros. Eso ya lo sabía. Habían amenazado con hacer daño a Paola. Ahora había desaparecido Nadja. ¿Dónde estaba? ¿Qué sabía?

Cuando supiera lo que le había pasado, incluso eso tendría que resarcir Radovan. El proyecto R se volvía cada vez más importante.

Abdulkarim y Fahdi en casa de vuelta de Londres. Evidentemente, tenían allí un negocio enorme en marcha. Abdulkarim había llamado. Se había mostrado reservado. De todas formas se notaba: su voz estaba al borde del éxtasis. Informó brevemente; en unos meses llegaría un cargamento. No dijo de qué, ni cuánto, ni de quién, ni exactamente cuándo, ni cómo. Hasta entonces venderían los gramos que había conseguido Jorge recientemente por medio de la brasileña. Más otros cargamentos pequeños que esperaban. Sobre todo continuarían ampliando el mercado. Más canales de venta, áreas, personas implicadas.

La coca se estaba convirtiendo en algo realmente grande. Jorge estaba contento de haberse quedado en Suecia. Pensó en cuando JW se agachó sobre él en el bosque. Le explicó la gran expansión por el extrarradio de Abdulkarim. Y ahora entraba más pasta que en la mayor empresa bursátil. Los predestinados pasos de un tío del extrarradio.

En el mundo de las ideas de Jorge, el dinero se convertía más y más en un medio, no en una meta. Un instrumento con potencial para realizar el proyecto R.

Siguiente fase: trabajarse lo de Yate Karl.

Jorge sabía lo siguiente: Radovan llevaba actividades basadas en la prostitución. Nenad era el responsable. A las chicas las traían de la antigua Yugoslavia y otros países del Este. Al más puro estilo Lilja 4-ever[73]. Además, había mujeres suecas implicadas. El burdel donde había estado Nadja era una parte de la actividad. El lugar lo gestionaban la madame, Jelena Lukic y el tío de la americana. Jorge había investigado; nombre: Zlatko Petrovic. Nadja había tenido un chulo propio o novio: el tío gigantesco, Micke. El papel de este último, poco claro. Más interesante: el burdel del piso no era el único en el imperio de putas de Radovan. Había más. Se ejercía la prostitución en sitios más elegantes con chicas más elegantes. Nadja se lo había contado: hombres suecos participaban en fiestas cuyo único objetivo era que los pobres diablos pudieran mojar. Probablemente le pagaban muy bien a Radovan. Además, al jefe yugoslavo le proporcionaría contactos y protección. El inconveniente: nada señalaba directamente a Radovan, ni siquiera a Nenad. Todos sabían quién estaba detrás pero nadie había visto nada. Con una excepción: Nadja había visto a Radovan en una de esas veladas. Tenía que encontrarla. Saber más.

Según Nadja había dos personas relacionadas con las fiestas para conseguir chicas: un tal Jonte y un tal Yate Karl.

Según Sophie: un tal Jet-set Carl; el chico de oro de Stureplan, organizador de fiestas, el fiestero número uno.

Según Jorge: los nombres se parecían demasiado para ser casualidad.

Por la noche. Jorge en marcha. Sentado con Fahdi en casa del gorila. Vodka, Schweppes Schizan y hierba en la mesa. Vasos de Ikea, cubitos de hielo a medio derretir en un plato hondo. Papel de fumar y encendedor. En la tele: a Jenna Jameson se la estaban tirando dos tíos cachas americanos, el volumen quitado. En el estéreo: Usher. Fahdi informó con seriedad:

—Primer negro con tres éxitos en la lista de Billboard en Estados Unidos. Cerdos racistas.

Fahdi había sido claramente influido por Abdulkarim. En general opinaba que USA se deletreaba Satán. Aprovechaba cada oportunidad para mostrar su desprecio por ese país.

La idea de Jorge para esa noche era sencilla. Iban a ir al centro. A asaltar Stureplan. Encontrar a Jet-set Carl. Luego, Jorge hablaría con el tío. Al final: él y Fahdi se conseguirían una rubia cada uno. Con suerte, poder irse a la casa de ellas.

Fahdi hablaba de Londres. Enseñó con orgullo su chaqueta de Gucci. Describió a las strippers más caras, las tiendas más lujosas, la pasada de gente. Describió la pistola que había tenido allí.

Jorge, moderadamente impresionado. Recordaba el arsenal que Fahdi escondía en el ropero. El tío era un ejército andante.

Apuraron las bebidas.

Jorge se levantó.

—¿Nos llevamos un poco de diversión?

Señaló hacia la cocina, donde básculas y papelinas se encontraban esparcidas junto con bolsas de cierre con coca.

Fahdi también se levantó.

—¿Para nosotros o para vender?

—Para vender no. Yo ya casi he dejado de vender directamente al consumidor final. Además, ése es el territorio de JW. No competimos entre nosotros. ¿Cuándo vuelve?

—Ni idea. Tiene que arreglar unos asuntos en Inglaterra. Se queda unos días más.

Jorge pensó: Fahdi, los chicos de Dos tontos muy tontos eran listos en comparación. No entendía las reglas del juego. La pirámide, algunos vendían en la calle, otros vendían al vendedor y otros vendían a los vendedores de los vendedores. Jorge en la actualidad, casi arriba del todo. Pero Fahdi tenía virtudes: una especie de bondad y, naturalmente, su fuerza muscular.

Pidieron un taxi. La grabación automática del otro lado de la línea: «¿Desea un taxi para Rosenhillsvägen ahora mismo? Pulse uno».

Jorge dijo:

—¿Por qué tienen que gritar siempre justo el nombre de la calle al doble de volumen que el resto de la frase para que a uno le piten los oídos el resto de la noche? —Jorge pulsó uno.

Bajaron. Entraron en el taxi.

La noche de Estocolmo en el centro.

Stureplan en plena acción.

Se bajaron junto a Svampen[74]. Miraron a su alrededor. ¿Por dónde empezar?

Los sitios de marcha del centro de Estocolmo tenían su propia separación de clases. Kharma, Laroy, Plaza y Köket: arriba del todo. Los más ricos/los más pijos/los mejores. Sturehof, Sturecompagniet, Hotel Lydmar: el siguiente nivel. Bien/pijillo/público algo mayor. Spy Bar, Clara’s: gorilas de la mafia yugoslava/ garitos de famoseo. The Lab, East: clientela propia. Undici, Crazy Horse: garitos cutres para vikingos de los de toda la vida.

La ecuación sencilla: Jorge y Fahdi tenían que entrar en la clase superior. Lo más difícil. Sobre todo para dos hombres inmigrantes con la palabra «patero» escrita en la frente con letras luminosas.

Empezaron en Köket. Una cola tremenda, chicas de diecisiete años con tan poca ropa encima que pasarían frío en una noche de verano. Chicos de Östermalm inmaduros con abrigos y pelo engominado. Pijos más mayores, salidos, con abrigos más lujosos, también con el pelo engominado. Tíos que se pasaban la vida alrededor de ese sitio. Trabajaban en las compañías de inversiones que rodeaban Stureplan, almorzaban/cenaban en los restaurantes de Biblioteksgatan, Birger Jarlsgatan y Grev Turegatan, vivían a un tiro de piedra de ahí, en Brahegatan, Kommendörsgatan, Linnégatan. Y, por supuesto, salían de fiesta por allí.

Delante del todo de la cola se vislumbraba al legendario Paddan. Verdadero nombre, Peter Strömquist. Una personalidad en Estocolmo. Hijo de millonario. Con sobrepeso. Invitado obligado en todas las fiestas a las que un pijo que se precie soñaba con que le invitaran. Conocía todo y a todos. Buena señal que estuviera entrando en Köket.

Desde la perspectiva de Jorge: la sensación de sentirse fuera de lugar acentuada. La masa de personas era la repetición de la sociedad feudal. Algunos compraban el derecho a entrar. Algunos jugaban a ser pequeños príncipes en el territorio de Estocolmo. Otros eran reyes, como el Jet-set ese. Algunos vendían sus almas haciendo de muñecos de lego, los porteros. Los pateros, abajo del todo, con suerte podían acceder mendigando.

El único truco que conocía para entrar era sobornar.

Fahdi abrió camino. Echó a las chicas a un lado. Un billete de quinientos enrollado en la mano. El portero le miró primero sin comprender. Mensaje: ya sabes de sobra que aquí no vas a entrar. Vio el billete. Miró a Jorge.

Les dejó entrar.

Lleno de gente.

La música retumbaba, algo que sonaba más bien como distintos tonos de llamada de móvil.

En el bar, un grupo de chicos atacaban a dos tías con la ayuda de champán en cubiteras. Las tías bailaban sin irse muy lejos. Pestañeaban. Se dejaban invitar.

Fahdi fue al bar. Pidió dos cervezas.

Jorge bajó por la escalera a la planta inferior del local. Pasó por la cabina del DJ. Esa noche pinchaba DJ Sonic. El tío normal que se había convertido en la mascota simpática de los chavales de Östermalm. A la vista, una clase en viaje de estudios. Sonrió como si las reconociera al noventa por ciento de todas las pibas que se cruzó.

Jorge reconoció caras. Nadie le reconoció a él. Gracias a Abdulkarim y a la crema autobronceadora. Pese a eso, J-boy seguía siendo un panchito. No valía nada.

Paró a una chica al azar.

Mirada de sobresalto.

—Tranquila, tía, sólo quería saber si has visto a Jet-set Carl esta noche.

Respuesta en blanco. No sabía de quién hablaba.

Siguió preguntando. Fahdi apareció con dos cervezas en la mano. Preguntó a Jorge qué estaba haciendo.

No tenía sentido explicárselo.

Se alejó de él bailando.

Preguntó a más.

Las tías, bronceadas. Los tíos, todos se parecían a JW. Jorge subía y bajaba la escalera. Se agachaba y preguntaba a la gente al oído. Intentó parecer neutral. Justo en ese momento no quería que pensaran que estaba ligando.

Siguió durante cuarenta minutos.

Al final una chica le gritó al oído, apenas se oía por la música:

—Casi siempre está en Kharma.

Jorge intentó encontrar a Fahdi en la multitud. No le veía. Intentó llamarle al móvil. Ni siquiera oía la señal de llamada; ¿qué posibilidades había de que Fahdi oyera su móvil con la música de fondo?

Pasó de él.

Jorge salió a la calle. Subió por Sturegatan. Mandó un SMS a Fahdi: «Me voy a Kharma. Ve ahí luego».

La cola parecía una masa orgánica disfrazada de esperanza humana. La humillación peor que el frío bajo cero; el racismo escupido directamente a la cara.

Momento adecuado. Mirada adecuada. En la mano del portero el dinero. Quinientos pavos. Contacto visual. La mano del portero hizo una seña. Pasa. Jorge estaba dentro. Se lo repitió a sí mismo: J-boy, estás dentro.

Perfecto*.

En el bar pidió una Heineken en botella. Miró alrededor. Reconoció a algunos pateros afortunados en una mesa. Jorge se acercó. No le reconocieron. Sin embargo se notaba que sentían un vínculo, sabían que él estaba en la misma situación que ellos. Donde no pegaba y feliz.

Charlaron un rato. Pusieron nota a las tías. Elogiaron escotes. Elogiaron culos. Jorge les invitó a una raya rápida. Vueltos contra la pared. En el dorso de la tarjeta de crédito, esnif, esnif. Funcionó.

El mundo aumentaba el ritmo. Jorge a tope.

Preguntó al camarero por Jet-set Carl.

—Muy fácil —contestó el tío del bar—, siempre viene a eso de la una, está en la taquilla y recibe a la gente.

Jet-set Carl: el tío de las putas.

Jorge esperó. Los inmigrantes de la mesa atacaban a las chicas de instituto de Djursholm. Choque cultural de magnitud. Las tías seguro que nunca habían siquiera hablado con alguien de un país de fuera de Europa, salvo el niño adoptado de la clase de al lado. El punto de vista de los tíos, sencillo: todas las tías suecas me desean y por eso mismo son putas.

Jorge observó el juego. Los tíos invitaban a copas. Hacían todo lo que podían. Las tías aceptaban y bebían. Al mismo tiempo los despreciaban. Según Jorge, la única posibilidad de los pateros era que alguna de las pibas cogiera una buena cogorza.

Dio la una.

Un tío que podía ser Jet-set Carl estaba de pie junto a la taquilla detrás de la entrada. Vestido con americana de raya diplomática. Vaqueros. Mocasines con la hebilla de Gucci. Saludaba a todas las guapas que entraban.

Todas las vibraciones gritaban: La confianza en sí mismo de este tío nunca flaquea.

Jorge se aproximó.

—¿Qué tal?

Jet-set Carl se volvió sorprendido.

—¿Eres Jet-set Carl?

El tío se esforzó por sonreír.

—Claro. Así me llaman los que me conocen. —Énfasis en las palabras: los que me conocen; mensaje para J-boy: seas quien seas, tú NO me conoces.

—He oído decir muchas cosas buenas de ti. No sólo que llevas este sitio y que eres un tío genial. También otras cosas.

Jet-set le puso la mano en el hombro a Jorge. Eran de la misma altura.

—Perdona, pero no sé de qué me hablas.

—He oído hablar de ti y de Jonte. Juntos lleváis temas divertidos.

Algo en la mirada de Jet-set Carl. Un brillo pícaro. Luego volvió a su ser habitual y jovial.

—Discúlpame, me alegro de conocerte. Lo siento, tengo que seguir trabajando. Ya hablaremos más tarde. Que te lo pases bien.

Jorgelito plantado. Sin embargo, había visto algo en la mirada del tal Jet-set.

Jorge mandó otro SMS a Fahdi. Recibió respuesta: «Noche de suerte. Alá está conmigo. Me voy a casa de un pibón». Fahdi había ligado. Felicidades.

Jorge volvió con los inmigrantes de la mesa.

Dieron las dos. El éxtasis de la coca se terminó. Fue al aseo.

Sacó treinta miligramos de perico. Se metió una raya gorda.

El subidón se disparó. Una fantasía de energía. Pasó a la marcha más alta.

Salió del local.

Se dirigió otra vez a Jet-set Carl.

—¿Podemos hablar un momento?

Jet-set Carl hizo un gesto de evidente molestia.

—Lo siento, tengo que trabajar. ¿Podemos hablar más tarde? —Hizo un gesto con la mano.

Jorge quería hablar en ese momento. Mucho.

Demasiado tarde.

Jorge sintió que le levantaban por detrás. Intentó girarse pero tenía la cabeza inmovilizada con una llave. Brazos anchos. Guantes de portero.

Gritó. Le llevaron en volandas. Fuera.

Pensó en el subidón: ¿Dónde está Fahdi cuando hace falta?

Jorgelito expulsado. Era un perdedor enorme con el honor manchado. Patero en Kharma, beware[75]. En realidad, no eres bienvenido. Propaga el mensaje.

Pero sabía una cosa: ni los yugoslavos ni ninguno de sus aliados volverían a mandar a la mierda su dignidad.

El subidón de la coca, enorme.

Jorge no se rindió.

Era su noche.

Era la noche del proyecto.

El maricón de Radovan se iba a enterar. Con o sin Jet-set Carl. A la mierda con él. Jorge conseguiría suficiente información de todas formas.

Sólo necesitaba hablar más con Nadja.

Fahdi le había dado el número de Zlatko Petrovic. Jorge le había llamado un par de veces sin éxito.

Estaba en medio de Stureplan. De fondo: tíos con carritos de salchichas, adolescentes borrachos, pijos pasando frío, cuarentones alcoholizados.

Sacó el teléfono. No había más SMS de Fahdi, lo que significaba que esa noche había conseguido jugar fuera de casa.

Marcó el número del chulo, Zlatko.

Sonó el tono de llamada.

Al final, por primera vez en ese número, contestó alguien.

—¿Sí?

—Hola, quería pasármelo bien esta noche.

—Pues has llamado al sitio correcto. ¿Tienes un nombre?

Jorge dio el alias de Fahdi.

Zlatko contestó:

—De acuerdo. Claro que nos podemos encargar.

—Vale, quiero a Nadja.

Silencio al otro lado del auricular.

Jorge repitió:

—¿No me has oído? Me gusta esa Nadja.

—No sé lo que quieres. Pero ya no está con nosotros. Sorry. —El tono de la voz de Zlatko era más frío que un vodka helado.

—¿Y dónde puedo verla? Era muy buena.

—Tú escúchame bien: no vuelvas a preguntar por Nadja. No está con nosotros. Sé quién eres. Una palabra más sobre esa puta Nadja y te machacamos.

La conversación se terminó; Zlatko había pulsado el botón rojo.

Jorge sentado en un taxi camino de casa de Fahdi. Angustiado. En plena subida de coca.

En su retina: Paola y Nadja. Y los otros: Mrado, Ratko, Radovan. Los iba a machacar. Se vengaría por él. Vengaría a Nadja. Radovan pagaría con balazos en los ojos. Una paliza en el claro de un bosque. La cara de Paola desencajada.

Fragmentos caóticos de la existencia.

El odio.

Paola.

El odio.

El cabrón de Radovan.

Pendejo*.

El taxista le miró preocupado:

—¿Quieres que te suba, colega?

Jorge dijo que no. Pidió al taxista que esperara.

A casa de Fahdi. Jorge siempre tenía las llaves encima; necesitaba poder acceder a las llaves de los almacenes, las bolsas con cierre y las básculas que guardaban allí. Abrió. Llamó. No había nadie en casa. Fahdi debía de haber conseguido lo que más deseaba.

Al ropero.

Jorge sabía lo que deseaba. Fahdi les había enseñado orgulloso sus cosas a él y a JW hacía un mes. Se inclinó hacia el interior.

Rebuscó. Sacó la escopeta de postas. La abrió presionando la pieza del lateral. Metió dos cartuchos tan grandes como paquetes de caramelos. Se metió un puñado de cartuchos en el bolsillo delantero de los vaqueros. Le abultaban el bolsillo.

Metió la escopeta bajo la chaqueta. No se notaba nada. Estaba bien eso de los cañones recortados.

El taxi seguía abajo.

El subidón palpitaba.

Se metió los últimos miligramos de coca mientras el taxi arrancaba. No quedó claro si el taxista notó algo.

Aceleraron por la autopista.

Hallonbergen.

Soplaba un viento frío en el pasillo abierto. Accidentalmente tiró un trineo con el pie. Evidentemente, había familias normales con niños que eran vecinas del burdel.

Llamó a la puerta.

Alguien quitó la tapa de la mirilla. Una voz desde el interior:

—¿Cómo te llamas?

Parecía la madame. Jorge esperó que el tal Zlatko no le hubiera contado nada de su conversación hacía cincuenta minutos. Volvió a dar el alias de Fahdi. Incluso hacía falta una contraseña. Sabía ambos.

Abrió. Era ella, la madame con su extraño atuendo: chaqueta con abertura a la espalda. Maquillada en exceso. Daba miedo.

Jorge cerró la puerta tras de sí. Fue al grano:

—Quiero ver a Nadja.

La madame se quedó inmóvil. En guardia al ciento por ciento.

Dijo con su terrible sueco con acento del Este:

—Oye, ella ya no aquí. Si tú eres que llama a mí cien millones vez, tú piss off[76].

Agresividad inesperada. Curtidamente amenazadora.

J-boy se sentía a punto de explotar. El estado de ánimo explosivo de la coca en olas contenidas golpeaba contra el interior de su frente. Era la última vez que un serbio le jodía.

Dio un paso hacia la madame.

—Zorra de mierda, o me dices dónde está Nadja o te machaco.

Potente elevación del tono de voz por parte de la madame:

—¿Quién coño tú piensas que eres?

El efecto de la elevación de la voz: de las sombras, desde el pasillo, apareció Zlatko.

La madame montó un escándalo. Gritó a Jorge que se largara. Que se iba a arrepentir.

Zlatko se puso a treinta centímetros de Jorge, el aliento le olía a mierda, y dijo con voz tranquila:

—¿No te lo acabo de decir por teléfono? ¿No te enteras? Deja de remover eso. Lárgate.

Estilo superserbio. Le recordaba a Mrado.

Sentía la paliza en la espalda. Piernas. Brazos.

Jorge sacó la escopeta.

Un disparo a Zlatko.

El estómago desapareció. Lo sustituyó un agujero.

Picadillo de vísceras en la pared que tenía detrás.

La madame gritó.

Un tiro más; desapareció su cabeza. Masa encefálica en los sofás de terciopelo.

El retroceso golpeó a Jorge en el hombro. Le hizo daño.

Jorge abrió el arma. Metió la mano en el bolsillo del pantalón. Volvió a cargar, dos cartuchos nuevos.

Un hombre salió del pasillo. La cara lívida. Torso desnudo. Los pantalones desabrochados. En estado de shock.

Jorge disparó. Falló. Un agujero de un metro cuadrado en la pared de yeso. Una nube de polvo.

Corrió hacia él. El viejo tropezó con sus pantalones caídos.

Lloró. Rogó.

Jorge se puso junto a él. El cañón doble contra su cabeza.

Revisó sus bolsillos. Encontró una billetera. Sacó un permiso de conducir.

Leyó en voz alta:

—Torsten Johansson. Tú no me has visto nunca.

El viejo siguió tumbado, sollozando en el suelo.

Por lo demás, el piso estaba en silencio.

—Dame tu móvil. Túmbate boca abajo. Pon las manos sobre la cabeza. Tengo unas cosas que arreglar.

El viejo no se movió. Estaba tumbado con la cabeza escondida entre los brazos. Las rodillas dobladas en posición fetal.

—¿Es que no entiendes el sueco? Haz lo que te he dicho. Ya.

El viejo se estiró. Se tocó el bolsillo. Sacó un móvil. Se lo dio a Jorge. Puso las manos sobre la cabeza.

Jorge otra vez:

—Tú no me has visto nunca.

Miró en las habitaciones de las putas. En una de ellas había una chica acurrucada contra la pared, la cabeza entre las rodillas; no era Nadja.

Jorge salió al pasillo. No miró los cuerpos. Pasó por en medio del caos. Hacia la cocina.

Estaba guarrísima. Una mesa pequeña de madera blanca y una silla de estructura de tubos de acero y un cojín mullido. Manchas de café por todos lados. En el frigorífico había propaganda de las pizzerías de Hallonbergen sujeta con imanes promocionales de la campaña electoral de los socialdemócratas de 2002.

En la mesa había un ordenador portátil. Más o menos lo que Jorge se había imaginado.

Lo mejor era que estaba encendido. Jorge se sentó en la silla. El ordenador tenía el cable enchufado a la pared. Pregunta: si lo desenchufaba, ¿seguiría funcionando la batería o se apagaría?

Jorge no era precisamente un friki de los ordenadores. Pero sabía una cosa: si el ordenador se apagaba existía el riesgo de que luego le pidiera algún tipo de contraseña para poder volver a encenderlo. Si no lograba entrar de nuevo, se jodería todo el asunto.

Valoración con un cerebro lleno de cocaína: no podía quedarse en el piso muchos segundos más. ¿Había tocado algo?

No.

Se arriesgó; sacó el cable.

Miró la pantalla.

Dios quería a Jorge.

El ordenador seguía encendido.

Corrió hacia la puerta. A través del recibidor. Estaba a punto de poner la mano en el picaporte de la puerta cuando se oyó un teléfono. El tono de Sony Ericcson, Old Phone; sonaba como un teléfono antiguo de los de disco. Llamaban al móvil de alguien. Probablemente el del putero, el de la madame, el del chulo o el de alguna prostituta. Miro el del putero. Ese no era el que sonaba. Jorge escuchó. Vio la sangre. La masa en paredes y suelo. Al final lo oyó. Venía del bolsillo del chulo.

Sujetó la escopeta en una mano. El ordenador en la otra. Difícil de maniobrar. Soltó el ordenador. Palpó el bolsillo de la chaqueta del chulo. Las vibraciones, claras.

Sacó el teléfono. En la pantalla una combinación de letras: JSC. Sólo podía ser una persona: el cabrón ese de Carl.

Jorge contestó:

Yes.

—Hola, soy yo. ¿Puedes mandarme a casa en un taxi a la de las tetas grandes?

Jorge perplejo. El tío parecía por la voz que estaba hasta arriba. ¿Qué le iba a decir? ¿Intentar imitar a Zlatko?

En lugar de eso, farfulló todo lo bien que pudo:

—Lo siento, no está aquí.

—Joder, qué pena.

El único pensamiento: tenía que decir algo inteligente. Algo que le llevara a algún lado.

—Eh, oye, ¿para cuándo era la próxima movida grande?

—Tú deberías saberlo, organizador. El 29, en dos semanas. ¿De verdad que la de las tetas grandes no está? —Jet-set Carl balbuceaba más que un boxeador profesional después de un KO.

A Jorge se le ocurrió una idea genial:

—Lo siento pero no. Oye, una cosa más. Hoy ha venido un tío aquí que tiene que poder ir a lo del 29.

—Venga ya. No puede ser.

—Joder, que sí. Tiene el visto bueno de Nenad. Sólo quería que tú lo supieras también. Su alias es Daniel Cabrera.

—Vale, ¿necesitas una contraseña?

—Sí, sería estupendo. ¿Puedes hacérmela llegar?

—¿Hacértela llegar? Hablas como un abogado. Ahora te la mando. Hablamos.

Jorge se metió el móvil en el bolsillo. La escopeta bajo la chaqueta. El ordenador en la mano.

Echó un vistazo rápido a los cuerpos. Sintió náuseas.

Pensaba que estaba inmunizado después de toda la violencia en vídeo que había visto de niño. En realidad era lo contrario, se sentía peor debido a toda la mierda que había visto en la televisión. O bien era sólo el efecto de la coca.

Se cubrió la mano con la manga de la chaqueta para coger el picaporte de la puerta. Ningún equipo de CSI iba a encontrar sus huellas dactilares.

Salió. Notó que el móvil de Zlatko vibraba en el bolsillo; el SMS de Jet-set Carl.

En el exterior estaba oscuro.

Hallonbergen by night[77].

Sin gente.