JW se levantó temprano. Sentía su propia tensión interna. Conocía la agenda, iba a ser ese día. Si todo funcionaba, conocerían a los tipos importantes. Los que tenían contacto directo con los cárteles de Suramérica. Los que podían conseguir entregas grandes. Los que le darían a JW una carrera meteórica dentro del sector de la farlopa.
Se sentó solo en la zona de desayunos del restaurante del hotel y esperó a que Abdulkarim y Fahdi bajaran, leyó un periódico británico y tomó café. Se sentía inusualmente inquieto.
Había gastado más de sesenta mil coronas el día anterior. Ropa, cartera, zapatos, comida, club de striptease en el Soho. Por la noche fueron a Chinawhite, donde una mesa costaba al menos quinientas libras; valía lo suyo. Y, por una vez, la farla no la podían proporcionar ellos. Lo fuerte no era que se hubiera gastado ese dinero. Lo era el pensar lo que dirían sus padres si se enteraran.
Mandó un SMS a Sophie. La notaba distante, y al mismo tiempo ella quizá fuera la persona que mejor le conocía. La única a la que él había revelado su doble vida. Pero no le había revelado todo, no se atrevía a hablarle de sus orígenes. Se avergonzaba de su familia simple de suecos medios y no quería sacar el asunto de Camilla. Le hacía dudar. Si no podía contárselo a su novia, ¿qué seguridad tenía en ella?
JW dejó el periódico. En su cabeza cristalizaron dos pensamientos claros. Uno, que tenía que estar más con Sophie. El otro era más difícil, contarle sus orígenes. Pero quizá ella incluso podría ayudarle a averiguar algo más.
Fahdi bajó a eso de las diez y media. Desayunaron juntos y esperaron a Abdulkarim.
No bajaba.
Dieron las once.
Pasaron quince minutos más.
Fahdi parecía preocupado. Sin embargo no querían despertar a Abdul innecesariamente. ¿Había algo que JW no sabía? ¿Había algo desconocido para él a lo que Fahdi le tenía miedo?
Dieron las doce.
Al final subió JW. Llamó a la puerta de la habitación de Abdulkarim.
No se oía nada.
Volvió a llamar.
Nada.
Alternativa: o bien Abdulkarim se había quedado sopa después de la juerga de la noche o le había pasado algo. De ahí el estrés de Fahdi. JW pensó: en realidad, ¿a quiénes iban a ver en ese día?
Golpeó fuerte. Puso la oreja en la puerta.
No se oía nada.
Volvió a golpear.
Al final oyó la voz de Abdulkarim desde el interior.
JW abrió la puerta.
El árabe estaba sentado en el suelo.
Abdulkarim dijo:
—Sorry. Me he retrasado con la oración de la mañana.
—¿Rezas?
—Lo intento. Pero soy mala persona. No siempre tengo fuerzas para levantarme.
—Pero ¿por qué?
—¿Por qué que?
—Sí, que por qué rezas.
—Tú no entiendes, JW, porque tú eres vikingo. Yo me inclino ante Alá. Mi cuerpo hacia la tierra con que está hecho. Él habla para mí y todas las personas, negros o blancos, vikingos o pateros, ricos o pobres; Alá, el verdadero, él es su creador y señor.
Abdulkarim iba en serio.
A JW le sonaba a chorradas de alto nivel, palabras vacías ensayadas. Pero no había tiempo ni ganas para discutir la elección vital de Abdulkarim. Pensó: Ya descubrirá por sí mismo lo que cuenta, pasta o Alá.
Ahora tenían prisa.
Abdul se saltó el desayuno.
JW, Abdulkarim y Fahdi de camino al norte, hacia Birmingham. Tardarían dos horas y media en taxi, una limusina con sitio para las piernas. Abdulkarim no quería que fueran apretados en un día tan importante.
Estaban de camino; hacia los tíos grandes.
Podrían haber ido en tren, autobús, avión. Pero esto era mejor, más seguro, más tranquilo. Sobre todo, más al estilo gangsta. ¿Quién coño va traqueteando en un autobús cuando hay limusinas?
Abdul se rió ante la planificación del asunto para ese día. Había recibido una llamada de un desconocido. Se había acordado el sitio y el lugar: estación central. Don’t be late[69].
Iban de camino; hacia el campo.
El conductor tenía puesta la radio. Drum’n’bass retumbando en los altavoces de las puertas traseras del coche. Ultrabritánico.
Era un indio joven. Abdulkarim se había aprendido una nueva palabra inglesa: Pakis[70]. JW pensaba: Por favor, Abdulkarim, date cuenta de que ahora no es momento para usar esa palabra.
En el exterior se desplegaba un hermoso paisaje. Ondulado, fecundas comunidades de cultivo con campos sembrados. Más abajo de la carretera, ríos serenamente serpenteantes.
El paraíso inglés.
La primavera había llegado. Comparado con Estocolmo, hacía calor.
Abdulkarim estaba cansado y se adormiló apoyado contra la ventana. Fahdi y JW intercambiaron comentarios cortos y evaluaron la vida nocturna de Londres.
—¿Alguna vez has estado con una stripper?
JW pensó en las películas porno que solían estar puestas en casa de Fahdi.
—No, ¿y tú?
—¿Crees que soy maricón o qué? Claro que sí.
—¿Aquí, en Inglaterra?
—No, joder. Son demasiado caras. La libra se cotiza demasiado alta.
JW se rió.
Pensó en su relación. En el exterior era meramente profesional, pero proporcionaba una agradable charla intrascendente. JW veía que Fahdi era verdaderamente cariñoso. No juzgaba nunca, no despreciaba, no se burlaba de nadie. Fahdi era humilde. Satisfecho con dos cosas en la vida: hacer músculo y echar un polvo de vez en cuando. El negocio de la droga: más porque estaba unido a Abdulkarim por algún motivo que porque buscara subidones, pasta o poder.
El conductor empezó a hablar. Mencionó Stratford-upon-Avon y a Shakespeare. JW miró y vio un cartel con el nombre de una población y debajo: The home of William Shakespeare[71].
Pasaron por las afueras de Birmingham. Urbanizaciones con jardines bien cuidados. Edificios de viviendas apiñados con cuerdas para tender la ropa atadas en líneas paralelas en pequeños patios. Las zonas industriales parecían lo más británico que JW podía imaginarse.
Entraron en la ciudad. Las casas eran más bajas que en Londres; por lo demás, se parecía. Casas de ladrillos rojos, casas unifamiliares estrechas con escalera de acceso a la entrada y ventanas largas y estrechas, Starbucks Café, McDonald’s, librerías, sitios halal. Nada de árboles, nada de bicicletas.
El taxi se detuvo en un puente junto a la estación de tren. Por debajo pasaban los trenes a alta velocidad. El ruido era ensordecedor.
Se bajaron. Pagaron al taxista y cogieron su número. Acordaron llamarle en cuatro horas si necesitaban coche para volver a Londres.
Bajaron las escaleras que daban a la zona de la estación.
El lugar de encuentro que se había acordado era delante de la librería y tienda de prensa del vestíbulo de la estación.
No hubo problema en ver quiénes eran los que les esperaban; delante de la tienda, inmóviles, había dos hombres grandes con chaquetas oscuras de piel, vaqueros de Valentino negros y grandes zapatos negros de piel. ¿Es que llevaban uniforme o qué? Ambos de aspecto británico, pelo grisáceo, piel gris. Uno llevaba el flequillo hacia abajo cortado recto. JW pensó que parecía un peinado romano. El otro llevaba un corte con raya al lado perfectamente peinado.
Abdulkarim fue directamente hacia ellos y se presentó con su mezcla de inglés y sueco de patero.
Ninguna sorpresa. Ninguna sonrisa.
Siguieron a los hombres a un minibús. Les indicaron los asientos traseros y subieron.
El hombre de la raya al lado, según JW de extrema derecha, aspecto severo, preguntó cómo había ido el viaje. JW pensó: Está clarísimo que es británico a juzgar por el acento.
Abdulkarim charló un rato. Cuando llegaron a una zona industrial el ultra sacó tres tiras de tela y pidió a Abdulkarim, JW y Fahdi que se taparan los ojos. Luego les dijo que se sentaran en el suelo del minibus.
Obedecieron.
Tumbados en el suelo en silencio, con los ojos vendados.
Los británicos pusieron la música a todo volumen.
La sensación de JW: una de las primeras veces en su vida que tenía miedo de verdad. ¿En realidad a quién iban a ver? ¿Adónde los llevaban? ¿Qué podría pasar si Abdulkarim empezaba a montarla? Todo parecía mucho más grande y peligroso que cuando había planificado el viaje en la segura Estocolmo.
Una cosa era indudable; iban a reunirse con tíos importantes que no se dejaban ver.
Tras veinte minutos Abdulkarim preguntó:
—¿Cuánto tiempo más vamos a estar como sardinas?
Los británicos se partieron. Le informaron: sólo unos minutos más.
Tras unos diez minutos, JW notó que iban por otra superficie. Quizá fuera grava, quizá piedra.
El ultra les pidió que se quitaran las vendas y se sentaran. JW miró al exterior. El paisaje primaveral que había visto por el camino les rodeaba. Iban por un camino de grava estrecho hacia unos edificios.
Fahdi parecía no comprender. Miró de reojo a Abdulkarim, que irradiaba emoción y curiosidad, sobre todo por la posibilidad de hacer negocios gordos.
El minibus se paró. Les pidieron que bajaran.
Ante ellos había un gran granero construido en piedra y madera con un bonito diseño, a su lado una vivienda y una serie de invernaderos alrededor. JW no terminaba de entender; eso era un paraíso campestre. ¿Dónde estaba la mercancía?
Salieron dos hombres del granero. Uno de ellos era enorme, no sólo alto sino también gordo. Sin embargo, tenía presencia, como un boxeador de pesos pesados. Llevaba su peso como un arma, no como un lastre. El otro era más bajo y de constitución más enjuta. Vestido con un abrigo de cuero hasta los pies y zapatos de punta.
Los fetiches de los reyes de la droga suelen ser los coches rápidos, relojes caros y tías buenas. Pero sobre todo adoran los diamantes. En la oreja del hombre del abrigo de piel: un brillante enorme. Su lenguaje corporal era claro, era él quien mandaba.
Abdulkarim tomó el control de la situación y alargó la mano.
El tío del abrigo de cuero dijo en un dialecto difícil:
—Bienvenidos a Warrick County. A este sitio le llamamos la fábrica. Yo soy Chris. —Señaló al hombre enorme que había a su lado—. Y éste es John, quizá más conocido como the doorman[72]. Durante mucho tiempo trabajó echando a gente. Ahora ha encontrado un sector más lucrativo. Ya sabéis, antes echaba a las mismas personas a las que hoy proporcionamos sustancias. Por cierto, disculpad la incomodidad de tener que tumbaros en el suelo. Seguro que entendéis nuestra exigencia.
Abdulkarim se esforzó por hablar inglés. Sonaba, conscientemente o no, como un rapero americano.
—Entendemos. Sin problemas. Nos alegramos de estar aquí y creo que conoceros va a ser muy rentable.
Chris y Abdulkarim hablaron algunos minutos. Intercambiaron frases de cortesía; los grandes negocios requieren largos rituales.
—Yo creo de verdad que nuestros no-sé-cómo-se-dice-en-inglés van a estar satisfechos.
Chris completó:
—Principals, se dice así, o sea tu jefe.
JW miró a su alrededor. Más allá, tras uno de los invernaderos se veían otras dos personas. Llevaban armas colgadas de los hombros, visibles a la clara luz del día. Más lejos, en el camino, dos personas más. El lugar estaba estrechamente vigilado. Empezó a captar la idea: después de todo quizá no fuera ninguna tontería estar en el campo.
JW contó al menos seis invernaderos en fila. Aproximadamente de treinta metros de largo, dos metros de alto. La vivienda era grande y todas las ventanas tenían las persianas echadas. Del granero salían ladridos.
Chris les invitó a pasar a la casa.
En el interior olía a pis de gato. En la entrada había monos de trabajo y guantes colgados en ganchos fijados a la pared. Chris se quitó el abrigo. Les condujo a una cocina grande de aire rústico. Era un contraste extraño. Chris con el pedrusco en la oreja y lo que JW pensaba que era un traje hecho a medida en esa cutrez de casa.
Les invitó a sentarse. Preguntó qué querían beber. Tras pedirlo, les sirvió a los tres whiskis generosos. La bebida era buena: Single Malt, Isle of Jura, dieciocho años. Se sentaron. John se quedó de pie apoyado contra la pared; no les quitaba el ojo de encima.
Chris parecía contento.
—De nuevo, bienvenidos. Antes de que empecemos debo pediros que dejéis aquí vuestras armas. —En medio de su cara sonriente, JW lo vio con claridad, dirigió los ojos hacia Fahdi—. Y que paséis un pequeño control de seguridad.
Fahdi miró a Abdulkarim.
Una encrucijada; o bien se relajaban de una vez con la seguridad o se iban a casa. Podría ser una trampa, los que tenían ante ellos podrían ser agentes de estupefacientes de alto nivel. El factor decisivo para Abdul fue que el pedrusco de la oreja de Chris era auténtico, se notaba. Ningún inspector de narcóticos llevaría uno así; no sólo porque fuera caro, también por la historia de no parecer amariconado.
Abdul dijo en sueco:
—Está bien, hoy jugamos con sus condiciones.
Fahdi sacó la pistola y la puso sobre la mesa delante de él. Chris se inclinó hacia delante. La cogió en la mano, la sopesó, le dio la vuelta. Leyó lo del cañón.
—Buena. Zastava M57, 7.63 mm. Fiable. Casi tan imposible que se atasque como una UZI.
Soltó el cargador. Cayó sobre la mesa.
Luego les pasó a una habitación contigua.
En el interior estaban sentados los dos hombres que les habían llevado en el minibus. Les pidieron a Abdulkarim, JW y Fahdi que se quitaran los jerséis y los pantalones, los calzoncillos se los podían dejar puestos. Dieron una vuelta a su alrededor lentamente. JW miró de reojo a Abdulkarim, parecía ser la cosa más normal del mundo: que dos medio psicópatas que les acababan de obligar a echarse al suelo en un minibús les registraran completamente. Supuso que al árabe le habían registrado antes.
Dieron el visto bueno.
Cinco minutos más tarde estaban otra vez en la cocina.
Les saludó la sonrisa de Chris.
—Ya hemos cumplido con las formalidades. Me estresan mucho los hombres grandes con pistolas pequeñas. Servidor no es que sea muy grande pero, ¡menuda pistola tengo! —dijo riéndose mientras se agarraba la entrepierna. Se giró hacia John como buscando apoyo—. Vamos a sentarnos aquí tranquilamente a disfrutar de un buen whisky. ¿Qué tal en Londres?
La charla y las cortesías se extendieron durante media hora. Abdulkarim en el papel de líder del grupo. Habló con verdadero entusiasmo de sus noches en Londres, los sitios que habían visitado, las compras, London Dungeon y el guía al que habían asustado.
—Londres es una ciudad de verdad, ¿sabes? Comparado, Estocolmo es un pis en el Misisipí. Pero tenemos metro.
JW se partía por dentro. ¿Cuántas posibilidades había de que Chris entendiera su parloteo sobre ríos americanos?
Después de rellenar los vasos tres veces, Chris se levantó y dijo:
—Vamos a los negocios. Quiero enseñaros esto. Me imagino que tendréis curiosidad.
Salieron de la casa y fueron hacia el granero en fila detrás de Chris.
Se veía a las personas con armas al hombro más lejos, detrás de la casa.
Chris se detuvo ante la entrada. En el interior se oían ladridos.
—Como he dicho, a esta finca la llamamos la fábrica. Enseguida entenderéis por qué. Antes de enseñaros más dejadme deciros sólo esto: nosotros resolvemos vuestros problemas. Cumplimos. Durante el último año hemos realizado con éxito envíos por más de cinco toneladas de mercancía. Conocemos esto. Enseguida lo comprenderéis.
Abrió la puerta.
Entraron.
La pestilencia golpeó a JW, un olor acre a suciedad y heces.
A lo largo de las paredes había jaulas.
En las jaulas: perros.
El tamaño de las jaulas era de dos por dos metros y al menos cuatro perros en cada jaula.
En el techo había tubos fluorescentes.
Cuando entraron en el granero les recibieron ladridos ensordecedores.
Los animales parecían histéricos. Se movían frenéticamente y ladraban a los visitantes.
El pelo de algunos animales estaba deteriorado, y había muchos despellejados y con heridas. Los de otras jaulas estaban mejor. Ciertos perros tenían un pelo largo y peinado y mejor humor. Algunos de los perros parecían estar anestesiados, estaban amontonados en el suelo.
Chris dijo:
—Dejadme que os presente nuestro primer producto de entrega. Lo hemos usado con éxito en países como Noruega, Francia y Alemania.
Por uno de los pasillos se aproximó un hombre hacia ellos. Vestido con una bata blanca de médico y botas de goma.
Chris saludó:
—Hola, Pughs. ¿Puedes mostrarles lo que quiero decir?
Pughs asintió. Abrió una de las jaulas en las que los animales estaban tranquilos y sacó un perro con el pelo lustroso. JW pensó que era un golden retriever.
Pughs agarró la piel del animal justo debajo de las patas delanteras y dijo con voz ronca:
—Yo les opero. Me llaman veterinario, pero es una chorrada. Yo soy cirujano. Mirad aquí. —Acercó el perro—. He insertado bajo la piel de este chucho cuatro bolsas que contienen en total seiscientos gramos de farlopa.
JW se inclinó hacia delante. Lo que señalaba Pughs no parecía otra cosa que un pliegue de la piel entre las piernas del perro. No veía ninguna cicatriz.
—Tarda un mes en curar y otros dos meses en que el pelo crezca lo suficiente.
Continuó Chris:
—Hemos enviado más de treinta animales. Ha funcionado todas las veces. Pero la mayoría de los animales que hay aquí los hemos recibido directamente de Suramérica. Así que tenemos montones.
JW se giró antes de continuar por el granero. En las jaulas había al menos un total de cincuenta animales. Calculó: si la mitad de los animales habían traído mercancía, habían introducido quince kilos sólo con ellos. Quince kilos en las calles de Estocolmo; casi quince millones. Estaba impresionado, tenían un negocio enorme en un granero en el campo.
Pughs volvió a meter al perro en la jaula.
Chris les guió y cruzaron una puerta.
Entraron en una nueva sala de techo alto. En el suelo había dos grandes máquinas de metal verde. Dos hombres trabajaban en una. A JW le pareció que las máquinas se parecían al torno de manualidades del colegio.
Chris explicó:
—Nuestro siguiente producto. Fabricamos latas de conserva. Mirad bien. Las máquinas son exactamente iguales que las que usan, por ejemplo, en Mr. Greenpacking. Las llenamos con el producto que se haya pedido. Lo enviamos por vía aérea.
Abdulkarim hizo su primera pregunta. Parecía impresionado:
—¿Por qué mandáis la mierda por avión? ¿No es más barato con barco?
—Buena pregunta. En la aduana están pisándonos los talones todo el tiempo. Saben cómo hacer controles aleatorios en los envíos grandes de partidas de conservas. A algunos amigos míos les cayó una condena gorda por eso hace algunos años. Aún se están pudriendo en la trena. Veréis, tenemos contactos en una empresa de catering. Venden comidas para los vuelos. La idea es fácil. En un vuelo determinado hay, por ejemplo, diez comidas que llevan conservas con nuestro contenido. Diez personas han encargado la comida especial de que se trate, por lo general vegana. Comen bien pero no abren la lata de conservas que se incluye en la comida. En lugar de eso la echan al carro de la basura que las azafatas pasan por el avión después de la comida. De la basura, es decir, de las latas de conservas llenas se encarga luego nuestra gente de gestión de residuos del aeropuerto. Lo bueno de esto: los que encargan la comida ni siquiera necesitan ser nuestra gente. Sólo contratamos a unos críos que vayan a Ibiza y les decimos que pidan comida vegana y ya está resuelto. La semana pasada enviamos de esta manera cuatro kilos de anfetaminas a Kos.
—¿Y ha pasado alguna vez que algún crío revoltoso haya cogido una lata y no la haya tirado como vosotros queréis?
—Ha pasado. El crío revoltoso nunca volvió de Kos.
JW fascinado. Esto era grande, inteligente, surrealista de la leche.
Era una industria de empaquetado de droga, un ensueño de transporte, maravillosa filosofía de logística.
Joder.
Chris les llevó hacia delante. John iba el último de la fila.
Salieron del granero, hacia los invernaderos.
Abdulkarim preguntó a Chris por estadísticas. ¿Con qué frecuencia tenían éxito en los envíos? ¿Qué volúmenes de cargamentos podían asumir? ¿Qué cantidades importaban? ¿De qué países? ¿A quiénes representaban?
Chris explicó. Recibían mercancía de todo el mundo. La cocaína venía directamente de Suramérica. Warrick County funcionaba como el regulador máximo de los precios. Reempaquetaban, revendían sus productos, repartían los riesgos, elegían destinos, mantenían la demanda.
Un cártel de distribución europeo de alto nivel.
La respuesta de Chris a la última pregunta de Abdul fue:
—Pensaba que te habían informado. Somos una filial de un cártel. No importa cuál, pero te damos un buen precio. Garantizado.
Se acercaron a los invernaderos. JW descubrió que eran más grandes de lo que había visto antes.
Chris se paró ante uno de ellos y señaló:
—Aquí cultivamos de todo.
Abrió la puerta.
No notaron humedad. Por el contrarío, la temperatura era fresca.
JW se esperaba una jungla de Cannabis Sattiva. O aún mejor, hileras de plantas de coca.
No.
A lo largo del suelo, en largas hileras crecían repollos pequeños, inmaduros.
Abdulkarim parecía un signo de interrogación en negrita. Se había imaginado lo mismo que JW.
JW cayó en la cuenta solo; se le cayó la mandíbula, se quedó boquiabierto.
Fahdi miró a Chris; ¿era una broma o qué?
Chris abrió los brazos y se rió.
—Lo habitual. Todos reaccionan como vosotros. Coño, ¿no cultivan hierba? ¿No cultivan coca? Olvidaos. Cultivamos repollos. Por si no lo habéis pensado antes. Aquí no habéis visto aún nada ilegal. Habéis visto perros. Pero ¿habéis visto nieve? Habéis visto a dos tíos enlatando, pero ¿habéis visto con qué llenaban las latas? Daos cuenta. No corremos riesgos. Si hay una redada aquí al menos tenemos una cierta posibilidad de protegernos. La mierda en sí la almacenamos en otra población. Cuando se va a introducir en animales, latas o lo que sea, se transporta aquí, bajo las más estrictas medidas de seguridad, y todo tiene lugar muy rápidamente. Hemos minimizado la posibilidad de que los cabrones de la pasma nos pillen.
Abdulkarim seguía mirando los cultivos de repollos.
Chris continuó:
—Aquí no estamos listos aún, pero es nuestro tercer y más grande producto.
Se sacó unas fotos del bolsillo de la chaqueta y se las enseñó a Abdulkarim y a JW. En la primera foto: una planta de repollo del mismo tamaño que las del invernadero. En la siguiente foto: una planta un poco más grande. Tenía en el centro una bolsa de plástico firmemente atada, de unos cinco centímetros de alto y cuatro de ancho. Siguiente foto: la misma planta, un poco más grande. Las hojas habían empezado a doblarse alrededor de la bolsa. Siguiente foto: otra vez la planta con la bolsa. Las hojas la ocultaban casi totalmente. La foto siguiente: la planta en formato final. No se notaba la bolsa en absoluto. Última imagen: tres cajas llenas de repollos.
JW lo comprendió antes que Abdulkarim.
—¡Por Dios!
Chris le pasó las fotos a Abdulkarim.
—Sí, eso. ¡Por Dios!
Abdulkarim miró a JW.
JW dijo en sueco:
—¿No lo ves? Cultivan la planta con la mierda dentro. Mira las fotos de las cajas. Joder, pueden mandar todo lo que quieran.
Abdulkarim dijo:
—Allahu Akhbar.
Abdulkarim estaba totalmente acelerado en la limusina en el camino de vuelta. Iba tumbado en un asiento y cantaba con una Fanta en la mano. En la nariz, restos de coca.
JW estaba de subidón desde antes de meterse la raya.
Fahdi intentaba comunicarse con el conductor. Quería que cambiara de emisora de radio.
La reunión de Warrick County había concluido con las explicaciones de Chris sobre ciertas condiciones económicas. Abdulkarim aseguró que lo estudiarían. Se despidieron. Chris le dio a Abdulkarim una papelina; en ella estaba el polvo que acababan de consumir.
JW preguntó por qué no cerraban el trato ya. Tenía los cálculos claros, obtendrían grandes ganancias.
—No, no entiendes. Yo no soy el jefe máximo. Chris tampoco el jefe. Mañana se reúnen los gánsteres de verdad. Si tienes suerte, podrás ir.
Era la primera vez en todo el viaje que JW lo había pensado: Hay alguien por encima de Abdulkarim.
Dos días más tarde cambiaron de hotel. Abdulkarim le pidió a JW que esperara en su habitación todo el día. Iba a pasar algo, estaba clarísimo.
JW vio la tele, fumó pese a estar prohibido, jugó con el móvil. Se sentía más inquieto que nunca. Intentó leer pero no hubo manera. Llamó a Sophie. No contestó. Pensó en ella, se hizo una paja, se corrió en una de las toallas del hotel. Tomó champán del minibar, volvió a fumar, miró anuncios de televisión británicos. Mandó SMS a Sophie, a su madre, a Nippe, Fredrik, Jet-set Carl. Volvió a jugar con el móvil, se preparó un baño pero pasó de bañarse. Leyó la revista FHM, miró las tías buenas de las páginas centrales.
A las tres salió a la calle y se compró un Twix y medio litro de Coca-Cola light. Luego pidió que le subieran un sándwich Club a la habitación.
Pensó: ¿Por qué no viene Abdulkarim?
Cuando volvió se sentó en la cama y subió las piernas. Pensó en Camilla. Cuando volviera a Suecia desenmarañaría los hilos de una vez por todas. Volvería a llamar a la policía; tenía que saber qué habían averiguado. Pero ahora mismo: a centrarse en el negocio de la coca.
Al final, a las cuatro, llamaron a la puerta.
Abdulkarim esperó fuera.
—Quieren que tú estás. Yo le he contado qué hemos visto. Discutimos todo. Ahora él quiere oír tu opinión. Quiere que tú eres su calculadora. Es la hora. Hora de negociar. Tú y el jefe.
El corazón de JW dio un vuelco. Entendió lo que significaba.
—Ha ido rápido para ti, amiguete. ¿Te acuerdas cuando te recogí delante del Kvarnen? Suerte de la leche que tú no dijiste no. Yo no preguntaría una segunda vez. ¿Lo sabes? Y ahora te sientas en la mesa de negociación con el jefe. Mi jefe. No soy yo el que se sienta ahí.
JW se preguntó si percibía un atisbo de envidia.
Se puso su blazer recién comprado y elogió a Harvey Nichols por la ropa guay.
Cogió el abrigo de cachemira.
Se sentía preparado para todo.
Abdulkarim le dijo a qué hotel tenía que ir, al Savoy. ¿No era genial? Savoy, uno de los diez mejores del mundo.
Estaba en el West End. El restaurante del hotel tenía una estrella en la Guide Rouge.
JW entró directamente. La seguridad en sí mismo lo arreglaba todo, igual que en casa, en Kharma. Se anunció en recepción. Después de dos minutos vino un hombre con traje oscuro de corte elegante con un pañuelo de seda en el bolsillo del pecho. Tenía el pelo engominado hacia atrás y una actitud indolente. Era imposible equivocarse: un verdadero rey de la cocaína.
El hombre se presentó en sueco con un ligero acento extranjero.
—Hola, JW. He oído hablar mucho de ti. Me llamo Nenad. A veces trabajo con Abdulkarim.
Falsa humildad. En realidad debería ser: Abdulkarim trabaja para mí.
Era agradable hablar en sueco. Charlaron. Nenad estaba en Londres sólo para una noche. Las negociaciones tenían que ir deprisa.
JW se reconoció en Nenad; un tío de Stureplan con el pedigrí equivocado.
Se sentaron en el vestíbulo del hotel. Nenad pidió coñac, el mejor XO.
Del techo colgaban grandes arañas de cristal. Bajo los sillones de piel de diseño clásico había auténticas alfombras orientales. Los ceniceros eran de plata.
Nenad hizo preguntas. JW completó lo que Abdulkarim no había comprendido o había malinterpretado. Nenad parecía haber pillado la mayor parte. Reconocía el potencial, conocía los riesgos y las posibilidades. Tras discutir una hora llegó al objetivo: en primer lugar querían un cargamento lo más grande posible, preferentemente con formato repollo.
JW estuvo de acuerdo.
Siguieron discutiendo. Los precios en Inglaterra, sobre todo los precios en Estocolmo. Métodos de almacenamiento, métodos de envío, mayores cuotas de mercado. Estrategias de venta, trucos de trapicheo, nuevas personas que reclutar. Formas de pago al cártel: Money Transfer, sistema SWIFT o contado.
JW había aprendido mucho en sus conversaciones con Jorge. Oyó cómo las palabras, puntos de vista y manera de pensar de Jorge salían por su boca.
A Nenad le gustaban la manera de hablar y las ideas de JW.
Cuando acabaron, encendió un puro.
—JW, repasa todo lo que hemos dicho una vez más. Esta tarde, a las siete, vamos a negociar con la otra parte. Quiero que estés a mi lado. Tienes que tener todos los cálculos claros.
JW se levantó y le dio las gracias a Nenad. Casi le hizo una reverencia.
—Nos vemos luego. Va a ser divertido.
JW se sentía como si flotara.
Se acordó del momento en el taxi ilegal de Abdulkarim en que se decidió por primera vez a ayudarle a vender farlopa. Ahora, siete meses más tarde, hablando de grandes negocios con Nenad en el Savoy.
JW estaba metido en el juego.
De verdad.
En breve iba a negociar un acuerdo del copón.