Quedaron en Sollentuna Centrum. Allí Jorge se sentía en casa. Calles cubiertas, las tiendas habituales: H & M, Systembolaget, Juguetes B & R, Intersport, Duka, Lindex, Teknikmagasinet. E ICA. Jorge recordaba cómo la comida que había comprado allí había caído al suelo cuando los yugoslavos le pegaron una paliza. Luego recordó todas las veces que había mangado allí cuando era niño.
Volvió a Jorge el miedo a que le reconocieran. Había pasado una vez hacía tres semanas justo en Sollentuna. La peor zona para Jorge, donde más personas le conocían. Esa vez había ido a ver a un tío de Malmvägen que trapicheaba para él. Por la escalera pasó una mujer que conocía a la madre de Jorge. Intentó bromear, le llamó con acento chileno:
—Jorgelito, ¿has estado en África y te has puesto moreno?
Él pasó. Salió de la casa con el corazón latiéndole de pánico más deprisa que un ritmo de drum’n’bass.
Se convenció a sí mismo: Todo está bien. Estoy muy abajo en las listas de la pasma. He cambiado de aspecto. Soy otro tío. Ella era la primera en varios meses que le había reconocido.
En la tienda de prensa se compraron una Coca-Cola cada uno: Jorge, la prostituta del burdel de Halionbergen y su anexo, un tío que Jorge no había visto nunca.
El tío: un vikingo gigantesco. Por lo menos, dos metros cinco. El pecho de un metro de ancho y ninguna diferencia entre el ancho del cuello y el de la cabeza. Dudoso que el tío pudiera caminar sin que le chocaran los muslos entre sí, fricción entre músculos tremendamente grandes.
—Es Micke —dijo la chica.
Jorge se preguntó si el tío gigantesco era su novio o su chulo No se atrevió a preguntar. Se avergonzó por haberle pagado por sexo una semana antes. La pregunta interna: ¿se avergonzaba porque fue penoso o porque estaba mal?
Jorge arqueó una ceja. Señal para ella: ¿Por qué viene?
La chica entendió. Dijo:
—Tranquilo. Sólo quiere venir. Mirar que a mí no me pasa nada.
—¿Va a escuchar todo lo que decimos o qué? No puede ser.
El tío contestó con una voz más aguda de lo que esperaba:
—Tranqui, flacucho. Caminaré unos metros por detrás.
Tope raro. En realidad ¿por qué había venido con él? J-boy no se arriesgaba. J-boy sabía lo que podía implicar vigilar mal a los tíos grandullones. Dijo:
—Puedes andar cerca de nosotros, pero ve delante. Que yo pueda verte todo el rato.
El tío gigantesco le miró fijamente. Se crujió los nudillos Jorge no hizo caso. Repitió:
—Si ella quiere que le dé la pasta, haced lo que digo.
A la chica le pareció bien y aceptó.
Atravesaron el centro. Salieron por las puertas automáticas. Hacia el parque detrás del recinto ferial de Sollentuna. En silencio.
El tío gigantesco todo el tiempo seis, siete metros por delante. Jorge, el camello más satisfecho de la ciudad. Había engañado a la bofia a lo grande*. Sin duda el golpe de drogas más flipante de la historia. Había recogido la bolsa de NK con la coca delante de las narices de la pasma. Se había largado corriendo, los maderos eran viejos cansados, se había descolgado del puente y había saltado. Había aterrizado en la nieve de Långholmen. El pie aguantó la caída. Casi le dio algo cuando cayó en la cuenta de que Långholmen era una isla. Luego respiró aliviado: Suecia es un país maravilloso; en invierno, hay hielo. Se dirigió a la parte sur, hacia Hornstull. Corrió sobre el hielo. Era fino. Pero aguantó. Corrió entre las casas a lo largo de Bergsunds Strand. Salió por el otro lado, en Tantalunden. La cosa tranquila. En Ringvägen cogió un taxi.
Lo segundo mejor de todo el asunto: quizá tuvieran problemas para enchironar a Mehmed. Con suerte no podrían demostrar tenencia de cocaína. Por otra parte, el Estado solía poder demostrar lo que el Estado quería demostrar. Claramente, algo muy penoso para ellos; normalmente cambiaban la cocaína por otra sustancia y conservaban el producto verdadero como prueba. Pero en este caso habían dejado que Mehmed se fuera con the real stuff[66]. Probable explicación: sabían que alguien probaría la mierda y querían llegar a los vendedores realmente grandes. Perdedores; J-boy no era tan fácil de pillar.
La única pega: ¿cómo había pasado? La respuesta más probable era que Silvia, la correo, la hubiera cagado.
Quizá había contestado mal a las preguntas de la aduana.
Quizá había perros en la aduana. Quizá, temible idea, alguien les había delatado.
En ese momento pasaba. La coca era suya/de Abdulkarim. Al menos tres millones de coronas en la calle, en bruto. Las localidades del extrarradio de Estocolmo estaban allí para que ellos las tomaran.
Jorge y la chica se acercaron a la zona de bosque. El tío gigantesco se mantenía más adelante. La nieve era espesa, hermosamente blanca. El camino, bien enarenado. Jorge con zapatillas de deporte en los pies; contento con la cuidadosa gestión de los parques.
Ella se giró hacia él, indicó que estaba lista para hablar.
—Me alegro de que hayas venido —dijo él.
—Esto cuesta.
—Claro. Lo que acordamos.
—Sí. ¿Dónde quieres que yo empiezo?
—Puedes empezar contándome cómo te llamas.
—Me llamo Nadja. ¿Qué quieres que yo te cuento?
—Empieza desde el principio.
Fue parca en palabras en su relato. Jorge pensó: Es guapa. Aún queda ese algo especial: iba de dura al mismo tiempo que quería comunicar. Él lo notó. Ella era fácil de convencer. Demasiado entusiasta. La primera vez que la vio en el burdel del piso le había dicho que Don R olía a Hugo Boss. Jorge lo había comprobado con la gente que lo sabía. Era correcto. A Radovan le encantaba Hugo Boss. En todas sus formas. Trajes, camisas, abrigos. Loción para después del afeitado.
¿Cómo podía saber que Rado olía a Hugo Boss? Sólo había dos maneras. O bien se lo había contado alguien, pero era poco probable, o bien le había conocido de cerca.
La posibilidad número dos la convertía en la pista más interesante de Jorge hasta la fecha.
Quería contar algo. Él estaba impresionado con su valentía.
Le contó que había llegado a Suecia hacía seis años de Bosnia-Herzegovina. Dieciocho años. Violada cuatro veces por la milicia serbia durante sus primeros años de la adolescencia. Había pedido asilo aquí. Vivió durante dos años en las instalaciones para refugiados en las afueras de Gnesta. Pensaba que sabía en su país lo que significa el término «burocracia». Entonces supo lo que era de verdad. La vida era un asco. Fue a clase de sueco para inmigrantes dos horas diarias. Tenía facilidad. Aprendió rápido. Por lo demás se pasaba el resto del día tumbada en la cama. Veía la teletienda y películas matutinas en un sueco que no entendía. Una vez intentó comprar en el centro de Estocolmo; sus dos mil coronas al mes, mil después de lo que mandaba a su familia en Sarajevo, no dieron para nada. No volvió a hacerlo. Se quedaba en la habitación. Dormía, veía la televisión, escuchaba la radio. Casi al borde de la apatía. Pensaba que sólo el dinero podía salvarla. Una tarde, una vecina de pasillo de las instalaciones la invitó a maría. La sensación: la única experiencia agradable que había tenido desde antes de la catástrofe en Bosnia. Continuaron así: se reunían en la habitación de la vecina varias veces por semana. Sólo sentadas. Fumaban. Se relajaban. El inconveniente: la necesidad de pasta se volvió desesperada. Dejó de mandar dinero a la familia. Apenas ayudaba. Las deudas crecían. La solución le vino por la misma vecina, algo que hacía ella misma: dejar entrar en la habitación a algún tío alguna vez por semana, hacerle una paja, quizá chupar un poco. Se ganaba algunos cientos. Después por la noche se volvían a reunir en la habitación de la vecina. Liaban porros grandes. Daban caladas más profundas. Olvidaban toda la mierda.
Funcionó algunos meses. Luego aparecieron otros hombres. Ex yugoslavos, serbios. No reconocía sus caras. Sin embargo reconoció su estilo. Los chicos de Arkan. Le decían a ella y a la vecina lo que tenían que hacer. Cuándo lo tenían que hacer. Cuánto tenían que cobrar.
Aumentó el número de clientes. El dinero entraba.
No le concedieron el asilo. Posibilidades de elección: quedarse ilegalmente o volver a su hogar arrasado por la guerra y los recuerdos de las violaciones. Eligió lo primero. Acabó aún más metida en el sistema de los chulos.
La dejaron vivir junto con otras chicas en un piso fuertemente vigilado. A veces iban allí maderos. A veces las llevaban a otros sitios. Decidieron que tenía talento para algo más que la lengua sueca, así que hacía los llamados trabajos de alto nivel: acompañar al restaurante y estar guapa. Quizá dejarse ligar por algún tío que invitara a copas. Quizá ir en minifalda a fiestas en grandes casas y hacer de camarera. Viejos que manoseaban/sobaban. La arrastraban a una habitación contigua. Puteros que nunca le pagaban directamente a ella.
Y cada noche cuando llegaba a casa se liaba un porro. Se tomaba unos cuantos Sobril. A veces remataba el porro con anfetas; en la jerga de los yonquis: una bomba atómica.
Los chulos serbios les proporcionaban la droga. Se encargaban de que se mantuvieran tranquilas.
Después de medio año: si no recibía su dosis diaria de maría o anfetamina, tenía abstinencia.
Jorge hizo pocas preguntas. La dejó contar a su ritmo. Se sentía como un verdadero psicólogo. Como Paola, que siempre le escuchaba. Pero no sólo eso, también sentía algo por Nadja.
Cayó en la cuenta de lo que era: sentía compasión. Y algo más: una especie de ternura.
Estaban empezando a aproximarse a información interesante. El tío gigantesco giraba la cabeza con regularidad. Comprobaba que seguían allí. Que la distancia no era demasiado grande. Jorge supuso que nunca dejaban a las putas en el exterior sin vigilancia.
Jorge miró a Nadja.
—¿Me puedes dar detalles sobre eso de los trabajos de alto nivel?
—Hace como dos años. Casi siempre nos llevan a un sitio de maquillaje primero. A arreglarnos. Eligen ropa para nosotras. A veces cosas caras: seda, faldas de raso. Zapatos de piel muy buenos. Una maquilladora me enseña a andar con esos tacones. Recta. Nos enseñan de qué vamos a hablar, qué vamos a hacer con los viejos.
—¿Dónde?
—En todos los sitios. En chalés, extrarradio bueno, creo. Restaurantes de Stureplan. Otros barrios de la ciudad. Cuatro, cinco veces voy el fin de semana con un viejo. También chicas suecas.
Jorge modificó la técnica de entrevista. Quería hacer las preguntas correctas. Sin presionarla demasiado, ella debía seguir hablando. Quería que ella contara por sí misma.
—¿Qué hay que hacer si uno quiere participar en una de esas ocasiones?
—¿Qué es eso?
—Quiero decir que si yo quisiera participar en una de esas fiestas en chalés, ¿qué tendría que hacer?
—Yo ya no hace trabajos de nivel. Yo ya no bastante joven y guapa. Yo ahora voy al final. Demasiada mierda de anfetamina. Si tú quieres ir a fiesta, tú tienes que tener mucho dinero. Las chicas allí no baratas. —Una sonrisa falsa.
—Pero si de todas formas quiero ir, ¿con quién tengo que hablar?
—Hay muchos. Tú preguntas de Nenad. Habla con él.
—No puede ser. ¿Hay otros? ¿Quién solía organizar las mejores fiestas?
—Suecos. Clase alta.
—¿Tienes nombres?
—Intenta Jonas o Karl. Ellos mandan a las maquilladoras.
—¿Sabes cómo se llaman de apellido?
—No. Apellidos suecos difícil. Nunca nos dicen. Pero sí el mote.
—¿Tenían motes?
—Sí, Jonas: Jonte. Karl parecido a Yate Karl.
—¿Quién más está relacionado?
—Habla con Don R si tú atreves.
—¿Solía participar él? ¿Sabe tu novio que has estado con él?
Ella se detuvo.
—¿Cómo sabes eso?
Jorge: menudo olfato de Sherlock.
—Sencillamente lo sé.
Siguieron andando. De vuelta hacia el centro comercial.
—Micke no es mi chico. Él vigila para Nenad. Para Don R. Él no sabe todos con los que yo estoy. ¿Por qué tiene que saber?
—¿Por qué te permite que hables conmigo así?
—Micke no como otros. Él odia a Don R. Micke me promete me ayuda a salir de mierda.
—¿Porqué?
—Me dice que él odia a Don R. Trabaja sólo por dinero. Ellos han pegado a él.
—¿De qué hablas?
—Micke es buen hombre. Le rompen pie un cerdo serbio que trabaja para Don R. En el gimnasio. Mrado le tira el peso más grande en el pie. Luego el serbio le tira al suelo pegando, sin motivo. Para él no es nada importante. Por eso Micke trabaja para Nenad. ¿Entiendes? Aunque Micke es grande. ¿Entiendes cómo es el hombre que tú preguntas?
Jorge lo entendía.
El odio.
El impulso.
La persecución.