Capítulo 34

La estrategia era importar directamente. Comprar de la fuente, Suramérica. En este caso, nada de acuerdos directos con un cártel. Aún no eran tan grandes. Por otra parte: los contactos de Abdulkarim unidos a la mentalidad de Jorge podían conseguir que les tocara el gordo.

El punto crucial era la introducción. Tan grande y con los riesgos tan minimizados como fuera posible.

Hasta entonces habían traído cantidades pequeñas. Por medio de mulas, por correo, en botellas de champú, en tubos de pasta de dientes, en paquetes de golosinas. La expansión requería mayores cantidades.

La misión principal de Jorge: introducir el producto. Vender no era problema, el cuello de botella estaba en la introducción.

Jorge había pasado las últimas semanas como sigue: en el coche en el exterior de la casa de Radovan, en casa de Fahdi planificando la importación, en el extrarradio sur para conseguir nuevos contactos.

Necesitaba guita para odiar a Rado.

Necesitaba del odio hacia Rado para seguir consiguiendo guita.

Vivir a la fuga. Odiar, planificar, dormir; la vida era sencilla.

Todo por la gracia de Abdulkarim. Un milagro que el árabe aceptara el proyecto de odio de Jorge. Probablemente no comprendía el alcance, no sabía que el latino tenía intención de destruir totalmente al jefe yugoslavo. Indirectamente, Jorge le debía al árabe fidelidad por acogerle, por el alojamiento, por los cuidados tras la paliza de Mrado. Abdulkarim había invertido mucho en Jorge-boy. En realidad no se podía medir con dinero. Abdul nunca decía nada. Pero Jorge lo sabía: esperaba su compensación.

En ese día iba a tener lugar su primer envío de verdad, planificado durante meses. La mula brasileña. Algo grande.

La regla era no utilizar a nadie que llamara la atención. Jorge sabía de ella más de lo que debería: Silvia Pasqual de Pizzaro. La persona de contacto de Sao Paulo se lo había contado. Tenía veintinueve años. De Campo Grande, cerca de Paraguay, donde el paro estaba disparado. Sólo había hecho la primaria. Tuvo su primer bebé, una niña, a los dieciocho. Desde entonces había vivido con su hija y su madre. El segundo hijo llegó a los veinte, el tercero a los veintidós. Los padres de todos los hijos habían desaparecido. La madre de Silvia trabajaba como costurera y estaba enferma de los pulmones.

Él mismo podía hacerse una idea: la pequeña familia al borde de la ruina. Silvia Pasqual hacía lo que hiciera falta por unos reales. ¿Triste? No. La vida es así. Uno tiene que arriesgarse para llegar a algo. Jorge lo sabía.

Jorge dio las instrucciones sobre el método. Se habían comprado dos maletas de cabina de Samsonite Large, Magnesium Lite. Lo inteligente del asunto: el tirador telescópico era de aluminio, hueco. Perforado con una broca de cuatro milímetros en la parte superior, bajo el asa de goma. Cabían seiscientos gramos de coca en el tirador de cada maleta. Precio total en la calle: al menos tres millones. Dinero fácil.

Lo último que se vertió fueron bolas de naftalina machacadas. En caso de mala suerte y de inspección con perros, el olor acre distraería los olfateos. Se cerraron los agujeros con soldadura. Se volvieron a colocar las asas de goma. Podían revisar el interior de las maletas todo lo meticulosamente que quisieran. Podían revisar a Silvia todo el tiempo que quisieran, palparla por todos los lados, hacerle rayos equis, sentarla en un retrete durante tres días arrestada en la aduana. No encontrarían nada*.

No era suficiente. Se repetía a sí mismo: hazlo bien. Jorge había oído hablar de muchísimos métodos de envío ingeniosos que se habían ido a la mierda porque en la aduana habían despertado sospechas. Una vez que creían que alguien era sospechoso no aflojaban. La solución de Jorge residía en las detalladas instrucciones que le habían dado a Silvia por medio de la persona de contacto en Brasil. Se lo había aprendido de memoria: iba a Suecia a visitar a unos familiares que vivían a las afueras de Estocolmo. Se iba a quedar una semana. Le dieron un número de teléfono que proporcionar si le preguntaban: uno de los móviles de tarjeta de Jorge. Le dieron una dirección: un chalé que pertenecía al padrino de Fahdi. Le dieron ropa por valor de cincuenta dólares, no tenía que notársele que era una analfabeta muy pobre de las zonas rurales brasileñas. Se aprendió algunas frases sencillas en inglés. Quizá lo más importante de todo: volaba vía Londres, no tenía que reflejarse en el billete que venía desde Río.

Debería salir bien.

Sábado por la tarde. Un día claro. Por fin.

Jorge se inclinó contra la verja que rodeaba la iglesia amarillenta de Odenplan. Ante él, el hotel Oden. Jorge ya llevaba así dos horas. Esperaba a Silvia Pasqual de Pizzaro.

Debería haber llegado hacía una hora. Jorge: una cierta preocupación, pero probablemente la situación estaba bajo control.

Llamó a Arlanda, el avión había llegado con treinta minutos de retraso. Quizá la mujer había tenido problemas con los autobuses. Con los funcionarios de control de pasaportes, los perros, la policía de Arlanda. Jorge esperaba que hubiera habido suerte.

Más allá, en la calle Karlavägen, pero a la vista, estaban aparcados sus coches. Uno: lo había robado Petter. El otro: lo había alquilado Mehmed con un permiso de conducir falso. Con estilo.

Sus ayudantes, Petter y Mehmed; tíos espabilados. Vendían coca como nunca. Jorge planeaba al máximo. Petter y Mehmed llevaban las conversaciones con los subordinados y los camellos, mantenían los contactos, vendían, corrían la voz. Producían beneficios. Ambos eran chicos del extrarradio. Ambos se metían una raya de vez en cuando.

Petter: un amante de la zona al sur de Söder. Se sentía en el extranjero en cuanto pasaba Liljeholmen en dirección al centro. Fanático del Hammarby. Fiestero. El canal de venta perfecto para la clase obrera sueca.

Mehmed: tunecino. Distribuidor de los chicos inmigrantes/ bandas de macarras. Le encantaba presumir en su Audi A4 por las calles de Botkyrka Centrum. Un héroe dentro de su territorio.

Ahora Mehmed estaba sentado esperando en uno de los coches. Se reuniría con Silvia en la habitación de su hotel tan pronto como llegara. Sacaría la coca de las maletas Samsonite. Bajaría al coche. Iría al piso de Petter. Le daría la mierda. Petter la pesaría, comprobaría la calidad, la volvería a empaquetar. Después le sacaría las bolsas a Jorge. El plan debería ser a prueba de fallos.

La tarea de Jorge era sobre todo vigilar la transacción. Petter y Mehmed, buenos tíos; pero también los típicos tipos que harían lo que fuera por dinero. Por ejemplo, jugársela a Abdulkarim y Jorge con el envío de farlopa. Nadie confiaba en nadie. Pero J-boy era más listo, había implicado a un tío más, un informático que en el pasado solía comprarle directamente a él. El informático fue contratado sólo para ese día. Llevaría a cabo una pequeña farsa para realizar el control. El tío estaba sentado en su coche en Odengatan un poco más lejos. Jorge se dijo: Joder, qué organización más de puta madre.

Esperó. Le recordaba la espera en el exterior de la casa de Radovan. Pero con la diferencia de que en esta ocasión sabía que iba a pasar algo. Se preguntó: ¿Qué había avanzado en cuanto a Radovan? Sobre todo: el odio de Jorge había alcanzado su máxima intensidad. Más fuerte cada día. Respiraba odio. Comía odio. Soñaba odio. Darle una paliza a Mrado con un bate de béisbol, en las rodillas, la boca, la frente. Disparar a Radovan en el estómago con una escopeta de postas. Intentó calmarse. Pensar con lógica. ¿Cómo podría mandar a R al trullo sin poner en riesgo su propio medio de vida?

La información de Darko fue útil. Jorge se había movido para saber sobre el tal Nenad. El tío se sacaba un pastón con las putas. Jorge ya conocía el nombre de antes, Nenad también era un personaje en el ambiente de la coca. Nadie sabía cómo. Todos sabían que nadie podía relacionar a Rado y Nenad. Pero sucedería. Jorge estaba seguro. Al fin y al cabo era una pista.

Jorge preguntó a sus contactos que iban de putas. No era difícil encontrar de ésos; Fahdi era uno.

Aburrimiento a la espera de Silvia Pasqual de Pizzaro.

Jorge recordó. Unos días antes, Fahdi llevó a Jorge al burdel, un piso en Hallonbergen. Pasillos abiertos con soportales, escaleras con eco, plantas con macetas secas. Fahdi hizo tres llamadas antes de ir. Le explicó cómo funcionaba: método boca a boca. La primera vez que iban, todos los clientes le daban su nombre auténtico a la madame, Jelena. Luego se usaban alias y contraseñas. El acuerdo: el nombre real no se podía apuntar en ningún sitio. Todas las putas trabajaban con alias. Los clientes tenían que ser recomendados por otro antes de que les dejaran entrar. Probablemente la madame comprobaba a la gente de alguna manera.

En la Red había una página web anónima, el servidor en algún lugar de Inglaterra, con fotos de las chicas. Podías sentarte en casa y elegir de entre lo mucho que había. O bien te las mandaban a casa o bien ibas tú al piso de Hallonbergen. Fahdi prefería Hallonbergen.

Jorge se había imaginado algo exquisito/lujoso.

En lugar de eso, la mierda más cutre que J-boy había visto. La mala energía le envolvió en el umbral de la puerta. Una entrada con papel pintado rojo. Dos sofás de terciopelo con lamparones y una alfombra oriental falsa. Olía a humo y sudor. De fondo: Tom Jones. Menuda mierda.

Jorge y Fahdi se dejaron puestos los abrigos. Una mujer se les acercó. Demasiado maquillada. Pelo corto y teñido de rojo. Busto enorme. Uñas arqueadas, largas, que debían de ser falsas. Del cuello colgaban perlas artificiales. Los dedos, sobrecargados de anillos. El vestuario, el más raro que había visto Jorge. Una chaqueta negra que tenía un aspecto correcto, pero cuando se giró vio que la espalda de la chaqueta tenía una abertura en V que casi le llegaba hasta el culo. Hablaba sueco mal. Reconoció a Fahdi. Intercambiaron unas frases de cortesía. Jorge entendió, era la madame del burdel, Jelena.

Jorge y Fahdi se sentaron. Esperaron.

Después de un cuarto de hora salió un hombre a la entrada. Volvió la cara mientras salía del piso. Acuerdo tácito: no se habían visto nunca. La mujer recogió a Fahdi. Por la puerta de la cocina Jorge atisbo una cafetera en la encimera. Una sensación rara. La madame del burdel se tomaba un café como en cualquier otro puesto de trabajo.

Cinco minutos más tarde, la mujer llevó a Jorge a una habitación. En medio había una cama ancha. Mal hecha. Un sillón. Un estor bajado. En la cama: la puta.

Jorge se quedó en el umbral. La miró. Era delgada. Nariz pequeña. Quizá había sido guapa. En la actualidad, sin expresión. La ropa: una camiseta gris. Pantis negros. Mini sobre ellos. Zapatos de tacón alto. La imagen típica de puta.

No, estaba equivocado. Aún era guapa y ella le miraba tanto como él a ella.

—Hola —dijo Jorge.

—Hola, guapo. ¿Qué tal? ¿La primera vez aquí? —marcado acento de Europa del Este, pero así y todo comprensible. Bien. Jorge había pedido expresamente una que hablara sueco.

—¿Qué cuesta una mamada?

—Cuatrocientas. Para ti. Eres guapo.

—Sáltate la charla. Te pago quinientas si me cuentas algunas cosas.

—¿Qué? ¿Yo te dice guarrerías?

—No, quiero saber cómo llegaste a Suecia.

La chica se quedó paralizada. Era de esperar. Probablemente le habían dado instrucciones estrictas de no hablar con nadie de nada más que de follar/coño/polla.

Jorge intentó que se relajara.

—Pasa de eso. Te pago trescientas por la mamada.

La chica aceptó. Se desabrochó los pantalones.

Se bajó los calzoncillos.

Jorge no tenía erección.

Empezó a chuparle.

La sensación era rara. Sucia.

Jorge sorprendido, no pensó que fuera a sentir nada. Le pidió que parara. Sentía náuseas.

Ella no pareció notar nada. O, más probablemente, le daba igual que él hubiera empalidecido y se hubiera sentado en la cama.

Dos minutos de silencio. Sacó el dinero.

Hizo un nuevo intento.

—Te doy mil pavos si me cuentas algo de Nenad. —Mostró dos billetes de quinientas.

Sorprendentemente, empezó a hablar. La teoría de Jorge: como había pagado por sexo, no podía ser un madero. Por el contrario, se convirtió en un ser que ella conocía; un putero siempre era un putero.

—Yo no sabe mucho. Todas oye hablar de Nenad.

Jorge pensó que su voz sonaba tierna.

—¿Y qué es lo que habéis oído contar de él?

—Nenad mandar. Nenad peligroso. Ellos miedo de él.

—¿Quiénes? ¿Vosotras, las que trabajáis, o vuestros chulos?

—Todos. Las chicas, los chulos. Los puteros. Él hace cosas a gente. Él trabaja para Don R.

Jorge pensó: Cuenta mucho, pero en realidad nada.

—¿Qué es lo que ha hecho? —preguntó.

—Violar, pegar. Cosas malas, usar chicas para vicio. Todas mucho miedo. Pero yo pasa de él.

—Y de Don R, ¿qué cuentan de él?

Ella alzó los ojos. A Jorge le pareció ver que sonreía.

—Don R. Ellos hablan él siempre con arma, él mata por insultar, él controla esta ciudad. Él jefe de Nenad y Nenad es jefe de chulos pequeños y ellos son nuestros jefes. Ellas dicen Don R muy frío. Él ves fuerza. Trae mal olor. Pero yo piensa exagerado. Don R no es frío. Don R no trae mal olor. Don R olor de Hugo Boss.

Jorge se sentó junto a ella sobre la cama. Era especial. No podía decir qué era, pero tenía algo. Estaba claro.

Llamaron a la puerta. Jorge se levantó.

La madama se asomó. Preguntó cuánto tiempo más iban a seguir. Vio que los dos estaban vestidos. Jorge se marchaba. Ella asintió.

La madama le acompañó hacia fuera.

Fahdi estaba en la entrada hablando con un hombre con una sudadera con capucha y una americana encima.

Jorge y Fahdi salieron del piso.

—¿Quién era ése con el que estabas hablando cuando salía?

—El chulo de las chicas. El que controla. Vaya trabajo de la hostia.

Jorge despertó de sus pensamientos. Miró el móvil. De vuelta al presente; Odenplan, esperando a la correo, Silvia Pasqual de Pizzaro.

Jorge vio el número de la pantalla. Reconoció las cifras antes de oír el tono de llamada. Era Mehmed.

Quería saber por qué no pasaba nada.

Silvia debería haber llegado al hotel hacía mucho. Algo iba mal.

Terminaron la conversación.

Siguió esperando.

Miró fijamente hacia el hotel Oden.

Un taxi paró al otro lado de la calle, Top Cab. Precio fijo desde Arlanda: 350 coronas. El conductor salió primero. Abrió el maletero, sacó las dos maletas Samsonite. Una mujer salió de la parte trasera.

Evidentemente ella. Vestida con vaqueros negros, abrigo de lana negra. Gorro con orejeras.

Silvia Pasqual de Pizzaro. Por fin.

Entró en el hotel llevando las maletas rodando tras de sí. La arena de la acera rechinaba bajo las ruedas.

Jorge siguió de pie. Mehmed siguió sentado en el coche, esperaba la señal de Jorge.

Jorge observó la entrada del hotel durante diez minutos. No entró ni salió nadie más. Buena señal. Si los maderos les estaban siguiendo, probablemente querrían entrar en el hotel, pillar al correo al mismo tiempo que tenía lugar la entrega.

Jorge llamó a la recepción del hotel. Preguntó si ya le habían dado habitación a la mujer. Le dieron el número directo de la habitación. Llamó a Silvia. Contestó. Un inglés de mierda. Había pasado la aduana sin problemas. Nadie la había seguido. Todo parecía en orden.

Jorge mandó un SMS a Mehmed. Le vio entrar en el hotel. Sus instrucciones eran encargar el almuerzo y enviarlo a la habitación de Silvia. Cuando el camarero bajara, Mehmed le preguntaría si Silvia estaba sola en la habitación. Si la respuesta era positiva: hora de subir a recoger la coca.

Jorge había ido hasta la otra esquina del hotel. Veía la entrada desde un lado.

Esperó.

El teléfono en la mano. Si alguna persona sospechosa entraba en el hotel Oden, él llamaría directamente a Mehmed. El plan B en caso de una posible persecución: Mehmed tiraría la mercancía por la ventana que daba a Hagagatan. Jorge podría recoger la mierda ahí. Correr al coche. Arrancar disparado desde ahí.

No pasó nada raro.

Empezaba a oscurecer. Las luces de neón amarillas verticales del hotel relucían débilmente.

Pasaron diez minutos. Jorge había calculado en quince minutos el tiempo para sacar la coca.

Pasaron cinco minutos más.

Salió Mehmed. Se rascaba la cabeza; la señal, todo bajo control. En una mano llevaba una bolsa de papel de NK. Empezó a caminar hacia su coche. Jorge observaba a distancia. Por lo que podía ver, nadie le seguía.

Jorge vio a su controlador propio, el informático, salir de su coche. Sincronizado a tope.

Caminó rápidamente tras Mehmed. Llegó a su altura justo delante del coche. Se saludaron. Jorge sabía lo que se estaban diciendo. Intercambiaron unas frases de saludo ensayadas. Mucha gente en la calle a estas horas en fin de semana. Merecía la pena hacer teatro. El informático preguntó en voz alta qué había comprado en NK. Mehmed le contó que una chaqueta. Jorge vio que el informático miraba en el interior de la bolsa.

Todo fue rápido. El informático metió la mano en la bolsa.

Sacó la mano.

Se chupó un dedo.

Probó.

Hablaron cuarenta segundos más. Se separaron. Mehmed entró en su coche. Arrancó.

El informático siguió andando por Karlbergsvägen con el móvil en la mano.

Jorge recibió un SMS: «Buena».

Ni Silvia ni Mehmed se la habían jugado. La mercancía en la bolsa de NK era auténtica. Lo del informático había sido una solución buenísima.

Jorge arrancó su coche. Fue hasta el coche de Mehmed, que estaba en el semáforo en rojo de Dalagatan.

Luego se marcharon de allí.

Iban a ir a Sätra. El piso de Petter. Jorge miró a su alrededor. Comparó los coches. Se fijó en si alguien llevaba detrás más tiempo de lo normal. Él y Mehmed habían decidido una ruta más complicada de lo necesario. Si alguien quería seguirles se notaría rápido. Jorge no iba a repetir el error de cuando Mrado y Ratko le siguieron con facilidad hasta el campo.

Fueron por Sankt Eriksgatan. Hasta la isla de Kungsholmen. Todo el camino entre Mehmed y Jorge: un Saab 900 rojo. Todo el tiempo tras Jorge: un Jaguar. Pero Jorge y Mehmed habían ido en línea recta hasta ese punto. Muchos conductores llevaban el mismo camino que ellos. De momento no tenía nada de raro que los mismos coches hubieran ido en fila todo el camino desde Fridhemsplan.

Vigilante.

Giraron a la izquierda después de Fridhemsplan. Hacia Rålambshovsparken. El rascacielos de DN a la derecha. El Saab rojo todavía seguía entre ellos.

Por el puente Västerbron. Ya había oscurecido. El tramo del puente iluminado desde abajo con focos. Jorge opinaba que era el lugar más bonito de la ciudad.

Atención al máximo. Le parecía ver que la camisa se le movía en el pecho izquierdo con cada latido. Se decía a sí mismo: Ahora hazlo bien. Conviértete en tres coma dos kilos más rico.

Algo en el Saab rojo llamó su atención. Un movimiento en el asiento trasero.

Jorge volvió a mirar.

Algo iba mal.

Llegaron al punto más alto del puente.

Los perfiles de la ciudad contra una cortina azul oscuro. Los cuerpos pequeños de las torres de las iglesias como cánulas en el campo visual.

Jorge sacó el móvil. Llamó a Mehmed. Le dijo que cambiarían de camino al final del puente.

Jorge siguió observando el interior del Saab. Vio varios movimientos en el asiento trasero. Las personas se estaban poniendo algo. Puso las luces largas. Iluminó la parte trasera del Saab.

Los hombres del asiento trasero se veían tan claramente como en un soleado día de sol, se estaban poniendo algo que parecía chalecos pesados. Sólo podía ser una cosa: chalecos antibalas.

Joder.

Jorge pisó el freno a fondo. Se dio con la frente en el parabrisas.

Miró el Saab. También se paró.

Miró el coche de Mehmed. También se había parado, unos treinta metros más adelante. Por fin se había dado cuenta de que la cosa iba jodida.

Jorge miró más allá, hacia Hornstull.

Luces azules por todos los putos lados.

Mierda*.

Un cálculo rápido. El Saab entre el coche de Jorge y el de Mehmed era sospechoso. ¿Enemigos, la pasma? Tenía que actuar ya.

Los tíos del Saab salieron. Tres. Dos de ellos fueron corriendo al coche de Mehmed.

Alguien tocó el claxon detrás de Jorge. La pregunta evidente en el tráfico de hora punta: ¿por qué alguien había pegado un frenazo en mitad del Vásterbron?

Jorge salió de su coche de un salto.

Corrió hacia el coche de Mehmed. Los tíos del Saab se giraron. Corrió más rápido.

La suerte de Jorge: conservaba el entrenamiento de la fuga. Era rápido. Alcanzó el coche de Mehmed al mismo tiempo que los hombres del Saab.

Todo fue muy rápido.

Uno de los hombres abrió la puerta del coche de Mehmed. Otro se volvió hacia Jorge. Le agarró la mano. Intentó hacerle algún tipo de llave. Mehmed le gritó a Jorge:

—¡Corre, coño! ¡Es la pasma!

El tercer hombre que vino corriendo desde el Saab se tiró sobre Mehmed e intentó empujarle contra el asiento. El que agarraba a Jorge del brazo sacó un par de esposas. Bramó:

—¡Policía! Sois sospechosos de delito de estupefacientes. No vayas a liarla ahora, joder. Todos nuestros efectivos os están esperando ahí abajo, en Hornstull.

A Jorge le entró el pánico. Le dio al madero una patada en los cojones con todas sus fuerzas. El hombre aulló. Jorge sólo tenía una cosa en la cabeza: la coca del maletero. Agarró el tirador de la puerta. La abrió. Cogió la bolsa de NK. El policía que estaba junto a la puerta del coche de Mehmed se abalanzó sobre Jorge. Este dio un paso a un lado. Se mantuvo libre. El policía al que le había dado una patada en los cojones sacó un arma. Gritó algo. Jorge salió corriendo. El policía que había intentado tirarse sobre él le siguió. Jorge aumentó la velocidad. El hombre era rápido. Jorge lo era más. Gracias a Dios por el tiempo en Osteråker y el poco entrenamiento que había realizado últimamente. El madero aullaba tras él.

Concentración en la cabeza de Jorge. Venga, más rápido, joder. Zancadas ligeras. Zancadas largas.

Corrió junto a la barandilla del puente. La gente salía de sus coches y miraba todas las luces azules que subían por el puente en dirección contraria.

En la cabeza de Jorge: Corre, Jorge. Sin Asics Duomax con supersuelas. Sin las vueltas alrededor de los barracones de Osteråker en las piernas. En los últimos meses, apenas nada de entrenamiento salvo saltar a la cuerda.

Sin embargo era rápido.

Apoyando bien el pie en cada zancada.

El asfalto vibraba.

La oscuridad de Estocolmo gritaba en azul.

Giró la cabeza. La ventaja había aumentado. El capullo del madero, demasiado cansado.

Jorge vio Långholmen bajo el puente. ¿Qué altura podía tener el salto? ¿Peor que los siete metros del muro de Österåker?

Se dedicó. Lo había conseguido una vez. Podía conseguirlo otra.

Jorge, el rey de las huidas. El fugitivo de leyenda. Nada le iba a parar.

Cogió impulso. Saltó sobre la barandilla. Miró hacia abajo. Era difícil ver en la oscuridad. La bolsa de NK colgada del pliegue del codo. Se descolgó. Debería reducir la caída en aproximadamente dos metros. Se soltó.

Cayó.