Capítulo 31

Jorge tenía tantas ganas de orinar que podría haber llenado una botella de zumo de manzana. Una idea divertida, quizá invitar a alguien. «Toma un poco de zumo». El color era traicioneramente parecido.

Tuvieron que pasar semanas hasta que captó una regla fundamental en el sector de la vigilancia/investigación: ten siempre contigo una botella en la que mear si estás de vigilancia en un coche. Si es una botella vacía de zumo de manzana, da lo mismo.

Los cristales traseros del coche eran tintados; era necesario para que nadie pudiera verle. Con cristales normales sería demasiado incómodo, tendría que estar tumbado en un asiento reclinado. Además, había peligro de quedarse dormido.

Todo estaba tranquilo en la casa de Radovan. Era el primer día que pasaba así. El primer día de muchos.

El coche, un Jeep Cherokee, que había robado en Östermalm a las tres de la madrugada. Con placas nuevas. Reducía el riesgo de que le descubriera la pasma.

Jorge, el ángel de la venganza, hundiría el imperio de Radovan de alguna manera. Sólo tenía que averiguar cómo.

Todo lo que sabía en ese momento era que el odio daba para mucho. Una vendetta que requería aún más paciencia que la fuga de Österåker. Iba a investigar, buscar, sumar uno más uno.

Averiguar mierda sobre Radovan. Para empezar, comprobar las rutinas de Don R. Un buen comienzo: sentarse en el coche y esperar a que sucediera algo raro y meditarlo.

En la calle no pasaba nada.

Miró hacia la casa.

Había nieve en el techo.

No estaba claro si había alguien en casa.

Siguió mirando fijamente, como si se hubiera vuelto a inscribir en la Komvux; curso de arquitectura de chalés.

Entre las cinco y las seis de la tarde se quedó adormilado. Mal asunto. Necesitaba mantenerse despierto. Al día siguiente pensaba llevarse tabaco, Coca-Cola y quizá una Gameboy.

El día pasó.

El odio seguía.

Unos días más tarde estaba otra vez sentado en el exterior de la casa.

Se obligó a pensar cómo podría canalizar los sentimientos contra Radovan. Las ideas claras desde hacía una semana. Antes había apartado los pensamientos. Sólo quería sobrevivir mientras estaba en fuga. Adaptarse a Abdulkarim. Hacer un buen trabajo. Ganar algo de dinero. Conseguir un pasaporte. Largarse del país. En la actualidad disfrutaba de poder andar por la ciudad sin que le reconocieran. La idea de dejar Suecia empezaba a resultarle dura. Al contrario: cuando reuniera suficientes coronas iniciaría algo contra Radovan.

Una idea: existía la posibilidad de que en realidad estuviera trabajando indirectamente para Radovan. Jorge conocía el Estocolmo de la farla. No había muchos sujetos con capacidad suficiente como para sacar adelante el nivel de ventas de Abdulkarim. El árabe a veces parecía ridículo pero Jorge lo sabía, el tío controlaba de cocaína a tope. Según Jorge, daba lo mismo. No era probable que el jefe de Abdul en realidad fuera Rado; los serbios y los árabes no solían funcionar bien juntos. Y si era Radovan el que dirigía, la ironía era perfecta.

Necesitaba planificar otros proyectos, su primer trabajo de verdad para el árabe. Encargarse de que un cargamento de coca llegara bien, directamente de Brasil.

En eso era un experto.

Teoría elemental: un truco viejo puede funcionar si uno lo hace bien. Jorge se había preparado. Se iba a recibir una cantidad significativamente más grande de lo habitual. La cocaína se había conseguido por medio de contactos de los contactos de Brasil. Buen precio. Cuarenta dólares el gramo. En los últimos meses el tráfico telefónico, intenso. El acuerdo, cerrado: los billetes, comprados; nuevo teléfono de tarjeta, conseguido; las personas, informadas; los funcionarios de aduanas de Sao Paulo, sobornados. La habitación de hotel, reservada. Lo más importante: el correo, conseguido. Era una mujer.

La detección de fallos, realizada. Abdulkarim había comprobado dos veces la planificación.

De nuevo: un truco viejo puede funcionar si uno lo hace bien. La aduana/policía del aeropuerto de Arlanda se pegaba a las posibles mulas más que los chicos del extrarradio a las bandas a las que querían pertenecer, como lapas.

Jorge repitió: lo iba a hacer bien.

Repasó otra vez su proyecto de venganza. Le llevó a formularse preguntas. ¿Qué sabían en realidad de Don R? Un montón desde antes de estar en chirona, cuando había trapicheado farla para la mafia yugoslava. Las rutinas eran seguras. Recogía una llave en una consigna de Centralstation aproximadamente una vez por semana. Luego iba a un trastero de Shurgard en Kungenskurva donde pesaba de diez a veinte gramos cada vez. Vendía la mierda en el extrarradio norte, a veces en garitos de la ciudad. A veces a otros camellos, a veces directamente a los compradores. Trabajos sencillos. Sin embargo ganaba bien. Lo hacía de maravilla. Ahora sabía mucho más sobre el perico. Österåker había tenido su parte positiva; J-boy era una enciclopedia andante de la farlopa en Estocolmo.

Anteriormente: todo el tiempo había sido consciente de que el rey yugoslavo, Rado, estaba detrás. Pero también de que no había conexiones directas con Don R. Los que le suministraban farla a Jorge no mencionaron jamás su nombre. Nunca se los encontró en el trastero de Shurgard. Qué raro que Mrado no le hubiera matado en el bosque. Los yugoslavos debían de tener miedo de que le echara encima a Radovan tanta mierda que le pudiera hacer daño de verdad.

Deseó saber tanto sobre el jefe yugoslavo como debían de imaginarse que sabía.

La circunstancia sobre la que Jorge tenía que meditar: si intentaba conseguir información sobre R dentro de lo que él conocía mejor, la venta de coca, ¿no se ponía en riesgo él mismo? ¿No ponía en riesgo a sus colegas: Sergio, Vadim, Ashur? Todos tíos que de una u otra forma habían estado implicados en la pirámide de farlopa de Radovan. Debería averiguar otras cosas sobre la mafia yugoslava.

¿Qué más sabía sobre Radovan de su tiempo en Österåker? Lo primero y principal de todo lo que sabía: el jefe yugoslavo estaba implicado en un montón de otras actividades además de sus negocios de perico. Extorsión, dopaje, tráfico de tabaco. ¿Pero qué sabía él que tuviera peso? Sólo algunas cosas: la coca de Rado venía por la ruta de los Balcanes, por la antigua Yugoslavia, donde se procesaba y empaquetaba la mierda. No como casi todo el resto de la farla de Suecia, que llegaba vía la península Ibérica, Inglaterra o directamente desde Colombia y el resto de Latinoamérica. La ruta de los Balcanes era el canal habitual para la heroína.

Más: sabía de qué restaurantes se decía que Radovan los controlaba para blanquear dinero. Sabía de una serie de personas que habían sido amenazadas o apaleadas por haber desafiado partes del imperio de R: la venta de coca en el centro, las máquinas de Jack Vegas en los garitos del extrarradio oeste, alcohol casero en lugar de garrafón de contrabando en los restaurantes de Sollentuna.

Pero, de nuevo, nada estaba directamente conectado con R. No se podía demostrar nada. Jorge debería dejarlo. Aceptar la humillación. Muchos eran agredidos por hombres como Mrado. ¿Quién se pensaba que era? ¿Adónde podía llegar? Por otra parte, J-boy, el latino con redaños, el visionario de las fugas, era más grande que los broncas grandullones del extrarradio con sueños de bling-bling y coches caros. Él iba a ser algo. Ganar una pasta gansa. Si Osteråker no le había detenido, tampoco lo iba a conseguir ningún gordo serbocroata.

Empezaba a oscurecer.

Un día penoso.

La casa no era el sitio adecuado para empezar. Jorge tenía que pensar. Estructurar.

Se marchó de allí. Pensaba dejar el coche en Södermalm. Era peligroso ir por ahí con él demasiado tiempo.

No podía abandonar los pensamientos sobre R y sus conexiones con la ruta de los Balcanes. Jorge conocía a un tío, Steven, en Österåker. El tío cumplía condena por tráfico de caballo desde Croacia. Quizá fuera una manera de empezar. Averiguar si Steven estaba libre. Si no: averiguar quiénes eran los cómplices de Steven. Los que más sabían de la ruta de los Balcanes.

Al día siguiente llamó a Österåker desde una cabina. Disimuló la voz. Preguntó si Steven había salido ya. Le recibió un tono burlón en el otro extremo. Jorge no reconoció quién era.

—¿Steven Jonsson? Le quedan por lo menos tres años. Llama entonces.

Cerdo.

Jorge llamó a Abdulkarim, Fahdi, Sergio. A todos en los que confiaba. Ninguno sabía demasiado respecto a Steven y el tráfico de caballo. Algunos habían oído el nombre pero no controlaban con quién trabajaba.

Tres días de llamadas continuas. Sin éxito.

No podía ponerse en contacto con Steven de manera segura. Las conversaciones telefónicas podían ser escuchadas, si es que estaban permitidas. Las cartas podían ser abiertas en controles al azar. En la prisión no había correo electrónico.

Observó la casa. Esperaba algo sin saber por qué.

Miró al tejado plano.

La mirada fija en la nieve.

Se preguntó: ¿Cómo consigo ponerme en contacto con Steven? Aprender sobre la heroína que viene por la ruta de los Balcanes. Era un área perfecta. Jorge nunca había estado implicado. No había riesgos para él o sus amigos.

Se convirtió en una idea fija. Una meta obsesiva con Rado/Mrado como objetivo.

A veces veía gente junto a la casa. R en persona que llegaba al domicilio. Todas las tardes hacia las seis llegaba una mujer con una niña de unos siete años. Debían de ser la mujer y la hija de R. Volviendo del colegio y del trabajo. Nunca solas. Siempre con un tío fortachón de aspecto eslavo; evidentemente un lacayo en la jerarquía de los yugoslavos. Más adelante, Jorge se enteró de quién era ese tío; se llamaba Stefanovic, guardaespaldas personal y máquina de matar de la familia de Radovan Kranjic.

La mujer conducía un Saab Cabriolet.

Radovan conducía un Lexus SUV.

La familia feliz.

Cuando Jorge vio a la hija de siete años, pensó en la foto de Paola que Mrado le había enseñado en el bosque. Jugaban sucio. Jorge también sabía jugar sucio. Hacerle algo a la niña. Sin embargo no se sentía capaz. Una niña inocente. Además, parecía demasiado peligroso.

La casa estaba fuertemente vigilada. Cada vez que se acercaba alguien, el acceso hasta la puerta se iluminaba automáticamente con focos. A veces, si Stefanovic estaba en casa, salía y le abría a Radovan. Parecía que le avisaban de que alguien se acercaba a la casa con algún tipo de sistema de alarma.

Jorge abandonó la idea de que esperar en el exterior de la casa le fuera a dar algún resultado. Era infructuoso.

Cuatro días más tarde: otra idea. Volvió a llamar a Österåker. Preguntó por Steven. Preguntó por qué se le había condenado. Preguntó cuándo le habían condenado. En qué juzgado.

Le dio las gracias a Suecia por el principio de información de acceso público o como se llamara. Jorge llamó al tribunal de Estocolmo. Les pidió que le enviaran la sentencia de Steven Jonsson. Sin problemas; ni siquiera le preguntaron cómo se llamaba.

Un día más tarde, en el buzón de Fahdi: una sentencia. Tribunal de Estocolmo. Delito grave de estupefacientes. Seis kilos de heroína. Directamente desde Croacia, fresca. Los acusados eran Steven Jonsson, Ilja Randic, Darko Kusovic. A Steven le habían impuesto seis años. A Ilja, seis. Darko, dos años. El último tío debía de haber salido.

No fue difícil localizar a Darko. Tenían su móvil en el 118 118.

Jorge llamó.

—Hola, me llamo Jorge. Soy un antiguo colega de Steven de Österåker. Quería saber si te importaría que te preguntara unas cosas.

La voz de Darko sonaba malhumorada:

—¿Quién coño eres?

—Tranquilo. Cumplía condena con Steven. Estábamos en la misma galería. Me gustaría que quedáramos si tienes tiempo.

Jorge fue con pies de plomo. Hablaba con amabilidad. Recurrió a algunas historias del trullo sobre Steven. Consiguió que Darko comprendiera que de verdad había estado en la celda contigua a la suya. Jorge soltaba risitas. Se hacía un poco el tonto.

Siempre funcionaba.

Al final Darko dijo:

—Vale. Yo ya he dejado eso. Ahora me dedico al mantenimiento de Saabs a jornada completa. Podemos quedar pero sólo con una condición: no quiero acabar metido en líos. ¿Lo pillas? He dejado todo eso. Te puedo contar lo que hacíamos Steven y yo pero a mi manera. Nada más. Ahora soy honrado.

Jorge pensó: Yeah, right[58]. Honradísimo.

Acordaron quedar.

Cuatro días más tarde iba a ver a Darko. En el bolsillo le quemaban cinco billetes de mil. Una buena parte de los ingresos del trabajo para Abdulkarim iba para el proyecto de odio: un sector que te da y también te quita.

Quedaron en un café de Kungsgatan. Tras el mostrador, magdalenas de arándanos y ciento cincuenta tipos de café diferentes. Hasta arriba de cuarentones y madres de baja por maternidad. Los temas de conversación de la clientela resumidos: chicos, amigas, modelos de cochecitos de bebé.

Tras unas frases amables iniciales más la promesa de tres mil coronas, Darko empezó a hablar. En medio del parloteo, su voz oscura le describió los preparativos de los chicos importantes cuatro años antes. Pese a sus objeciones por teléfono, parecía no importarle que alguien pudiera oírle.

Darko era un profesional de la ruta de los Balcanes. Conocía cada vía de contrabando entre Afganistán, Turquía, Tayikistán y los Balcanes. Y desde ahí: la frontera con Eslovenia, Italia, Alemania. Controlaba los puestos de aduanas a lo largo de toda la frontera de la antigua Yugoslavia. Qué pasos fronterizos estaban peor vigilados. Qué funcionarios de aduanas hacían la vista gorda a cambio de dólares. Quién era caro, quién era barato.

Jorge, impresionado. Preguntó específicamente por Radovan.

Darko sacudió la cabeza:

—No te lo puedo decir. Podría tener problemas. Tengo un hijo, de ocho años.

Jorge pensó de nuevo en la foto del móvil de su hermana que Mrado le había puesto delante en el bosque aquella tarde. Presionó:

—Venga. Ayúdame un poco. ¿Dos mil pavos más por la información?

—¿Por qué tendría que confiar en ti?

—Joder, llama a Steven y pregúntale si crees que me voy a ir de la lengua. Fumábamos porros a escondidas en las duchas durante todo el tiempo que estuve en el trullo. Yo nunca se la jugaría a un colega de Steven.

Darko pareció relajarse cuando oyó el nombre de Steven.

—Eres cabezota. Por cinco mil te cuento toda la historia.

No tenía sentido regatear. Jorge dijo:

—De acuerdo. Cinco.

Darko siguió contando. En realidad, él y Steven no habían trabajado para R salvo en dos ocasiones. La primera vez introdujeron cuatro kilos de heroína escondidos en el cargamento de madera de un camión. El valor en la calle superó el millón y medio. Habían planeado todo el itinerario desde cero: habían conseguido tíos que condujeran, vigilado a los tíos que condujeron, sobornado a los funcionarios de aduanas, encargado protección a otros chicos duros organizados de Belgrado.

La segunda vez no introdujo caballo sino otra cosa. Peor.

Jorge se interesó. Le acribilló a preguntas.

Darko, presionado. La mirada huidiza. Apuró el café. Sugirió dar un paseo.

Salieron.

Era un día frío de febrero. Aire fresco y cielo azul. Jorge hablaba de cosas irrelevantes. Creaba confianza. Seguía parloteando.

—Tenías que haberlo visto. En verano. A Steven le mandaron quince semillas de cannabis metidas en pasas y las plantó en el jardín. Ya sabes que el cannabis necesita mucha agua.

Darko escuchaba. Se dejaba entretener. Parecía relajarse.

—El problema más gordo era regar las plantas. A Steven se le ocurrió un truco tremendo, se ponía allí y fingía mear sobre las plantas al mismo tiempo que les echaba un vaso de agua por encima. Un mono descubrió el asunto, claro. Se acercó. Se montó un follón de la hostia: ¿Te estás meando en el césped? Steven dijo que no. El mono tenía que demostrar que se había meado, se puso a cuatro patas. Empezó a oler la hierba. ¿Me sigues? Como un perro. Steven le dijo al cabrón del mono: Aquí tenemos la prueba, lo sospechaba desde hacía mucho; los monos y los perros: los dos tenéis los mismos genes. ¿Te imaginas cómo nos descojonamos?

Darko sonrió.

—Ya había oído esa historia antes. Steven es un tío de puta madre.

Subieron por Kungsgatan.

Parecía que Darko iba a hablar.

Transcurridos quince minutos más empezó a contar.

—Steven y yo trabajábamos juntos con un serbio, Nenad. Un tío fenomenal. El tipo tenía buenos contactos en Belgrado. Se rumoreaba que había pertenecido a los Tigres, que en Srebrenica había matado a treinta bosnios sólo con las manos. Primero sacó a los hombres a la plaza con las manos atadas a la espalda y les pegó hasta que se arrastraron en su propio vómito. Luego violó a sus mujeres delante de ellos. Entonces no sabíamos que era de los hombres de Radovan. Cuando hicimos el trabajo del caballo fue con instrucciones directas de R. Nos llevamos el veinte por ciento del valor. Estuvimos de fiesta medio año, luego volvió a ser hora de hacer negocios. La segunda vez que trabajamos para Radovan fue bajo las órdenes de Nenad. Creo que fue un año antes de entrar en chirona. Quedamos en Kafe Ogo, ya sabes, el antiguo garito de Jokso. Nenad se presentó, nos dijo que podíamos llamarle patriota porque él siempre apoyaba a Serbia. Esos tíos iban en serio. Nenad era de los duros, con tatuajes de guerra en los nudillos. Había dos tíos más sentados en la mesa. Recuerdo que estuvieron con el pico cerrado toda la conversación. Pero yo conocía a uno de ellos de los garitos, Stefanovic. Un tío más joven que trabajaba para Radovan en esos tiempos. Nenad nos hizo la pelota. Habló de que nuestros transportes anteriores habían sido un éxito. Sabía mucho sobre mí, pero no era raro porque trabajábamos con frecuencia para los yugoslavos. Yo mismo soy serbio.

Darko hizo una pausa. Los ojos le brillaban. Iluminados por viejos recuerdos. Por los subidones. La emoción. ¿O qué?

Atravesaron la plaza de Hótorget.

—Nenad describió el plan. Era un gran cargamento de caballo. Lo llevaríamos con camiones, como las otras veces, desde la región de Belgrado. Y dijo que estaría bastante cortado, ocuparía mucho espacio. Entonces no entendimos nada. Planificamos todo el asunto. Conseguimos dos traileres con matrícula alemana y en cada uno cabían dos contenedores. Arreglamos lo de los conductores, las aduanas, los permisos. Toda la historia. Oficialmente llevarían piezas de maquinaria desde Turquía por los Balcanes. Nenad nos dio unas reglas. En cada contenedor hacía falta al menos dos metros cúbicos para la carga. Cuando nos fuimos a reunir con nuestras personas de contacto en las afueras de Belgrado, vinieron en un viejo autobús del ejército vestidos con ropa militar y armas automáticas. Habían traído cuatro mujeres. Pensé que nos iban a invitar a vodka y a divertirnos un rato con las chicas. Después de un rato lo pillé. En ningún momento se había tratado de llevar caballo. Íbamos a llevar personas. Primero pensé que eran refugiadas.

Jorge y Darko continuaron por Vasagatan a paso lento. Pasaron Centralstation. Los taxis hacían cola. Jorge preguntó:

—¿Quiénes eran las personas de contacto?

—Ni idea. Pero trajimos a las chicas hasta aquí. No se les permitió salir ni una sola vez. Ese verano hacía un calor de la hostia. Cuando atravesamos Alemania los termómetros marcaban treinta y seis grados. Quién sabe cómo consiguieron resistir el viaje. Treinta horas en dos metros cúbicos, prueba tú a ver qué tal. Bueno, tenían agua. Las descargamos en Södra Hammarbyhamnen, que en aquella época era una zona industrial sin construir. Puedo ver sus caras delante de mí cuando salieron de los contenedores: hartas de llorar, de color gris oscuro. Bolsas en los ojos que les echaban veinte años de más. Si lo hubiera sabido antes de cargar, joder. Podría haber dicho que no. Pero tenían agua.

Jorge no hizo caso del arrepentimiento de Darko. En ese momento no importaba si las putas habían tenido agua o no. Preguntó:

—¿Quién os recibió?

—Radovan, Nenad, Stefanovic y algunos más.

—¿Radovan?

—Sí. Le reconocí por las fotos que había visto en Kafe Ogo.

—¿Estás seguro?

—Tan seguro como de que no era caballo lo que llevé en esa ocasión.

—¿Quiénes eran los otros?

—Ni idea de quiénes eran los demás, aparte de Nenad y Stefanovic. Lo siento.

—¿Cuánto os sacasteis?

—Ciento cincuenta cada uno. Eso cubría todo. Incluidos los sobornos y los salarios de los conductores.

Jorge ardía por dentro.

Se quemaba.

Odio.

Una pista.

Radovan metido en el tema de las putas.

Jorge reanudó la caza.