El mismo viaje interior: SJ[55]. JW de camino a Robertsfors. ¿Iba de vuelta a casa o se marchaba de vacaciones? ¿Dónde estaba su hogar en realidad? ¿En los pisos de los chicos, los baños de Kharma, donde se hacían los negocios de farla, su habitación en casa de la señora Reuterskiöld o en Robertsfors, en casa de papá y mamá?
Iba oyendo su mp3: Coldplay, The Sadies y más pop al mismo tiempo que se comía una bolsa de coches de gominola. Intentaba resolver el eterno misterio de si había alguna diferencia de sabor entre los blancos, los rojos y los verdes. Hacía catas a ciegas.
Estaba oscuro en el exterior. Su imagen se reflejaba en la ventana. JW pensó: Para un narcisista como yo, es una situación maravillosa.
El vagón estaba casi vacío de gente. Una de las ventajas de ser estudiante era que se podía viajar cualquier día de la semana. Por supuesto que se podía haber permitido coger cualquier tren o avión, casi todo lo caro que fuera, pero era innecesario; una tontería despertar las sospechas de sus padres.
En realidad debería estudiar. Escribir un trabajo sobre teorías nacionales de macroeconomía: la relación entre los tipos de interés, la inflación, los tipos de cambio. Hasta tenía el portátil encendido en las rodillas. Pero los movimientos del tren le adormilaban. Se sentía cansado.
Apagó el ordenador. Se llenó la boca de gominolas y cerró los ojos. Masticó y pensó en el pasado.
Habían pasado unos cuatro meses desde que encontró a Jorge en el bosque. Desde entonces la expansión de coca de Abdulkarim se había llevado la mayor parte de su tiempo. JW y Jorge, los responsables del proyecto, cada uno en su zona. La pasta entraba, un promedio de cien mil al mes. Pronto se compraría su BMW, al contado, y quizá un piso de cooperativa. Primero necesitaba blanquear el dinero.
Los estudios apenas iban bien. Aprobaba los exámenes por los pelos. ¿Estaba rompiendo su promesa? El efecto positivo era que empezaba a hacerse un nombre en la jungla de Stureplan. Todos los que estaban interesados en el perico le conocían. JW obedecía las órdenes de Abdulkarim, era precavido a la hora de dar su móvil. No podía ser fácil. La gente podía llamar, dejar mensajes. JW devolvía la llamada, comprobaba las personas, establecía las condiciones. Jugaba según la estrategia del árabe: con seguridad.
Salía con los chicos, más y más con Jet-set Carl y otros conocidos, gente que había crecido en Bromma, Saltsjöbaden y Lidingö. Dentro de Djursholm. Paréntesis importante: los sabelotodo creían que se decía en Djursholm, no dentro de, cuando los que controlaban lo decían justo al contrario. Eran personas con contactos y pasta: organizadores de fiestas, farloperos; por encima de todo clientes.
JW entró en contacto con los ambientes cercanos a la familia real. Glamur al máximo. Los hijos del grupo social de los dueños de tierras. Fiestas salvajes con las familias de los vencedores. Ventas de farla importantes. Un estadio propio con billetes de entrada caros.
Sophie y él quedaban dos o tres veces por semana. A veces salían a comer, a tomar una copa a un bar o a dar un paseo.
Su problema, según JW: la relación no se desarrollaba. Parecía como si todavía estuvieran jugando. Ella no le llamaba en varios días. JW no devolvía la llamada. Esperaban. Se hacían los duros.
El sexo no valía nada estando sobrios. Embarazoso. JW muy nervioso. Acababa en diez segundos. Como máximo. Intentaba asegurarse de que sucediera en los subidones de coca. Funcionaba mejor.
Tras algunos meses, su relación se volvió más estable. Se quedaba a dormir en casa de Sophie varios días a la semana. Al mismo tiempo: quedaba algún tipo de distancia. A veces ella no quería quedar sin que JW entendiera por qué. Él la anhelaba cada vez que los periodos entre los encuentros eran demasiado largos.
Jorge estaba bien, no era del tipo de JW, pero muy bien. El chileno sabía una pasada de cocaína. JW intentaba absorber toda la información, conocimientos y trucos.
El tren aminoró la marcha al llegar a Hudiksvall. JW observó la estación. En el otro lado del andén había un lago. Estaba a mitad de camino de casa.
Tres días antes, Abdulkarim le había llamado. El tono de voz parecía excitado.
—JW, tengo en marcha una cosa muy grande.
—Soy todo oídos, Abdulkarim. Cuenta.
—Vamos a Londres. Organizamos la importación grande.
—Ah. ¿Y eso? ¿Tu jefe secreto también está en esto? —JW se sentía más y más seguro con Abdulkarim, casi se atrevía a plantarle cara.
—Tranquilo, habibi, mi jefe está en esto. Cosas grandes, ¿sabes? Mucho más grandes que nuestras otras importaciones. Vamos a contactar a los proveedores directamente. Esto va a ser buenísimo, inshallah. Tienes que reservar billetes para nosotros. Yo, Fahdi y tú. Necesitamos unos cinco días. El 7 de marzo máximo hay que estar allí. Tienes que conseguir habitación de hotel, lo quiero bueno. Organizar buenos clubes. Conseguir un arma para Fahdi. Organizar Londres para mí. ¿Entendido, amiguete?
JW se ponía enfermo cada vez que Abdulkarim usaba la palabra «amiguete». Pero no se sentía tan seguro como para hacerle burla al árabe. En cambio le gustaba la situación.
—Por supuesto. Organizaré el viaje. Pero tengo que ver la fecha, tengo exámenes y eso. ¿Y quién consigue un arma allí?
—No, nada de ver la fecha. Hay que estar allí el 7 de marzo. El arma, tú lo hablas con Jorge. Y tú, amiguete, quiero también una visita turística organizada en Londres. Big Ben, Beckham y todo eso.
Sonaba emocionante. Fabuloso. Abdulkarim y él habían hablado mucho de ello; necesitaban bajar los precios de compra aún más para aumentar la importación. Encontrar vías de entrada inteligentes. Tras la visita a Robertsfors pensaba encargarse de la organización del viaje.
Lo único que ya había mirado era cómo conseguir un arma en Londres. Jorge conocía a un tío que había estado en el trullo en Inglaterra. Se pusieron en contacto con él. Se pusieron en contacto con sus contactos. Se comprometieron a pagar dos mil libras. Enviaron un anticipo de quinientas libras con Money Transfer. Acordaron un lugar para la entrega. Una pistola yugoslava, Zastava M 57, 7.63mm, estaría disponible en la estación de metro de Euston Square a las doce el 7 de marzo.
Decididamente, un nivel más alto para JW. Se sentía eufórico por poder ir y negociar directamente con los grandes. Acceder a la sala VIP del negocio de la farlopa.
Una cosa le preocupaba: JW notaba que Abdulkarim estaba cambiando. Hablaba más del islam y de la política mundial. Empezaba a llevar un gorro musulmán blanco. Hacía referencias al sermón del último viernes en la mezquita. Alababa a Mahoma cada tres palabras, dejó de beber alcohol y se quejaba de que Estados Unidos dirigiera el mundo. Según JW, el árabe estaba cavando su propia tumba. Sólo había una lealtad: la venta. Nada más podía ser prioritario, ni siquiera el dios de uno.
JW no había visto a su madre y a su padre desde el verano anterior. El contacto desde entonces había sido escaso. Una llamada de mamá Margareta alguna vez cada dos semanas había sido todo. Sus preguntas recurrentes le irritaban. ¿Cómo van los estudios? ¿Vas a subir pronto a visitarnos a nosotros y a la abuela? Sus respuestas recurrentes eran machaconas. Los estudios van bien, saco todos los exámenes bien. No tengo tiempo para subir, tengo que encargarme de mi trabajo extra de taxista. Que no, mamá, que no es peligroso.
El amor y la mala conciencia bien mezclados. Todo el tiempo notaba el miedo en la voz de Margareta. El miedo a que algo le pasara.
Él veía la cara de Camilla ante él. ¿Qué sabía él que sus padres ignoraran?
Había averiguado algunas cosas.
Si no hubiera visto el Ferrari amarillo hacía más de cinco meses, todo habría seguido como siempre. Una añoranza serena. Dolor contenido. Represión consciente.
Quizá fuera la velocidad del coche lo que le molestó. El ruido. El rugido del motor. La chulería descabellada de conducir por la ciudad por lo menos a noventa kilómetros por hora.
JW se había visto en la disyuntiva de seguir buscando y descubrir algo desagradable o dejarlo ahí. Pasar de todo, intentar seguir dejando atrás la historia como había hecho los últimos años. Lo mejor quizá fuera pasar a la policía esa información que había obtenido. Dejarles que hicieran su trabajo.
No podía ser; no cuando Jan Brunéus mentía sobre algo.
JW le había llamado. El profesor era evidentemente reticente a verle de nuevo. JW actuó con sutileza. Hizo intentos. Le contó lo que le alegraba que hubiera conocido a Camilla. Jan salió con excusas. No tenía tiempo, iba a ir a una conferencia de profesores, estaba enfermo. Tenía que corregir exámenes, se iba a ir de vacaciones.
Pasaron las semanas. JW dejó de llamar. En lugar de eso volvió directamente a la escuela a regañadientes.
Usó el mismo método que la otra vez. Se puso a esperar en el exterior del aula. El mismo chico negro que salió por la puerta la vez anterior también en esta ocasión salió el primero.
Jan estaba aún en la clase. JW tuvo imágenes retrospectivas de la vez anterior que había estado allí; las mismas chicas se habían quedado en la clase. Guardaban los cuadernos en las bolsas.
Se quedó de pie en el umbral de la puerta y esperó una reacción. Jan se lo tomó con calma. Fue hasta JW. Ni siquiera parecía sorprendido.
Le saludó:
—Hola, Johan. He pensado mucho en ti. Entiendo que pienses que mi comportamiento ha sido raro.
JW le miraba a los ojos.
¿Quién era Jan Brunéus? JW había averiguado bastante. El profesor estaba casado, sin hijos, y vivía en un adosado en Stureby. Conducía un Saab. Además de en la Komvux daba clases en un instituto. No aparecía en Google. En la superficie parecía normal. Pero ¿quién no?
JW contestó:
—En absoluto.
—Te propongo algo. Vamos a dar un paseo. ¿Qué te parece si vamos hacia Haga Forum? Es muy agradable.
JW asintió. Jan tenía algo que explicar.
Era diciembre. Cero grados y con nieve. En Brunnsviken se había formado una fina capa de hielo. A JW no le gustaba ese tiempo; era difícil llevar zapatos bonitos, la tendencia era demasiada suela de goma y muy poca elegancia.
Iban andando por detrás de Wennergrens Center cuando Jan empezó a hablar.
—He sido un mierda. Debería haber quedado contigo hace mucho para contártelo. Lo admito.
De su boca salía vaho al hablar.
—Toda esta historia me pesa como una losa. Tengo pesadillas y no puedo dormir. Me despierto en mitad de la noche preguntándome qué pasó en realidad con Camilla.
Silencio compartido.
Jan continuó:
—Era una pena. Tenía pocos amigos. Creo que su inteligencia despertaba el rechazo de otras chicas. Se le notaba que quería llegar a algo. Quizá era la ambición lo que asustaba a los demás. De todas maneras, yo me volqué con ella. La animaba. Solía discutir con ella tras las clases. Le gustaba mucho el inglés, me acuerdo. Quiero decir que era una mujer adulta. Aquí en la Komvux ya no son niños. Pese a ello a veces los veo como a niños. El paso por la escuela básica normal de la mayoría no ha estado exento de problemas. Con frecuencia hay algo que les falta.
JW se preguntó cuándo iba a ir al grano.
—Cuando apareciste aquí queriendo saber más sobre Camilla me asusté. Me sentí culpable. Por no haberle prestado más atención. Por no haberlo visto venir. Su dolor y alienación. El estado de ánimo. La depresión. El suicidio.
JW se paró. Pensó: ¿De qué estaba hablando? Nadie sabía lo que le había pasado a Camilla.
—¿De dónde te sacas lo del suicidio?
—No lo sé con seguridad, pero ahora, mirando hacia atrás, veo que las señales estaban ahí. Adelgazó. Debía de tener problemas de insomnio, venía con ojeras profundas. Se cerró más y más en sí misma. Sencillamente estaba mal. Yo estaba ciego. Me echo la culpa. Debería haber dado la voz de alarma. Al mismo tiempo, ¿cómo iba a saberlo?
La idea no era nueva. JW se había preguntado muchas veces cómo se habría sentido su hermana en realidad.
Jan continuó:
—Por eso me he mantenido alejado de ti. No he conseguido manejar esta historia. Tenía miedo. Entiendo si te preguntas qué he hecho. De verdad que tengo que volver a pedirte perdón.
Caminaron cien metros más. JW no tenía mucho que decir. Jan dijo que tenía que volver al Instituto de Sveaplan. Le esperaban más clases.
Se dieron la mano.
JW le observó. Jan llevaba una cazadora acolchada de Melka. Tenía una postura espantosa, caminaba con pasos rápidos hacia el edificio de la escuela. Parecía estresado.
JW se quedó solo en el exterior de Haga Forum. Helado y pensando. ¿Jan le había dado buenas notas a Camilla para ser amable? ¿Para animarla? ¿Porque había visto su estado mental?
Se sintió deprimido. Por su hermana. Porque no había surgido nada nuevo. Si Camilla se había suicidado, ¿dónde estaba su cuerpo? ¿Por qué no había dejado ninguna carta? ¿No era el suicidio un grito de ayuda, como decían los psicólogos? No, pese a no haber conocido a su hermana demasiado bien, la conocía lo suficiente para saber que no se había quitado la vida. Ella no era de ésos.
JW fue directamente a Kista. Abdulkarim se iba a enfadar; habían acordado quedar para intercambiar dinero al contado por coca, pero tendría que esperar.
Kista Centrum había sido remodelado desde la última vez que había estado allí: los cines, los restaurantes, las tiendas de ropa, los almacenes Åhléns, lo que quieras. Fue directamente a H & M. Esperaba que Susanne Pettersson trabajara ese día. Habían pasado varios meses desde que fue allí por primera vez y ella le sugirió que debía localizar a Jan Brunéus.
Era como si se quedara paralizado durante largos periodos. No tenía fuerzas para hacer nada sobre el asunto de Camilla. Le echaba la culpa al negocio de la farlopa, los estudios, la relación con Sophie. Cuando investigaba lo ocurrido, tenía lugar de manera intermitente, brusca.
Susanne estaba de pie en la caja. Había poca gente en la tienda. JW le pidió hablar un rato. No hubo problema, otra chica se encargó. Susanne y él se fueron a la sección de vaqueros.
Evidentemente, ella estaba estresada por la situación. Miraba a uno y otro lado, con la vista buscaba clientes, a sus compañeros, a cualquiera que pudiera oírles.
—Perdona que me haya plantado aquí de esta manera. Y lo lamento si te molesto. ¿Cómo estás?
—Todo bien.
—¿Qué tal los niños?
—También están bien.
—Quería contarte que he conocido a Jan Brunéus, vuestro antiguo profesor.
—Ya.
—Te lo resumo. Dice que Camilla se sentía fatal. Que debe de haberse suicidado. Que intentó animarla, ayudarla. Se culpa a sí mismo porque las cosas fueron como fueron.
—¿Ah, sí?
JW esperó. Susanne tenía algo más que decir.
No dijo nada.
—¿Qué opinas tú?
—No sé nada más. Será como dice Jan.
JW la observó.
—Susanne, tú sabes algo. ¿Por qué Jan sólo le puso sobresalientes a Camilla si vosotras nunca ibais a clase?
Susanne dobló un par de vaqueros. Se negó a contestar. JW lo vio con claridad; sus mejillas enrojecieron.
—Joder, Susanne, contesta.
Ella cogió cuidadosamente otro par de vaqueros. Desgastados deliberadamente en las rodillas y muslos. Puso una pernera contra la otra. Lo dobló en tres pasos. El bolsillo trasero y la etiqueta simétricos. El logo de Divided a la vista del cliente.
La música de fondo de la tienda, clara: Robbie Williams.
—¿No lo has comprendido aún? ¿Es que no conocías a tu hermana? ¿No sabes para qué tenía talento? Pregúntale al salido de Jan Brunéus la próxima vez que le veas. ¿Es que crees que Camilla sacó notas altas en otras asignaturas? No. Sólo con él. ¿Sabes cómo solía ir vestida a sus clases?
JW no comprendía. ¿De qué estaba hablando?
—¿No lo entiendes? Durante todo el semestre Camilla fue el juguete de Jan. Buenas notas a cambio de sexo. Ese cerdo se la tiraba.
El tren dejó atrás Sundsvall. El revisor llamó: «Pasajeros recién subidos». JW abrió los ojos. De nuevo consciente. Dos meses desde que Susanne Pettersson le hubiera casi gritado la explicación de las buenas notas de Camilla.
¿Quién era su hermana en realidad? ¿O quién había sido? ¿Era ella, al igual que él, una buscavidas que había acabado en el ambiente equivocado? Que no había aguantado la presión y se había largado de la ciudad. ¿O se había encargado alguien de que ella desapareciera de escena? Y en ese caso, ¿por qué?
JW tenía hambre pero no quería comer. En una hora y media estaría sentado a la mesa de sus padres para cenar y era importante que no perdiera el apetito para entonces. Que no estuviera demasiado lleno.
Se levantó. Fue al coche restaurante. No porque pensara comprar algo sino por el hormigueo de las piernas. El desasosiego se apoderaba de él con más frecuencia en los últimos meses. Cuando se iba a sentar a estudiar, en clase, cuando estaba esperando a Fahdi o a algún otro con el que había quedado para que le proveyera de coca. Tenía que moverse. Centrarse en algo. Había aprendido a manejarlo. A estar preparado. Siempre su reproductor Sony en el bolsillo interior, con frecuencia llevaba consigo un libro de bolsillo, se bajaba juegos guais al móvil. Los márgenes de sus cuadernos de la universidad, llenos de dibujos de muñequitos.
Y ahora sentía que tenía que moverse. Los juegos del móvil no iban a ayudar. Tenía que darse una vuelta. La pregunta que le preocupaba: ¿eran sus nuevos hábitos de esnifar o el asunto de Camilla lo que le ponía tan nervioso?
Observó a la gente del vagón. Gente gris, cansada. El sueco medio al cuadrado. JW se camufló con el mismo estilo que otros muchos: vaqueros Acné, sudadera Superlative Conspiracy y zapatillas Adidas de medio pelo. Se fundía. Se adaptaba para el encuentro con sus padres.
Tras la conversación con Susanne se había decidido: la búsqueda ya no era asunto suyo. Pese a todo, tuvo una sensación rara cuando llamó a la policía, al investigador a cargo del asunto. Le explicó lo que había averiguado: que Jan Brunéus tenía algún tipo de relación con Camilla Westlund antes de que ésta desapareciera. Que Susanne Pettersson lo sabía y se lo había contado. Que Jan había dado notas máximas a Camilla pese a su baja asistencia a clase.
El policía le prometió investigar más a fondo. JW dio por hecho que quería decir que iban a interrogar a Jan Brunéus.
Que JW se pusiera en contacto con la policía era una contradicción. Abdulkarim no podía enterarse.
Sin embargo se sintió bien; había soltado lastre. Que la policía hiciera su trabajo.
Volvió a hundirse en la negación. Se concentró en la farlopa, los estudios y Sophie. Preparaba el viaje a Londres. Discutía estrategias con Jorge. Vendía. Trapicheaba. Ganaba una pasta.
Se había decidido, no les iba a contar a sus padres lo que le había contado a la policía. Llegaría a Robertsfors en cinco minutos. Le sonaban las tripas violentamente. ¿Era preocupación o es que tenía hambre?
En realidad no sentía ninguna preocupación por ver a sus padres.
Hacía casi medio año que se había despedido y visto la cara agotada de su madre y la expresión seria de su padre. ¿Estarían mejor ahora? JW no tenía fuerzas para recordar el trágico cortejo fúnebre de sus vidas. Su meta era alejarse. Empezar de nuevo. Ser aceptado como algo diferente. Mejor. Más grande que la vida descafeinada de sus padres con la correspondiente angustia de haber perdido una hija. Quería olvidar.
El tren entró en la estación. Había gente esperando a los que llegaban y otros para marcharse ellos mismos. Los frenos emitieron un chirrido penetrante. Su vagón se paró justo delante de sus padres, que le esperaban. JW vio que no hablaban entre sí. Como siempre.
Intentó relajarse. Parecer contento y tranquilo. Como debería.
Bajó al andén. Al principio no le vieron. Él fue hacia ellos.
Margareta intentó llamarle, JW lo supo. Pero por algún motivo no podía elevar la voz desde el asunto de Camilla. Así que ella fue a su encuentro con una sonrisa tensa.
Abrazos.
—Hola, Johan. ¿Te cogemos el equipaje?
—Hola, mamá. Hola, papá. —JW le pasó sus bolsas a Bengt.
Caminaron juntos en silencio hasta el aparcamiento. Bengt no le había dicho aún ni una palabra a su hijo.
Estaban sentados en la cocina. Paneles de madera en las paredes y superficies de trabajo de acero inoxidable. Una cocina eléctrica Electrolux, en el suelo una jarapa de plástico y una mesa de madera brillante de Ikea. Las sillas eran copias de Carl Malmsten. En el techo, una copia de una lámpara PH con un reflejo cálido en tonos lila. Encima del fregadero colgaban recipientes verdes con etiquetas: azúcar, sal, pimienta, ajo, albahaca.
La comida estaba en la mesa. Escalopines con salsa de queso azul. Una botella de vino, Rioja. Una jarra de agua. Un bol de cristal con ensalada.
JW no comió mucho. La comida estaba rica, pensó, pero no era por eso. Estaba verdaderamente rica. A mamá siempre se le había dado bien cocinar. Era otra cosa: el estilo, los temas de conversación y que Bengt siempre hablaba con comida en la boca. La ropa de Margareta estaba tan mal… JW se sentía como un extraño. La mezcla le perturbaba; el desprecio mezclado con la seguridad.
Margareta se estiró para coger la ensalada.
—Cuenta más, Johan. ¿Cómo te va?
Silencio unos segundos. Sus verdaderas preguntas eran: ¿Cómo te va en Estocolmo, la ciudad donde desapareció nuestra hija? ¿Con quién te relacionas? ¿No irás con malas compañías? Preguntas que ella jamás haría directamente. Miedo a que le recordaran. Miedo a acercarse demasiado a los gritos oscuros de la realidad.
—Me va bien, mamá. Apruebo los exámenes. El último fue uno de economía nacional. Somos más de trescientos estudiantes en las clases. Sólo hay un aula lo suficientemente grande para que quepamos.
—¡Huy! ¿Tantos sois? El profesor tendrá un micrófono, ¿no?
Bengt, con una masa gris de escalopines masticados en la boca:
—Pues claro que lo tienen, mamá. Sí, lo tienen. Y es gracioso porque dibujan un montón de gráficos y curvas. Ya sabéis, en un mercado perfecto, donde la curva de la demanda se cruza con la curva de la oferta se halla el precio. Todos los estudiantes dibujan cada gráfico en sus cuadernos y como hay tantas curvas diferentes todos han comprado Bics de cuatro colores, ya sabéis, esos bolígrafos con cuatro colores diferentes, para poder distinguir las curvas. Cuando el profesor dibuja una curva nueva, trescientos estudiantes cambian de color al mismo tiempo. Un pequeño clic cada uno. Repiquetea en toda el aula.
Bengt sonrió.
Margareta se rió.
Contacto.
Siguieron hablando. JW preguntó por sus antiguos compañeros de clase de Robertsfors. Seis chicas ya eran madres. Uno de los chicos, padre. JW sabía que Margareta se preguntaba si él tenía novia. Pasó de contestar. Ni él mismo lo sabía.
Una cierta sensación de calma se apoderó de él. Cálida, segura, dolorosa.
Tras la cena Bengt preguntó si iban a ver las noticias de deportes juntos. JW sabía que era un intento de tener cercanía con su hijo. Sin embargo, declinó la oferta, prefería hablar con su madre. Bengt se fue solo al salón. Se sentó en su sillón giratorio con su correspondiente reposapiés. JW le miró desde la cocina. Se quedó sentado y hablando con Margareta.
Aún no habían nombrado a Camilla. JW pasaba de que fuera un tabú. Para él, sus padres eran los únicos con los que podía plantearse hablar de ella.
—¿Habéis sabido algo?
Margareta entendió lo que quería decir.
—No, nada nuevo. ¿Crees que el caso sigue aún abierto para ellos?
JW lo sabía, al menos ahora debería estarlo. Pero él tampoco había tenido noticias.
—No lo sé, mamá. ¿Habéis cambiado algo en la habitación de Camilla?
—No, todo está como antes. No entramos. Papá dice que a Camilla le tranquilizará que él no invada su espacio. —Margareta sonrió.
Bengt y Camilla habían tenido grandes peleas el año anterior a que Camilla se mudara a Estocolmo. Ahora JW pensaba en ello con nostalgia: portazos, llantos que llegaban desde dentro del baño, gritos desde el interior de la habitación de Camilla. Bengt en la terraza con un cigarrillo Gula Blend entre los dedos; las únicas ocasiones en las que fumaba. Quizá Margareta sentía lo mismo. Las alarmantes peleas eran sus últimos recuerdos de Camilla.
JW cogió un trocito más del pastel de arándanos azules. Miró a su padre en el salón.
—¿Vamos con papá?
Vieron juntos la película de los martes de TV4: Mucho ruido y pocas nueces. Una interpretación moderna de Shakespeare con el idioma del texto original. Difícil de comprender. JW casi se duerme durante la primera mitad. Durante la segunda se preguntó cuántos ingresos perdería durante el fin de semana. Mierda, ver a sus padres suponía un alto coste económico.
Bengt se durmió.
Margareta le despertó.
Le dieron las buenas noches. Se fueron a su habitación.
JW se quedó solo. Se preparó mentalmente. Pronto subiría a su habitación. La de ella.
Zapeó por los canales. Se quedó cinco minutos en la MTV. Ponían un vídeo de Snoopy Doggy Dog. Culos agitándose al ritmo de la canción.
Apagó.
Se pasó al sillón giratorio.
Dio una vuelta.
Se sentía vacío. Asustado. Pero, sorprendentemente, no inquieto.
Apagó las lámparas.
Volvió a sentarse.
El silencio era mucho más profundo que en el parque Tessin.
Se levantó.
Intentó subir la escalera sin hacer ruido. Se acordaba casi paso a paso de qué peldaños crujían y qué estrategia usar para evitarlo. El pie dentro de la parte ancha, el pie en el medio, saltarse un escalón entero, pisar al fondo, en la parte estrecha, y así hasta arriba.
Desde que se había marchado de casa crujían dos peldaños más.
Quizá no hubiera despertado a Bengt. A Margareta seguro que sí.
La puerta de la habitación de Camilla estaba cerrada.
Esperó. Pensó que su madre quizá ya se hubiera vuelto a dormir. Tiró de la puerta hacia el marco al mismo tiempo que bajaba lentamente el picaporte. No hizo ruido.
Cuando encendió la lámpara lo primero que vio fueron las tres gorras de baloncesto que Camilla había colgado en la pared de enfrente. Una gorra oscura de NY, una de los Red Sox y una de cuando acabó la primaria, en noveno. Texto: Joder qué buenos somos con letras negras sobre fondo blanco. A Camilla le gustaban las gorras como a un niño gordo le gustan los pasteles. Sin complicarse. Si lo había, lo quería.
La habitación intacta de una chica de diecisiete años. Según JW, era casi más infantil que eso.
En medio de la pared había una ventana. En el lado opuesto de la habitación estaba la cama. Camilla había dado la tabarra durante un año para que le pusieran una cama de uno y veinte. Colcha rosa con volantes. Cojines de varios colores, algunos con corazones, repartidos al pie de la cama. Los había hecho Margareta. Camilla solía tirarlos al suelo a patadas cuando se iba a dormir.
La habitación de una chica.
Cada cosa era un recuerdo.
Cada cosa, una cuchillada en las defensas de JW.
Más gorras en una librería. Encima de ésta también había fotografías enmarcadas: la familia de Idre, JW de bebé, tres amigas de su clase: maquilladas, sonrientes, llenas de expectativas ante la vida.
Los demás estantes estaban llenos de gorras.
Encima de la cama había un póster de Madonna. Una mujer fuerte, obstinada, de éxito. Se lo había regalado a Camilla un chico con el que salió en octavo. Era cuatro años mayor que ella y un secreto para mamá y papá.
JW pensó que después de la desaparición, cuando él aún vivía ahí, nunca había entrado en la habitación. Llevaba vacía tantos años…; el efecto de los recuerdos guardados y reforzados le golpeó como un puñetazo.
Camilla al finalizar el colegio, en noveno. Pelo recogido. Vestido blanco. Más tarde, esa misma noche: gorra de béisbol con colores de camuflaje. Las historias que JW había oído sobre cómo se comportó en la fiesta de promoción. Siguiente recuerdo: Camilla y JW peleándose por los últimos pegotes de Nutella. JW metido en su habitación y molido a palos, untado con su propio bocadillo; con una gruesa capa extra de Nutella. Más tarde: Camilla junto a JW sentada en el borde de la cama, cuando volvieron a ser amigos. Le enseñaba sus CD: Madonna, Alanis Morissette, Robyn.
Leyó los textos de las fundas. Hablaban de que sin duda se iba a marchar a Estocolmo.
Disfrutaban de estar juntos.
En la pared de la izquierda había una librería empotrada y dos armarios con puertas de espejo.
En la librería había libros para chicas sin leer y CD, pero sólo los que no se había llevado consigo a Estocolmo. Un estéreo Sony, regalos de la confirmación. A Camilla le gustaba la música más que leer.
JW abrió los armarios.
Ropa: vaqueros elásticos, faldas mini, tops de colores pastel que dejaban el estómago a la vista, cazadora vaquera. Un abrigo negro de pana. JW se acordaba de cuando Camilla llegó a casa con él. Se lo había comprado en H & M de Robertsfors por cuatrocientas noventa y nueve coronas. Demasiado caro, opinó su madre.
Junto a los tops doblados había una caja para guardar cosas con cantoneras de metal. JW no la había visto nunca. Cartón duro gris. JW reconocía ese tipo de caja, las había parecidas en las tiendas Granit de Estocolmo.
Sacó la caja y la puso sobre la cama.
Estaba llena de postales.
Media hora más tarde, ya había leído todas las postales. En total diecisiete. Camilla llevaba viviendo en Estocolmo tres años escasos cuando desapareció. Durante ese tiempo fue a casa en tres ocasiones. Margareta, triste. Bengt, molesto.
Era evidente que de todas maneras había mandado postales. Cartas que JW nunca había visto y que Margareta había conservado y guardado en la habitación de Camilla. Quizá pensara que ése era su sitio, como si ningún otro lugar fuera lo suficientemente sagrado para conservar los fragmentos de la vida incompleta de su hija.
La mayoría tenía un contenido que él ya conocía. Camilla describía por encima la vida de Estocolmo. Tenía un trabajo extra en un café. Salía con las otras camareras. Vivía en un estudio de Södermalm que alquilaba por medio del dueño del café. Estudiaba en la Komvux. Dejó el café y empezó en un restaurante. En un sitio ponía que se había subido a un Ferrari.
Ni una palabra sobre Jan Brunéus.
En algunas cartas mencionaba a su novio. No decía el nombre, pero estaba claro: el novio era el dueño del coche.
Una postal, la última, contenía novedades para JW.
Hola, mamá:
Me encuentro bien. Las cosas me van bien y he dejado el trabajo del restaurante. Ahora trabajo como camarera en un bar. Tengo un buen sueldo. He pensado que voy a pasar de la Komvux. La próxima semana me iré a Belgrado con mi novio.
¡Saludos para papá y Johan!
Besos y abrazos,
Camilla
Eso era algo que JW no sabía: que Camilla había estado o había pensado ir a Belgrado. Con su novio.
Saco una sencilla conclusión: ¿por qué iba alguien a Belgrado? Porque era de allí.
¿Quién era de allí? El hombre del Ferrari.
Era un yugoslavo.