Las fronteras psicológicas grabadas en el territorio de Estocolmo. La geografía dividida en tres partes de Kungsgatan. Al final del todo, hacia Stureplan había bonitas tiendas de moda, cafés, terrazas, cines y tiendas de electrónica. La tienda de Diesel, The Stadium, Wayne’s y McDonald’s. Blue Moon Bar y The Crib. Rigoletto, Saga y Royal. El-Giganten y Siba. Todos se movían por ese trecho: vikingos, la gente de Stureplan, las bandas del extrarradio. Siguiente tramo, desde Hötorget hasta Vasagatan: el trozo más cutre. Garitos espantosos y restaurantes ruidosos. La parte de las peleas, poblada por macarras extranjeros y suecos medios. La última parte, el cruce de Vasagatan hasta el puente, no tenía restaurantes ni garitos normales, tiendas o cafés. Ahí había sólo sitios con un perfil propio: el teatro Oscar, Fasching y Casino Cosmopol. Clientela de más edad. Una mezcla creativa de fanáticos de la revista, amantes del jazz y jugadores.
Un corte en sección de la vida de ocio/compras/nocturna de Estocolmo. Kungsgatan, aceras con calefacción, siempre libres de nieve, siempre con ambiente. Siempre histeria consumista. Tres capas diferentes. Tres mundos diferentes a lo largo de la misma calle.
Mrado estaba sentado en la barra de Kickis Bar & Co., uno de los sitios cutres de la parte central de la calle, y esperaba a Ratko. Cerveza de graduación alta & Co.: ale, cerveza de graduación media, sidra.
Estaba cansado de cojones.
Miró agotado hacia delante. Grupos de macarras de veinte años con plumas robados de la marca Canada Goose. Se negaban a quitarse las cazadoras; eran símbolos de un mundo al que en realidad jamás tendrían acceso. Observó a una distancia prudente. No sabían quién era él. Sin embargo lo pillaban: no hay que meterse con ese gigantón de la barra. Si el guardarropa del local hubiera sido suyo, las cazadoras de esos pipiolos panchitos habrían estado colgadas en las perchas desde hacía mucho.
En las paredes letras de neón. Formaban las palabras: Copas de Kicki. Letras alternando rojo, azul y amarillo.
Mrado y Ratko habían decidido tomarse una cerveza antes de ir al Casino Cosmopol, más arriban en Kungsgatan. Mrado necesitaba conseguir dinero limpio. Las tiendas de vídeo/tapaderas para blanquear dinero no funcionaban como deberían. No conseguían absorber el flujo de dinero. El casino era siempre una solución de emergencia para blanquear dinero.
Eran las cinco y diez. Ratko no solía llegar tarde. ¿Sus quejas habían aumentado últimamente? Eso no podía ser. Mrado estaba por encima de Ratko en la jerarquía de los yugoslavos. En consecuencia sólo iba a esperar diez minutos más.
Pidió una cerveza más. Repasó los últimos meses.
La situación de Jorge se había resuelto bien. Habían pasado cuatro meses y el latino había estado tranquilo desde entonces. Sin dejarse ver. Sin más intentos de hacer el tonto. Mrado había recibido pistas. Jorge seguía en la ciudad, aún llevaba el aspecto moreno para seguir escondido. Iba tirando haciendo lo único que sabía, vender farla para algún camello. A Mrado le importaba una mierda quién fuera mientras no le molestara.
Mrado había seguido trabajando con lo habitual. Echaba de menos a Lovisa. Maldecía a Annika. El 23 de febrero habían comunicado el fallo provisional del tribunal: doble comunicación. Era agradable seguir teniendo la patria potestad compartida. Era una putada tener un régimen de visitas de sólo un día cada dos semanas. Suecia volvía a traicionar a los serbios.
Todas las noches Mrado se despertaba entre las cuatro y las cinco y no podía dormir. Como una vieja. Solía echarse al coleto un lingotazo de whisky para poder volverse a dormir. ¿Qué coño pasaba?
Una vez entró en la habitación de Lovisa buscando tranquilidad. Se sentó en su cama. Crujió. El ruido le recordó algo. No sabía qué. Abrió un cajón de su escritorio. Vio las pinturas. Cayó en qué le recordaba el crujido. Se sentía harto. Angustiado. ¿Qué iba a pensar Lovisa de él si alguna vez se enteraba de toda la mierda que había hecho? ¿Era posible ser un buen padre y al mismo tiempo romperle los dedos a la gente? Debería dejarlo.
Por lo demás, la vida había seguido como siempre. Las ramificaciones crecían. La pasta entraba. Últimamente, los asuntos grandes habían sido llevar las tiendas de vídeo y pensar en cómo enfrentarse a los cerdos de la policía y su nuevo proyecto Nova. Radovan había convocado una reunión sobre Nova. Todos los compañeros discutirían los esfuerzos de la pasma por pararles los pies. El propio Mrado, Goran, Nenad y Stefanovic.
Las compañías de videoclub que había creado tras la gran búsqueda del testaferro, Christer Lindberg. Mrado no quería a alguien que despertara las sospechas del Registro de Empresas, Hacienda y demás curiosos. Había comprobado en el registro civil que el tío estuviera empadronado en Suecia, en Tráfico que no hubiera ninguna importación sospechosa de BMW alemanes que llamaran la atención, en Hacienda que las deudas con el fisco estuvieran a cero, en el Servicio de Embargos Ejecutivos y en la empresa de registro de morosos Upplysningscentralen que el tío no tuviera ningún expediente por morosidad. Por último había comprobado las listas internas de la policía; todo tenía que parecer limpio. Mrado le dio las gracias a su contacto en la policía por los datos de este último registro.
Christer Lindberg, al menos en apariencia era un ciudadano responsable. Debería funcionar.
Mrado no quiso verse con Lindberg en persona, se mantuvo a distancia. Goran se había encargado de explicarle casi todo. Mrado sólo habló con el tío una vez por teléfono. Lo único que supo fue que Mrado era un amigo de Goran que le daría una buena pasta a cambio de firmar unos documentos y responder a posibles preguntas de Hacienda.
Lindberg según Mrado: la caricatura de un obrero. Hablaba a más no poder el sueco de los suecos medios, explicaciones semi-profundas/símiles y tópicos en todas las frases. Mrado pensó en su única conversación. No pudo evitar reírse para sus adentros.
—Hola, soy un amigo de Goran. Se trata de una idea de negocio sobre videoclubes. ¿Te ha comentado algo al respecto?
—Vaya que sí.
—¿Sabes de qué trata el asunto?
—Vamos, que uno no se ha caído de un guindo. Pillo la idea.
—¿Puedo hacerte una pregunta? ¿Qué hacías antes de empezar a trabajar para Goran?
—Aquí servidor trabajaba en la misma empresa de transportes, Ostmans Åkeri, en Haninge.
—¿Qué tal era eso?
—Era como la noche y el día, vamos.
—¿Qué quieres decir?
—Resulta que Ostman empinaba el codo. Un día apareció Göran. Se encargó de todo el tinglado. Vamos, que se lo curró bien.
—Se llama Goran.
—Ja, ja. Eso, Goran. Me cuesta un poco eso de los nombres.
Fue suficiente. Mrado no quería tener ninguna relación con Lindberg.
Envió los papeles al tío. Le pidió que firmara. Le explicó un poco más de qué se trataba, que un amigo de Mrado y Goran iba a abrir videoclubes. Se necesitaba que alguien que estuviera empadronado en Suecia figurara como administrador de las compañías. Lindberg recibiría una cantidad de doce mil por firmar. Después le darían diez mil cada seis meses mientras todo siguiera adelante. Mrado le instruyó sobre qué hacer en caso de que Hacienda u otra autoridad fisgona preguntara algo.
Asunto finiquitado, como dijo Lindberg.
Mrado se puso en contacto con una empresa que vendía compañías constituidas sin actividad. Compró dos. Pagó cien mil por cada una. Envió todos los papeles firmados por Lindberg. Cambió los nombres: Videospecialisten i Stockholm AB y Videokamraten AB. Abrió cuentas bancarias. Cambió de interventores. Consiguió locales.
Una de las tiendas estaba en Karlavägen. También se hicieron con un local de un antiguo videoclub, Karlaplans Video. ¡Una lástima los dueños turcos! Mrado envió a Ratko y a Bobban para que los asustaran un poco. Fueron allí diez minutos antes de la hora de cierre una noche de octubre. Explicaron la situación. Los turcos se negaron. Dos días más tarde, cuando iban a abrir la funda de Batman Begins que alguien había dejado en el buzón de devoluciones, ¡bum, bum! Uno de los turcos perdió cuatro dedos y la visión del ojo izquierdo.
Un mes más tarde, Mrado compró el local por treinta mil. Regalado.
El otro videoclub estaba en Södertälje Centrum. El local había sido una tintorería. Al dueño anterior, también turco, le fue fatal. Una coincidencia poco afortunada: los yugoslavos contra los turcos. Las apuestas contra los yugoslavos, bajas. El tío de la tintorería vendió voluntariamente por veinte mil coronas. No hubo que hacer nada más.
Encargó que restaurasen y reformasen los locales durante noviembre. Empleó a Rivningsspecialisterna i Nälsta AB, la empresa de demolición de Rado. Una manera cómoda de generar IVA repercutido/devengado y de que la compañía de demolición facturara legalmente.
Mrado tiró las películas porno de Karlaplans Video. Trajo una gran cantidad de películas infantiles; el paraíso Disney al cuadrado. Tiró una de las paredes, puso muchas cajas de golosinas para venderlas a granel. Reformó el mostrador de la caja, lo adapto para que se pudiera vender boletos de lotería, periódicos e inscribir a los nuevos socios. Pintó las paredes, puso carteles publicitarios de los últimos DVD para niños, arregló el sitio, empezó a vender libros de bolsillo en un rincón. Producto final: el videoclub más amable y adecuado para los niños de todo el barrio de Östermalm.
Causaba una buena impresión.
La tienda de Södertälje: Mrado vendió las máquinas de la tintorería a unos viejos conocidos, sirios. Södertälje era su Jerusalén. Mrado lo sabía, se había relacionado con sirios durante toda su infancia y adolescencia. Incluso le invitaban a bodas alguna vez. Los sirios: una de las redes más cerradas de Estocolmo. Dominaban las tintorerías y las peluquerías de clase B. Empresarios. Mrado cuidaba de sus conocidos. Tintorerías y peluquerías; unas actividades al menos tan buenas para el blanqueo de dinero como los videoclubes. Podría venirle bien.
En dos meses los videoclubes funcionaban perfectamente. La idea base era sencilla. Mrado tenía cuatrocientas mil coronas en metálico. Doscientas mil fueron para la compra de las compañías. Se ingresaron cien mil en las cuentas bancarias de cada empresa, divididas en ingresos menores. El dinero era suficiente para pagar los locales, las obras y la compra de películas en vídeo y DVD. Los chicos del gimnasio estaban a diario en los locales entre las cuatro y las diez de la noche. Salario sin declarar: b. c. (Bajo cuerda). Sobre el papel Radovan era empleado y accionista. Mrado, empleado a media jornada. Ingresaba dinero en las cuentas de las compañías cada dos días. Cuando todo estuvo en marcha cada tienda generaba en realidad cincuenta mil coronas al mes. En la contabilidad maquillada de Mrado: trescientas mil al mes. Tras el sueldo de Radovan de veintisiete mil y el de Mrado de veinte mil al mes, el resto de los costes, impuestos y gastos sociales: aproximadamente ciento cincuenta mil coronas legales por tienda. En resumen: los sueldos más los activos que había en las empresas, limpios de polvo y paja.
El dinero de la gestión de los guardarropas pasaba por los videoclubes a efectos de papeleo; así, por el otro lado, tras los cargos de los impuestos, salían coronas honradas. Y lo mejor: si se iba a la mierda, Lindberg se llevaría el golpe. Ni Mrado ni Radovan estaban en la dirección y no constaban en ningún registro.
Pese a las empresas de blanqueo de dinero, tenía problemas. No eran suficiente. Los últimos meses sus problemas para dormir eran peores que antes. La situación con Rado: más irritado que nunca. ¿Se debía a la solicitud de Mrado de tener una parte de los guardarropas? El jefe yugoslavo se sentía superior. Otorgaba competencias a Goran y a los otros, pero no a Mrado. R planeaba algo a espaldas de M. Los indicios se filtraron por Ratko y Bobban. Pregunta: ¿R había encargado a Mrado montar los videoclubes para mantenerle ocupado? Pregunta número dos: ¿Qué era Mrado sin Radovan? Pregunta número tres: ¿Qué podía hacer Mrado aparte de esto en su vida? ¿Había otra posibilidad?
Todo era mejor antes.
Ratko no apareció. Mrado se levantó. Pagó. Se fue solo al casino.
Casino Cosmopol: el tugurio de juegos del Estado por excelencia. La filosofía de la hipocresía en estado puro. El juego es un pecado luterano, el juego es un derroche/una estupidez/asocial, el juego conduce a la adicción; al mismo tiempo el ministro de Economía gana un pastón con él. La gente necesita diversión, pan y espectáculo. Venga ya, un poco de juego es emocionante. Triss, Lången, Keno, Tian, V75, Oddset, Tipset, póquer por Internet, Jack Vegas[52], etcétera. Las máquinas Jack y Miss Vegas lo peor, ingresaban cinco mil millones al año para el gran hermano. Llevaban a gente a la ruina. Hundían familias. Destrozaban sueños. La nueva enfermedad de la sociedad del bienestar, junto al sobrepeso, era la adicción al juego. Había subido un setenta y cinco por ciento desde que habían abierto los casinos y las máquinas Jack Vegas.
Los porteros del casino saludaron a Mrado. Pasó de largo por las taquillas de entrada. A la gente normal le comprobaban la tarjeta de identidad y comparaban con las fotos de su base de datos. La primera vez que alguien iba al casino le hacían una foto. Con Mrado no hacía falta; tenía tarjeta anual. Además: Mrado era Mrado.
El sitio era una mezcla entre un local de ocio estilo fin de siglo y el ferry de Finlandia. Cinco pisos. La planta que daba a la calle, la más deliciosa. Techo alto, casi quince metros. Techo de paneles de madera hermosamente pintados. Motivos y estuco originales. Cuatro arañas de cristal enormes. Las paredes de espejo hacían que la sala pareciera más grande de lo que era. En el suelo una moqueta roja. Ocho grandes mesas de ruleta colocadas por parejas. Entre cada dos mesas, sobre una tarima, un empleado del casino con esmoquin o traje sentado en un sillón de piel negro giratorio. Misión: mantener los ojos fijos en el juego, encargarse de que nadie hiciera trampas. Apuesta mínima en las mesas de ruleta: cincuenta coronas para apostar por un número, quinientas para apostar por un color, par/impar o columna. Un billete de mil volaba fácilmente en cinco minutos. Además: cinco mesas de blackjack y de bacará. Dos mesas de sic bo para los asiáticos. Máquinas de Jack y Miss Vegas, tragaperras y otras máquinas por todos los lados.
La hipocresía volvía a ser evidente, alguien le dio un folleto a Mrado: ¿Tienes problemas de ludopatía? No es nada de lo que avergonzarse. Más de 300.000 suecos sufren de la misma adicción que tú. Pero hay ayuda. Llámanos al CENTRO DE DEPENDENCIAS. Alucina con esa mierda: repartían esos folletos a los jugadores, al tiempo que se podía sacar sin problema cien mil de la propia caja del Casino Cosmopol.
Entre la clientela, como siempre, había al menos un treinta por ciento de asiáticos. El resto, tíos vikingos, pateros viejos, mujeres de mediana edad con escotes demasiado pronunciados, un grupo de chavales jóvenes y jugadores profesionales, los que pasaban allí todas las noches.
Mrado saludó a bastantes conocidos. Continuó hacia arriba, hacia el cuarto piso, donde tenía lugar el verdadero juego. Póquer.
Segundo piso: moquetas marrones, mesas de blackjack, algunas ruletas de tamaño medio, montones de máquinas. Un bar. Mrado fue hasta la barra. Saludó al camarero. Le preguntó que qué tal. Todo bien. De fondo sonaba Frankie Boy. Siguió subiendo.
Tercer piso: igual que el segundo pero sin bar. En la escalera se encontró con uno de los chicos de recepción del gimnasio.
Mrado saludó:
—¿Qué pasa?
—Hazle un favor a un viejo amigo: acompáñame al viaducto de Klaraberg y empújame.
Mrado se rió.
—¿Te has vuelto a fundir todo el presupuesto del mes?
—Sí, hostias. Se ha ido todo al garete, estoy totalmente jodido. Esta noche me he ventilado treinta mil pavos. Nada de vacaciones para mí. Joder, todo está perdido, si llovieran coños yo sería asexual[53].
—Tranquilo, eso lo dices siempre. No pasa nada, te arreglarás.
—Tengo que practicar más con los chicos del gimnasio. Gente más de mi clase, ¿verdad? ¿No deberíamos organizar una velada de póquer? Tomarnos unos whiskys, fumarnos unos puros…
—No es ninguna tontería, pero muchos pasarán del alcohol. Demasiadas calorías peligrosas.
—Sí, pero qué coño voy a hacer. No tengo ninguna oportunidad contra los que están aquí.
—¿Sólo están los tíos fuertes esta noche?
—Ya te digo.
—¿Has visto a Ratko?
—Aquí no. Tampoco le vi ayer en el gimnasio. ¿Habéis quedado?
—Más le vale tener una buena excusa. Habíamos quedado hace veinte minutos.
—Si le veo le digo que estás aquí arriba, y cabreado. Me tengo que ir a casa ya, si no esto puede acabar mal de verdad.
Mrado siguió subiendo. El tío de la escalera estaba claramente al borde de la ludopatía. Mrado se preguntó qué era peor: ¿la ludopatía o la adicción a los anabolizantes?
Abrió las puertas giratorias del último piso. Moquetas verdes. Del mismo color que los tapetes de las mesas de póquer. Techo negro con focos dirigibles discretos. Ahí no había paredes de espejo; sin embargo los tramposos abundaban. Mrado saludó. Los jugadores legendarios de Estocolmo estaban ahí: Berra K, Jokern, Piotr B, Majoren y otros. Hombres con el mismo ritmo diurno/nocturno que Mrado. Trabajaban desde las diez de la noche hasta que cerraba el casino, a las cinco. Tíos que siempre iban por ahí con al menos cinco mil pavos al contado sujetos con una goma. Genios de las matemáticas inadaptados.
En la mitad de la sala sólo había máquinas tragaperras.
En la otra mitad estaba la mesa de póquer. Gruesas cuerdas de terciopelo mantenían a distancia a los curiosos y a los mirones furtivos. El póquer estaba de moda. En medio de la parte larga de cada mesa: el crupier del Estado, vestido con camisa blanca, chaleco rojo y pantalones negros. El ambiente, serio, tenso, con la más profunda concentración.
Dos de las mesas eran para apuestas altas. Alguno parecía desesperado, quizá habían volado los ahorros de la familia. Alguno resplandeciente, quizá acababa de ganar veinte, treinta mil en un bote. Los demás sólo estaban muy centrados en el juego.
Sitios libres en una de las mesas caras. No limit: sin límites en las apuestas. Era posible hacer all in. Unas veinte manos a la hora. El Estado se llevaba el cinco por ciento del bote. Un placer caro; pérdidas excluidas.
La idea de Mrado se basaba en que con todas las ganancias de más de veinte mil en el póquer del Estado se podía obtener un recibo, eran legales. Mrado no era el mejor del mundo pero a veces tenía suerte. En ese caso: apostar fuerte. Esa noche las probabilidades eran pocas: muchos buenos jugadores a la mesa. Pero por otra parte las apuestas serían más altas, más dinero que se podía blanquear. Con suerte quizá pudiera blanquear cien mil. Su plan: jugar ajustado. Apostar sólo si tenía una buena mano de apertura. Táctica precavida de bajo riesgo.
Se sentó.
El juego: Texas hold’em. Súper de moda desde que el Canal 5 había empezado a retransmitir las competiciones estadounidenses. Atraía a muchos novatos a la mesa de póquer, aunque era la variante de póquer más difícil. Rápida, el mayor número de manos por hora proporcionaba las máximas posibilidades de ganar. Un bote mayor que en el Omaha o seven card stud con más jugadores a la mesa. Nada de cartas descubiertas salvo las cinco comunes del montón. El juego de las ganancias rápidas/grandes.
Esa noche parecía que sólo había clásicos a la mesa.
Bernhard Kaitkinen, más conocido como Berra K. Aún más conocido como el hombre que la tenía más larga en Estocolmo, lo cual él nunca perdía la oportunidad de resaltar: Berra, el de la boa. Siempre vestido con traje claro, como si estuviera en el casino en Montecarlo. Había estado con la mayoría de las damas de la alta sociedad: Susanna Roos, redactora jefe de Svensk Damtidning, Charlotte Ramstedt y otras. Berra K: un fanfarrón, un embaucador, un caballero. Sobre todo: un fantástico jugador de póquer. Mrado conocía sus trucos. El tío siempre hablaba de otras cosas, distraía, creaba su propia cara de póquer dándole a la lengua sin parar.
Piotr Biekowski: un polaco pálido. Había ganado el campeonato del mundo de backgammon unos años antes. Se había pasado al póquer; había más dinero ahí. Vestido con chaqueta oscura y pantalones negros. Camisa blanca arrugada, los dos botones superiores desabrochados. De estilo nervioso, inseguro. Suspiraba, se lamentaba, esquivaba la mirada. Quizá eso engañara a los principiantes del casino. No a Mrado, él lo sabía: nunca juegues demasiado alto contra Piotr; te vaciará la cartera.
Enfrente de Mrado: un chico joven con gafas de sol que Mrado apenas conocía vagamente. Mrado le miró fijamente. ¿Se creía el chaval que estaba en Las Vegas?
Mrado empezó con la gran ciega; mil pavos que alguien, en este caso Mrado, estaba obligado a aportar como apertura del juego. Nadie podía participar sin apostar esa cifra como mínimo.
Piotr fue con la pequeña ciega: quinientas coronas.
El crupier repartió las cartas.
La mano de Mrado: cinco de corazones y seis de corazones.
Aún no se había repartido el flop.
Berra K reaccionó primero, dijo:
—Estas cartas me recuerdan una partida que jugué en un barco a las afueras de Sandhamn el verano pasado. Tuvimos que dejarlo porque empezó una tormenta de relámpagos del demonio.
Mrado no hizo caso de la charla sin sentido.
Berra K pasó.
El de las gafas de sol empezó con mil.
Piotr apostó quinientas, subió al nivel de la gran ciega.
Mrado volvió a mirar sus cartas. La mano era bastante horrorosa, pero, así y todo, conectaban, eran cartas consecutivas del mismo palo y no costaba nada aguantar una vuelta más. Comprobó, continuó.
Flop: las tres primeras cartas sobre la mesa. Siete de corazones, seis de tréboles y as de picas. No era lo idóneo contra su mano. Pocas posibilidades de color. Piotr empezó a quejarse; su estilo.
Mrado obligado a pensárselo bien. El juego era fuerte. Piotr podía estar disimulando un buen juego; lamentándose, suspirando y quejándose, estaría intentando que el resto de los jugadores subieran sus apuestas. En ese caso Mrado debería pasar, pese a que tenía posibilidades de color y de escalera. Se había prometido jugar con contención.
Se retiró, la apuesta continuó sin él.
El de las gafas de sol lo vio. Aumentó cuatro mil. No estaba mal. Quizá era uno de los nuevos advenedizos que habían aprendido todo jugando delante de un ordenador en Internet. Pero presencial era diferente.
Turn: la cuarta carta en la mesa. Un siete de diamantes.
Piotr, el primero en ir. Puso quince mil pavos.
El de las gafas fue con treinta mil. Doblaba la apuesta, algo gordo.
Todos los ojos en Piotr. Mrado lo sabía, el polaco podía tener un trío, incluso un full. Pero también: el tío podía ir de farol a lo bestia.
Piotr fue con todo: all in, cien mil coronas. Alrededor de la mesa se oyó un murmullo de sorpresa.
El de las gafas carraspeó. Jugueteó con sus fichas.
Mrado observó a Piotr. Se convenció, el polaco iba de farol; un destello rápido en la mirada le delató. Sus ojos se encontraron. Piotr supo que Mrado lo sabía.
El de las gafas de sol no lo vio. Se asustó de la ofensiva.
Pasó.
River: la última ronda de cartas en la mesa; no llegó a repartirse.
Mrado pensó: El polaco va fuerte esta noche. Juega a lo grande sin nada.
Hora de la siguiente partida.
El juego continuó.
Mano tras mano.
Mrado se iba manteniendo.
Piotr jugaba agresivamente. Berra K hablaba de tías. Distraía. El de las gafas de sol intentaba recuperar lo que acababa de perder.
Tras veinticuatro manos: la de Mrado, big slick de corazones. El clásico del mundo del póquer: un as y un rey. Tienes las posibilidades de lo mejor que se puede tener, escalera real, y tienes las cartas más altas. Sin embargo no tienes nada. Binario: si funciona rompes, si se fastidia, estás jodido.
Una solitaria gota de sudor en la frente de Mrado. Podría ser su oportunidad. Hasta entonces había jugado de forma conservadora. Piotr, Berra K y el de las gafas de sol no creerían que fuera a apostar sin tener algo. Por otra parte, podía ser un truco. Uno juega sobre seguro, engaña a todos haciéndoles creer que uno nunca arriesga. Luego va una vez de farol a lo grande.
Su mejor mano de apertura de la noche. Se decidió; por las empresas, para salvar la situación con Radovan; apostar a lo grande.
La gota de sudor se paró en la ceja de Mrado. Tan cerca de una escalera real y sin embargo apenas una posibilidad entre varios miles.
Jugueteó con una ficha en la mano.
Pensó: Me lanzo.
Apostó cinco mil.
Berra K lo vio. Cinco mil. Juego fuerte.
El de las gafas de sol se retiró. Era una locura seguir en un juego tan agresivo sin tener nada en realidad.
Piotr, con la gran ciega, subió. Total, veinte mil. De locos.
Berra K, Mrado y Piotr, todos tenían una cantidad tremenda de pasta ante sí.
Mrado se lo pensó: Ahora se trata de make it or brake it. Conocía las probabilidades, su mano era una de las diez mejores aperturas que uno puede tener en este juego.
Miró a Piotr. ¿Había visto el mismo destello en los ojos que en la primera mano, en la que el polaco fue de farol? La sensación era la misma. Piotr se traía entre manos algún truco. Mrado seguro; el polaco intentaba ver si colaba; era el turno de Mrado para llevarse a casa un pastón.
Siguió adelante. Veinte al centro de la mesa.
Berra K empezó a desbarrar otra vez. Hablaba sobre partidas de locura y que ésa era la más loca de todas. Luego se retiró. No era inesperado.
Quedaba Mrado contra Piotr, a la espera de las primeras cartas sobre la mesa.
El de las gafas de sol se las quitó, incluso Berra K dejó de hablar. Silencio alrededor de la mesa.
El flop mostró as de trébol, dos de diamantes, dama de corazones.
Piotr apostó quince mil más. Quizá para echarle un pulso a Mrado. Un juego asquerosamente fuerte.
En todo caso, Mrado tenía una pareja de ases, la mejor pareja que se puede tener. Tenía que conseguir algo bueno con la carta más alta, el rey. Y aún tenía posibilidades de una escalera real. Continuó. Puso quince mil. Lo vio.
Pensaba hundir al cabrón polaco.
Turn: jota de corazones. Una potra tremenda. Las posibilidades de Mrado para lograr una escalera real se mantenían. No iba a rendirse ahora. Además, se sentía más seguro: el polaco no tenía nada con lo que hacerle frente. El tío estaba yendo de farol a lo grande.
Una locura por todos lados.
Piotr subió todavía treinta más.
A Mrado le pareció ver ese destello en los ojos.
Se arriesgó, hizo un all in, el resto de la pasta que tenía ante sí, ciento veinte mil. Todas sus fichas en un todo por el todo. Pidió a Dios haber visto bien, que Piotr estuviera yendo de farol.
Piotr lo vio inmediatamente.
El crupier sintió la presión alrededor de la mesa. Tanto Mrado como Piotr descubrieron sus cartas.
Todos alrededor de la mesa se inclinaron para ver.
Mrado: casi una escalera real, salvo por el diez de corazones.
Piotr: trío de ases.
A Mrado se le encogió el corazón. El cabrón del polaco no había ido de farol esta vez. El destello en los ojos había sido otra cosa; quizá de triunfo. La oportunidad de Mrado era que el river fuera un diez de corazones.
El crupier tardó en servir el river. Piotr se removió nervioso en el sillón. Todos los de la sección de póquer se pusieron de pie, sentían que algo grande se estaba decidiendo en una de las mesas. Si Mrado ganaba se llevaría más de trescientas mil.
El crupier sirvió la carta: tres de trébol.
Mrado estaba muerto.
Ganador: Piotr. Trío. Todo el bote. Mrado había perdido ciento sesenta mil en una mano. Felicidades.
Mrado oía su propia respiración. Aturdido, sentimientos de traición. A punto de vomitar.
Sentía latir su corazón. Latidos rápidos, tristes.
Piotr apiló las fichas. Las barrió dentro de una bolsa de tela.
Se levantó. Dejó la mesa.
Alguien llamó a Mrado por su nombre. En el otro lado de la zona acordonada con terciopelo esperaba Ratko. Más de cincuenta minutos después de la hora acordada. Mrado le hizo una seña con la cabeza. Volvió a girarse hacia la mesa de póquer.
Se quedó sentado como entre la niebla. La frente le quemaba. Sudaba.
Al final el crupier se volvió hacia él y preguntó:
—¿Va a participar en la siguiente partida?
Mrado lo sabía, a él le acababa de suceder una catástrofe. Para el crupier era sólo una pregunta sobre si podía empezarse la siguiente mano.
Mrado se levantó. Se marchó.
Bobban solía decir: El hockey va demasiado rápido. Mrado lo sabía; todavía va más rápido el Texas hold’em. Se había fundido más de ciento sesenta mil en una hora y media. Ésa no era su noche. Debería haberse coscado: demasiados tíos que controlaban alrededor de la mesa.
Ratko estaba de pie junto a una máquina tragaperras y daba la espalda a la mesa de póquer. Estaba metiendo billetes de veinte.
Mrado le tocó en el hombro.
—Has llegado tarde.
—¿Yo tarde? Es cierto, pero tú has estado jugando casi una hora. Me has hecho esperar.
—Pero eres tú el que ha llegado tarde. Habíamos quedado a las ocho.
—Te pido disculpas por eso. ¿Cómo te ha ido?
Mrado callado.
Ratko volvió a preguntar:
—¿Te ha ido como el culo?
—Ha ido tan de puta pena que estoy pensando en tirarme por el viaducto de Klaraberg.
—Lo siento.
Mrado se quedó de pie y observó a Ratko jugar. Estaba jodido. No debería haber jugado estando tan cansado. Dinero que era de los videoclubes. Eso no podía saberse.
Joder.
Ratko metió un último billete de veinte. Pulsó el botón de jugar. Los dibujos de la tragaperras dieron vueltas.
La cabeza de Mrado daba aún más vueltas.