Sin duda era la fiesta de todas las fiestas; el sarao privado más caro y prestigioso del año.
JW se imbuyó en la sensación con varios días de antelación. Era deslumbrante, alocada, lujosa. Sobre todo, era puñeteramente jet-set.
Carl Malmer, alias Jet-set Carl, alias el príncipe de Stureplan, cumplía veinticinco años e iba a dar una fiesta a lo grande en su piso de tres dormitorios y salón de ciento cincuenta metros cuadrados. El piso estaba en la calle Skeppargatan y la azotea estaba reservada desde hacía meses.
Las pibas más guapas estaban reservadas; los hijos de las mejores familias, invitados; los pijos más guais, componentes incuestionables de la fiesta. JW fue con Fredrik y Nippe. Habían tomado una copa antes en casa de Fredrik. Eran las once y media. En el vestíbulo había percheros atestados y un chico negro enorme sin chapa de portero pero con aspecto inequívoco: chaqueta de cuero negra, jersey de cuello alto, vaqueros oscuros. Fredrik se rió:
—¿Tienen portero en una fiesta privada?
El portero comprobó sus nombres en una lista y asintió con la cabeza.
Colgaron los abrigos y entraron.
Calor, aroma de perfume, ruido de fiesta y olor a «eau de pasta» les golpearon tan deliciosamente como a la entrada de los mejores garitos de Stureplan. Se deslizaron entre unas chicas menores de edad que parecía que acababan de llegar, se arreglaban el maquillaje delante del espejo de la pared del recibidor. Nippe babeaba; no podía evitar empezar a ligotear con las chicas. Fredrik preguntó por Carl. Alguien señaló hacia el interior de la cocina. Arrastraron a Nippe con ellos.
La cocina tenía por lo menos cincuenta metros cuadrados. Una de las encimeras convertida en bar ocupaba el centro de la estancia. Dos chicos con bandanas preparaban las bebidas. Era una locura la de gente que había. La música de los altavoces: The Sounds. En medio de todos estaba de pie Jet-set Carl en persona con un esmoquin blanco y una sonrisa deslumbrante.
—¿Qué tal, tíos? —Carl les abrazó y les dio la bienvenida. Les presentó a las dos chicas con las que estaba hablando. Superpibones de marca mayor. Fredrik charló y Nippe hizo su numerito para ligar. JW miró a su alrededor con aspecto aburrido. Se trataba de mantener la imagen, no se le podía notar lo impresionado que estaba.
Pensó: Carl tiene que ganar un pastón con sus fiestas y la actividad del club, casi más de lo que se saca con la coca. La parte de la cocina estaba recién decorada. Boffi, diseño italiano para los que pueden permitírselo. Superficies de trabajo de Corian con tiradores de armarios alargados y discretos. Horno de acero mate, Gaggenau; cuatro quemadores de gas y una parrilla integrada. El monomando y el grifo de cromo de líneas limpias como un cuello de cisne sobre el fregadero. El frigorífico y el congelador eran metalizados, tamaño americano, con tiradores redondos y anchos. A la izquierda del frigorífico había una bodega de puerta transparente llena de botellas. La cocina daba casi más puntos de adulto que tener hijos.
En la muchedumbre, mezcla correcta de famosos A, B y C. JW observaba el conjunto de personas: Bingo Rimér, la princesa Madeleine con acompañante, Peter Siepen, Fredrik af Klercker, Mi-ni Andén, Emma del reality Supervivientes, Runar Søgaard, Daniel Nyhlén, Felipe Bernardo, Mikael Persbrandt, Ernst Billgren, E-Type, Sofi Fahrman, Jean-Pierre Barda, Marie Serneholt, Michael Storåkers.
En medio de todos ellos se veía a Leif Pagrotsky.
Nippe fue absorbido por la muchedumbre, desapareció para mezclarse con la gente. Fredrik encendió un cigarrillo.
Jet-set Carl se volvió hacia JW.
—Me alegro de verte. No habías venido antes, ¿verdad?
—No, pero tienes un piso la hostia de bonito.
—Gracias. Me gusta mucho.
—¿A cuántos has invitado esta noche?
—A muchos, también he reservado la azotea. Arriba ya hay seguro ciento cincuenta personas, va a ser lo más. Tienes que subir a verlo, la comida está allí. Más tarde también van a pasar cosas en la azotea.
—¿Qué dicen los vecinos?
—He reservado habitaciones en el Grankan para las familias del piso de al lado y del piso de abajo. Estaban totalmente encantados.
—¿Quién no lo estaría si le invitan a una noche en el Grand Hotel? ¿Están bien las cosas?
—Claro. Qué genial que pudieras conseguirla con tan poca anticipación. Está en el dormitorio.
—¿Ha llegado Sophie?
—Sí, mira en la terraza.
JW le dio las gracias y se escabulló. Era estupendo que él y Carl estuvieran empezando a desarrollar una relación.
Salió al vestíbulo, hizo una seña con la cabeza al portero y subió por las escaleras.
La azotea parecía un bosque de setas metálicas, calefactores de gas para hacer más agradable el fresco aire de octubre. Carl no se había arriesgado lo más mínimo: una tercera parte de la terraza la ocupaba una carpa. Pero esa noche no llovía. Las setas de metal lanzaban calor y las chicas estaban cómodas con sus tops mínimos y sus joyas. JW buscó a Sophie con la mirada. La aglomeración aumentaba. En unos altavoces enormes sonaba el último éxito de Robyn.
En medio de la masa humana había una decena de chicas que intentaban conseguir que la gente se animara a bailar. Quizá era demasiado temprano, en una hora la terraza haría explosión. La gente sólo necesitaba beber más y una raya de coca.
La comida estaba muy bien presentada. Se habían dispuesto pequeñas porciones en cucharas, una minitosta con foie, nata agria con caviar de corégono y cebolleta, revuelto de patatas con un poco de caviar ruso. Sólo había que coger la cuchara de un solo bocado, echarla en un recipiente que había en la mesa y luego elegir una nueva cuchara de gourmet. Más adelante había platos con un soporte para la copa de vino. El bufé consistía en brocheta de pollo marinado con lima, tabouleh y salsa de chile agridulce. El personal del catering trabajaba con eficacia. Rápidamente se reponían las cucharas con nuevos bocados, el recipiente se vaciaba al mismo ritmo y las copas se rellenaban.
Verdadera sensación de Nueva York en la noche de Estocolmo.
Por todos lados había carteles puestos con publicidad de Kharma. Jet-set Carl no era tonto; se desgravaba la fiesta a cuenta de la compañía.
Sophie estaba al fondo, justo donde empezaba la carpa. JW avanzó hasta ella. Estaba hablando con un chico alto con chaqueta de raya diplomática y vaqueros estrechos. El chico tenía una especie de imagen moderna pintada en la espalda de la chaqueta. Estaba sin afeitar, con el pelo tan corto como la barba de dos días. JW le reconoció. Era un publicitario de cierta fama que tenía en los labios una permanente sonrisa burlona. Un par de años antes la revista Elle le había elegido el septuagésimo tercer hombre más sexi de Suecia, ampliamente conocido por ser un coleccionista de ligues. Un verdadero payaso.
Se puso junto a ellos, quería que le presentaran. Sophie pasó de él a lo bestia, charlaba con el payaso moderno. JW se metió las manos en los bolsillos, se esforzó por conseguir el aspecto de no estar interesado, la mandíbula caída.
Ella no le hizo ni puto caso.
Él se rindió, pasó de ella. Entró en el juego y bajó al salón.
Una palabra en su cabeza: mierda.
Algo iba mal con Sophie. JW se preocupó: ¿ella se había dado cuenta de que él era un bluf? Los hábitos asentados eran difíciles de ocultar. Un chaval de Robertsfors sencillamente no puede emparejarse con la chica más guay de Stureplan.
Pensamiento: ¿en qué consistía en realidad su anhelo por Sophie? ¿Quizá representaba una encarnación de Camilla? Una chica de fiesta con cerebro. A su hermana le había pasado algo, algo en lo que él evitaba pensar. Sin embargo él había hecho lo mismo que ella. Se mudó a la ciudad, salía de fiesta, gastaba dinero. Se enamoraba de chicas que se parecían a ella. Fingía la vida a lo grande como ella. Camilla había llevado una especie de doble vida, sin duda ante sus padres pero también ante JW. Quedó claro tras ver sus fotos en el Ferrari, pero aunque ella no le hubiera hablado del coche. Sólo una vez le había dado un indicio a JW: «Gano más pasta en dos meses que mamá en un año». ¿Por qué? ¿Y cómo era posible que sólo hubiera tenido una amiga, Susanne, en la Komvux? Por lo que JW recordaba de ella, Camilla era la chica más sociable de Robertsfors.
Los pensamientos le reconcomían: pensaba en lo que había averiguado sobre Jan Brunéus tres días antes.
Todo el asunto era raro.
Tenía que saber más.
En el salón estaban más apretujados que en un vagón de metro con retraso un lunes por la mañana. En un rincón un estroboscopio lanzaba rayos de luz. Seis focos móviles de tonos diferentes daban color a la pista de baile y un rayo láser dibujaba imágenes en la pared opuesta. En el suelo había una máquina de humo y los altavoces gigantescos de las esquinas de la habitación se encargaban de que vibrara todo. En dos pantallas planas, fijadas a la pared, pasaban videoinstalaciones de Ernst Billgren.
JW volvió a obtener la confirmación: la gente con dinero va de fiesta mejor.
Estaba bailando salvajemente con alguna famosa siliconada de veinte años del reality Paradise Hotel cuando vio desde el salón la puerta cerrada. Delante de ella había otro portero. Mayor, más discreto, más engominado, con el pelo peinado hacia atrás. De nuevo el factor revelador: la vestimenta. Jersey de cuello alto negro, vaqueros oscuros y chaqueta de cuero fina en el interior. JW le reconoció, era el jefe de los porteros de la empresa de seguridad más importante de Stureplan, Tom Schult-zenberg.
Pensó: tiene que ser ahí.
El portero comprobó su lista. JW entró.
Se encontraba en el dormitorio de Jet-set Carl, reconvertido en un café libanés; súper privado. Habían quitado la cama, en su lugar había en el suelo pipas de agua de color latón, sabor de frutas en el tabaco. Telas moradas y rojas colgadas de las paredes. Una gruesa alfombra y cojines con borlas y bordados dorados creaban un efecto relajante en la habitación. Sin embargo, el ambiente era intenso: alegre, activo, sexi. JW lo captó directamente. En medio de la habitación había una mesa de cristal. En medio de la mesa, un montón de farlopa.
Impresionante.
Alrededor de la mesa había seis personas sentadas en cojines. En ese momento, dos de ellas estaban metiéndose un tirito. Otras dos estaban preparándose el suyo. Todas las personas de la habitación esnifaban fuerte por la nariz, se quitaban el polvo con la parte inferior de la mano, estornudaban y parloteaban sobre lo bella que era la vida.
JW observó su trabajo, su entrega. La habitación VIP sin fronteras. Vaya invitación, vaya clase.
Se sentó en un cojín rojo oscuro. Se estiró para coger una cuchilla y empezó a hacerse una raya. Una chica frente a él le miró fijamente, le absorbió con la mirada. JW le devolvió la sonrisa, se metió la cocaína. El tubo era de cristal.
Cuatro horas más tarde, JW estaba un poco más sudoroso de lo que resultaba cómodo. Había bailado, se había relacionado, había intentando enrollarse delante de Sophie con la chica de la habitación de la cocaína. Ella siguió haciendo como si nada. En total habían hablado sólo diecisiete minutos. Él recurrió a todos los comentarios encantadores que pudo. Pensamiento: si esa noche no la conseguía, no la conseguiría jamás. Charló con Jet-set Carl, con sus amigos Fredrik y Nippe, se metió unos tiritos con ellos, se metió unos tiritos con la piba siliconada de Paradise Hotel. Charló con famosos e hijos de millonarios. Se vendía.
El mensaje de JW era sencillo: soy lo más y soy tu vendedor local de cocaína. Cómprame a mí.
Él no vio de dónde vino. De repente, Sophie estaba ahí, le cogió de la mano, le miró. Esta vez quería algo más que hablar. Se notaba.
JW ya de subidón. No podía distinguir entre el calentón, la cocaína y el amor. Se movieron apretujados entre el gentío. Eran las cuatro y la fiesta había alcanzado su culmen. Aún estaba abarrotada de gente, pero no tanto como antes. JW encontró su abrigo en el suelo del vestíbulo, el de Sophie aún seguía colgado de una percha. Llamaron al ascensor. Se rieron juntos. JW presionó la mano de Sophie. De momento no había más contacto corporal. En medio de su fascinación, JW sentía preocupación. ¿Estaba claro de verdad?
De camino hacia abajo dijo Sophie:
—¿Y ahora qué?
JW la miró. Sonrió. Recurrió aun tópico:
—¿No podríamos ir a tu casa a tomar un té?
Ella sonrió. JW se puso aún más nervioso, intentó no mostrar nada.
En la calle se oía retumbar la música de la fiesta varios pisos más arriba. JW dijo:
—Qué raro que no se queje nadie. ¿Es que Carl ha mandado a toda la manzana al Grankan?
Sophie con sonrisa de Mona Lisa.
—¿Quizá les gusta la música?
Empezaron a caminar. JW no estaba seguro de la dirección. Pensó: ¿estaba jugando con él? ¿Era una broma? Ella había dado un giro de ciento ochenta grados: primero había pasado de él como si tuviera menos interés que una cerveza sin, para después arrastrarle con ella.
Pasado un rato, ella paró. Parecía que iba a decir algo. El corazón de JW dio algunos latidos de más.
—Claro que vamos a subir a mi casa a tomar un té.
¿La suerte estaba llegando?
Siguieron caminando por Linnégatan, pasaron delante del 7-Eleven. Al menos diez personas de la fiesta de Carl estaban en el establecimiento zampando perritos calientes. JW no tuvo ánimos para saludar, no quería dejar que nada pudiera molestar.
Él y Sophie estaban callados, lo cual era inusual en ellos. Siguieron andando sin más hacia la casa de Sophie.
Llegaron a su casa en la calle Grev Turegatan, un pequeño estudio de treinta y tres metros cuadrados. Ella entró en la cocina. JW no entendía nada. ¿De verdad iba a hacer té? Él quería acariciarla, besarla y abrazarla, estar tumbados, hablando toda la noche. Al mismo tiempo quería acostarse con ella más que ninguna otra cosa.
El subidón de la coca estaba empezando a esfumarse. Se le ocurrió una cosa. Fue al baño y abrió el grifo. Creó un sonido que disimulara. Se sacó la polla y empezó a masturbarse. La inspiración se la había dado la película Algo pasa con Mary. Pensó en Sophie desnuda. Se corrió en dos minutos. Se quedó contento con su medida de seguridad; si pasaba algo con Sophie, podría aguantar más tiempo.
Abrió la puerta y salió.
Sophie estaba de pie junto a la cama. El top se le había deslizado por un hombro. ¿Era una señal?
Ella le miró a los ojos como si dijera: ¿A qué esperas?
Él dio dos pasos hacia delante, se quedó a cuarenta centímetros de su cara. Esperaba la reacción de ella. Mierda, qué cobarde era. Ni siquiera ahora, con todas las señales que le estaba mandando, se atrevía a dar el primer paso. Estaba demasiado asustado, demasiado nervioso. No quería hacer el ridículo y quemar sus naves con ella. Perder oportunidades futuras. Sophie dio un pasito hacia delante. Las puntas de sus narices se rozaron. El esperaba que ella no pudiera sospechar lo que sentía; su corazón a 230 latidos por minuto.
Ella le besó. Por fin.
Él se sintió volar. Flotaba de felicidad.
JW la rodeó con los brazos. Le devolvió el beso. Ella tenía el mejor sabor del mundo: tabaco, alcohol y aroma a Sophie. Acabaron en la cama. Le quitó el top con cuidado. Le puso las manos sobre los senos por encima del sujetador. Ella le lamió el cuello.
JW le puso la mano sobre el trasero, por encima de los pantalones. Empezó a besarle el cuello, el pecho y el vientre. Le desabrochó los ajustados vaqueros y tiró de ellos. La besó en la parte interior de los muslos. Ella gimió. JW tenía muchas ganas de metérsela pero al mismo tiempo quería esperar. Sophie empezó a quitarse ella misma el tanga. Al grano; estilo Sophie. Él siguió besándola alrededor del pubis al mismo tiempo que le acariciaba el pecho izquierdo. Pellizcó suavemente el pezón. Dijo:
—¿Puedo probar?
Sophie contestó diciendo: «Mmmm». Él la chupó suavemente por el exterior de los labios. Después de un rato dejó que la lengua se deslizara hacia el interior y diera vueltas lentamente. Primero en círculos, luego de arriba abajo. Apenas se lo podía creer. La estaba haciendo disfrutar. La estaba haciendo gemir.
Sophie tiró de él hacia arriba y le empujó contra el colchón boca arriba. Le quitó la camisa. Le arrancó los pantalones. Se metió su polla en la boca. Le chupó con movimientos rápidos. Él miró hacia abajo con cuidado y guardó esa imagen en el disco duro de su memoria: él y Sophie.
JW se incorporó. Le daba miedo correrse. Ella mantuvo su polla en la mano. Se estiró hacia la mesilla de noche. Buscaba algo. Él quería penetrarla y no entendía qué estaba haciendo. Ella volvió a inclinarse. Luego abrió un condón.
JW angustiado; odiaba los condones. Dijo:
—¿Hace falta eso?
—No vengas con bromas, JW. Claro que sí.
Él lamentó siquiera haberlo mencionado. Tenía que intentarlo. Ella se lo puso y tiró de él hacia sí. Justo antes de que le fuera a guiar dentro de ella, se le bajó. Intentó reírse. Ella le miró inquisitiva. JW suspiró. Se tumbó boca arriba.
Sophie preguntó:
—¿Tú y los condones no combináis bien o qué?
—Joder, Sophie, estoy tan contento… —Estuvo a punto de decir que era el día más feliz de su vida pero se cortó, ya había dicho demasiado. Era innecesario abrirse más, aunque ella era la más maravillosa—. No sé qué pasa. Es que no funciono muy bien con las gomas.
El condón le colgaba. Ella tiró de él. Empezó a besarle la polla. De nuevo se le puso dura. Ella tiró de la piel hacia abajo y le lamió la punta. Besó los testículos. Se le puso durísima. Ella cogió un nuevo condón del mismo cajón. JW intentó relajarse. Cogió el condón él. Se lo puso. Se tumbó boca arriba. La puso a ella encima. Ella le cogió la polla para colocarla bien.
Olía a látex.
Se le bajó.
Ella dijo:
—No pasa nada, les pasa a todos los chicos.
JW pensó en una lista de las mentiras más habituales que había leído dos años antes en el suplemento På Stan de DN.