Mrado había jugado a ser detective dos días y medio mientras esperaba que la hermana de Mahmud fuera de visita a Österåker. Encargó las fotos del pasaporte de Jorge. Llamó a sus dos contactos de la policía, Jonas y Rolf. Prometió cinco mil pavos al que le proporcionara información útil sobre el cabrón de Jorge. Comprobó los parientes del latino en el registro civil. No le dio ninguna pista. Dio un toque a su colega Nenad, que era el responsable de Radovan para coca y putas. Nenad ni se acordaba de Jorge más que por el juicio. Mrado desayunó con Ratko y su hermano, Slobodan, alias Bobban. Le orientaron sobre el mapa de la criminalidad en el noroeste de Estocolmo. Los yonquis con los que debería hablar, con el personal de qué garitos debería charlar, qué camellos conocían los círculos de Jorge. Fue a Sollentuna y Märsta dos veces y charló con distintos contactos relacionados con la cocaína y con latinos. Bobban le acompañó. Eso debería ayudarle.
La mayoría ya sabía quién era el fugitivo y a los que no les pusieron delante de la nariz las fotografías del pasaporte. Un héroe. Una leyenda. Todos querían invitar al héroe a una copa. Homenajear al tío. Felicitar al tío. Pero nadie le había visto.
La madre de Jorge vivía con un nuevo hombre y tenía una hermana, Paola. La madre vivía en las afueras de Estocolmo. La hermana en Hägersten.
Encargó las fotos del pasaporte de la hermana y de la madre. Obtuvo dos resultados en Google con el nombre de la hermana. Había escrito un artículo en el periódico de la asociación Gaudeamus de la Universidad de Estocolmo y había participado en las jornadas literarias. Una chica lista. Evidentemente intentaba salir adelante desde cero. Quizá debería verla más de cerca en la universidad.
Llamó al departamento de literatura. La hermana estudiaba el curso C[42], a saber qué era eso.
Mrado fue hasta Frescati. Aparcó el coche en la parte de atrás de los edificios azules. El Mercedes sobresalía. El resto de los coches del aparcamiento: coches cutres.
La universidad para Mrado: tierra desconocida. Población: alfeñiques, tíos que hablaban más que actuaban, cuatro ojos. Sarasas. Sin embargo, para sorpresa de Mrado, había un montón de chicas guapas.
Miró los carteles. Encontró el departamento de literatura. Subió en ascensor. Preguntó a una vieja en el pasillo quién era el responsable del curso C. Le dieron el nombre del ayudante de la cátedra. Miró más carteles. El despacho del ayudante aún más lejos en el mismo pasillo. En el exterior de la puerta un cartel más: Me encanta mi trabajo… a la hora de la comida y del café. Mrado llamó a la puerta. Ahí no había nadie. Preguntó a una mujer en la sala contigua. El ayudante estaba en una reunión en la sala C 119. Volvió a coger el ascensor, hasta abajo del todo. Los pasillos parecían estar a medio terminar. Del techo colgaban conductos y tambores de ventilación. Algunas paredes parecían estar sin pintar. En un rincón había paneles blancos de madera apoyados contra la pared. Miró las flechas. Encontró la sala. Llamó a la puerta. Abrió un chico con chaqueta y flequillo de punta. Mrado pidió hablar con el ayudante de la cátedra de literatura. Puso el pie de manera que la puerta no pudiera cerrarse. Miró fijamente al chico. El del flequillo de punta se quedó parado. Tras quince segundos apartó la mirada. Llamó a la ayudante. Una chica joven; máximo veinticinco años. Mrado se había esperado una mujer de más edad. Preguntó de qué se trataba. Le contó una milonga. Le dijo que tenía que comprar unos libros a una chica pero que no había aparecido. Se preguntaba si la ayudante tenía su número de teléfono o si sabía dónde tenía clase ese día. Ella preguntó que por qué tanta prisa. Mrado le contó otra milonga más, que tenía que irse de viaje y necesitaba los libros ese mismo día. Era muy urgente. La ayudante: ingenua y demasiado buena. Subieron en ascensor hasta su oficina. Buscó el teléfono de Paola y el horario del curso C. Le dijo a Mrado que había tenido suerte.
—Paola tiene hoy un seminario en la sala D 327.
Por fin tenía suerte.
Cómo ella podía dejarse engañar por un yugoslavo de dos metros iba más allá de su entendimiento.
Hacia la D 327. Volvió a mirar los carteles. Buscó la sala.
El mismo número que con la ayudante de cátedra. Abrió un tío. Mrado le pidió que llamara a Paola.
Mrado cerró la puerta de la sala del seminario tras ella. Paola entendió inmediatamente que algo iba mal. Sacudió la cabeza. Dio un paso para atrás, giró la cara hacia un lado. Mrado llegó a ver sus ojos. Si la desazón tenía un rostro, ése era el de ella.
No era lo que Mrado esperaba de una experta en literatura. Vestida con una blusa azul claro de solapas anchas. Vaqueros oscuros ajustados. Estilo pulcro. Pelo negro, recogido en una coleta. Brillante. Aspecto inocente. Algo se despertó en Mrado.
Hizo una señal hacia un aseo. Se dirigieron allí. Paola con movimientos tensos. Mrado, concentrado. Entraron en el baño. Mrado cerró la puerta.
El aseo estaba lleno de pintadas. Sobre todo con bolígrafo y rotulador. Mrado, sorprendido. ¡Los universitarios no deberían hacer esas cosas!
Le dijo a Paola que se sentara en la tapa de la taza. La cara de ella ardía.
—Tranquilízate. No quiero hacerte daño, pero no tiene sentido que grites. Prefiero no usar la violencia con las chicas. No soy de ésos. Sólo necesito saber un par de cosas.
Paola hablaba un sueco perfecto. Sin rastro de acento extranjero.
—Se trata de Jorge, ¿verdad? ¿Se trata de Jorge? —A punto de llorar.
—You got it, babe[43]. Se trata de tu hermano. ¿Sabes dónde está?
—No. No tengo ni idea. No lo sé. No he tenido noticias suyas. Mi madre tampoco. Sólo hemos leído lo que han escrito de él en los periódicos.
—Espabila. Tú le caes bien, me imagino. Claro que se ha puesto en contacto contigo. ¿Dónde está?
Ella sollozó.
—He dicho que no lo sé. De verdad que no lo sé. Ni siquiera ha llamado.
Mrado presionó:
—No mientas. Pareces una chica lista. Puedo convertir tu vida en un infierno. Puedo arreglarle la vida a tu hermano. Sólo dime dónde está.
Ella siguió negando categóricamente.
—Niña, escúchame bien. Deja de cerrarte en banda. Este baño es un asco, ¿no te parece? Las paredes están llenas de pintadas. Tú estás saliendo de todo esto. Quieres conseguir una buena formación. Ir hacia arriba en la vida. Tu hermano también puede conseguir una buena vida.
Ella le miró directamente a los ojos, las pupilas grandes, brillantes. Él vio su propio reflejo. Había dejado de llorar. El rímel le dibujaba rayas negras en las mejillas.
—De verdad que no lo sé.
Mrado analizó. Hay personas que pueden mentir. Embaucar. Engañar a cualquiera. Resistirse a la policía, fiscales y abogados interrogatorio tras interrogatorio. Incluso resistir a tipos como Mrado. Quizá creen en sí mismas. Quizá tienen un gran talento para actuar. Otras personas intentan mentir y se les nota inmediatamente. Los ojos se van hacia arriba y a la izquierda, lo que indica que están fantaseando. Se ruborizan. Sudan. Se contradicen. Se saltan detalles. O al contrario, intentan estar tranquilas. Fingen que no pasa nada. Hablan despacio. Pero se les nota. Están demasiado seguras. Cuentan las cosas demasiado de corrido. Dejan el cuerpo anormalmente inmóvil. Están demasiado seguras de sus declaraciones.
Él los conocía todos. Paola no pertenecía a ninguno de esos tipos. Mrado llevaba suficiente tiempo en el sector de la protección y de los cobros. Había presionado a la gente para que soltaran la pasta. Los había forzado a contar dónde estaba escondida la caja del día, cuánta farla habían vendido, dónde iban a entregar el alcohol de botellón, a cuántos clientes se habían tirado. Había apoyado su revólver contra la sien de personas, en sus bocas, contra sus pollas. Había pedido respuestas. Había evaluado sus respuestas. Les había sacado a la fuerza las respuestas. Era un experto en respuestas.
Mrado le miró las manos. No la cara. Lo sabía: la gente controla el careto pero no el cuerpo. Las manos contaban la verdad.
Paola no mentía. Era verdad que no sabía dónde estaba el cabrón de Jorge.
Mierda.
La dejó sentada en la tapa del inodoro. Paralizada.
Fue a la plaza de aparcamiento medio a la carrera. Entró en el coche. Cerró la puerta con un golpe fuerte. Iba a ver a la hermana de Mahmud.
Mrado sentía el estrés. La vio nada más llegar, sentada con una Pepsi-Cola delante. El garito árabe estaba hasta la bandera. Dos mujeres con velo con al menos ciento cuarenta niños ocupaban la parte posterior. En la anterior había algunos vikingos que se recreaban en la Suecia multicultural. La hermana de Mahmud alargó la mano. Significado: quiero mis dos mil. La tía dócil la vez anterior. Ahora: un problema de actitud considerable.
Mrado suspiró. Pensó algo que le sorprendió a él mismo: demasiados don nadies adoptaban una pose de tipos duros. Se lo había encontrado con frecuencia. Borrachos vikingos en paro, porteros con escasa formación académica y macarras bravucones de Rinkeby hacían el gilipollas. ¿Eso les protegía? ¿Les permitía no sentirse escoria? Esa tía era una perdedora evidente. ¿Por qué lo intentaba siquiera?
Se sentó.
—Niña, vamos a esperar con el dinero. Lo tendrás pronto. Cuéntame ahora lo que te ha dicho.
Antes de que ella llegara a decir nada él presintió la respuesta.
—Mi chico, él sabe nada.
—¿Qué quieres decir? Conocería a Jorge.
—No, ellos no hay relación.
Se estaba irritando. La tía no podía hablar claro, joder. Alguien debería denunciarla por uso indebido.
—Espabila. Claro que sabía quién era Jorge. Piensa. ¿Qué ha dicho?
—¿Qué pasa? Tú crees yo no recuerdo. Ahora vengo de ahí. Ya he dicho, ellos no hay relación.
—¿Quieres tu pasta o qué? ¿Sabía quién era el latino o no?
—Él sabe. Él dice, el fugar más grande que él oye hablar.
—Querrás decir la fuga. ¿Dijo la fuga?
—Joder, hablas mucho. Mi chico ahí no. El no en motivación.
—Tía, si quieres la pasta tendrás que hablar de manera que se te entienda. —Mrado estaba perdiendo la paciencia. Empujó la silla hacia fuera. La indicación: espabila o me largo.
—Él en otro sección. Motivación no. Está en otro sitio. ¿Entiendes?
Mrado entendía. Se deprimió. La hermana de Mahmud era un asco. En Österåker había dos secciones. Una para los internos que querían poner sus vidas en orden; motivarles para que dejaran las drogas. Aprender las reglas de la sociedad. Programas pedagógicos, talleres, psicología de mierda y terapia de parloteo. Por supuesto que Jorge había estado ahí, en la llamada sección de motivación. Entonces lo que ella decía cuadraba: su puto chico no sabía zilch[44].