Capítulo 16

Sueños en español. «Jorgelito, me quedo aquí sentada hasta que te hayas dormido. Jorgelito, espera aquí que voy a buscar el libro de cuentos. Jorgelito, ¿te he dicho que eres mi príncipe? Paola es mi princesa. Vosotros sois mi familia real».

Jorge se despertó.

En el exterior era de día. La habitación, cálida. Los hermosos sueños, terminados. Estaba tumbado en un colchón que había quitado de una cama y puesto en el suelo. Reducía el riesgo de que alguien le pudiera ver desde el exterior. Doble seguridad: en el exterior de la ventana de la habitación sobresalían arbustos altos, ocultaban la visión del interior.

En total había pasado seis días en la casa. Aburrido. Pronto llamaría al yugoslavo. Luego, adiós, amigos*, se marcharía del país tan pronto como pudiera.

Se dio la vuelta. No tenía fuerzas para levantarse. La tristeza le daba cansancio. Pensó en Rodríguez. Un día volvería Jorge-boy. Le redecoraría la cara. Le haría arrastrarse. Besar los pies de mamá. Llorar. Arrastrarse. Gimotear.

Quizá había sido torpe. Descuidado. Por ejemplo, el día anterior se le había acabado la comida. Salió al camino. Lo siguió hasta que llegó a una carretera mayor. Siguió andando. Vio agua. Barcos que la gente estaba poniendo en dique seco. El paraíso dorado del otoño. Aproximadamente una hora y media. Una tienda de alimentación, ICA Nygrens. Entró.

Nunca se había sentido tan moreno como allí, en la tienda nacional aria de la esencia sueca. El panchito en marcado contraste. Nadie dijo nada. A nadie pareció importarle. Pero Jorge, el Negrito*, pensó que le iban a linchar, sumergirle en pintura para el casco del barco venenosa y echarle muesli por encima.

Compró espaguetis, patatas fritas, pan, embutido, huevos, mantequilla y cerveza sin alcohol. Detergente para lavar a mano y tinte para el pelo. Pagó en metálico. No le dio las gracias a la cajera. Sólo asintió con la cabeza. Creía que todo el mundo le miraba. Le odiaba. Planeaba denunciarle a la policía.

Una vez fuera de la tienda se sintió estúpido. Intentó caminar por el bosque para volver a casa. No funcionó. Aparecía directamente en terrenos y jardines privados. Tuvo pánico de que la gente estuviera en casa. De que sospecharan algo, de que soltaran algo, de que se cabrearan, de que denunciaran al negrata a la policía. Volvió a salir a la carretera grande. Esperaba que nadie notara su presencia, el fugitivo.

Jorge frió dos huevos. Untó con mantequilla cinco rebanadas de pan. Les puso encima embutido. Bebió agua. En el fregadero se balanceaba una montaña de platos y cubiertos. ¿Para qué iba a molestarse en fregar? Ya lo haría más adelante el verdadero dueño de la casa.

Se sentó a la mesa en la cocina. Se comió las rebanadas de pan rápidamente. Toqueteó el tablero de la mesa. Parecía viejo. Se preguntó si los dueños de la casa serían pobres o si es que querían una mesa vieja a propósito.

Entonces, algo sonó en el exterior de la casa. Los oídos de Jorge abiertos de par en par.

Se oyó una voz.

Se agachó.

Se deslizó de la silla al suelo.

Se tumbó boca abajo.

Se arrastró hasta la ventana. Si alguien iba a entrar estaba jodido. Si era la policía quien estaba afuera, estaba definitivamente jodido.

Mierda, haberse preparado tan mal. Ninguna de sus cosas empaquetadas. Su ropa, el tinte, la comida, los artículos de higiene: todo tirado por la habitación en la que dormía. Gilipollas. Si tuviera que salir corriendo inmediatamente no podría llevarse ni una mierda.

Intentó mirar por la ventana. No vio a nadie en el exterior. Sólo el entorno tranquilo del jardín, rodeado de arbustos de espino blanco podados y dos arces. Se volvió a oír la voz. Sonaba como si viniera del sendero que subía hasta la casa. Corrió doblado hasta otra ventana. Cruzó la entrada. Crujieron las anchas tablas de madera del suelo. Joder. No se atrevió a mirar por la ventana. Quizá podrían verle desde el exterior. Primero escuchó. Oyó una voz más, más próxima, pero no del todo cercana. Al menos dos personas que hablaban entre sí. ¿Era la pasma o eran otros?

Volvió a escuchar. Una de las voces tenía un ligero acento extranjero.

Miró con cuidado. No había ningún coche aparcado. No veía a nadie. Miró a lo largo del camino que continuaba pasada la casa hacia un granero rojo oscuro detrás del jardín. Ahí. Tres personas caminaban hacia la casa.

Jorge evaluó la situación a toda velocidad. Puso en la balanza ventajas contra inconvenientes. La casa estaba bien. Caliente, relativamente protegida de la vista, alejada de la ciudad y de la búsqueda de la bofia. Podía atrincherarse ahí hasta que se le acabara el dinero. Por otra parte, las personas acercándose desde el granero. No podía ver bien quiénes eran.

Podrían ser los dueños de la casa. Quizá no fuera su casa sino que tenían curiosidad. Echó un vistazo por la ventana. Vio la montaña de platos sucios, vio el colchón en el suelo, vio el desorden.

Podría ser la bofia.

El riesgo, demasiado grande. Mejor empaquetar sus cosas y largarse antes de que llegaran. Había más casas. Más camas calientes.

Jorge arrojó sus cosas en dos bolsas, la comida en una y la ropa y los objetos de higiene en la otra. Fue hasta la puerta. La parte superior era una ventana pintada. Miró por la ventana. No vio a nadie. Abrió la puerta. Caminó rápidamente hacia la izquierda. No por el sendero de gravilla hacia el camino pequeño. Al contrario: se coló por una abertura en los arbustos. Se arañó con las espinas.

Le pareció oír las voces más claramente.

Mierda.

Echó a correr sin darse la vuelta.