Camino de casa de Radovan. En el estéreo, música serbia. Zdravko Colic. Mrado, cabreado: el maricón de Jorge se había puesto chulo. Había amenazado a Radovan. Indirectamente había amenazado a Mrado. Había intentado chantajearles. Había intentado hacerse el listo. Había jugado con fuego.
Jorge sabía cosas del comercio de cocaína. Conocía los lugares de almacenamiento, las rutas de entrada, los métodos de contrabando, camellos, compradores, laboratorios, las variedades de corte. Lo más importante: el patero sabía quién movía los hilos. Don R en persona corría el riesgo de acabar jodido. Gospodin Bog; el capullo del patero era el que tenía que acabar jodido.
Ese mamonazo. Mrado iba a encontrar a Jorge, le iba a atar y a cortarle en trocitos. Se lo iba a comer. Le iba a cagar encima. Se lo iba a comer. Iba a volver a cagar encima de él.
Mrado había llamado a Radovan directamente después de la conversación con el patero. La voz de Radovan estaba más tranquila que la de Mrado. Pero Mrado notaba las vibraciones bajo la superficie: Rado, aún más cabreado que él.
Jorge, prepárate para la venganza de los yugoslavos.
Lo positivo de la provocación del latino: el suceso desviaba la irritación de Radovan con Mrado. La última vez que se habían visto, la relación entre ellos estaba por los suelos. Radovan había ido demasiado lejos.
Después de veinte minutos: ya estaba en Näsbypark. Urbanización de chalés. Un puto paraíso ostentoso en forma de cuadrícula. Se puso junto al coche y encendió un cigarrillo. Lo sujetaba entre el índice y el pulgar: estilo eslavo. Daba caladas profundas. Tenía que tranquilizarse antes de la reunión con el grande. Tosió con fuerza. Pensó en los cuadros de Radovan. ¿Precio total? No se podía medir con dinero.
Apagó el cigarrillo. Subió hacia la casa.
Llamó.
Abrió Stefanovic. No dijo nada, sólo guió a Mrado hasta la biblioteca. Radovan sentado en el mismo sillón que la vez anterior. La piel del reposabrazos, desgastada y blanquecina. En la mesa una botella con whisky, Lagavulin de dieciséis años.
—Mrado, siéntate. Gracias por venir rápidamente. Podríamos haber hecho esto por teléfono pero quería mirarte a los ojos para ver que no estás cabreado. Tienes que tomártelo con calma. Tenemos que tomárnoslo con calma. Resolver esto paso a paso. No es para tanto, hay gente que lo ha intentado antes. La única diferencia es que ahora quizá él sí sepa algo. Cuéntame lo que ha dicho. Desde el principio y con todos los detalles, por favor.
Mrado se lo contó. Intentó ser breve sin omitir lo importante: la chulería del patero.
—Jorge Salinas Barrio está escondido. Tú sabes más que yo de esa historia, fuiste tú el que me informó. Por lo que he oído el tío es un héroe en Österåker. Incluso los tipos más duros de las prisiones de Kumla y Hall admiran su estilo y su finura. Desaparecido como un puñetero Joe Labero[40]. Debería haberme encargado de él directamente. Joder.
—Joe Labero, me gusta el símil. Pero no digas que deberías haberle quitado de en medio. No sabemos qué habría pasado. Sigue contándome.
Mrado le contó la llamada de Jorge. Que parecía estresado, que el panchito probablemente había llamado desde una cabina, que quería un pasaporte y cien mil pavos, que había dicho que saldría a la luz un montón de mierda si le sucedía algún accidente.
Radovan se quedó sentado en silencio. Llenó los vasos de Lagavulin. Dio un sorbo.
—Sabe mucho de nosotros. Pero no tanto como para que yo obedezca a la mínima lo que él diga. Ésta es su gran oportunidad para obligarme a ayudarle. Por supuesto que le podría dar un pasaporte nuevo. Un fajo de billetes. Una nueva vida en algún país cálido. La pega es que se ha equivocado conmigo. Nadie me obliga a hacer esas cosas. Además, ¿quién dice que eso le va a bastar? Ya sabes cómo eran los cabrones croatas en nuestro país. No les bastó con el noventa y nueve por ciento de la costa, sino que la querían toda. Este tío es igual. Si un día le consigo una nueva identidad, puede volver al siguiente a pedir dinero. O a pedir billetes de avión para el extranjero. O a pedir lo que coño sea: porciones del imperio de Radovan.
Mrado se rió. Rado: el rey gánster que hablaba de sí mismo en tercera persona. Mrado se tranquilizó. Mejor ambiente que la última vez que había estado ahí. Notaba cómo el whisky le calentaba el cuerpo. Le relajaba los hombros. Acariciaba el estómago.
—Su baza es lo que sabe o lo que quizá sabe. No estoy del todo seguro de que tenga suficiente información como para perjudicarnos, pero representa un riesgo. Nuestra baza es que le podemos volver a mandar directamente a la cárcel sin pasar por la casilla de salida. El inconveniente que tiene es que se corre el riesgo de que pierda la esperanza si le volvemos a enviar al trullo. Si no tiene nada por lo que vivir salvo hacer músculo en Kumla, nos venderá. No te quepa duda.
—Perdona, Radovan, ¿por qué no nos lo cargamos sin más?
—No trabajamos así. Demasiado peligroso. Ya has oído lo que ha dicho. Se filtrarán cosas. No sabemos con quién más ha hablado. Jorge Salinas Barrio no es tonto. Si nos le cargamos te aseguro que se habrá encargado de que toda la información que no queremos que vea la luz salga de alguna manera. Ya sabes, puede habérsele ocurrido cualquier cosa. Guardar documentos sobre todo el asunto en alguna consigna. Si la palma y no va nadie a meter monedas de diez coronas, la puerta se abre, y alguien verá todos los papeles que haya dejado, incluidas detalladas descripciones de nuestra actividad. O quizá ha preparado un correo electrónico que se envíe automáticamente a la pasma si en determinada fecha él no lo para. Ya ves a lo que voy: no podemos cargárnoslo. Es demasiado listo para eso. Pero hay maneras. Métodos clásicos, ya me entiendes, Mrado. Le localizas o te pones en contacto con él por otras vías. Hazlo a tu estilo. Le explicas que se puede olvidar de que Radovan se vaya a asustar por sus métodos de chantaje. Luego, cuando estés seguro de que ha entendido de parte de quién es el mensaje, le machacas. ¿Has acuchillado a alguien en el estómago alguna vez?
—Sí, bayoneta. Srebrenica, 1995.
—Entonces ya lo sabes, se sangra de la hostia, tumba a cualquiera. Tantos órganos y tanto daño. Es el método con Jorge: machácale sin piedad. Como una cuchillada.
—Entendido. ¿Tengo carta blanca?
—Sí y no. No puede palmarla. Nada de cuchillos, era sólo un ejemplo. Por así decirlo, tienes que tratarle con mano de seda dura. —Radovan se rió de su propia broma.
—Entiendo. ¿Sabes dónde se le puede encontrar?
—En realidad no. Pero es de la zona de Sollentuna. Pregunta a Ratko o a su hermano, ellos son de allí. Una cosa más. No puedes herir al cabrón del patero tanto como para que tenga que ir al hospital. Entonces volvería a la cárcel y correríamos los riesgos que te he comentado. En el trullo, sin esperanza, pasará de todos nosotros. Nos venderá.
—Confía en mí. A ese cabrón no se le romperá ni un hueso. Pero deseará haberse quedado en casita con su madre.
La dureza de Mrado; Radovan sonrió. Dio vueltas al whisky en el vaso. Dio un trago. Se reclinó hacia atrás en el sillón. Mrado acelerado. Quería salir a la calle. Alejarse de Radovan. Al gimnasio. Charlar con los chicos. Buscar pistas. Resolver el misterio. Machacar a Jorge.
Hablaron de otras cosas: caballos y coches. Nada de negocios. Nada de que la vez anterior Mrado había solicitado una participación mayor en los guardarropas. Tras quince minutos, Rado se excusó:
—Tengo unas cosas que hacer. Y, Mrado, teniendo en cuenta el fiasco del Kvarnen, quiero lo de Jorge para ayer.
Mrado bajó al gimnasio. Charló con los chicos de la recepción. Interrumpió su conversación sobre los últimos medicamentos para la musculación. Les hizo preguntas. ¿Conocían a alguien que estuviera cumpliendo condena en Österåker? ¿Conocían a alguien que trabajara de guardia en Österåker? ¿Sabían algo sobre la estupenda fuga que había tenido lugar ahí hacía seis semanas?
Uno de ellos dijo:
—Pareces interesado. ¿Vas a ingresar y quieres saber cómo escaparte? —Se rió de su propia broma.
Mrado, benevolente. Pasó de darle un corte. Al contrario, bromeó:
—Estar preparado facilita las cosas, ¿no?
El chico se inclinó sobre el mostrador:
—Esa fuga fue totalmente impresionante. En serio, el tío que saltó sobre el muro debe de ser Serguéi Bubka en persona. Siete metros, Mrado, ¿cómo salta uno eso sin pértiga? ¿Es Spiderman o que?
—¿Conoces a alguien que esté dentro?
—No conozco a nadie que esté dentro. Soy una persona de bien, lo sabes. Tampoco conozco a ningún vigilante de prisiones. Habla con Mahmud. Ya sabes, los árabes siempre son medio criminales. La mitad de la familia está encarcelada. Mira en las duchas, creo que acaba de terminar su sesión de la mañana.
Mrado bajó las escaleras. Entró en el vestuario. Mahmud no estaba ahí. Otros chicos estaban cambiándose. Mrado saludó. Volvió a subir. Echó un vistazo por la sala de la derecha. Retumbaba el eurotecno. De Mahmud, nada. Miró en la sala de la izquierda. Vio a Mahmud de rodillas en una colchoneta de goma roja. Hacía estiramientos de la espalda. Parecía un bailarín de ballet grotesco haciendo una pose.
Mrado se arrodilló a su lado.
—¿Qué pasa, flacucho? ¿Qué tal la sesión? ¿Qué has hecho?
Mahmud no levantó la mirada. Siguió estirando la espalda.
—Flacucho lo serás tú. La sesión ha ido bien. Hoy he entrenado fuerte la parte inferior de la espalda y los hombros. Combina bien, son zonas alejadas. ¿Qué tal tú?
—Bien. Necesito ayuda con una cosa. ¿No hay problema?
—Claro. Mahmud no se echa para atrás. Ya lo sabes.
—Estupendo. ¿Conoces a alguien que esté encerrado en Österåker?
—Sí, el marido de mi hermana está ahí. Ella va a menudo a verle. Les dan una habitación para ellos, se lo pasan bien. —Mahmud cambió de posición. Se incorporó. Los brazos entre las piernas. Estiró la espalda. Crujido de vértebras.
—¿Cuándo va a volver de visita?
—No sé. ¿Se lo pregunto?
—Sí. ¿No puedes llamarla cuando acabes aquí? Necesito saberlo lo antes posible.
Mahmud asintió. Se quedaron callados. El árabe hizo algunos estiramientos más. Mrado esperó. Charló con otros dos chicos de la sala. Bajaron al vestuario. Mahmid llamó a su hermana. Hablaron en árabe. La hermana iba a ir el jueves.
Quedaron en un bar de Söder. Kebabs superbaratos, grasientos y falafel en pan de pita a veinte coronas. Mrado pidió tres. Observó el lugar. En las paredes, fotos de la Cúpula de la Roca de Jerusalén y textos en árabe. ¿Genuino o para atraer clientes? ¿Qué más da si los kebabs eran tan buenos que se derretían directamente en la boca?
La hermana de Mahmud, según Mrado: patera vulgar. Ropa un poco demasiado ceñida. Falda un poco demasiado corta. Demasiado maquillaje. Demasiados accesorios falsos de Louis Vuitton. Mucho, muchísimo sueco de Rinkeby. Controla un poco cómo hablas, tía.
Era dócil. Nemas problemas[41]. Él la instruyó sobre lo que debía preguntar: ¿Jorge había tenido más relación de la habitual con algún preso en los días anteriores? ¿Con algún mono? ¿Cómo había saltado el muro? ¿Pertenecía a alguna banda? ¿Sabían quién le había ayudado desde el exterior? ¿Quiénes eran sus amigos en el trullo?
Ella lo apuntó y prometió memorizarlo antes de su visita a la prisión. Por las molestias quería dos mil al contado.
Mrado conocía a los que eran como Jorge, nunca tenían la boca cerrada. Presumían, se jactaban, se iban de la lengua.
Se sentía seguro, con un contacto dentro de Österåker encontraría pronto al latino.
La caza podía empezar.