Se acercaba el otoño. Jorge había conseguido plaza en el albergue para catorce noches de las últimas veinticuatro. Había comprado sus datos personales a un yonqui en Sollentuna Centrum por tres mil pavos hasta final de mes. Los albergues pasaban el cargo a la trabajadora social del yonqui. El tío cobró su subvención; prefería pasta para heroína y anfetaminas.
Jorge no entendía por qué casi sólo había vikingos en el albergue cuando sabía que los verdaderamente pobres eran los extranjeros. ¿No tenían orgullo?
La vida en el albergue no estaba tan mal. Incluía comida bien preparada en el desayuno y la cena. Jorge veía la televisión. Leía los periódicos. No venía nada de su fuga.
Hablaba poco con los demás.
Intentaba hacer flexiones de brazos, abdominales o saltar a la cuerda cuando no había nadie. No podía correr, el pie todavía estaba jodido por el salto desde el muro.
A la larga no funcionó. No podía arreglarse el pelo sin que la gente se extrañara. No podía ponerse la crema autobronceadora sin que la gente le mirara. Corría el riesgo de que alguno de los sin techo le reconociera. Además, después de catorce días el albergue empezaba a cargar quinientas coronas por noche, en lugar de doscientas. No había justicia. El dinero del yonqui podía acabarse. La trabajadora social podría sospechar.
No podía permitirse pagar a su primo, Sergio, o a su contacto de los monos, Walter. Una vergüenza.
Todo era una mierda.
Pensamientos grises, con miedo. No era bueno mentalmente.
Sin correr nada. Asquerosamente fofo. No era bueno físicamente.
No se había escapado para eso.
Tenía que conseguir dinero.
Un mes en el exterior. Bien mirado, no estaba nada mal. Mejor que muchos otros. Pero tampoco era un éxito. ¿Qué se había pensado? ¿Que iban a aparecer gratis un cirujano plástico, un pasaporte y un pastón? ¿Que iba a encontrar un kilo de farla debajo de su almohada en el albergue de Nattugglan? ¿Que su hermana le iba a llamar y le iba a decir que había conseguido billetes de tren para Barcelona y le dejaba el pasaporte de su novio para una temporada? Seguro.
Sergio había corrido muchos riesgos. Jorge no había tenido noticias de él desde el día que se marchó de casa de Eddie. No se atrevía a ponerse en contacto con él. La mala conciencia le reconcomía. Debería pagarle. Pero ¿qué iba a hacer?
¿Qué coño iba a hacer?
No creía que la pasma tuviera su búsqueda como máxima prioridad. A sus ojos no era nadie, era un drogata inofensivo. Para la policía era prioritario detener a los ladrones de vehículos blindados, los violadores y demás criminales violentos. En eso tenía suerte; no había usado la violencia en la fuga. Sin embargo la vida de fugitivo no era fácil. La solución estaba en el dinero.
La idea sobre Radovan. Su as en la manga.
No quería usarlo. Había pensado acostado por las noches en los albergues. Había dado vueltas. Sudado. Le recordaba las noches anteriores a la fuga. Pero de alguna manera, peor. Entonces las cosas sólo podían salir adelante o no salir. Ahora las cosas podían joderse o joderse aún más. Sin embargo, tenía esperanzas. Quizá funcionara.
La idea: Jorge había trabajado para la organización de Radovan. Sabía cosas que ellos no querían que se filtraran. Sobre todo no sabían exactamente cuánto sabía Jorge. Podía asustarles. Había aprendido las reglas en el trullo y mantener el pico cerrado siempre tenía el valor de que devolvieran el favor. Los yugoslavos deberían estar dispuestos a soltar pasta.
R era difícil de localizar. Nadie podía ni quería revelar su número de casa o de móvil.
Sencillamente, no había manera de alcanzar al jefe yugoslavo.
El esbirro de Radovan, el traidor que le había entregado con su testimonio, Mrado, le serviría igual de bien. Jorge se pondría en contacto con él.
Al final le dio el móvil de Mrado un antiguo camello de Märsta. Mrado no era Radovan, pero era lo más cerca a lo que podía llegar Jorge. Tenía que bastar.
Llamó desde un teléfono público de la estación de metro de Östermalmstorg.
Los dedos le temblaban mientras marcaba el número.
Reconoció inmediatamente la voz de Mrado. Oscura. Lenta. Brutal.
Estaba cagado. Se recompuso:
—Hola, Mrado. Soy Jorge. Jorge Salinas Barrio.
Silencio durante un momento. Mrado se aclaró la garganta.
—Jorge, me alegro de oírte. ¿Qué tal la vida en el exterior?
—No me vengas con chorradas. Me hundisteis hace dos años. Lo que soltaste en el juicio fue una putada. Pero ahora estoy dispuesto a cerrar un acuerdo.
—Vaya, sí que vas al grano. ¿De qué se trata?
Jorge no reaccionó a la provocación.
—Sabes de qué se trata. Yo os cubrí las espaldas a Radovan y a ti. Vosotros me la jugasteis. Debéis devolverme el favor.
—Ya. —Mrado con tono sarcástico—: Entonces tendremos que encargarnos inmediatamente de que quedes complacido.
—Podéis optar por pasar de mí. Pero entonces voy a cantar inmediatamente. Sabes que sé demasiado de los negocios de Radovan. Me cayeron seis putos años por vuestra culpa.
—Tranquilo, Jorge. Si nos perjudicas nos encargaremos de que vuelvas al trullo enseguida. Pero un pequeño trato es una buena idea. ¿Qué habías pensado?
—Fácil. Que Radovan me consiga un pasaporte y cien mil coronas en metálico. Me largo del país y no volveréis a saber de mí.
—Le transmitiré tus peticiones a Radovan. Pero no creo que le guste. El chantaje no es lo suyo. No es algo a lo que se someta. ¿Cómo te localizo?
—¿Crees que soy imbécil o qué? Yo te llamaré a este número dentro de diez días. Si no acepta mi trato le voy a joder bien.
—Menos mal que Radovan no ha oído eso. Llámame dentro de dos semanas. Los buenos pasaportes no son cosas que uno compre en cualquier lugar.
—No, diez días. Podéis encargar el pasaporte en Tailandia o donde coño sea. Y oye, una cosa más. Si por casualidad yo tuviera algún accidente, ya me entiendes lo que quiero decir, todo lo que sé saldrá a la luz inmediatamente.
—Entendido. Lo dicho, dos semanas.
Mrado colgó. Chulesco el yugoslavo. Sin embargo era Jorge el que había tomado la iniciativa. Pero ahora sólo podía aceptar. Dos semanas. Era mejor de lo que esperaba; podría conseguir dinero. ¿Estaban empezando a irle las cosas bien?
Jorge se quedó parado. Los pasajeros pasaban a su lado.
Jorge-boy, el más solitario del mundo.
Solo y abandonado*.
Jorge había meditado una oportunidad que se le ofrecía. Los vikingos estaban cerrando sus casas de verano. Un nuevo mercado de vivienda para él. Quizá le resolvería al menos un problema.
En cuestión de pasta iba jodido. Le quedaban mil coronas de las cinco mil que le había dado Sergio.
Hasta la fecha, sus gastos, demasiado altos. Tres mil coronas en total por el albergue. Cada sesión de rayos uva: sesenta y cinco coronas. Algo de comida para el almuerzo. Un par de pantalones, guantes, dos camisetas, un jersey de punto, calzoncillos, calcetines y una cazadora de invierno de Myrorna[33]: cuatrocientas cincuenta coronas. Preparativos para un frío otoño.
Se dio una última sesión de rayos. Ya estaba moreno. Había conseguido el estilo de caminar. El balanceo adecuado. Ahora quería alejarse una temporada. Esperar la respuesta de Radovan.
Cogió el metro hasta la estación Kungliga Tekniska Högskolan. No sabía exactamente adónde iba a ir. Sólo que quería ir hacia el norte. A algún lugar solitario. Descartó los autobuses directos que iban a Norrtälje. En lugar de eso se subió al autobús 620, que también iba a Norrtälje pero con una ruta más sinuosa.
Echó una cabezada.
El autobús dejó atrás Akersberga. Paletos en el autobús. Una señora con dos perros salchicha le miraba fijamente.
Se bajó en una parada en un sitio bonito, Wira bruk. La bolsa de plástico con la ropa enrollada alrededor de la muñeca. Dejó que diera vueltas y se desenrollara.
No era su estilo de territorio. Jorge había estado en el campo una vez en toda su vida, una excursión con el colegio cuando tenía trece años. Terminaron por mandarle a casa. No se podía hacer fuego en el bosque.
A la derecha, una iglesia de piedra. El campanario construido aparte, de madera gris. Algunas lápidas en la hierba alrededor del edificio principal. A la izquierda, cuesta arriba. Bosque. Un camino seguía hacia delante y otro hacia la izquierda. Más adelante, sembrados. Habían cosechado.
El cielo era gris.
Debería moverse.
Fue hasta la bifurcación. Miró por el camino que iba hacia la izquierda. Algunas casas y coches aparcados. Se acercó. Vio una señal: Wira bruk-Centro municipal Atravesó el aparcamiento. En total nueve coches. Pensó en robar uno, pero pasó. Fue hacia las casas.
A la izquierda corría un riachuelo. Pintoresco. Un puente. Árboles de hoja caduca. Sendero de gravilla. Un quiosco rojo. Parecía cerrado para el otoño, aunque se habían olvidado fuera el muñeco de los helados GB. Más adelante había tres edificios más grandes; entre ellos una extensión de gravilla. Carteles en los edificios. Antigua escuela. Antigua parroquia. Antigua casa del comendador. Una pareja de mediana edad entró en la escuela. Estaba en el sitio equivocado. Ahí no había casas de veraneo. Era un puto museo.
Otra vez a la carretera principal.
Siguió andando. Quince minutos. Ni una casa a la vista.
Quince minutos más.
Vio casas más arriba, entre los árboles.
Se acercó.
Las primeras parecían habitadas. En el exterior había un Volvo V70.
Fue hasta la siguiente. Bosque alrededor.
Jorge se preguntó si había hecho lo correcto yendo allí. En campo contrario. Datos sencillos sobre J-boy: no era precisamente del tipo que ha crecido como un boy-scout, biólogo de campo o corredor de orientación. Exposición limitada al mundo sin asfalto ni McDonald’s. La casa estaba unos trescientos metros más allá. No se veía desde la primera casa. No había ningún coche en el exterior. Era grande. Dos terrazas acristaladas. Pintura roja desgastada. Cantos blancos. Pintura verde alrededor de las ventanas. La terraza inferior apenas se veía, tapada por los árboles pequeños y los arbustos. Jorge subió por el camino. La grava crujía. La puerta de entrada a la casa daba hacia el jardín, la parte de atrás mirando desde el camino. Perfecto. Miró por todas las ventanas. Nadie en casa. Llamó a la puerta. No contestó nadie. Llamó en voz alta. No salió nadie. Volvió a salir al camino. No se veía ninguna persona ni ninguna casa. Volvió. Intentó encontrar dispositivos de alarma. Nada*. Se puso los guantes. Rompió una ventana. Alargó la mano con cuidado. No quería cortarse. Abrió el pestillo. Funcionó. Abrió la ventana. Se subió. Entró de un salto.
Escuchó. No sonaba ninguna alarma. Llamó otra vez. No hubo respuesta.
Mola.
Pasados dos días, se sentía como en casa. Había convertido una habitación con la ventana hacia el seto en su dormitorio. Evitó las demás ventanas. Limpió la cocina en busca de papeo. Encontró arroz, pasta, conservas, cerveza sin alcohol, arenques. Sucedáneo de caviar caducado. No era su comida favorita pero valía.
Durante los días hacía flexiones y saltaba con un pie. Más ejercicios: abdominales, dorsales, estiramientos. Quería mantenerse en forma. Recuperar lo que había perdido en los albergues.
Nerviosismo. Los oídos totalmente pendientes. Prestaba atención a los coches. El crujido de la grava. Las voces del exterior. Cogió una lata de cerveza vacía y la puso en el picaporte de la puerta de la calle: si alguien la tiraba al suelo, el sonido sería suficiente para despertarle.
Todo estaba tranquilo. Silencioso. En calma. Aburrido de cojones.
Dentro de diez días llamaría a Mrado.
No pudo dormir esa noche. Los pensamientos le inquietaban. ¿Qué iba a hacer si Radovan se negaba a llegar a un acuerdo? ¿Cómo iba a conseguir dinero? Quizá tuviera que ponerse en contacto con alguien del negocio de todas formas. Colocar algunos gramos. Trapichear. Ingresar pasta. Volver a las viejas rutinas.
¿Qué había pasado con Sergio? ¿Eddie? ¿Su hermana? ¿Su madre? Realmente debería llamarlos. Demostrar que le importaban.
Pensó en la calle Sångvägen. Su primer par de botas de fútbol. El campo de hierba cerca de la calle Frihetsvägen. La sala de recreo de Turebergsskolan. El trastero del sótano de la casa. Su primer porro.
Joder, qué ganas tenía.
Se levantó. Miró por la ventana. En el exterior empezaba a haber luz. Del suelo se elevaba neblina. El paraíso de los suecos. Diviértete con la paradoja: él, Jorge, el hijo del asfalto, inmerso en el mundo de los vikingos y disfrutaba. Era tan bonito…
Justo en ese momento pasaba de que alguien le viera.