Pronto sería el momento. Jorge, sentado en silencio en el comedor. Concentrado. No hacía caso del golpeteo de los cubiertos, los ruidos que hacían al comer y el parloteo. Ese era el día.
Rolando le llamó a gritos cuando se levantó:
—Jorge, ¿vienes luego a fumar un porro?
Rolando era irónico. El único que lo sabía.
Jorge dijo:
—No grites tanto, el mono ese de ahí puede oírte.
Rolando se rió.
—No entiende palabras así. Es de Mölnbo.
Jorge puso la mano en el hombro de Rolando:
—Te voy a echar de menos, hombre*.
La mirada de Rolando se volvió seria.
—Joder, Jorge, haces lo correcto, lo sabes. ¿No puedes contar al viejo gánster Rolando cómo va a ser? ¿Quién quiere seguir interno toda la vida?
—Loco*, no puedo contártelo hoy. Ya lo entenderás. Mira y disfruta. Tú sólo haz lo tuyo.
Jorge se levantó. Sentía que verdaderamente iba a echar de menos a Rolando, sus chorradas sobre la pasta de cocaína, sus explicaciones sobre la unidad de OG y los robos de transportes blindados.
Había puesto a prueba a Rolando varias veces. Había revelado cosas para ver qué pasaba. Por ejemplo, que entrenaba así porque estaba preparando una fuga. Si Rolando hubiera cantado, Jorge habría podido decir que todo era una broma. Pero todo estaba tranquilo. Rolando había mantenido el pico cerrado. No se había filtrado nada. Se podía confiar en el latino. Jorge había tomado la decisión. Rolando tenía un papel importante que desempeñar en el plan. Ese día tenía que hacer su parte.
Pero todo dependía de Sergio, a quien Jorge había visto durante el permiso. Que pudiera encargarse de todo lo que hacía falta desde el exterior. Treinta metros por fuera de los muros: zona talada; era difícil hacer algo que llevara demasiado tiempo sin ser descubierto. Si funcionaba ese día, Jorge tendría una eterna deuda de gratitud con él.
Jorge sabía lo suficiente como para conseguirlo. Las rutinas de los guardias. Por dónde vendría Sergio. Dónde estaría aparcado el coche. La mejor ruta por la que ir. Las bifurcaciones de las carreteras. Jorge sabía que corría cuatrocientos metros en cincuenta segundos y tres kilómetros por debajo de los once minutos. Sabía que todos se quedarían con la boca abierta. Jorge controlaba. Jorge sabía. Se iba a dar el piro, sin violencia y sin que Sergio se arriesgara demasiado. Era todo un rey.
En la prisión, tras la comida tenían una hora de descanso del trabajo. Todo listo y preparado. Entonces tendría lugar. El plan era sencillo y genial. Jorge inesperadamente tranquilo. Si la cosa se iba a la mierda, pues a la mierda.
Jorge volvió a su celda. Cerró la puerta. Quitó el póster del Che Guevara. Desatornilló el listón de madera con las uñas. Se soltó con facilidad. Lo había hecho muchas veces antes.
Sacó la cuerda, dispuesta como una pequeña serpiente en el espacio que él había vaciado en el hormigón. El único lugar donde los monos no miraban durante las inspecciones de la celda. Un espacio pequeño pero largo. Perfecto para una cuerda.
Pensaban que habían sido inteligentes con lo del listón. Jorge, el fugitivo de la salsa, era más inteligente. Sinceramente, pensaba que incluso su hermana estaría orgullosa. Por mucha formación universitaria que tuviera, tenía gusto por las cosas bien hechas.
La cuerda: realizada con largas tiras de sábanas retorcidas. El ritual antes de dejar la colada una vez por semana: cortar una tira, aproximadamente de un centímetro de ancho. El tío que recibía las sábanas todas las semanas era colombiano. Su trato: el tío no decía nada sobre que las sábanas de Jorge estaban raras a cambio de un paquete de tabaco a la semana.
La cuerda aguantaría bien. Cada trozo había sido comprobado antes de añadir el siguiente.
Salió.
Tiempo soleado en el exterior. Molaba. Calor antes del verano.
El patio estaba lleno de gente. El mono de guardia jugaba al fútbol con los chicos. Rolando estaba en el equipo contrario al del mono. Qué bonito.
Jorge miró el reloj.
Pasaría exactamente a los treinta segundos.
Rolando le miró de reojo. Tras diez segundos, hizo la señal que habían acordado. Rolando cogió impulso. Corrió hacia el mono. Entrada deslizándose a lo Vieira. El mono cayó al suelo. Gritaba como un cerdo. Se retorcía de dolor. Atención, cero.
Jorge corrió hacia el muro. Se colocó en posición.
Esperó.
Vio lo que había planeado desde hacía tanto tiempo: la parte superior de una escalera de aluminio se asomaba por encima del muro, desde el otro lado.
Sergio, el salvador, había seguido las instrucciones. Había conducido lo más cerca posible, había dejado el coche donde acababa el bosque y donde la zona talada era más pequeña. Había corrido los últimos metros, había colocado la escalera apoyada contra la parte exterior del muro en el punto que habían acordado. En el sitio correcto. A la hora correcta. En el segundo correcto. Estupendo.
Jorge cogió la cuerda. La llevaba enrollada en el pantalón. Fijó el gancho, recién fabricado con uno de los aros de la canasta de baloncesto que había pagado caro para conseguir que se lo bajaran. Lo había curvado una hora antes con la ayuda de Rolando.
Se colocó frente al extremo de la escalera. Miró hacia arriba. Había contado con eso.
Sintió el peso del gancho. Lo sopesó. Ese momento era el único que no había podido ensayar. Todo dependía de que consiguiera enganchar la cuerda en la parte superior de la escalera y tirar de ella sobre el muro hasta su lado.
La lanzó. La cuerda blanca describió un arco en el aire. Pasó por encima de la parte superior y redondeada del muro. No acertó con el extremo de la escalera. Tiró de la cuerda hacia un lado. Esperaba que el gancho se fijara en la escalera en alguna otra parte más abajo. Notó resistencia. Mierda. Dio otro tirón. Nada lo retenía. Tiró de la cuerda. El gancho cayó de nuevo en el interior del muro. Puta mierda. Se aproximó con rapidez. Lo recogió y se puso en la posición correcta. La escalera seguía en el otro lado, el extremo superior se veía claramente. La salida. Tenía que acertar esta vez. Volvió a lanzar. Venga. Sonido metálico. ¿Habría acertado? Tiró de la cuerda. Ahí. Resistencia. El gancho se había atascado en algo; era la escalera. Probó a dar un tirón. Funcionaba. Empezó a tirar. Tiró más fuerte. La escalera chirrió. Se veía sobre el muro más de la mitad. Hizo grandes esfuerzos; aunque era de aluminio, pesaba. Al final, cayó hacia el interior. Se oyeron gritos en el fondo. Se giró. Vio que el mono se levantaba. Intentaba dar con el walkie-talkie. Jorge se movió con rapidez. Colocó la escalera contra el muro. Un vistazo por encima del hombro. El mono corría hacia él. Jorge trepó tan rápidamente como pudo. Buen agarre. No pesaba demasiado. Brazos fuertes. Encima de la parte superior. Miró hacia abajo, hacia atrás; más monos en plena acción. Tiró la escalera de una patada. Cayó en la hierba. Se descolgó por la parte exterior del muro. Se soltó. Esperó. Cinco metros de caída. Una caída difícil. Asics 2080 Duomax con gel en los talones; sin embargo no cayó bien sobre el pie. Mierda*.
Salió corriendo. Pesar sesenta y siete kilos era bueno en ese día. La adrenalina disparada. El sendero del bosque le llamaba.
La imagen del mapa en la cabeza. Le dolía el pie. Sus miras puestas en el punto dos. Sentía el sudor por la espalda. Oía su resuello. Pesado. Joder, ¿no estaba en mejor forma? Relájate. Baja los hombros. Concéntrate en la zancada. Piensa en la respiración.
Recuerda: garantizado que estás en la mejor forma física que has tenido nunca. Garantizado que es la mejor forma física de todos los internos. Garantizado, el tío más listo. De verdad. A la mierda el pie jodido.
Más deprisa.
A través de la zona de bosque. Seguir el sendero de gravilla.
Sergio debería haberse marchado hacía un buen rato.
La espalda totalmente mojada. En medio de la agitación un pensamiento para el sudor. Su olor ahora: penetrante, intenso, estresado.
Siguiendo por el sendero de gravilla.
No te pares por nada.
Y ahí estaba el coche. Sergio lo había aparcado justo donde habían acordado. Punto número dos. Un mundo feliz. Jorge oía sirenas en la distancia. Se metió en él. La llave en el contacto. Arrancó a toda velocidad.
Dios existía.
Las sirenas del fondo se acercaban.