Capítulo 5

Nadie de la parte alta de Estocolmo sabía lo siguiente de Johan Westlund, alias JW, el pijo más pijo de todos los pijos. Era un ciudadano normal, un perdedor, un triste suequito medio. Era un pufo, un engaño que jugaba un doble juego a lo grande: llevaba una vida de lujo con los chicos de dos a tres días por semana mientras que el resto del tiempo tenía que racanear al máximo para que le cuadraran las cuentas.

JW fingía ser un megapijo. En realidad era un muerto de hambre. Comía pasta con kétchup cinco días a la semana, nunca iba al cine, se colaba en el transporte público, se llevaba el papel higiénico de los baños de la universidad, mangaba comida en el supermercado ICA y calcetines Burlington en NK[16], se cortaba el pelo él mismo, compraba su ropa de marca de segunda mano y se colaba gratis en el gimnasio SATS, cuando la chica de recepción no se daba cuenta. Vivía como huésped en casa de una tal señora Reuterskiöld. Justo eso sí que lo sabían Putte, Fredrik, Nippe y los otros chicos. Que vivía realquilado era lo único que no había podido ocultar de su verdadera situación. En cierto modo lo aceptaban.

JW se convirtió en un experto en estrategias de ahorro. Usaba las lentillas sólo los días en que se veía obligado a hacerlo y llevaba las lentillas de un mes de duración mucho más del tiempo máximo, hasta que los ojos le escocían. Siempre llevaba su propia bolsa cuando iba a comprar comida, se hacía su propia mezcla de muesli para el desayuno, compraba alimentos de la marca Euro-shopper[17], rellenaba botellas de Absolut con vodka barato de Alemania; milagrosamente nunca notaban nada.

Cuando nadie le veía, JW llevaba una vida mísera. Muy mísera.

La parte de los ingresos iba muy ajustada. Recibía dinero del Estado: subvención para estudios, préstamo de estudios y subvención para vivienda. Pero con sus hábitos eso no daba para mucho. Le salvaba su trabajo extra: taxista ilegal.

Era difícil cuadrar los números. En una noche se ventilaba con los chicos fácilmente dos mil coronas. En una buena noche con el taxi se sacaba con suerte la misma cantidad. Sus ventajas como conductor: era joven, sueco y con buena pinta. Todos se atrevían a subirse con JW.

La dificultad del juego consistía en convertirse en uno de ellos de verdad. Se había leído Fredrik & Charlotte[18], había aprendido la jerga, la etiqueta, las reglas y las normas no escritas. Escuchaba con atención la manera de hablar, el tono nasal. Se esforzó hasta que borró su dialecto del norte. Aprendió a utilizar la expresión «vaya cutrez» de manera correcta, aprendió qué ropa gustaba, los destinos de esquí en los Alpes que contaban, qué sitios de veraneo dentro de Suecia valían. No era difícil imaginárselo. Torekov, Falsterbo, Smådalarö, etcétera. Sabía que se trataba de gastar con clase. Comprar un reloj Rolex, comprar un par de zapatos Tod’s, comprar una chaqueta de Prada, comprar un portafolios Gucci de piel de cocodrilo para los apuntes de clase. Estaba deseando llegar al siguiente paso: comprar un BMW descapotable para poder completar la última de las tres condiciones: pelo peinado hacia atrás, bronceado, BMW.

JW lo hacía bien, funcionaba. La alta sociedad le aceptó. Contaba. Se le consideraba divertido, guapo y generoso. Pero sabía que de todas formas algo notaban. En su historia faltaba algo, no conocían a sus padres, no conocían el colegio al que había ido. Y era difícil mantener las mentiras. ¿Se preguntaban a veces si de verdad había estado en St. Moritz en la semana blanca? Ninguno de los que había ido allí en esas fechas le recordaba. ¿Realmente había vivido en París, muy cerca del barrio de Marais? Su francés desde luego no era estupendo. Tenían la sensación de que algo no cuadraba, pero no sabían qué. JW era consciente de sus dificultades, camuflarse, adaptarse y parecer auténtico en el fondo. Ser aceptado.

¿Y por qué? Él mismo no sabía la respuesta. No porque no lo hubiera meditado: entendía que era una búsqueda de afirmación, un método para sentirse especial. Pero no entendía por qué lo había elegido. Justo esa manera, que era el camino más directo a la humillación. Si le descubrían, más le valía dejar la ciudad. A veces pensaba que era justo por eso por lo que lo hacía, para averiguar de una manera autodestructiva hasta dónde podía llegar. Para obligarse a pasar la vergüenza de ser descubierto. En el fondo, Estocolmo le daba lo mismo. No era de ahí. No sentía que pudiera conseguir ahí nada más profundo que llamar la atención, fiestas, tías, la vida glamurosa y el dinero. Cosas superficiales. Podría ser cualquier ciudad. Pero en ese momento lo que funcionaba era la capital.

JW tenía una historia real. Venía de Robertsfors, al norte de Umeå, y se mudó a Estocolmo en segundo curso de bachillerato. Cogió el tren sin sus padres, con dos maletas y la dirección del primo de su padre. Se quedó ahí tres días, luego arregló lo de la señora Reuterskiöld. Se lanzó al mundo en el que ahora se encontraba. Cambió de estilo, de manera de vestir y de peinado. Empezó en el instituto de bachillerato Östra Real[19], iba con la gente correcta. Al principio sus padres estaban preocupados, pero cuando decidía hacer algo no podían evitarlo. Después se tranquilizaron: si él estaba contento, ellos estaban contentos.

JW pensaba poco en sus padres. Durante largas temporadas era como si no existieran. El viejo era supervisor en un aserradero, lo más opuesto posible a los planes de vida de JW. La madre trabajaba en la oficina de empleo. Estaba muy orgullosa de que él fuera a la universidad.

Por el contrario, en lo que sí pensaba con frecuencia era en un acontecimiento de la propia familia. Una tragedia extraña y sin resolver. Un hecho que todos conocían en Robertsfors pero que nunca mencionaban.

La hermana de JW, Camilla, llevaba desaparecida cuatro años y nadie sabía qué había pasado. Transcurrieron semanas antes de que nadie se diera cuenta de que había desaparecido. En su piso de Estocolmo no había ni rastro. En las conversaciones con sus padres no había pistas. Nadie sabía nada. Quizá fuera sólo un malentendido. Quizá se había cansado de todo y se había largado al extranjero. Quizá era una estrella de Bollywood y vivía a lo grande. JW no soportó el ambiente tras el suceso. Papá Bengt se había entregado a la bebida, a la autocompasión y al silencio. Mamá Margareta había intentado mantener todo a flote. Se convenció de que era un accidente, se convenció de que funcionaría si uno se implicaba en el club local de Amnistía, si trabajaba aún más, si iba a un terapeuta y hablaba de sus pesadillas, de manera que, como el capullo del psicólogo se las recordaba dos veces por semana, las volvía a soñar una y otra vez. Pero JW sabía lo que él creía: no había ni la más puñetera posibilidad de que a Camilla le hubiera dado por marcharse a algún sitio y negarse a dar señales de vida en cuatro años. Se había ido de verdad. En el fondo todos pensaban lo mismo.

Eso le reconcomía. Y había un culpable que no había pagado por ello.

El ambiente en casa amenazaba con destrozarle. Se vio obligado a marcharse. Al mismo tiempo, se sintió obligado a repetir el viaje de su hermana. Camilla, tres años mayor, también se marchó pronto de Robertsfors, a los diecisiete años. Aspiraba a algo más que a consumirse en el reino de la falsa felicidad. Su madre decía que cuando eran pequeños Camilla y JW se peleaban y se pegaban más que otros niños. No había nada positivo en su relación. Pero dos años después de que ella viviera en la ciudad, se desarrolló un vínculo. Él empezó a recibir SMS, a veces llamadas cortas, en ocasiones llegaban correos electrónicos. Alcanzaron una especie de entendimiento, sus aspiraciones iban en la misma dirección. JW podía verlo ahora, se parecían mucho. Camilla en la fantasía de JW: la reina de Stureplan. La guapa más salvaje de las fiestas. Admirada. Conocida. En el lugar que él iba a alcanzar.

El negocio del taxi ilegal era sencillo. Abdulkarim Haij, un árabe que había conocido en un bar hacía un año, le dejaba un coche. Lo recogía con el depósito lleno y lo devolvía con el depósito lleno. Los otros conductores de la ciudad le aceptaban; sabían que conducía para el árabe. El precio se acordaba para cada trayecto. JW escribía la información en un cuaderno, a qué hora recogía un cliente, adónde iba, cuánto le cobraba. El cuarenta por ciento del dinero iba para Abdulkarim.

De vez en cuando el árabe hacía controles. Por ejemplo, uno de sus socios fingía ser un cliente y hacía un trayecto en el coche con JW. Abdulkarim comparaba luego lo que su espía había pagado y lo que ponía en el cuaderno. JW era honesto. No quería perder ese dinero extra. Era su salvavidas, su salvación en la carrera por conseguir puntos con los chicos.

JW tenía una única regla cuando conducía. No hacía carreras desde Stureplan. El riesgo de ser descubierto era evidente en su propio territorio.

JW iba a conducir esa noche. Recogió el coche en casa de Ahtlulkarim en Huddinge, un Ford Escort de 1994 que en algún momento había sido blanco. El interior estaba hecho un asco, no había reproductor de CD y el relleno de los asientos se había desplazado hasta los extremos. Se rió al ver los intentos del árabe por mejorar el coche: Abdul había colgado tres ambientadores en forma de pino en el retrovisor.

JW se dirigió hacia casa. Una noche fresca de agosto: perfecta para el negocio del taxi. Como siempre, era difícil encontrar aparcamiento en Östermalm. Los jeeps de ciudad ocupaban demasiado espacio. Se le cayó la baba cuando pasó junto a la nueva belleza de Porsche: Cayman S. El cruce entre un 911 con un Boxter: la definición de la belleza. Por fin encontró un sitio para aparcar. El Ford no era el coche más grande del mundo.

Subió a su habitación en casa de la señora Reuterskiöld. Eran las nueve. No tenía sentido empezar con el taxi antes de alrededor de medianoche. Se sentó con los libros de texto. Tenía examen cuatro días más tarde.

El piso estaba junto al parque Tessin. La zona por debajo de Gärdet le valía, la parte de encima de Gärdet no habría funcionado: demasiado estirada. La habitación tenía veinte metros cuadrados, con entrada propia, baño y una gran ventana sobre el parque. Tranquilo y silencioso, como quería la señora. El problema era que tenía que ser puñeteramente silencioso cuando conseguía llevarse a casa a alguna chica.

La decoración la componía una cama de un metro y veinte, un sillón con tapicería roja y un escritorio de Ikea en el que había puesto su portátil. Se lo había mangado a un memo despistado en la universidad. Facilísimo. Esperó hasta que el dueño se fue al baño. La mayoría se llevaba los ordenadores consigo pero algunos se arriesgaban. JW vio la posibilidad, lo metió en su bolsa y se marchó disimuladamente.

Su vieja lámpara de escritorio de la infancia estaba atornillada a la mesa con huellas pegajosas donde hubo pegatinas infantiles. Todo un corte. Era importante apagarla cuando conseguía ligar.

Ropa tirada por todos los lados. En la pared había un póster: Schumacher con un mono de Fórmula 1 echando champán desde el podio.

La habitación era sencillamente austera. Prefería ir a casa de las chicas.

JW no tenía nada en contra de estudiar. Hacía sus propios trabajos en lugar de copiar los de otros en la Red, participaba de manera activa en los seminarios cuando estaba preparado, intentaba que le diera tiempo a hacer los ejercicios prácticos después. Hacía todo lo posible por ser ambicioso.

Abrió los libros. Financiación era el examen más difícil. Necesitaba más tiempo.

Meditó, hizo cálculos, tecleó en la calculadora. Sus pensamientos volvían a la conversación con los chicos del día anterior. ¿Cuánto ganaba en realidad el patero por vender coca? ¿Cuánto sacaba al mes? ¿Qué márgenes tendría? Riesgos contra posibles ingresos. Tenía que poder calcularse.

JW hizo mentalmente una lista de sus objetivos en la vida. Uno: no descubrir su doble vida. Dos: comprarse un coche. Tres: llegar a ser riquísimo. Finalmente, averiguar lo que le había pasado a Camilla. Una manera de superar el suceso, si era posible.

Principies of Corporate Finance. Repasó siete páginas. Cuál es la diferencia entre financiar una empresa por medio de acciones y por medio de préstamos. ¿Cómo cambia el valor de la empresa? Acciones preferentes, valores Beta, ratio de retorno, obligaciones y otros. Tomaba notas en un cuaderno, marcaba en el libro con un rotulador amarillo fosforescente, se estaba quedando dormido sobre las páginas abiertas llenas de gráficos y ecuaciones.

Cuando se quedó dormido se le cayó el rotulador. Eso le despertó. Pensó: A estas horas no tiene sentido seguir. Hora de ganarse el pan conduciendo.

Iba a ir a Medborgarplatsen, en Södermalm. Eran las once y cuarto. Fue por la calle Sibyllegatan hasta Strandvägen y pasó el parque Berzelii. Una zona peligrosa, demasiado cerca del barrio de los chicos. Los pensamientos bullían. ¿Qué sabía en realidad sobre la vida de su hermana en Estocolmo? Los SMS, las llamadas telefónicas y los correos que había recibido con frecuencia no tenían mucha sustancia. Camilla había tenido un trabajo extra en el Café Ogo en la calle Odengatan y había estudiado en la Komvux para subir las notas de sueco, matemáticas e inglés. Había tenido un novio. JW ni siquiera sabía cómo se llamaba. Sólo sabía una cosa que le interesaba: el tío conducía un Ferrari amarillo. En su casa de Robertsfors había fotos de Camilla en el coche, en las que estaba radiante y saludaba a través de una ventanilla bajada. La cara del chico no se veía en las fotos. ¿Quién era?

Johan dejó atrás el Ministerio de Asuntos Exteriores, en la plaza Gustav Adolf. Había mucha gente que había salido. Todos estaban de vuelta de las vacaciones e iban a recuperar todo lo que se habían perdido vagueando en sus casas de campo y navegando. En Slussen entró en el túnel en dirección a Medborgarplatsen.

Aparcó el coche delante del hotel Scandic y salió. Se colocó junto a Snaps. Ahí siempre solía haber alguien que quería ir a casa o ir al centro.

Salieron tres chicas. La posibilidad de una buena carrera. Ladeó la cabeza, se puso en plan JW irresistible.

—Hola, chicas. ¿Necesitáis un taxi?

Una de las chicas, rubia, miró a sus amigas. Entendieron de qué se trataba y asintieron. Dijo:

—Sí. ¿Cuánto nos cobras por ir a Stureplan?

Mierda, no hay otra. Mano izquierda, sonreír. Dijo:

—Hay mucho tráfico allí. Entiendo que os parezca un lío, pero ¿os parece bien si os dejo en Norrmalmstorg? —Ataque de encanto. Con acento de emigrante fingido: Special price for you only[20].

Risitas. La chica rubia dijo:

—Sólo porque eres así de mono. Pero nos tienes que hacer un buen descuento.

El trato estaba cerrado, ciento cincuenta coronas.

JW se dirigió a Norrmalmstorg. Las chicas charlaban. Iban a Kharma. Se lo habían pasado tan bien en casa de Caroline. Qué comida tan estupenda, un ambiente genial, bebidas guais. Estaban taaaaan borrachas. JW dejó de prestar atención. Esa noche no podía interesarse en nada más que en conducir el taxi. Sonrió, con aire misterioso.

Las chicas parloteaban. ¿No quería apuntarse? JW notaba las vibraciones, podía pillar cacho con toda facilidad. Pero había un gran obstáculo, no eran el tipo de tías con las que quería salir. Suecas medias.

Antes de dejarlas dijo:

—Chicas, tengo que preguntaros una cosa.

Se pensaron que iba a intentar algo.

—¿Alguna vez que hayáis salido habéis conocido a una chica que se llama Camilla Westlund? Alta, guapa, de Norrland. Hace como cuatro años.

Las chicas parlanchínas parecieron pensárselo bien.

—No se me da muy bien eso de los nombres, pero a ninguna de nosotras le suena Camilla Westlund —dijo una de ellas.

JW pensó: Quizá eran demasiado pequeñas, quizá no iban de fiesta a los sitios adecuados en esa época.

Se bajaron junto a la parada del autobús de la plaza de Norrmalstorg. Les dio el número de su móvil.

—Llamadme en cualquier momento si necesitáis un coche.

Hora de volver a conducir.

Aparcó en Kungsträdgården. No podía dejar de darle vueltas. Era la primera vez que había preguntado a alguien por Camilla. ¿Por qué? ¿Quizá alguien recordara algo?

Siete minutos después, el siguiente pasajero ya estaba sentado en el vehículo.

La noche estaba tranquila. Todo iba bien, a los noctámbulos les gustaba cómo estaba la cosa, querían irse a casa. JW se encargaba de eso.

Más tarde. La noche era un éxito, hasta ese momento, dos mil coronas. JW hizo cálculos mentales. Eso significaba mil doscientas en su bolsillo.

Estaba de pie esperando en el exterior del bar Kvarnen, en la calle Tjärhovsgatan. Sobre todo pipiolines e hinchas del equipo de fútbol Hammarby. La cola era larga, mejor formada que la de Kharma. Gente más mema que la de Kharma. Más baratos que los de Kharma. En ese momento no dejaban entrar a nadie, había pasado algo. Había dos furgones de policía aparcados en el exterior. Las luces azules bañaban los muros. JW quería marcharse de allí rápidamente, era innecesario arriesgarse llevando el coche.

Se dirigía hacia el Ford cuando una figura conocida salió a su encuentro. Alguien que caminaba con ritmo, vestido con un traje bien cortado, con pantalones anchos. El nacimiento del pelo alto y cabello corto y crespo. JW supo quién era sin llegar a ver la cara: Abdulkarim. Le acompañaba su gran amigo, su gorila privado, Fahdi.

JW le miró, esperando que no hubiera ninguna movida.

Abdulkarim dijo hola, abrió la puerta del coche y se sentó en el asiento del copiloto. El gorila se metió encogido en la parte de atrás.

JW se puso al volante.

—Me alegro de verte. ¿Hay algo en especial que quieras comprobar?

—No, no. Tranquilo, tío. Llévanos al Spy.

Spy Bar. Stureplan. ¿Qué podía decir?

JW puso el coche en marcha. Tardó en contestar. Tomó una decisión: no podía haber mala relación con el árabe.

—Pues al Spy Bar.

—¿Algún problema?

—Claro que no. No pasa nada. Es un placer llevarte, Abdul.

—No me llames Abdul. Es esclavo en árabe.

—De acuerdo, jefe.

—Yo sé que tú no quieres ir a Stureplan, JW. Yo sé que tú no quieres que te vean allí. Tienes amigos buenos en ese lugar. Te da vergüenza, tío. Eso no se hace nunca.

El capullo del árabe lo sabía. ¿Cómo? Quizá no era tan raro, después de todo. Abdulkarim salía mucho. Habría visto a JW con sus amigos por Stureplan, habría pillado por qué no solía hacer carreras hacia allí. El resto eran cálculos fáciles.

Tenía que minimizar el daño.

—No es para tanto, Abdulkarim. Venga ya, no es gran cosa. Claro que tengo que ganar algo de dinero. Quiero salir de fiesta y eso. Y está claro que uno no le cuenta esto a todo el mundo.

El árabe asintió. El árabe se rió a carcajadas. El árabe dirigía la conversación. Estaban de charleta.

Entonces salió el tema. La oferta.

—Tú sabes, yo entiendo que tú necesitas dinero. Yo tengo una propuesta. Escucha bien, esto puede ir bien para ti.

JW asintió con la cabeza. Se preguntaba qué iba a pasar. Abdulkarim se enrollaba hablando una pasada.

—Además de taxi yo tengo otro negocio pequeño. Vendo farla. Yo sé que tú compras mi coca. Por Gurhan, tú sabes, el turco que tú y tus colegas le compráis. Pero Gurhan no funciona. Es un judío. Intenta pegármela. Timar con la diferencia. Vende con precio más caro que debería. No hace cuentas bien. Y peor, también compra a otro. Quiere hacerse el listo. Enfrentarnos y sacar ventaja. Me presiona. Dice: Si no es a cuatrocientos el gramo pues no quiero esta semana. Mal rollo. Y tú entras aquí, JW.

JW le escuchaba pero no entendía.

—Perdona pero no comprendo.

—He pensado, ¿quieres vender en vez de él? Todo esto del taxi lo haces muy bien. Vas a los sitios guapos. De verdad, yo lo sé. Garitos donde la gente tiene la nariz tan llena de azúcar como una nariz de azúcar. Lo harías bien.

—¿Qué es una nariz de azúcar?

—Da igual. ¿Quieres o no?

—Joder, Abdul. Tengo que pensármelo un poco. El otro día precisamente lo estuve pensando. Dándole vueltas a cuánto se saca el turco.

—No me llames Abdul. Y claro, puedes pensarlo. Pero recuerda, puedes ser como el Tío Gilito. Nadar en la pasta. Quieres hacerlo, lo noto. Llámame antes del próximo viernes.

JW se concentró en conducir. Bajaron por la calle Birger Jarlsgatan. Estaba nervioso. Buscaba a los chicos con la mirada, al tiempo que intentaba hundirse en el asiento.

Abdulkarim charlaba en árabe con el gorila de la parte trasera. Se reía. JW sonrió sin saber por qué. Abdul le devolvió la sonrisa, siguió hablando en árabe con Fahdi. Se acercaban a su destino.

Stureplan. Las colas delante de los clubes y los garitos, enormes: Kharma, Laroy, Sturecompagniet, Clara’s, Köket, East, The Lab y más. Más gente en la calle que durante el día. Una verdadera mina de oro para los conductores de taxis ilegales.

JW paró. Abdulkarim abrió la puerta.

—Ya sabes lo que hay. Antes del viernes.

JW asintió con la cabeza.

Arrancó y se marchó a toda velocidad.

En la última carrera de la noche, JW cogió a un hombre de mediana edad borracho que farfulló algo sobre Kärrtorp. JW ofreció hacer la carrera por trescientas coronas.

Condujo en silencio. Necesitaba pensar. El hombre se quedó dormido.

La carretera de Nynäs estaba a oscuras. Apenas algunos coches y algún que otro taxi. JW sentía que la ansiedad de tener que decidir empezaba a dominarle.

Por una parte: una suerte fantástica, una oportunidad, una verdadera posibilidad. No había márgenes mejores que los que ofrecía la coca. ¿Qué podría ser? ¿Comprar un gramo por quinientos y venderlo a mil? Cálculos mentales. Sólo los chicos se gastaban fácilmente cuatro gramos por noche. Debería poder colocar veinte gramos. Por lo menos. Multiplicó. Las ganancias de una noche: diez mil. La hostia.

Por otra parte: peligroso de la leche, totalmente ilegal, desagradable. Un error y podría perderlo todo. ¿Estaba hecho para eso? Una cosa era consumir de vez en cuando. Vender era totalmente diferente. Ser parte de la industria de la droga, ganar dinero con que la gente se destrozara la nariz, se derrumbara y destruyera su vida. No le parecía muy bien.

Por otra parte: nadie se arruinaba la vida por la farlopa, por lo que él sabía. La mayoría de los que se metían era gente con vidas ordenadas. Los chicos, por ejemplo, se metían porque era divertido, no para huir de una existencia de lo peor. Estudiaban, tenían dinero y buenas familias. No tenían ningún problema. No había peligro de yonquis machacados. No había peligro de que JW tuviera remordimientos.

Por otra parte: Abdulkarim y su gente posiblemente no fueran los chavales más buena gente de la ciudad. El gorila del asiento trasero, por poner un ejemplo. Se veía a trescientos metros de distancia: Fahdi era peligrosísimo. ¿Qué pasaría si JW no podía pagar, si se metía en líos? ¿Si metía la pata con la venta? ¿Si le robaban el género? Quizá fuera demasiado peligroso.

Por otra parte: el dinero. Una manera segura. Una manera fácil. Aprender de Gekko: «I don’t throw darts, I bet on sure things»[21]. En este sector los ingresos estaban garantizados. JW tenía la necesidad y no sería un triste sueco medio. Sería el final de la ropa de segunda mano, los peinados caseros y vivir de huésped. El final de las privaciones. El sueño de poder vivir con normalidad podía convertirse en realidad. El sueño de un coche, un piso, una fortuna, podía convertirse en realidad. Podría formar parte de las ideas de negocio de los chicos.

PODER FORMAR PARTE

Ser empresario de la coca de éxito contra ser perdedor.

Criminalidad contra seguridad.

¿Qué hacer?