Capítulo 4

La vida pasaba muyyyyy lentamente. Estar encerrado todas las tardes desde las ocho hasta las siete de la mañana daba mucho tiempo para pensar en la celda. Un año, tres meses y ya dieciséis días en el trullo. A prueba de fugas, decían. Olvídalo.

Jorge se subía por las paredes. Tenía ganas de echar un pito. Dormía mal. Iba al váter una y otra vez. Traía locos a los monos. Tenían que abrirle cada vez.

Las noches en blanco producían largas cadenas de pensamientos sobre recuerdos serios.

Pensaba en su hermana, Paola. Le iba bien en la universidad. Había elegido otra vida. Estilo vikingo, seguridad. La adoraba. Preparaba frases para decírselas cuando saliera, cuando pudiera verla de verdad. No sólo mirar la foto que había colgado junto a la cama.

Pensaba en su madre.

Se negaba a pensar en Rodríguez.

Pensaba en diferentes planes. Pensaba en el Plan. Sobre todo, entrenaba más que nadie.

Cada día daba veinte vueltas alrededor de la prisión por el interior de los muros. La longitud total: ocho kilómetros. Cada dos días: entrenamiento en el gimnasio de la prisión. La prioridad número uno, los músculos de las piernas. La parle anterior, la posterior, muslos y pantorrillas. Usaba los aparatos. Concienzudamente. Después estiraba meticulosamente. Los demás pensaban que estaba pirado. Metas: cuatrocientos metros en menos de cincuenta segundos, tres kilómetros en menos de once minutos. Quizá lo consiguiera ahora que había reducido el tabaco.

La zona estaba bien cuidada. La hierba bien recortada. Los arbustos bajos. Nada de árboles altos. El riesgo era evidente. Senderos de gravilla alrededor de los edificios. Bueno para las rodillas cuando corría. Grandes superficies con césped. Dos porterías de fútbol.

Una pequeña cancha de baloncesto. Algunos bancos con barra para hacer pectorales al aire libre. Podría haber sido un agradable campus universitario. Lo que estropeaba el espejismo: un muro de siete metros de altura.

Correr, la especialidad de Jorge. Tenía una constitución fibrosa como la de un guerrillero, nada de músculos inflados, nada de grasa innecesaria. Venas que se marcaban con claridad en los antebrazos. Una enfermera del colegio le dijo una vez que era el sueño de cualquier centro de donación de sangre. Jorge, joven y tonto, le dijo que soñara con otro porque era fea de cojones. En esa ocasión no hubo revisión médica para él.

Tenía el pelo liso, castaño oscuro, peinado hacia atrás. Los ojos: marrón claro. Pese a todo lo que había pasado en el barrio, una cierta inocencia en la mirada. En su momento le había facilitado vender farla.

Durante la semana trabajaban en los talleres. Les permitían salir en dos ocasiones todos los días: una hora para comer y entre las cinco y la cena, a las siete. Después, encerrados a cal y canto. Solamente estar en la celda. Los fines de semana tenían más tiempo al aire libre. Jugaban al fútbol. Hacían pesas. Se quedaban de pie en grupos. Fumaban, susurraban, se fumaban un porro cuando los monos no les veían. Jorge entrenaba.

Había empezado a estudiar a distancia en la Komvux[13]. La dirección de la prisión lo valoraba. Le daba posibilidades de estar solo sin levantar sospechas. Estaba sentado con la puerta de la celda abierta y estudiaba entre las cinco y la hora de la cena todas las tardes. Un numerito que funcionaba. Los monos asentían con la cabeza como gesto de aprobación. Putos*.

La celda, pequeña: seis metros cuadrados de color marrón claro, ventana de medio metro cuadrado. Tres barrotes de acero horizontales pintados de blanco con veintidós centímetros de separación impedían la fuga. Pero el rey, Ioan Ursut, lo había conseguido. Régimen durante tres meses y luego se embadurnó de mantequilla. Jorge solía preguntarse qué le habría resultado más difícil deslizar entre los barrotes, si la cabeza o los hombros.

La decoración era espartana. Cama con un colchón fino de goma-espuma, escritorio con dos estantes encima y la correspondiente silla con respaldo de barrotes, un armario y un perchero de pared. Sin sitio para esconder nada en ningún sitio. Un listón de madera recorría toda la pared para fijar pósteres en él. No se podía pegar nada directamente a la pared; por el riesgo de que se escondieran drogas u otra cosa tras lo que se colgase en la pared. Jorge había puesto la foto de su hermana y un póster. Un clásico en blanco y negro: el Che, con barba desaliñada y boina.

Los monos revisaban la celda dos veces por semana. Buscaban drogas, alcohol fermentado casero u objetos metálicos grandes. Trabajaban a contracorriente. El lugar estaba hasta arriba de maría, alcohol casero y pastillas de Subutex[14].

El entorno le provocaba claustrofobia. Otros días lo llevaba mejor: los pensamientos sobre la fuga eran un subidón. Mientras tanto, se comportaba como un puñetero drogata, de los que se esconden para ponerse. Se apartaba de todo y de todos. Peligroso/ innecesario. Una sospecha sobre su plan y todo podría irse al traste; los capullos soplones les lamían el culo a los monos.

Pensaba en sus orígenes. Profesores disimuladamente racistas en Sollentuna. Asistentes sociales tontas, profesores de enseñanza especial cobardes, maderos puñeteros. Buenas condiciones para los predestinados malos pasos de un chaval del extrarradio. No tenían ni puta idea de la vida marginal. La justicia desplazada por las propias leyes de las bandas del extrarradio. Pero Jorge nunca se quejó. Especialmente ahora. Pronto estaría fuera.

Meditaba sobre el tráfico de farla. Recopilaba teorías. Analizaba. Tejía ideas. Aprendía de Rolando y de los demás.

Tenía sueños raros. Dormía mal. Intentó leer. Se hizo una paja. Escuchó a Eminem, Latin Kings y Santana. Pensó en su entrenamiento. Se hizo otra paja.

El tiempo pasaba la leeeeeche de despacio.

Jorge analizaba. Meditaba. Memorizaba. Fluctuaba entre subidones de ánimo y angustia. Se tomaba a sí mismo más en serio que nunca. Nunca en toda su vida había pensado tanto en algo. Tenía que funcionar. Jorge no tenía a nadie en el exterior que estuviera dispuesto a correr riesgos demasiado grandes. Consecuencia: estaba obligado a encargarse él mismo de la mayor parte. Pero no de todo.

Rolando no había vuelto a mencionar su conversación del comedor sobre la fuga. El tío parecía ser de fiar. Si hubiera soltado algo, el rumor habría corrido por Österåker desde hacía mucho. Pero Jorge necesitaba ponerle aún más a prueba. Corroborar que era el momento de revelar parte de su plan. El hecho era que necesitaba la ayuda de Rolando.

El primer problema real: necesitaba hablar con ciertas personas y debía tener cosas preparadas. Necesitaba unas horas fuera de la prisión. Österåker ya no daba permisos normales. Por otra parte, los internos podían obtener un permiso vigilado si tenían motivos especiales. Jorge lo había solicitado hacía dos meses. Tuvo que rellenar el impreso 426a. Indicó como motivo «estudiar y ver a la familia». Sonaba bien. Además era verdad.

Apreciaban que estudiara. Les gustaba que no formara parte de ningún grupo. Se consideraba que se portaba bien. Nada de follones. Nada de colocarse. Nada de broncas. Obediente sin ser un gilipollas.

Le concedieron un día, el 21 de agosto, por motivos de estudio y familiares. Incluso le dieron permiso para ir de compras y verse con amigos. El primer día en el exterior de los muros desde que ingresó. Prepararon un horario. Sería un día caótico. Fantástico. Quizá todo resultara, tenía que hacer un buen trabajo. J-boy no iba a pudrirse en Österåker el resto de la vida ni en broma.

El único problema: en los permisos de ese tipo siempre se iba acompañado de tres monos.

Y llegó el día D. Doce horas de histeria bien planificada.

A las nueve, Jorge y los monos que le vigilaban se subieron al minibús de la prisión en dirección a Estocolmo. Directamente a la Biblioteca de la Ciudad.

Jorge hizo bromas con los monos cuando entraron.

—¿Voy a reunirme con un nazi o qué?

No le entendieron.

—¿Qué quieres decir?

—Un bibliotecario.

Se troncharon.

Buen ambiente en el minibús.

El día empezaba bien.

Cincuenta minutos más tarde aparcaban en el centro.

Calle Odengatan.

Se bajaron.

Subieron la escalinata de la biblioteca.

En el interior: la Rotonda. A Jorge le molaba la altura del techo. Los monos le miraron de reojo. ¿Interés por la arquitectura o qué?

Preguntó por Riitta Lundberg. La superbibliotecaria. Ya le había contado la historia anteriormente, por teléfono: estudiaba a distancia en la Komvux desde una penitenciaría. Necesitaba buenas notas en el bachillerato para poder empezar una vida nueva cuando saliera. Buaa, buaa. Estaba haciendo un trabajo sobre la historia de Österåker y la localidad en general. Trataría sobre el desarrollo cultural de la población.

Apareció Riitta. Era como Jorge se la había imaginado: académica tipo comunista con jersey tejido a mano. Un collar que parecía una vértebra barnizada. El prototipo de una bibliotecaria de carne y hueso.

Los monos se distribuyeron por la Rotonda. Se sentaron junto a las salidas. Le vigilaban a distancia.

Jorge sacó su voz melosa. Disimuló el acento de Rinkeby[15]:

—Hola, ¿eres Riitta Lundberg? Soy Jorge. Hemos hablado por teléfono.

—Por supuesto. Eres el que está haciendo un trabajo sobre la historia de Österåker.

—Más o menos. Me parece una zona muy interesante. Está habitada desde hace miles de años.

Jorge había hecho los deberes. En la prisión había folletos. En la biblioteca del trullo se podían sacar algunos libros. Se sentía el amo de los trucos baratos.

Siempre que no le oyeran los monos.

Ella se lo tragó. Había preparado lo que él necesitaba después de su conversación telefónica. Algunos libros sobre la zona. Pero sobre todo mapas y fotografías aéreas.

Qué maja, qué maja Riitta.

Los monos comprobaron que las ventanas de la sala de lectura estaban a suficiente altura del suelo. Luego esperaron en la sala grande, junto a la salida.

La cosa estaba tranquila. No se enteraban de nada*.

Tres horas de lucha intelectual con los mapas y las fotos. No tenía costumbre. Pero no estaba totalmente perdido. Había mirado los mapas de la guía telefónica y libros de mapas de la biblioteca de la prisión en las semanas previas para aprender cómo estaban diseñados. Lamentó haber hecho pellas en las clases de geografía del colegio.

Extendió todos los documentos ante sí. Pidió que le dejaran una regla. Repasó los mapas uno a uno. Las fotos aéreas una a una. Eligió los mapas que mejor mostraban el terreno y los caminos. Eligió las fotos más detalladas. Buscó carreteras cercanas, las zonas boscosas más próximas, senderos claramente marcados. Estudió los lugares de vigilancia que conocía, su ubicación y la relación entre sí. Comprobó los accesos a la autopista. Las posibilidades de tomar diferentes rutas alternativas. Se aprendió las señales de las zonas pantanosas, de las elevaciones del terreno, de los bosques. Vio que el terreno era bueno. Midió. Se hizo una composición mental. Reflexionó. Marcó. Evaluó.

¿Cuál era la mejor escapatoria?

El interior: dos edificios principales de una planta con las celdas de los internos y un edificio de dos plantas con las zonas de trabajo y el comedor. Además, había un pequeño edificio con la enfermería, el de los monos de varios pisos, el comedor de los monos y la zona de visitas. Entre los primeros edificios y los últimos había un muro más.

El exterior de la prisión: zona talada de unos treinta metros con la excepción de unos pocos arbustos, maleza y árboles jóvenes de menor tamaño. Luego, bosque durante kilómetros. Pero había pequeños caminos.

Cerró los ojos. Memorizó. Estudió de nuevo las imágenes y los mapas. Repasó las alturas. Se cercioró de que entendía qué líneas indicaban las diferencias de altura del terreno. Cuáles eran caminos. Cuáles eran cursos de agua. Se fijó en las escalas, diferentes en los distintos mapas. Un centímetro representaba cincuenta metros, un centímetro era trescientos metros, etcétera. Jorge: más meticuloso de lo que nunca hubiera podido imaginarse. Creó una imagen general de toda el área.

Al final tuvo tres alternativas para el lugar de escapada y tres para el coche que esperaría. Hizo una copia de un mapa. Marcó los lugares en el mapa. Los numeró. Lugar A, B y C. Lugar uno, dos y tres. Se los grabó en la memoria.

Lo volvió a comprobar todo.

Salió.

Los monos se habían aburrido. Jorge se disculpó. No había que tener roces con ellos ese día. Cuando terminó parecieron contentos.

La siguiente parada era la más importante de todas las del día: el primo de Jorge, Sergio. Hermano de armas de los tiempos de Sollentuna. La clave del plan.

Jorge y los monos entraron en el McDonald’s que había junto a la biblioteca. El olor a hamburguesas le trajo recuerdos.

Se saludaron con una gran sonrisa.

—¿Primo?* ¡Qué alegría verte!

Sergio: vestido con un chándal negro. Una gorra de rejilla como un puñetero cocinero. Saludó a Jorge haciendo chocar su puño contra el de él. Típico de las bandas. Era innecesario que su primo fuera en plan gánster cuando los monos estaban mirando.

Se sentaron. Charlaron de cosas intrascendentes. Todo en español. Sergio invitó a los cuatro a hamburguesas. Cojonudas. Los monos se sentaron a otra mesa. Comían como cerdos.

McDonald’s parecía más moderno que la última vez que Jorge había ido. Nueva decoración. Sillas de madera clara. Las fotos de las hamburguesas tenían un aspecto mucho más aparente. También las cajeras tenían un aspecto más aparente. Más ensaladas y verdura; la opinión de Jorge: comida de conejos. Sin embargo era el símbolo de la libertad. Sí, sonaba tonto, ñoño, pero McDonald’s era algo especial para J-boy. Su restaurante favorito. Su punto de encuentro. La dieta básica de la peña del extrarradio. Pronto podría estar ahí a su aire.

Se sentía agobiado. Tenía que ir al asunto.

Le contó a Sergio su plan de fuga resumido.

—En un mapa están marcados tres posibles sitios y otros tres posibles. En uno de los sitios, marcado con una cifra, tiene que estar el coche. En uno de los sitios marcados con una letra tienes que seguir el resto de las instrucciones. No sé aún qué sitios son los que van mejor. Tengo que volver y meditarlo. Te escribiré cuáles serán en una carta, en la tercera línea desde el final pondré la cifra y la letra que indican el lugar. La copia del mapa y las instrucciones están dobladas en la página cuarenta y cinco de un libro que se llama Legal Philosophies. El autor se llama Harris. En la Biblioteca de la Ciudad, ahí al lado. ¿Lo entiendes? —preguntó Jorge.

Sergio: no era el hombre más listo del mundo, pero de estas cosas se enteraba. Jorge con una eterna deuda de gratitud, pese a que tenía que encargarse de la planificación por su cuenta. Sergio lo cumpliría todo lo bien que pudiera.

Jorge preguntó por su hermana. El olor a McDonald’s mezclado con los recuerdos de Paola. Los momentos con comida basura significaban nostalgia.

El resto de su conversación fueron tonterías, hablaron de familiares, antiguos colegas de Sollentuna y pibas. Paripé delante de los monos.

Ya era hora de largarse.

Cuando se despidieron, Jorge le dio a Sergio cuatro besos en cada mejilla. Intercambiaron frases de cortesía chilenas.

Ya eran las cuatro. A las siete tenían que volver él y los monos.

Siguiente parada: tenía que comprar calzado. Había pedido catálogos. Había leído sobre el tema. Había llamado a las tiendas. Investigado. Gel, Air, Torsión y el resto de las técnicas para calzado cómodo. Todas las chorradas/tecnología de pega del mundo. Se trataba de ir más allá de la palabrería. Comprar cosas buenas de verdad. Las dos cualidades necesarias: buen calzado de carrera, importante; la mejor capacidad de absorción de impacto del mercado, aún más importante. A los monos les pareció que sería divertido ir a tiendas de deporte cutrecillas. Jorge controlaba. Stadium en la calle Kungsgatan tenía el surtido más amplio.

Cogieron el minibús hasta un aparcamiento en la calle Norrlandsgatan. Jorge pidió que le dejaran conducir ese corto trayecto. Los monos dijeron que no.

Bajaron del coche. Uno de los monos le pidió a un tipo que acababa de aparcar que le cambiara un billete de veinte en monedas de una corona. El mono pagó el tique de aparcamiento.

Salieron a la calle.

Una sensación fabulosa. La ciudad. La calle Kungsgatan. El pulso. El calor de agosto. Jorge se acordaba. Conduciendo por Kungsgatan en un BMW 530i, también llamado el buga de los farloperos. Dos días antes de que le entrullaran. En realidad, el coche se lo había dejado un amigo durante una temporada, pero así y todo, con estilo, había vivido la vida. Había vivido a lo grande. Pibas. Había vivido según su reputación.

Y ahora: Jorge había vuelto a la ciudad.

¿Qué había aprendido desde entonces? Por lo menos sabía una cosa: lo siguiente que fuera a hacer estaría bien planificado. Y entonces se dio cuenta de lo que le diferenciaba de muchos otros. Se sentía el más grande, el mejor, el más seguro. Pero todos en su entorno pensaban eso de sí mismos. La diferencia era que en el fondo Jorge sentía que no era así; y ésa era su fuerza. Haría que en el futuro siempre se pensara las cosas dos veces. Siempre planificar, preparar: tener éxito en lo imposible.

Siguió soñando.

Miró a su alrededor. Los monos en posición a su alrededor.

La gente se movía por la calle. El ritmo de la vida en libertad. Miraba fijamente. Chicas* guapas. Casi se había olvidado: las tías siempre estaban mucho más guapas en verano que en invierno. Pero claro que eran las mismas tías. ¿Cómo podía ser? Un misterio.

Y Jorge pronto estaría fuera. Deslizarse por Kungsgatan. Pellizcar un montonazo de traseros. Levantarse a todas las pibas. Poder ser Jorge de nuevo.

Joder*, qué ganas de estar fuera. Le habían concedido un permiso. Sólo eso ya era tener mucha suerte. Sólo con tres monos en Kungsgatan. Vaya oportunidad. Salir corriendo sin más. Estaba en forma. Fuerte. Conocía la ciudad. Era un niño travieso. Por otra parte, el riesgo era demasiado grande. Los monos estaban siendo agradables pero sabían hacer su trabajo. Estaban totalmente pendientes. Le observaban al máximo. Controlando al máximo. Podía joderla para nada. Ir por libre. Interrumpir el permiso. Impedirle completar su verdadero plan.

No estaba preparado. No podía huir en ese momento. El riesgo de joderla era demasiado grande.

La dependienta estaba buena. Jorge, salido. Pero el calzado era más importante que ligar. No había el modelo que él quería. Ya lo sabía. Asics 2080 Duomax, con gel en los talones. Principal cualidad: buenísima absorción del impacto. Sin embargo, dio vueltas por la tienda durante un rato. Era grande. Él y los colegas a los trece años habían levantado cosas de ahí, cuando Sollentuna se les quedó pequeño. De nuevo: imágenes de la adolescencia. Primero McDonald’s y luego la tienda de deportes. ¿Qué coño pasaba?

Dio una vuelta por las otras secciones, por mirar. Además de los zapatos compró un par de pantalones para correr y una camiseta de baloncesto.

Dieron las cinco. Iban bien de tiempo. Sólo quedaba una cosa. Tenía que ver a un amigo, un antiguo mono de la cárcel, Walter Bjurfalk. El tío había dejado el trabajo voluntariamente hacía un año. A los monos les parecía bien. No veían nada raro en que Jorge y el antiguo mono quedaran. Algunos monos se hacían amigos de los internos, sin más. Los monos que le vigilaban no tenían ni idea de por qué Walter había dejado el trabajo en realidad.

Estaban sentados en Galway’s, en Kungsgatan. Un sitio de vikingos. El local decorado con el típico verde al estilo de los pubs irlandeses. Con pósteres en las paredes: Highgate & Walsall Brewing Co. Ltd. Intentaban ser ocurrentes: En Dios confiamos; para todo lo demás: tarjeta o metálico. Olía a cerveza. Era agradable.

Los monos se sentaron a unas mesas de distancia y todos pidieron café. Jorge pidió un agua mineral marca Ramlösa de la variedad con poco gas. La cerveza no estaba autorizada en los permisos vigilados. Walter pidió una Guinness. El camarero tardó diez minutos en tirarla.

Charlaron. Recuerdos del verano anterior, cuando hubo pequeños disturbios en Österåker. Lo que les había pasado a los tíos que habían montado bronca. Lo que les había pasado a los que habían vuelto a entrar. Al final, cuando había pasado media hora, Jorge bajó la voz, preguntó aquello por lo que había ido:

—Walter, tengo un asunto serio que hablar contigo.

Walter levantó los ojos de su cerveza con curiosidad en la mirada.

—Dispara.

—Me voy a largar. Y una mierda me voy a pudrir yo tres años más en la cárcel. Tengo una idea que puede funcionar. Confío en ti, Walter. Siempre fuiste un buen guardia. Yo sé por qué pediste la baja. Lo sabemos todos. Tú eras bueno con nosotros. Nos ayudabas. ¿Me quieres ayudar ahora? Por supuesto que suelto pasta.

Jorge, seguro al noventa y nueve por ciento de Walter. El último porcentaje: Walter podía estar haciendo un doble juego. En ese caso, J-boy estaba jodido.

Walter se lanzó:

—Es difícil escaparse de Österåker. En los últimos diez años sólo lo han conseguido tres tíos. A todos los han pillado en menos de un año después de escapar. Porque eso es lo más difícil, ocultarse después de la fuga. Mira lo que les pasó a Tony Olsson y a los otros chavales. Más te vale haberlo planeado todo bien. De lo contrario estás perdido. Ya lo sabes, estaban ocultos debajo de un puente en Sorunda cuando las fuerzas especiales los cogieron. No tenían ninguna posibilidad. Por otro lado eran violentos. Joder, que se aguanten. Yo ya no estoy en el sector, por así decirlo, no sé si puedo ayudarte. Pero por pasta lo puedo intentar. Dime lo que quieres. Yo no cantaré jamás, eso lo sabes.

Jorge ya se había decidido. Iba a apostar por Walter.

—Necesito que me digas algunas cosas. Te doy cinco mil pavos si me ayudas.

—Ya te digo que lo intentaré.

Una sensación rara. Sentado en el exterior en un pub, los monos sólo a unos metros de distancia, y hablando de planes de fuga con un ex mono. Tensión facial. Control del lenguaje corporal. Encargarse de que no se le notara lo estresado que estaba. Jorge puso las manos en las rodillas, bajo la mesa. Las piernas cruzadas. Jugueteaba con una servilleta. La rompió en tiras. Intentó concentrarse.

—Dos preguntas. Primero quiero saber cuáles son las rutinas que siguen los monos cuando nos vigilan mientras tenemos tiempo libre y podemos estar en el patio. Luego necesito saber cuánto tardarían en iniciar la persecución de alguien que escape saltando por encima del muro, posiblemente cerca del edificio D del lado sur.

Walter dio un sorbo a su cerveza. Se le quedó espuma en él labio superior.

Empezó a hablar de lo que había hecho el verano anterior. Charleta sin interés. Jorge le miró: Walter estaba pensando, meditando, pero no quería soltar prenda por los monos.

Jorge miró de reojo. Los monos hablaban entre sí. Se relajaban.

Mola.

Se tranquilizó.

Walter sabía lo suyo. Hizo un repaso a lo que controlaba. Buena información. Útil. Por ejemplo: ubicación de los espacios de vigilancia, alertas de fuga, códigos de comunicación, rutinas prefijadas. Horas de los cambios de turno, horarios para las inspecciones, sistema de alarma. Los planes de alerta A y B, de los que A era intento de fuga de un solo interno, B intento de fuga de varios. Se saltó el C, alerta en caso de motín. Los conocimientos de Walter valían su peso en oro.

Jorge, eternamente agradecido. Prometió encargarse de las cinco mil coronas de Walter en unas semanas.

Los monos hicieron un gesto con la mano.

Hora de volver.

J-boy se dijo a sí mismo: Ya estoy más fuera que dentro.