Capítulo 3

El gimnasio: un garito serbio. Obsesión por los anabolizantes. Una granja de guardias de seguridad. En resumen, impregnado de Radovan.

Mrado llevaba cuatro años yendo a Fitness Club.

Le encantaba el sitio pese a que los aparatos estaban bastante hechos polvo. Fabricados por Nordic Gym, una marca antigua. Las paredes no estaban totalmente limpias. Desde el punto de vista de Mrado, no importaba. Lo que contaba eran la clientela y las pesas. La decoración en general: el típico kitsch de gimnasio. Plantas de plástico en dos contenedores blancos con tierra de mentira. Delante de las dos bicicletas estáticas, una televisión fijada a la pared que tenía puesto Eurosport. En los altavoces, eurotecno constantemente. Arnold Schwarzenegger posaba en pósteres de 1992, Ove Rytter en uno del Campeonato del Mundo de Gimnasia de 1994. Dos pósteres de Christel Hansson, la chica con tabletas de chocolate y tetas de silicona. ¿Sexi? No era el estilo de Mrado.

Objetivo: grandullones. Pero no los más pirados que competían; no estaban hechos de la pasta adecuada.

Objetivo: tíos que se preocupan de su cuerpo, del tamaño, de la masa muscular, pero al mismo tiempo conscientes de que ciertas cosas importan más que entrenar. El trabajo tiene prioridad. El honor tiene prioridad. Las acciones correctas tienen prioridad. La prioridad más alta siempre: mister R.

Radovan tenía un treinta y tres por ciento del gimnasio. La idea de negocio, brillante. Abierto veinticuatro horas al día, siete días a la semana todo el año. Incluso en Nochevieja, Mrado había visto a los chicos aullando delante del espejo. Levantar unos kilos más mientras el resto del país miraba los fuegos artificiales y bebía champán. Mrado nunca iba por ahí en esas noches. Necesitaba encargarse de sus asuntos. Sus horarios de apertura propios estaban entre las nueve y media y las once. El gimnasio, perfecto.

Además, el sitio era un lugar de acceso en varios sentidos. Lugar de reclutamiento. Imán de información. Campamento de entrenamiento. Mrado tenía controlados a los gorilas.

El rato inmediatamente después del entrenamiento en el vestuario: uno de los mejores del día para Mrado. Aún caliente tras la sesión, con el pelo mojado. El vapor de la ducha. El olor a gel de baño y a desodorante en aerosol. El dolor de los músculos.

Relajación.

Se puso la camisa. La dejó sin abrochar del todo. El cuello de Mrado era más ancho que las tallas de camisa disponibles. La ejemplificación de un cuello de toro.

La sesión del día: centrarse en la espalda, la parte anterior de los muslos y los bíceps. Movimientos lentos con los músculos de la zona sacra. Importante no tirar con los brazos. Luego dorsales. Entrenamiento para la espalda, la parte inferior. Luego los muslos. Trescientos cincuenta kilos en la barra. Se tumbó boca arriba y presionó hacia arriba. Decían que debía mantenerse el ángulo entre la parte inferior de la pierna y el pie. Según Mrado, palabrería para principiantes: el que realmente sabe estira un poquito más. Máximo intercambio. Concentración. A punto de cagarse encima.

El último momento: bíceps. El músculo de los músculos. Mrado sólo trabajaba con pesas.

Al día siguiente, cuello, tríceps y la parte posterior de los muslos. Abdominales todos los días. Nunca era demasiado.

En la recepción estaba su bloc con anotaciones de cada sesión. El objetivo de Mrado estaba claro: subir de ciento veinte kilos a ciento treinta kilos de músculo antes de febrero. Después, cambiar la estrategia. Definir. Quemar grasa. Para el verano sólo quedaría músculo. Limpio, sin grasa subcutánea. Una pasada de la leche.

Además entrenaba en otro sitio, el club de lucha Pancrease Gym. De una a dos veces por semana. La mala conciencia le aguijoneaba. Debería ir allí con más frecuencia. Era importante desarrollar potencia muscular. Pero la potencia tenía que utilizarse en algo. La herramienta de trabajo de Mrado: el miedo. Con su tamaño llegaba lejos. Al final llegaba aún más lejos con lo que aprendía en Pancrease: romper vértebras.

Solía quedarse veinte minutos en el vestuario. Absorber la unión especial que se da entre los tipos grandullones en un gimnasio. Se miran unos a otros, asienten con la cabeza comprendiendo, intercambian frases sobre el programa de entrenamiento del día. Se hacen amigos. Aquí, además: los cachorros de Radovan reunidos.

Los temas de conversación al estilo de los chicos grandullones: BMW, la nueva serie 5. Un tiroteo en Söder[12] el fin de semana anterior. Nuevos métodos para entrenar los bíceps.

Dos tíos zampaban atún en envases de medio kilo. Un tercero sorbía una bebida proteínica gris. Además le daba mordiscos a una barrita energética. Se trataba de atiborrarse de proteínas nada más acabar el entrenamiento. Reconstruir las células musculares agotadas con un tamaño aún mayor.

Una cara desconocida entre los chicos, un tío nuevo.

Mrado era grande. El tío nuevo: gigantesco.

No respetó el ritual habitual: venir algunas veces, mantenerse al margen. Fijarse en las cosas. Mostrar humildad. Mostrar respeto. Ese tío gigantesco estaba sentado en medio con los chicos.

Parecía creerse que era uno más del grupo. Por lo menos se mantenía callado de momento.

Mrado se puso los calcetines. Esperó. Siempre era lo último que se ponía. Quería tener los pies bien secos.

—Tengo un trabajo este fin de semana, por si hay alguien que esté interesado.

—¿De qué va? —preguntó Patrik. Sueco. Ex cabeza rapada que había dejado a los suyos y llevaba un año trabajando con Mrado. Los tatuajes nazis habían desaparecido en un arrebato. Eran difíciles de distinguir. Más bien una mancha verde.

—Nada importante. Necesito algo de ayuda, nada más. Lo de siempre.

—¿Cómo coño vamos a poder trabajar si no sabemos lo que es?

—Tranquilo, Patrik. No hace falta que montes un pollo. He dicho que lo de siempre.

—Claro, Mrado. Estaba de vacile. Perdona. ¿Pero de qué se trata?

—Necesito ayuda para las recaudaciones, ya sabéis, mis itinerarios en el centro.

Ratko, compatriota, amigo y compañero de armas de Mrado, levantó las cejas.

—¿Recaudaciones? ¿Es algo aparte de lo habitual? ¿No pagan cada fin de semana lo que corresponde?

—Sí, la mayoría. Pero no todos. Ya sabes cómo es. Quizá haya algunos sitios nuevos que también nos quieran.

Uno de los pocos árabes del gimnasio, Mahmud, se estaba poniendo cera en el pelo.

—Lo siento, Mrado, tengo que entrenar, ya sabes. Hago una sesión más todas las noches.

Mrado contestó:

—Entrenas demasiado. Ya sabes lo que se suele decir, Ratko. Hay dos cosas que hacen que te salgan rozaduras en el culo: ser demasiado pequeño en el trullo y tener que tomar por el culo, y estar todo el tiempo en el gimnasio y cagarte demasiado en los calzoncillos.

Ratko se rió a carcajadas.

—¿El trabajo es para toda la noche?

—Creo que puede llevar un buen rato. Ratko, ¿te vienes? ¿Patrik? ¿Alguien más? Sólo necesito un poco de apoyo. Ya sabéis, alguien que se encargue de que no parezca que estoy solo.

Nadie más se apuntó.

El tío gigantesco abrió la boca:

—Con lo jodidamente esmirriado que eres, debes de necesitar todo un ejército de tíos.

Silencio en el vestuario.

Dos posibles alternativas. El tío gigantesco se creía que era gracioso, intentaba ser uno del grupo. O el tío gigantesco le estaba desafiando. Buscaba la confrontación.

Mrado miró fijamente de frente hacia el vacío. No hizo ni un gesto. El sonido de la música arriba, en el gimnasio, llegaba con claridad. Mrado: el hombre que podía paralizar a todo un club de culturistas.

—Eres un tío grandullón. Eso te lo reconozco. Pero córtate.

—¿Y por qué? ¿No se pueden hacer bromas aquí o qué?

—Tú sólo córtate.

Ratko intentó calmar la situación:

—Tú, tranquilo. Claro que se pueden hacer bromas, pero…

El tío gigantesco saltó:

—Vete a la mierda. Hago bromas cuando y donde quiero.

Silencio sepulcral en el vestuario.

El mismo pensamiento en la cabeza de todos: el nuevo tío gigantesco está jugando a la ruleta rusa.

La misma pregunta en el coco de todos: ¿quería que lo sacaran en camilla?

Mrado se levantó. Se puso la chaqueta.

—Chaval, será mejor que subas y hagas lo que has venido a hacer aquí.

Mrado salió del vestuario.

Sin problemas. Tranquilo y calmado.

Doce minutos después. En la parte de arriba, en la sala del gimnasio. El tío gigantesco delante del espejo. Una pesa de cuarenta y cinco kilos en cada mano. Oscilaba ligeramente con el ritmo. Las venas como gusanos a lo largo de la parte inferior de los brazos. Los bíceps grandes como balones de fútbol. Arnold Schwar-zenegger: puedes irte a la ducha.

El chico hacía esfuerzos. Resoplaba. Gemía.

Contaba cada repetición. Seis. Siete…

Eran las doce de la noche. En teoría el gimnasio estaba vacío.

Mrado, en la recepción, escribía la sesión del día en su cuaderno.

… Ocho, nueve, diez…

Patrik subió. Habló con Mrado. Le dijo:

—Te llamo el viernes para lo del trabajo. Creo que me apunto. ¿Vale?

—Cojonudo, Patrik. Cuento contigo. Ya hablaremos cuando me llames.

… Once, doce. Pausa. Descansar un minuto. Pero sin dejar que los músculos se enfríen.

Mrado se dirigió hacia el tío gigantesco. Se puso junto a él. Le miró fijamente. Los brazos cruzados.

El tío gigantesco hizo caso omiso. Volvió a empezar la cuenta. Resoplaba.

Uno, dos, tres…

Mrado levantó una pesa de veinticinco kilos. La levantó dos veces al mismo ritmo que el tío gigantesco. Mucho peso para unos bíceps recién entrenados.

… Cuatro, cinco.

Dejó caer la pesa en el pie del tío gigantesco.

Gritó como un cerdo acuchillado. Soltó sus pesas. Se agarró el pie. Saltaba sobre una pierna. Los ojos se le llenaron de lágrimas.

Mrado pensó: Pobre capullo imbécil. Deberías haber dado un paso atrás y haberte puesto en guardia.

Mrado dio una patada circular con todas sus fuerzas contra la otra pierna del tío. Ciento cincuenta kilos se desplomaron contra el suelo. Mrado encima de él. Inesperadamente rápido. Con la precaución de dar la espalda a la ventana. El revólver fuera. Smith & Wesson Sigma 38. Era pequeño, pero según Mrado era práctico que se pudiera llevar con facilidad debajo de una chaqueta sin que se notara.

Los que estaban fuera no podían ver lo que pasaba. Usar una pistola en un marrón: inusual en Mrado. Aún más inusual en el gimnasio.

El cañón en la boca del tío gigantesco.

Mrado le quitó el seguro al arma.

—Entérate bien, chiquitín. Me llamo Mrado Slovovic. Éste es nuestro gimnasio. No vuelvas a poner un pie aquí. Si es que te queda algún pie, claro.

El tío gigantesco, más acabado que un famoso de un reality después de tres meses, se dio cuenta de que se había equivocado de camino.

Quizá de manera definitiva.

Quizá era el final.

Mrado se levantó. Mantuvo el arma hacia abajo, apuntando al tío gigantesco, la espalda hacia la ventana. Importante. El tío gigantesco seguía tumbado en el suelo. Mrado se puso sobre su pie destrozado: ciento veinte kilos de Mrado sobre dedos recién machacados.

El tío gigantesco gimoteaba. No se atrevía a escabullirse.

Mrado se fijó: ¿era una lágrima lo que veía en la esquina del ojo de ese tío?

Dijo:

—Chaval, es hora de irse a casa a la pata coja.

Cae el telón.