Capítulo 2

Cuatro chavales sentados en un salón, calentando antes de salir de fiesta.

JW con el pelo engominado hacia atrás. Y sí, sabía que un montón de pringados odiaban su peinado, lo llamaban lamido de vaca al mismo tiempo que en su mirada se reflejaba un cierto odio. Pero semejantes comunistas no controlaban nada, así que por qué iba a preocuparse.

El siguiente chaval también llevaba el pelo engominado hacia atrás. El chico número tres lo llevaba más corto, cada cabello bien colocado en su sitio, sin huecos, el peinado dividido por una raya al lado cuidadosamente trazada, recta como si estuviera hecha con una regla. El clásico aspecto de Nueva Inglaterra. El pelo del último chaval era rubio, de largo intermedio, rizado, revuelto con encanto.

Los chicos de la habitación eran guapos, rubios. Rasgos limpios, espaldas rectas, buena postura. Sabían que eran atractivos. Chicos que sabían estar. Sabían cómo había que vestirse, cómo comportarse, cómo reaccionar de manera adecuada. Conocían los trucos para conseguir destacar. Conseguir tías. Conseguir acceder a lo bueno de la vida; noche y día.

El ambiente general de la habitación: subidón, sabemos cómo ir de fiesta, no hay posibilidad de que salga mal.

JW pensaba: esta noche es genial. Las ganas de fiesta de los chicos, a tope.

Como de costumbre se tomaron la primera copa en casa de Putte, el chico con la raya al lado. El piso, un bonito apartamento con un dormitorio y salón de cincuenta y dos metros cuadrados en la calle Artillerigatan, había sido un regalo de los padres de Putte por su veinte cumpleaños hacía dos años. JW conocía a la familia. El padre: un hombre de negocios que le hacía la pelota a la gente del entorno de los Stenbeck[8] y hacia arriba y trataba a patadas a los que había más abajo. La madre: familia de dinero de toda la vida; aún eran dueños de casas por medio Estocolmo y de una finca agrícola de quinientas hectáreas en la región de Sörmland. Como debe ser.

Habían terminado de comer. Los envases de poliestireno seguían en la encimera. Comida para llevar de Texas Steakhouse de la calle Humlegårdsgatan, tex-mex de lujo con carne de calidad.

Estaban sentados en los sofás, tomando unas copas antes de salir.

JW se dirigió al chico de pelo rizado cuyo diminutivo era Nippe y le preguntó:

—¿No deberíamos marcharnos ya?

Nippe, que en realidad se llamaba Niklas, miró a JW. Contestó con su aguda voz de niñato:

—Tenemos mesa reservada hasta las doce, así que no hay prisa.

—Vale, entonces nos da tiempo a tomarnos un whisky con Coca-Cola.

—¿Y cuándo nos vamos a meter la otra coca?

—Ja, ja. Qué gracioso. Nippe, tómatelo con calma, nos metemos unos tiritos cuando lleguemos, así dura más.

La bolsita con cierre con cuatro gramos le quemaba a JW en el bolsillo interior de la chaqueta. Los chicos solían turnarse para pillar los fines de semana. El suministro venía de un extranjero que a su vez le compraba a algún gánster yugoslavo. JW no sabía quién era el de más arriba pero intentaba imaginárselo, quizá el famosísimo Radovan en persona.

JW dijo:

—Tíos, esta noche voy a lo grande. Me he traído cuatro gramos. Tendremos como mínimo medio gramo para cada uno y sobrará para invitar a las chicas.

Fredrik, el otro chico con el pelo engominado, dio un sorbo a su bebida:

—¿Os dais cuenta de lo que debe de ganar ese turco con nosotros y todos nuestros colegas?

—Le debe de ir bien —sonrió Nippe. Fingió contar dinero.

JW preguntó:

—¿Qué márgenes creéis que tiene? ¿Doscientos por gramo? ¿Ciento cincuenta?

La conversación pasó a otros temas más habituales. JW se los sabía de memoria. Amigos comunes. Tías. Moët & Chandon. Algunas cosas siempre eran seguras. No es que no supieran hablar de otras cosas, no eran unos tarugos sino ganadores con una buena educación verbal. Pero los temas no variaban si no había un motivo para ello.

Al final la charla acababa por abordar el tema de las ideas de negocios.

Fredrik dijo:

—¿Sabéis? No hace falta mucho dinero para fundar una sociedad anónima. Es suficiente con cien mil coronas, creo que es el capital social mínimo. Si se nos ocurre una buena idea podemos hacerlo. Intentar hacer algunos negocios, registrar un nombre guay para la empresa, decidir el consejo de dirección y el director general. Pero por encima de todo, comprar cosas sin pagar IVA y eso. ¿No es una pasada?

JW analizó a Fredrik medio en broma. El chaval no tenía el más mínimo interés en las personas, lo que en cierto modo era un alivio, no preguntaba de donde era JW ni ninguna otra cosa sobre su pasado. Hablaba sobre todo de sí mismo, el consumo de marcas o de barcos.

JW se acabó de un trago su whisky con Coca-Cola. Se sirvió un gin tonic generoso.

—Suena de puta madre. ¿Quién consigue las cien mil coronas?

Nippe intervino:

—Siempre se pueden conseguir, ¿no? Me gusta la propuesta.

JW se quedó callado. Pensó en dónde podría conseguir cien mil coronas y ya sabía la respuesta. En ningún sitio. No hizo ni un gesto. Siguió con el juego. Sonrió.

Nippe cambió de disco. Putte puso los pies sobre la mesa de centro y encendió un Marlboro Light. Fredrik, que acababa de comprarse un Patek Philippe, jugueteó con la pulsera y musitó para sí mismo: «Nunca un Patek Philippe es del todo tuyo. Tuyo es el placer de custodiarlo hasta la siguiente generación».

En el estéreo sonaba Magnus Uggla, el volumen en el ocho. Todos los que estaban en la habitación estaban de acuerdo: Uggla era el amo. Se cachondeaba de todo y de todos. «Dicen que no me importa nada, pero no me importa». La actitud correcta. ¿Por qué va a preocuparse uno por lo que piensen una panda de curritos?

A JW le encantaban estos ratos de copas antes de salir. Los temas de conversación. El ambiente. Eran chicos con clase. Chicos guapos. Chicos siempre igual de bien vestidos. Los miró con atención.

Camisas de Paul Smith y Dior y una hecha a medida en un sastre de Jermyn Street, en Londres. Una de la marca APC, francesa, con cuello americano y puños dobles. Para la parte de abajo, dos de los chicos llevaban vaqueros Acne. Otro llevaba vaqueros de Gucci: costuras intrincadas en los bolsillos traseros. Uno de ellos con pantalones de algodón negros. Las chaquetas eran elegantes. Una de la colección de primavera de Balenciaga, cruzada, marrón, bastante corta, el modelo con doble corte trasero. Una de Dior de raya diplomática, un modelo estilizado con bolsillos dobles en un lado. Una hecha a medida en un sastre de Savile Row en Londres: costuras marcadas en los bordes de las solapas y forro rojo. Lana súper 150, la máxima calidad que había. Lo que distinguía a un buen traje: la flexibilidad de su forro, que no colgara. El forro de esta chaqueta era más suave, más flexible y tenía mejor caída que cualquier otro de los que había en las tiendas de Suecia.

Uno de los chicos no llevaba chaqueta. JW se preguntó por qué.

Por último, los zapatos: Tod’s, Marc Jacobs, mocasines de Gucci con el clásico pasador dorado, los náuticos más vendidos de Prada, con el logotipo rojo como parte del talón de la suela. Originalmente diseñados para el barco de Prada de la Copa del Mundo.

Sobre el negro, cinturones de piel ajustados. Hugo Boss. Gucci. Louis Vuitton. Corneliani.

JW calculó el valor total: setenta y dos mil trescientas coronas. Sin contar los relojes, los sellos y los gemelos. No estaba mal.

Sobre la mesa había Jack Daniels, Vanilla Vodka, algo de ginebra, media botella de tónica Schweppes, Coca-Cola y una jarra casi llena de zumo de manzana; a alguien se le había ocurrido la idea de hacer martinis de manzana pero sólo había tomado una copa.

La opinión general de los presentes: no es aquí donde nos vamos a emborrachar. Nos la cogeremos en el bar. Ya estaba reservada una mesa en Kharma. Las pibas iban incluidas.

JW pensaba: Qué ambiente, qué energía, qué espíritu de camaradería tan estupendo. Eran tíos geniales. La noche de Estocolmo era para que ellos la conquistaran.

Examinó la habitación con la mirada. Techos de más de tres metros de altura. Gruesas capas de estuco. Dos sillones y un sofá gris sobre una alfombra auténtica. Cuatrocientos mil pequeños nudos hechos por un niño encadenado. Algunos ejemplares de revistas de náutica, motor, Café, Slitz tiradas en el sofá. En una de las paredes había tres librerías bajas de Nordiska Galleriet[9]. Una estaba llena de CD, cintas de vídeo y películas en DVD. En la otra estaba el estéreo, un Pioneer, no de gran tamaño pero con cuatro pequeños altavoces de buena potencia colgados en los rincones de la habitación.

La última librería estaba llena de libros, revistas y carpetas. Entre los libros destacaban el nobiliario, las obras completas de Strindberg y los anuarios del colegio. La obra completa de Strindberg debía de ser un regalo de los padres de Putte.

La televisión era ancha, plana e indecentemente cara.

Todos tenían los zapatos puestos, según el estilo clásico[10], lo que distingue a los que saben cómo se hacen las cosas en cuanto a estar en interiores. Las reglas: hay tres tipos de personas. Los que siempre entran con zapatos y tienen la actitud adecuada; ¿hay algo peor que ir con ropa de fiesta y en calcetines? El del tipo dos es el que se siente inseguro y mira qué es lo que hacen los otros, quizá se deje los zapatos puestos si los otros también lo hacen; el que hace lo que los demás, el que va con la corriente. Por último estaba el tercer tipo, que piensa que uno siempre tiene que quitarse los zapatos, el que va de un lado a otro silenciosamente con unos calcetines sudados, el que se busca lo que le pasa.

JW odiaba a la gente que iba descalza. Aún peor eran los agujeros de los calcetines. Lo que sugería como solución era sencillo: un tiro en la nuca. Ver un dedo del pie sobresaliendo le daba asco. Tan típicamente sueco. Burdo. Una verdadera característica del populacho. Las reglas del mundo de los calcetines resumidas: quedarse con los zapatos puestos, no usar jamás calcetines sin talón y tener cuidado de que nunca quede al descubierto el espacio entre el pantalón y el calcetín. El color, negro o quizá calcetines de fantasía de tonos más animados combinados con un estilo discreto en general.

JW llevaba calcetines hasta la rodilla para más seguridad. Siempre Burlington. Su truco: mucho más fáciles de emparejar después de la colada si todos son iguales.

El plan para esa noche era sencillo. Tener mesa era siempre una opción ganadora. Los requisitos para poder reservar los cumplían con facilidad. Consumir como mínimo seis mil coronas.

Luego, todo lo demás. Beber, meterse, beber, controlar a las pibas, quizá bailar un rato, charlar, ligar, desabrocharse más botones de la camisa, pedir champán, sin duda ligar, volver a meterse. Follar.

JW sentía que no podía dejar el asunto. Volvió a sacarlo. Las preguntas surgían en su cabeza. Cuánto podría ganar el camello turco. ¿Tenía que trabajar muchas horas al día? ¿Cómo era de peligroso? ¿A quién compraba? ¿Cuáles eran los márgenes? ¿Cómo conseguía clientes?

Dijo:

—¿Cuánto creéis que gana en un mes?

Fredrik, sorprendido, preguntó:

—Pero ¿quién?

—El turco. Al que le compramos la coca. ¿Es un Gekko en pequeño o qué?

Entre los chicos era habitual hacer referencias a Wall Street. JW había visto la película más de diez veces. Disfrutaba cada segundo de la simpleza que había en la avaricia.

Nippe soltó una carcajada.

—Joder, lo que hablas de dinero. No tiene ninguna importancia. Seguro que gana mucho, pero ¿qué tiene él de genial? ¿Te has fijado alguna vez en su ropa? Paletada de chaqueta de cuero de RocoBaroco o algo así. Una cadena de oro gorda de gitano por fuera, pantalones anchos de Grosshandlarn[11], las solapas de la camisa demasiado grandes. Vamos, un auténtico gilipollas.

JW soltó una carcajada apagada.

Dejaron el asunto.

Dos minutos después sonó el teléfono de Putte. Sujetaba el móvil muy pegado al oído mientras hablaba, al tiempo que sonreía abiertamente a los chicos. JW no oía lo que decía.

Putte terminó la llamada.

—Tíos, tengo una pequeña sorpresa para nosotros esta noche. Están buscando aparcamiento.

JW no tenía ni idea de lo que hablaba. Los otros chicos sonreían.

Pasaron cinco minutos.

Llamaron a la puerta.

Putte fue a abrir. Los otros chicos se quedaron sentados en el salón.

Nippe bajó la música.

Entraron en la habitación una chica alta con abrigo y un chico culturista con chaqueta vaquera negra.

Putte estaba radiante:

Voilà. Para calentar el ambiente de esta noche.

La chica se dirigió hasta el estéreo, caminando como si estuviera desfilando en una pasarela. Segura de sí misma y con estabilidad, casi deslizándose, con tacones de aguja tan altos como media Torre de Kaknäs. No tendría más de veinte años. Pelo castaño totalmente liso. JW se preguntó si sería una peluca.

La chica cambió de disco. Subió el volumen.

Kylie Minogue: «You’ll never get to heaven if you’re scared of gettin’ high».

La chica se quitó el abrigo. Debajo llevaba sólo un sujetador negro, tanga y medias con liguero.

Empezó a bailar al ritmo de la música. Desafiante. Seductora.

Se contoneaba. Sonreía a los chicos como si repartiera caramelos. Movía las caderas, jugueteaba con la lengua en el labio superior, apoyó un pie en el borde de la mesa de centro. Se inclinó hacia delante y miró a JW a los ojos. Él se rió a carcajadas. Gritó:

—¡Joder, qué puntazo, Putte! Está más rica que la que vino antes del verano.

La stripper se movía al ritmo de la música. Se tocó la entrepierna. Los chicos aullaron. Se acercó a Putte, le dio un beso en la mejilla, le lamió la oreja. Él intentó pellizcarle el culo. Ella retrocedió bailando con las manos a la espalda. Movía las caderas rítmicamente hacia delante y hacia atrás. Se desabrochó el sujetador y lo arrojó hacia donde estaba el culturista, que seguía inmóvil junto a la pared. La música retumbaba. Ella empezó a moverse más deprisa. Se contoneaba inclinándose. Sacudía los senos. Los chicos estaban sentados como si estuvieran en trance.

Se cogió el tanga. Lo deslizó hacia delante y atrás. Volvió a poner una pierna en la mesa. Se inclinó hacia delante.

A JW se le puso dura.

El número continuó cinco minutos más.

Cada vez mejor.

Nippe bromeó cuando hubo terminado:

—Joder, es lo mejor que he visto desde que hice la confirmación.

Putte se encargó del pago en el recibidor. JW se preguntó cuánto costaba.

Cuando la stripper y el escolta se marcharon, cada uno cogió una copa y volvieron a poner a Uggla. Hablaron de lo sucedido.

JW quería ir al centro.

—Tíos, nos vamos ya. Vamos andando, ¿no?

Putte gritó:

—Joder, no. ¡En taxi!

Era hora de ponerse en marcha.

Putte llamó un coche.

JW daba vueltas a cómo iba a poder permitirse estar de fiesta con los chicos toda la noche.

Uggla cantaba: «Y en la ciudad vamos a tope y no nos cortamos por nada, levantarnos pibas se ha convertido en un deporte para nosotros».