Jorge Salinas Barrio aprendió rápido las reglas del juego. Número uno*[6] resumido: no la líes nunca. En versión extendida se las sabía de memoria. No lleves la contraria. No devuelvas la mirada fijamente. Quédate siempre sentado. Nunca cantes. Por último, aguanta cuando te den por el culo sin quejarte. Metafóricamente hablando.
La vida de Jorge era un asco. La vida era una puta mierda. La vida era dura. Pero Jorge era más fuerte. Ya lo iban a ver.
El trullo se llevó su energía. Se llevó su risa. La vida de rapero reconvertida en una vida de mierda. Pero lo que sólo él sabía era que había un final, una idea que se convertiría en realidad, una salida. Jorge: el tío con el que no iban a poder. Saldría, se escaparía, se largaría de ese agujero de mierda. Tenía un plan. Y era buenísimo.
Perdedores: adiós*.
Un año, tres meses y nueve días en el trullo. Es decir, algo más de quince meses de más tras un muro de hormigón de siete metros de altura. El máximo tiempo que Jorge había pasado a la sombra hasta entonces. Anteriormente, habían sido temporadas más cortas. Tres meses por robo, cuatro por delito de drogas, allanamiento y conducción ilegal. La diferencia en esta ocasión: estaba obligado a crearse una vida a la sombra.
La cárcel de Österåker era de las llamadas de clase dos, una prisión cerrada de segundo grado. Su especialidad: gente condenada por delitos relacionados con drogas. Estrechamente vigilada desde ambas direcciones. No entraba nada ni nadie que no debiera entrar. Los perros adiestrados para encontrar droga husmeaban a todos los visitantes. Los detectores de metal husmeaban todos los bolsillos. Los monos husmeaban el ambiente en general. Con los tipos sospechosos ni siquiera se tomaban la molestia. Aquí sólo dejaban entrar a madres, niños y abogados.
Sin embargo no lo conseguían del todo. La prisión solía estar libre de drogas en los tiempos del anterior director. Ahora se tiraban bolsas con hierba por encima de los muros usando tirachinas. Los padres recibían dibujos de sus hijas que en realidad estaban totalmente impregnados de LSD. La mierda se escondía en los falsos techos de los espacios comunes, donde los perros no podían llegar a olerla, o se enterraban en el césped del patio de recreo. Todos y nadie podían ser acusados.
Muchos fumaban a diario. Bebían quince litros de agua al día para que no se notara en las pruebas de orina. Otros fumaban heroína. Se quedaban tumbados en su habitación y fingían estar enfermos dos días, hasta que no había residuos en el pis.
La gente se quedaba mucho tiempo en Österåker. Se agrupaban. Los monos hacían todo lo que podían para deshacer las bandas: Original Gánsters (OG), los Ángeles del Infierno, Bandidos, los yugoslavos, la Hermandad Wolfpack, los Fittja Boys. Los que quieras.
Muchos monos tenían miedo. Tiraban la toalla. Aceptaban el billete de mil que les daban disimuladamente en la cola del comedor, en el campo de fútbol, en el taller. La dirección de la cárcel intentaba mantener el control. Separar. Enviar a los miembros a otros centros. Pero ¿qué más daba? Las bandas estaban en otros centros de todas formas. Las líneas de demarcación claras: raza, suburbio, tipo de delito. Las bandas racistas no aguantaban. Los pesos pesados eran los Ángeles del Infierno, los Bandidos, los yugoslavos y OG. Organizados en el exterior. Trabajaban chungo. Las actividades claras: hacerse con una pasta por medio de múltiples trabajos delictivos y por lo tanto actividades compatibles.
Los mismos grupos eran los que mandaban tras los muros. En la actualidad, los teléfonos móviles en miniatura introducidos subrepticiamente hacían que fuera tan fácil como cambiar de canal con un mando a distancia. La sociedad podía rendirse directamente.
Jorge los evitaba. Sin embargo terminó por hacer amigos. Se las arregló. Encontró puntos de conexión comunes. Funcionó con los chilenos. Funcionó con los de la zona de Sollentuna. Funcionó con la mayoría de relaciones por la farla.
Se relacionaba con un latinoamericano mayor de Märsta, Rolando. El tío había llegado a Suecia en 1984. Sabía más sobre la farlopa que un gaucho de mierda de caballo, pero él personalmente no estaba enganchado a la farla. Le quedaban dos años por haber introducido en el país pasta de cocaína en botellas de champú. Como amigo, un buen tío. Jorge ya había oído hablar de él cuando vivía en Sollentuna. Lo mejor de todo: Rolando tenía contactos con los tíos de OG. Abría puertas. Proporcionaba privilegios. Le conseguía ventajas de la leche. Acceso a móviles, a maría, farla si uno tenía suerte, revistas porno, alcohol fermentado casero. Más pitos.
A Jorge le atraían las bandas. Pero también era consciente del peligro. Tú te atas. Tú te entregas. Tú les das tu confianza. Ellos te la juegan.
No se olvidaba de cómo le habían jodido. Los yugoslavos le habían entregado. Le habían llevado a juicio. Estaba encerrado por culpa de Radovan: el mayor cabronazo de todos los cabrones.
Con frecuencia se sentaban juntos en el comedor y hablaban en susurros. Él, Rolando y los demás latinoamericanos. Nada de español. Se corría el riesgo de que aquellos que estaban en bandas despertaran las sospechas de los suyos. Toda la cháchara que quieras con tus compatriotas y tan contentos; pero nada de que ellos no te entiendan.
Hoy: a falta de casi dos semanas para que el plan se pusiera en marcha, había que parecer tranquilo. Era imposible conseguir escapar totalmente por su cuenta pero ni siquiera Rolando sabía nada aún. Jorge tenía que averiguar primero si se podía confiar en él. Necesitaba ponerle a prueba de alguna manera. Comprobar lo segura que era verdaderamente su amistad.
Rolando: un tío que había elegido el camino más difícil. Para ser miembro de OG no bastaba con enormes alijos de farla. Tenías que partirle la cara a quien a tu jefe le pareciera que se lo estaba buscando. Rolando había cumplido con su parte: los tatuajes enlazados alrededor de las cicatrices de los nudillos hablaban claramente su agresivo idioma.
Rolando cogió una cucharada de arroz. Hablaba el sueco típico de los emigrantes con la boca llena:
—Mira, pasta tiene todas las ventajas frente al polvo normal. Es como producto intermedio, sin acabar. Uno está más arriba. Tú no tienes que trapichear con tíos en la calle. ¿O no? Haces negocios con gente más fácil. Tíos sin la policía detrás de su culo cada vez que dan un paso. Además, más fácil para enviar. No suelta el puto polvo y es más fácil esconder.
Aunque Jorge había oído todas las ideas medio retorcidas de Rolando, a esas alturas la cárcel era una escuela de primera. Jorge receptivo. Había aprendido. Escuchado. Sabía mucho cuando entró. Tras quince meses en Österåker conocía el sector por dentro y por fuera. J-boy: orgulloso de sí mismo. Conocía la importación desde Colombia vía Londres. Dónde comprar, los precios vigentes, cómo distribuir, qué intermediarios usar, dónde vender la mierda. Cómo cortarla sin que los yonquis notaran nada y cómo mezclarla sin que la gente de Stureplan[7] notara nada. Cómo empaquetar. A quién sobornar, a quién evitar, con quién llevarse bien. Uno de estos últimos: Radovan. Joder.
El comedor era un buen sitio para conversaciones privadas. Suficiente ruido como para que nadie pudiera oír bien lo que se decía. Además, no se interpretaba como que cuchichearan. Sin disimulos. Un murmullo totalmente ostensible.
Jorge necesitaba derivar la conversación hacia los temas apropiados. Tenía la obligación de saber la posición de Rolando.
—Lo hemos hablado mil veces. Sé que tú estás metido. Pero yo me voy a mantener lejos de la mierda una temporada. Cuando salga me largo de esta tierra nazi congelada. Y no pienso convertirme en un farlopero de mierda.
—Tú lo pillas. No consumir. Sólo vender. La verdad, sin más.
Con cuidado puso a Rolando a prueba:
—Tienes buenos canales. Tienes peces gordos que te respaldan, ¿no? Aquí no te toca nadie. Joder, te podrías escapar de aquí hoy mismo y lo conseguirías sin problema.
—¿Escaparme? No es mi idea ahora mismo. Por cierto, ¿sabes las noticias? Ya sabes ese tío de OG, Jonas Nordbåge. Le han cogido.
Jorge aprovechó:
—Sé quién es. El ex novio de Hannah Graaf. El que se escapó de la cárcel de Gotemburgo, ¿no?
—Ése. El mismo día que sale el juicio. Siete años y medio por dos robos con violencia y lesiones graves. El tío es un profesional de robar vehículos blindados.
—Pero qué coño, si la jodió.
—Da igual. Un rey. Escucha. Rompe una ventana y se deja caer desde el piso ocho, diecisiete metros. Cinco mantas a tiras. ¿Bueno o no?
—La hostia de bueno.
Jorge se dijo a sí mismo: Sigue, Jorge-boy, sigue. Guía la conversación, sonsácale. Oblígale a decir su postura sobre mí y la fuga. Con sutileza.
—¿Cómo le cogieron?
—Le respeto pero es bastante chapuzas. Salió por garitos de Gotemburgo. De fiesta. Quiere conocer una nueva Hannah con tetas grandes. Se piensa que es guay. Sólo se tiñó el pelo de blanco y se puso gafas de sol. O sea, ¿quiere que le descubran o qué?
Jorge asintió para sí mismo: demasiado chapucero teñirse sólo el pelo. Yo tendría más cuidado. Dijo:
—No tenía nada que perder. Debió de pensar: Qué coño, aunque me cojan no me va a caer más condena. No añaden más a siete años y medio.
—Pero casi lo consigue. Le pillan en Helsinborg.
—¿Estaba huyendo?
—Parece que sí. Coge una habitación de hotel con nombre falso. Cuando la pasma le pilla él lleva un pasaporte falso. Podría haber funcionado. Primero largarse a Dinamarca, luego a otro sitio. Seguro que el tío ha escondido mucho dinero en algún sitio pero alguien ha cantado. Alguien le dice a la poli dónde está. Seguro que es alguien que le ve en un garito.
—¿Había alguien de OG que supiera que pensaba escaparse?
—Lo siento, Jorge, no puedo hablar de eso.
—¿Pero ayudarías a alguien de OG que fuera a escaparse?
—¿Pamela Anderson duerme boca arriba?
Gol. Jorge-boy, aproxímate. Ponle a prueba.
Jorge conocía la regla: los amigos de la cárcel no son como los amigos en el resto de la vida. Se regían por otras leyes. Las jerarquías de poder más claras. El tiempo que llevaban a la sombra contaba. El número de veces que les habían metido a la sombra contaba. Los pitos contaban, la maría contaba más. Los favores y los favores que se devolvían creaban relaciones. Tu delito contaba: los violadores y los pederastas valían cero. Los drogadictos y los alcohólicos muy abajo. Maltrato y robo, más arriba. Ladrones y traficantes en primer lugar. Sobre todo: contaba a qué banda pertenecías. Rolando, según las reglas de la vida en el exterior: un amigo. Según los principios de la cárcel: el tío jugaba en una división superior a la de Jorge.
Jorge dio un trago de cerveza sin alcohol.
—Una cosa es ayudar a alguien que ya se ha largado. Pero ¿ayudarías a escapar a alguien?
—Depende. El riesgo y eso. Yo no ayudo a cualquiera. Siempre voy a ayudar a un OG. Joder, amigo*, también a ti. Ya sabes. Yo nunca voy a cerrar el pico por un cabeza rapada de mierda o por uno de Wolfpack. Ellos saben eso. Tampoco ellos me van a ayudar a mí jamás.
Bingo.
Silencio durante tres segundos.
Rolando hizo algo que Jorge no había visto antes. Colocó bien los cubiertos en el plato. Lentamente.
Luego sonrió y dijo:
—Eh, Jorge, ¿tienes planes o qué?
Jorge no supo qué hacer. Sólo le devolvió una sonrisa.
Esperaba que Rolando fuera un amigo de verdad, de los que no traicionan.
Al mismo tiempo que sabía que los amigos del trullo se rigen por otras reglas.