CAPÍTULO XI

LOS COJOS

b | Hace dos o tres años recortaron el año en diez días en Francia.[1] ¡Cuántos cambios había de acarrear esta reforma! Fue, en rigor, trastornar el cielo y la tierra a la vez. No obstante, nada se mueve de su sitio; mis vecinos encuentran el momento de sus siembras y de su cosecha, la ocasión de sus quehaceres, los días desfavorables y propicios, exactamente a la misma hora en que los tenían asignado desde siempre. Ni se percibía el error en nuestra práctica, ni se percibe la corrección. Tanta incerteza hay en todo, tan burda, c | oscura y obtusa b | es nuestra percepción. Dicen que tal arreglo podía realizarse de una manera menos incómoda: sustrayendo durante algunos años, según el ejemplo de Augusto, el día del bisiesto,[2] que, en cualquier caso, es un día que molesta y confunde, hasta que hubiésemos llegado a saldar exactamente la deuda —cosa que ni siquiera se ha logrado mediante esta corrección, y todavía arrastramos los atrasos de unos cuantos días—.[3] Y además, por el mismo medio, podía proveerse para el futuro, ordenando que, tras la revolución de tal o cual número de años, ese día extraordinario fuera siempre eclipsado, de suerte que nuestro error de cálculo no pudiera, en adelante, exceder las veinticuatro horas.

No disponemos de otro modo de computar el tiempo que los años. Hace muchos siglos que el mundo se sirve de él; y, sin embargo, es una medida que todavía no hemos acabado de fijar, y una medida tal que dudamos todos los días de la variedad de formas que las restantes naciones le han dado, y de cuál era su uso. ¿Y qué decir de lo que sostienen algunos, que los cielos se comprimen hacia nosotros al envejecer, y nos arrojan a la incertidumbre hasta de las horas y de los días?,[4] ¿y de lo que sostiene Plutarco respecto de los meses, que en su época la astronomía todavía no había sido capaz de establecer el movimiento de la luna?[5] Estamos apañados si queremos llevar el registro de las cosas pasadas.

Ahora mismo estaba fantaseando, como lo hago con frecuencia, sobre hasta qué punto la razón humana es un instrumento libre y vago. Veo de ordinario que los hombres, ante los hechos que se les proponen, prefieren dedicarse a indagar su razón antes que a indagar su verdad.[6] Pasan por encima las presuposiciones,[7] pero examinan con todo escrúpulo las consecuencias. Dejan las cosas y se precipitan a las causas. c | ¡Graciosos charlatanes! El conocimiento de las causas sólo corresponde a quien tiene la dirección de las cosas, no a nosotros, que no hacemos sino sufrirlas, y que podemos usarlas de forma del todo plena y cumplida, según nuestra necesidad,[8] sin penetrar en su origen y en su esencia. Tampoco el vino le resulta más grato a quien conoce sus propiedades primeras. Al contrario: tanto el cuerpo como el alma interrumpen y alteran su derecho al uso del mundo y de sí mismo cuando inmiscuyen la pretensión de la ciencia. El determinar y el repartir corresponden al magisterio y al mando; como a la sujeción y al aprendizaje, el aceptar.[9] Volvamos a nuestra costumbre. b | Suelen empezar así: «¿Cómo se produce esto?». Pero habría que decir: «¿Se produce?». Nuestro razonamiento es capaz de dar cuerpo a cien mundos distintos, y de descubrir sus principios y su contextura. No necesita ni materia ni base; dadle vía libre: construye con la misma facilidad en el vacío que en el lleno, y con la inanidad que con materia:

dare pondus idonea fumo.[10]

[capaz de conferir peso al humo].

Me parece que habría que decir en casi todo: «No hay nada de eso». Y emplearía a menudo tal respuesta; pero no me atrevo, porque proclaman que es una escapatoria ocasionada por la flaqueza de espíritu y por la ignorancia. Y, por regla general, me veo obligado a hacer juegos malabares, por sociabilidad, para tratar asuntos y cuentos frívolos en los que en absoluto creo. Además que, a decir verdad, es un poco rudo y pendenciero negar en redondo una proposición de hecho. Y son pocos, en particular en las cosas difíciles de aceptar, quienes dejan de afirmar que la han visto, o de alegar testigos cuya autoridad frena nuestra oposición. Siguiendo este uso, conocemos los fundamentos y los medios de mil cosas que jamás han existido; y el mundo riñe en torno a mil cuestiones cuyo pro y cuyo contra son igualmente falsos. c | Ita finitima sunt falsa ueris, ut in praecipitem locum non debeat se sapiens committere[11] [Tan cerca está lo cierto de lo falso, que el sabio no debe confiarse en un lugar tan resbaladizo].

b | La verdad y la mentira tienen aspectos conformes, aire, sabor y andares semejantes: las miramos del mismo modo. Creo que no sólo pecamos de blandura para defendernos del engaño, sino que buscamos morder el anzuelo, y nos invitamos a hacerlo. Nos gusta enredarnos en el vacío, como cosa acorde con nuestro ser.

He visto la manera en que han surgido muchos milagros de estos tiempos. Aunque se sofoquen al nacer, no dejamos de prever el curso que habrían seguido de haber vivido su tiempo. En efecto, una vez que se ha encontrado el extremo del hilo, se devana a nuestro antojo. Y hay más distancia desde la nada hasta la cosa más pequeña del mundo, que desde ésta hasta la más grande. Ahora bien, los primeros que se imbuyen de este inicio de extrañeza, al esparcir su historia, se dan cuenta, por las objeciones que reciben, del lugar donde reside la dificultad de la persuasión, y se dedican a calafatear ese punto con una u otra pieza falsa. c | Además que, insita hominibus libidine alendi de industria rumores[12] [por la tendencia innata de los hombres a alimentar deliberadamente los rumores], sufrimos un escrúpulo natural por devolver lo que nos han prestado sin ningún interés e incremento de cosecha propia. El error particular produce en primer lugar el error público, y luego, a su vez, el error público produce el error particular.[13] b | Así el edificio entero va alzándose y formándose de mano en mano; de suerte que el testigo más distante está más enterado que el más cercano, y el último informado, más persuadido que el primero. Es un progreso natural. En efecto, quien cree una cosa, piensa que es obra de caridad persuadir de ella a otro; y, para lograrlo, no teme añadir de su propia invención todo aquello que le parece necesario para el relato, a fin de proveer a la resistencia y al defecto que piensa que hay en la concepción de los otros.

Yo mismo, que tengo muchos escrúpulos para mentir, y que apenas me preocupo de dar crédito y autoridad a lo que digo, me doy cuenta, aun así, de que, cuando tengo un relato entre manos, me enardezco c | por la resistencia ajena o por el ardor propio de mi narración, b | y aumento e inflo el asunto con gritos, movimientos, palabras fuertes y vigorosas, e incluso por extensión y amplificación, no sin perjuicio de la genuina verdad. Pero lo hago, con todo, de tal manera que, ante el primero que me llame de vuelta y me reclame la verdad desnuda y cruda, abandono al instante mi esfuerzo y se la brindo, sin exageración, sin énfasis ni relleno. c | Una palabra viva y ruidosa, como lo es la mía común, suele dejarse ir a la hipérbole.

b | A nada están los hombres por lo general más inclinados que a dar curso a sus opiniones. Cuando nos falla el medio ordinario, le añadimos el mandato, la fuerza, el hierro y el fuego. Es una desgracia llegar al punto de que la mejor piedra de toque de la verdad sea la multitud de los creyentes, en una masa en la cual el número de insensatos rebasa en tanto al de sabios. c | Quasi uero quidquam sit tam ualde quam nihil sapere uulgare[14] [Como si hubiese algo tan común como no saber nada]. Sanitatis patrocinium est, insanientium turba[15] [La multitud de insensatos es garantía de cordura]. b | Es difícil fijar el juicio en contra de las opiniones comunes. La primera persuasión, tomada del objeto mismo, se adueña de los simples; de ahí se difunde a los hábiles, bajo la autoridad del número y de la antigüedad de los testimonios. Por mi parte, en aquello en lo que no creería a uno, no creería a cien. Y no juzgo las opiniones por los años.

Hace poco, uno de nuestros príncipes, en quien la gota había echado a perder un hermoso natural y un alegre acomodo, se dejó persuadir con gran fuerza por el relato que se hacía de las extraordinarias gestas de un sacerdote que, mediante ciertas palabras y gestos, curaba todas las enfermedades.[16] El príncipe realizó un largo viaje para ir a su encuentro, y, por la fuerza de su aprehensión, persuadió a sus piernas y las adormeció durante algunas horas, de manera que le rindieron el servicio que se habían olvidado de hacerle desde mucho antes. Si la fortuna hubiese permitido acumular cinco o seis casos semejantes, habrían podido darle carta de naturaleza al milagro. Después, se descubrió tanta simpleza y tan poco arte en el arquitecto de tales obras, que se le juzgó indigno de castigo alguno. Lo mismo sucedería en la mayoría de tales hechos si se examinaran en su misma fuente. c | Miramur ex interuallo fallentia[17] [Admiramos aquello que nos engaña desde la distancia]. b | Así, nuestra vista representa a menudo desde lejos imágenes extrañas que se desvanecen al acercarse. Nunquam ad liquidum fama perducitur [Jamás se reduce la fama a la límpida verdad].[18]

Es asombroso de qué vanos inicios y frívolas causas suelen proceder opiniones tan famosas. Eso mismo impide la indagación. Porque mientras se buscan causas y resultados fuertes y graves y dignos de tan gran nombre, se pierden los verdaderos: escapan de nuestra vista por su pequeñez. Y, en verdad, en tales averiguaciones se requiere un inquisidor muy prudente, atento y sutil, imparcial y libre de prejuicios. Hasta el momento, todos los milagros y acontecimientos extraños se esconden ante mí. No he visto en el mundo monstruo y milagro más claro que yo mismo. Uno se habitúa a cualquier extrañeza con el uso y con el tiempo; pero cuanto más me trato y me conozco, más me asombra mí deformidad, menos entendido soy en mí mismo.

El principal derecho a introducir y presentar tales casos está reservado a la fortuna. Pasando antes de ayer por un pueblo a dos leguas de mi casa, encontré la plaza todavía acalorada por un milagro que acababa de resultar fallido. Éste había ocupado a toda la vecindad durante muchos meses, y las provincias próximas empezaban a alterarse y a acudir a grandes manadas, de todas condiciones. Un joven del lugar se había entretenido una noche en su casa simulando la voz de un espíritu, sin pensar en otra argucia que gozar de una broma presente. Como le salió un poco mejor de lo que esperaba, para extender su farsa con más recursos, le asoció una muchacha del pueblo, completamente estúpida y necia; y al final fueron tres, de la misma edad y parecida habilidad; y las prédicas domésticas las convirtieron en prédicas públicas, escondiéndose bajo el altar de la iglesia, no hablando más que de noche y prohibiendo llevar luz alguna. De palabras que tendían a la conversión del mundo y a la amenaza del día del juicio —pues ésos son asuntos bajo cuya autoridad y reverencia la impostura se oculta con mayor facilidad—, pasaron a ciertas visiones y movimientos, tan necios y tan ridículos que apenas hay nada tan burdo en el juego de los niños pequeños. Con todo, si la fortuna hubiese querido favorecerlo un poco, ¿quién sabe hasta dónde habría crecido esta prestidigitación? Los pobres diablos están ahora encarcelados, y sufrirán seguramente el castigo de la necedad común; y no sé si algún juez vengará en ellos la suya. Vemos claro en ésta, que es manifiesta; pero en muchas cosas de similar condición, que rebasan nuestro conocimiento, soy partidario de retener el juicio, tanto para el rechazo como para la aprobación.

En el mundo se producen muchos engaños c | o, para decirlo con mayor audacia, todos los engaños del mundo se producen b | porque nos enseñan a tener miedo a profesar nuestra ignorancia c | y nos vemos obligados a admitir todo aquello que no podemos refutar. b | Hablamos de cualquier cosa de una manera preceptiva y resolutiva. El estilo romano comportaba que aun aquello que un testigo declaraba por haberlo visto con sus propios ojos, y aquello que el juez prescribía con su ciencia más cierta, se concebía con esta forma de hablar: «Me parece».[19] Me hacen aborrecer las cosas verosímiles cuando me las plantan como infalibles. Me gustan las palabras que ablandan y moderan la temeridad de nuestras proposiciones: «Acaso, en cierta medida, un poco, se dice, pienso» y semejantes. Y si hubiera tenido que educar hijos, les habría puesto hasta tal punto en la boca esta manera de responder, c | inquiridora, no resolutiva, b | «¿Qué quiere decir?, no lo entiendo, podría ser, ¿es cierto?», que más bien habrían conservado la forma de aprendices a los sesenta años que representado a doctores a los diez, como suelen hacer. Si alguien quiere curarse de la ignorancia, ha de confesarla. c | Iris es hija de Taumante.[20] La admiración es el fundamento de toda filosofía, la inquisición el progreso, la ignorancia el término final. b | Pero en verdad hay cierta ignorancia fuerte y noble que en absoluto cede en cuanto a honor y valentía a la ciencia, c | ignorancia para cuya concepción no se requiere menos ciencia que para la concepción de la ciencia.

b | Siendo un niño, vi un proceso que Coras, consejero de Toulouse, hizo imprimir, de un suceso extraño: el de dos hombres que se presentaban el uno por el otro.[21] Me acuerdo —y no me acuerdo además de otra cosa— que me pareció que había hecho la impostura de aquél al que declaró culpable tan extraordinaria y rebasando de tan lejos nuestro conocimiento, y el suyo, que era juez, que encontré mucha audacia en la sentencia que le había condenado a la horca. Admitamos alguna forma de sentencia que diga: «La corte no entiende nada», con mayor libertad e ingenuidad que lo hicieron los aeropagitas, que, viéndose apremiados por una causa que no podían desenmarañar, ordenaron que las partes volviesen al cabo de cien años.[22]

Las brujas de mi vecindad corren peligro de muerte por el dictamen de cada nuevo autor que da cuerpo a sus sueños.[23] Para acomodar los ejemplos que la divina palabra nos ofrece de tales cosas, ejemplos muy ciertos e irrefragables, y asociarlos a los acontecimientos modernos, dado que no vemos ni sus causas ni sus medios, se requiere otro ingenio que el nuestro. Tal vez corresponda sólo a este poderosísimo testimonio decirnos: «Éste lo es, y aquélla, y ese otro no». Dios ha de ser creído —esto es en verdad muy razonable—; pero no, sin embargo, uno de nosotros, que se asombra de su propio relato —y necesariamente se asombra de él si conserva el juicio—, ya lo aplique a un hecho ajeno, ya lo aplique en su propia contra.

Soy burdo, y me atengo un poco a lo sólido y a lo verosímil, evitando los antiguos reproches: «Maiorem fidem homines adhibent iis quae non intelligunt»[24] [Los hombres prestan más fe a las cosas que no entienden]; «Cupidine humani ingenii libentius obscura creduntur»[25] [Por la tendencia del espíritu humano, prefieren creer en lo oscuro]. Se enfurecen, me doy cuenta, y me prohíben dudar so pena de injurias execrables. Es una nueva manera de persuadir. A Dios gracias, mi creencia no se maneja a puñetazos. Que reprendan a quienes acusan a su opinión de falsedad; yo sólo la acuso de dificultad y de audacia, y condeno la afirmación opuesta igual que ellos, si bien no de manera tan imperiosa. Si uno establece su opinión de modo desafiante e imperativo, muestra que la razón es endeble. En una disputa verbal y escolar, que gocen de la misma plausibilidad que sus contradictores. c | Videantur sane, ne affirmentur modo[26] [Aceptemos que sea verosímil, con tal de que no lo afirmen]. b | Pero, en cuanto a la consecuencia efectiva que infieren, éstos tienen mucha ventaja. Para matar a la gente se requiere una claridad luminosa y neta;[27] y nuestra vida es demasiado real y sustancial para avalar esos casos sobrenaturales y fantásticos. En cuanto a las drogas y los venenos, los excluyo de mi consideración: se trata de homicidios, y de la peor especie.[28] Sin embargo, aun ahí se dice que no siempre hay que detenerse en la propia confesión de esa gente, pues a veces se les ha visto acusarse de haber dado muerte a personas que resultaban estar sanas y vivas.

En cuanto a esas otras acusaciones extravagantes, querría decir que es suficiente creer a un hombre, por mucho prestigio que tenga, en aquello que es humano; en lo que cae fuera de su concepción y constituye un hecho sobrenatural, sólo debe ser creído cuando lo autorice una aprobación sobrenatural. El privilegio que Dios ha tenido a bien acordar a algunos de nuestros testimonios no debe ser envilecido y generalizado a la ligera. Mil cuentos de este tipo me han golpeado los oídos: «Tres lo vieron tal día en Oriente; tres lo vieron al día siguiente en Occidente, a tal hora, en tal sitio, vestido de tal modo».[29] Lo cierto es que en estas cosas ni siquiera me creería a mí mismo. ¡Hasta qué punto me parece más natural y más verosímil que dos hombres mientan, que no que uno pase en doce horas, a la vez que los vientos, de Oriente a Occidente! ¡Hasta qué extremo me parece más natural que la volubilidad de nuestro espíritu descompuesto arranque nuestro juicio de su asiento que no que uno de nosotros sea elevado sobre una escoba a lo largo del conducto de su chimenea, en carne y hueso, por un espíritu extraño! No busquemos ilusiones externas y desconocidas, nosotros que estamos perpetuamente agitados por ilusiones domésticas y propias. Me parece excusable no creer en un hecho maravilloso, al menos en la medida en que la verificación pueda desviarse y eludirse por vía no maravillosa. Y me adhiero al parecer de san Agustín, según el cual, en las cosas de difícil prueba y peligrosa creencia, más vale inclinarse hacia la duda que hacia la afirmación.[30]

Hace unos cuantos años, crucé las tierras de un príncipe soberano[31] que, en favor mío, y para rebatir mi incredulidad, me hizo la gracia de mostrarme en su presencia, en un sitio particular, diez o doce prisioneros de este género, y entre ellos una vieja, verdaderamente muy bruja en cuanto a fealdad y deformidad, que era muy famosa desde hacía mucho en esta profesión. Vi pruebas y confesiones libres y no sé qué marca insensible en la vieja miserable,[32] y pregunté y hablé a mi antojo prestando la más intensa atención de la que fui capaz; y no soy hombre que me deje agarrotar mucho el juicio por prevención. A fin de cuentas y en conciencia, más bien les habría prescrito eléboro que cicuta.[33] c | Captisque res magis mentibus, quam consceleratis similis uisa[34] [El caso me parece más propio de mentes desquiciadas que de mentes criminales]. b | La justicia posee sus propias correcciones para tales enfermedades.

En cuanto a las objeciones y los argumentos que me han presentado hombres honestos, tanto allí como a menudo en otros sitios, nada he oído que me fuerce y que no admita una solución siempre más verosímil que sus conclusiones. Bien es verdad que no desato las pruebas y las razones que se fundan en la experiencia y en el hecho; tampoco tienen un cabo. Con frecuencia las corto, como hizo Alejandro con su nudo.[35] Después de todo, es poner a muy alto precio las propias conjeturas hacer quemar por ellas a un hombre vivo. c | Se cuentan varios ejemplos, y Prestancio refiere de su padre que, adormecido y aletargado con una pesadez mucho mayor que si estuviera completamente dormido, se figuró que era una acémila y que era utilizado como animal de carga por unos soldados. Y lo que fantaseaba, lo era.[36] Si los brujos sueñan de esta manera material, si los sueños pueden a veces tomar cuerpo de esta forma en hechos, no creo tampoco que nuestra voluntad haya de rendir cuentas a la justicia.

b | Lo digo sin ser juez ni consejero de los reyes, y sin considerarme ni mucho menos digno de ello, como hombre del común, nacido para la obediencia de la razón pública, y entregado a ella, tanto en sus actos como en sus dichos. Si alguien tuviera en cuenta mis desvaríos en detrimento de la más humilde ley, opinión o costumbre de su pueblo, se inferiría un gran perjuicio, y también me lo inferiría a mí. c | Porque en lo que digo la única certeza que garantizo es que se trata de aquello que en este momento tenía en mi pensamiento, pensamiento tumultuoso y vacilante. Hablo de todo a modo de charla, y de nada a modo de dictamen. Nec me pudet, ut istos, fateri nescire quod nesciam[37] [No me avergüenzo, como éstos, de admitir que ignoro lo que ignoro]. b | No sería tan audaz hablando si me incumbiera ser creído; y fue eso lo que respondí a un grande que deploraba la acritud y la vehemencia de mis exhortaciones: «Dado que os veo inclinado y dispuesto hacia un lado, os presento el otro con todo el desvelo de que soy capaz para esclarecer vuestro juicio, no para someterlo; Dios sostiene vuestro ánimo y os brindará la elección». No soy tan presuntuoso para desear siquiera que mis opiniones decidan cosa tan importante: mi fortuna no las ha preparado para tan poderosas y elevadas conclusiones. Ciertamente, disuadiría de buena gana a mi hijo, si lo tuviera, no sólo de muchas de mis inclinaciones, sino también de bastantes de mis opiniones. ¿Qué decir si las más verdaderas no siempre son las más favorables al hombre, a tal extremo es salvaje su composición?

A propósito o no, tanto da, en Italia circula como refrán que si alguien no se ha acostado con una coja, no conoce a Venus en su plena dulzura. La fortuna o algún caso particular pusieron hace mucho tiempo esta frase en boca del pueblo; y se dice tanto de los varones como de las mujeres. En efecto, la reina de las amazonas respondió al escita que la invitaba al amor: «ἄριστα χωλὸς οἰφεῖ» —el cojo lo hace mejor—.[38] En esta república femenina, para evitar el dominio de los varones, les lisiaban desde la niñez brazos, piernas y otros miembros que les otorgaban ventaja sobre ellas, y se servían de ellos sólo para eso para lo que nosotros nos servimos de ellas aquí. Yo habría dicho que el movimiento desequilibrado de la coja brinda algún nuevo placer a la tarea, y cierta punta de dulzura a quienes la prueban, pero acabo de enterarme de que hasta la filosofía antigua ha dictaminado sobre la cuestión: dice que, como las piernas y los muslos de las cojas no reciben, debido a su defecto, la nutrición correspondiente, los genitales, que están encima, están más llenos, más nutridos, son más vigorosos.[39] O bien que, como este defecto impide el ejercicio, quienes padecen esta tara malgastan menos sus fuerzas y llegan más enteros a los juegos de Venus.[40] Esa es también la razón por la cual los griegos acusaban a las tejedoras de ser más lujuriosas que las demás mujeres: a causa del oficio sedentario que desempeñan, sin gran ejercicio corporal.[41] ¿De qué no podemos razonar a este precio? De éstas yo podría también decir que el zarandeo que conlleva su trabajo, sentadas de ese modo, las despierta e incita, como a las damas el vaivén y el traqueteo de sus carruajes.

¿No secundan estos ejemplos lo que decía al principio: que a menudo nuestras razones se anticipan al hecho, y tienen una jurisdicción tan infinitamente amplia que juzgan y se aplican incluso en la inanidad y en el no ser? Aparte de la ductilidad de nuestra inventiva para fabricar razones para toda suerte de sueños, nuestra imaginación tiene la misma facilidad para recibir impresiones de la falsedad por apariencias muy frívolas. En efecto, por la simple autoridad del uso antiguo y general de esta sentencia, en cierta ocasión me dio por creer que había sentido más placer de una mujer porque renqueaba, e incluí el hecho en el cómputo de sus gracias.

Al comparar Francia con Italia, Torquato Tasso dice haber observado que nosotros tenemos las piernas más delgadas que los gentilhombres italianos, y atribuye la causa a que montamos continuamente a caballo.[42] De esta misma causa Suetonio infiere una conclusión del todo opuesta, pues dice, en cambio, que Germánico engordó las suyas con la continua práctica de tal ejercicio.[43] Nada hay tan versátil y errático como nuestro entendimiento: es el zapato de Teramenes, bueno para cualquier pie.[44] Y es doble y diverso, y las materias son dobles y diversas. «Dame un dracma de plata», le dijo un filósofo cínico a Antígono. «No es regalo propio de un rey», replicó éste. «Entonces, dame un talento». «No es regalo propio para un cínico».[45]

Seu plures calor ille uias et caeca relaxat

spiramenta, nouas ueniat qua succus in herbas;

seu durat magis et uenas astringit hiantes,

ne tenues pluuiae, rapidiue potentia solis

acrior, aut Boreae penetrabile frigus adurat.[46]

[O el calor dilata las vías y los conductos cerrados, por los cuales llega la savia a las nuevas plantas; o los endurece más y comprime las venas abiertas, para que ni las tenues lluvias, ni la excesiva fuerza de un sol más violento ni el frío penetrante del Bóreas la quemen].

Ogni medaglia ha il suo riverso[47] [Toda medalla tiene su reverso]. Por eso Clitómaco decía en la Antigüedad que Carnéades había superado los trabajos de Hércules al arrancar de los hombres el asentimiento, es decir, la pretensión y la temeridad de juzgar.[48] Esta fantasía de Carnéades, tan vigorosa, nació antiguamente, a mi juicio, de la impudicia y la arrogancia desmesurada de quienes hacen profesión de saber. Pusieron a Esopo a la venta junto a dos esclavos más. El comprador le preguntó al primero qué sabía hacer; éste, para darse realce, respondió toda suerte de maravillas, que sabía esto y aquello; el segundo respondió otro tanto o más; cuando fue el turno de Esopo y le preguntaron también qué sabía hacer, dijo: «Nada, pues éstos ya lo han ocupado todo; lo saben todo».[49] Eso mismo ha sucedido en la escuela de la filosofía. El orgullo de quienes le atribuían al espíritu humano capacidad para todo ocasionó en otros, por despecho y emulación, la opinión de que no es capaz de nada. Tan extremistas son los unos en la ignorancia como los otros en la ciencia. Para que, así, no pueda negarse que el hombre es inmoderado en todo, y que no tiene otro freno que el de la necesidad y la impotencia de ir más allá.