CAPÍTULO VIII

EL ARTE DE LA DISCUSIÓN

b | Es un uso de nuestra justicia condenar a algunos como advertencia para los demás. c | Condenarlos porque han cometido una falta, sería estúpido, como dice Platón, pues lo que está hecho no puede deshacerse. Se les condena para que no vuelvan a cometer la misma falta, o para evitar el ejemplo de su delito.[1] b | No se corrige a quien se ahorca; se corrige a los demás por medio de él. Yo hago lo mismo. Mis errores son casi naturales e incorregibles, e irremediables. Pero el provecho que los hombres honestos brindan al público haciéndose imitar, yo se lo brindaré tal vez haciendo que me eviten:

Nonne uides Albi ut male uiuat filius, utque

Barrus inops? Magnum documentum, ne patriam rem

perdere quis uelit.[2]

[¿No ves lo mal que vive el hijo de Albo y cómo Barro está en la miseria?

Gran ejemplo para quien no quiera perder el patrimonio].

Si publico y denuncio mis imperfecciones, habrá quien aprenda a temerlas. Las cualidades que más estimo en mí adquieren más honor denunciándome que ensalzándome. Por eso insisto y me detengo en ello más a menudo. Pero, a fin de cuentas, jamás se habla de uno mismo sin perjuicio. Cuando uno se condena, es siempre creído; cuando se elogia, nunca.

Puede que algunos tengan mi temperamento. Yo me instruyo mejor por contradicción que por ejemplo, y por huida mejor que por seguimiento. A esta suerte de enseñanza se refería Catón el Viejo cuando dijo que los sabios pueden aprender más de los locos que los locos de los sabios.[3] Y aquel antiguo tañedor de lira que, según Pausanias, solía obligar a sus discípulos a oír a un mal intérprete que vivía enfrente de él, para que aprendieran a odiar sus disonancias y falsas medidas.[4] El horror de la crueldad me empuja más hacia la clemencia de lo que ningún modelo de clemencia podría atraerme. Un buen jinete no corrige tanto mi postura como lo hace un procurador o un veneciano a caballo. Y un mal estilo de lenguaje reforma más el mío que el bueno. Todos los días la actitud necia de alguno me advierte y aconseja. Lo que duele, afecta y despierta más que lo que agrada. Estos tiempos son apropiados para corregirnos haciéndonos retroceder, por disconformidad más que por conformidad, por diferencia más que por acuerdo. Siendo poco instruido por los buenos ejemplos, me valgo de los malos, cuya lección es común.[5] c | Me he esforzado por volverme más agradable en la medida que veía gente molesta, y más firme en la medida que la veía blanda, y más indulgente en la medida que la veía violenta, y más bueno en la medida que la veía malvada. Pero me proponía proporciones inalcanzables.

b | El ejercicio más fructífero y natural de nuestro espíritu es, a mi entender, la discusión. Su práctica me parece más grata que la de cualquier otra acción de nuestra vida. Y ésa es la razón por la cual si ahora mismo me obligaran a elegir, aceptaría más bien perder la vista que perder el oído o el habla. Los atenienses y también los romanos honraban sobremanera este ejercicio en sus academias. En nuestros tiempos, los italianos conservan algunos vestigios, con gran provecho para ellos, como se ve si comparamos nuestros entendimientos con los suyos. El estudio de los libros es un movimiento lánguido y débil que no enardece; la discusión, en cambio, enseña y ejercita a la vez. Si discuto con un alma fuerte y un duro justador, me hostiga los flancos, me provoca por la derecha y por la izquierda, sus fantasías realzan las mías. El celo, el orgullo, la tensión me empujan y me elevan por encima de mí mismo. Y el unísono es una cualidad del todo fastidiosa en la discusión.

Pero, así como nuestro espíritu se fortalece mediante la comunicación con espíritus vigorosos y ordenados, no puede decirse hasta qué punto pierde y degenera por medio del continuo trato y la frecuentación que tenemos con espíritus bajos y enfermizos. No hay contagio que se difunda como éste. Lo he comprobado por experiencia suficiente a mis expensas. Me gusta disputar y razonar, pero con pocos hombres y para mí. En efecto, servir de espectáculo a los grandes y rivalizar alardeando del propio espíritu y de la propia cháchara me parece que es un oficio muy poco apropiado para un hombre de honor. La estupidez es una mala cualidad; pero no poderla soportar, e irritarse y consumirse por ella, como me sucede a mí, es otra clase de enfermedad, no mucho menos importuna que la necedad. Y esto es lo que ahora quiero denunciar en mí.

Entablo discusión y disputa con gran libertad y facilidad, pues la opinión encuentra en mí un terreno poco propicio para penetrar y para echar raíces profundas. Ninguna proposición me asombra, ninguna creencia me ofende, por más opuesta que sea a la mía. No existe fantasía tan frívola y tan extravagante que no me parezca muy acorde a la producción del espíritu humano. Nosotros, que privamos a nuestro juicio del derecho a pronunciar sentencias, miramos mansamente las opiniones distintas; y, si no les cedemos el juicio, les cedemos sin dificultad alguna el oído. Cuando un plato de la balanza está completamente vacío, dejo oscilar el otro con el peso de los sueños de una vieja. Y me parece que merezco excusa si acepto más bien el número impar, el jueves en lugar del viernes; si prefiero ser el duodécimo o el decimocuarto en la mesa a ser el decimotercero; si, cuando viajo, me gusta más ver una liebre bordeando el camino que cruzándolo, y si doy antes el pie izquierdo que el derecho para que me lo calcen. Todos estos desvaríos, que gozan de crédito a nuestro alrededor, merecen al menos ser escuchados. Para mí, sólo ganan a la inanidad, pero le ganan. Aun las opiniones vulgares y fortuitas pesan más que nada en la naturaleza. Y quien no se deja ir hasta ahí, cae tal vez en el vicio de la obstinación por evitar el de la superstición.[6]

Así pues, los juicios contradictorios ni me ofenden ni me alteran; tan sólo me despiertan y ejercitan. Evitamos la corrección; habría que presentarse y exponerse ante ella, en particular cuando llega en forma de discusión, no de enseñanza. Frente a cualquier objeción, no se mira si es justa, sino, con o sin razón, cómo librarse de ella. En lugar de tenderle las manos, le tendemos las garras. Yo soportaría que mis amigos me golpearan con dureza: «Eres un bobo, estás soñando». Me gusta que, entre hombres de bien, nos expresemos con valentía, que las palabras lleguen hasta donde llegue el pensamiento. Debemos fortalecernos el oído, y endurecerlo, contra la blandura del sonido ceremonioso de las palabras. Me gusta la compañía y familiaridad fuerte y viril, la amistad que se complace en una relación ruda y vigorosa, como el amor se complace en los mordiscos y rasguños sangrientos. c | No es bastante vigorosa y noble si no es pendenciera, si es civilizada y artificial, si teme el choque y sigue caminos forzados. Neque enim disputari sine reprehensione potest.[7] [Pues no puede haber discusión sin reprensión].

b | Cuando me llevan la contraria, despiertan mi atención, no mi cólera; me ofrezco a quien me contradice, que me instruye. La causa de la verdad debería ser la causa común de uno y otro. ¿Qué responderá? La pasión de la ira le ha golpeado ya el juicio; la turbación se ha adueñado de él antes que la razón. Sería útil que se apostara sobre el desenlace de nuestras discusiones, que hubiera un signo material de nuestras pérdidas, con el fin de que llevásemos un registro y mi criado pudiese decirme: «El año pasado, os costó cien escudos el haber sido ignorante y el haberos obstinado veinte veces».

Celebro y acaricio la verdad, sea cual fuere la mano en la cual la encuentro, y me entrego a ella con alegría, y le tiendo mis armas vencidas en cuanto la veo acercarse. c | Y con tal de que no se proceda con un semblante demasiado imperiosamente magistral,[8] me complace que me reprendan. Y me acomodo a los acusadores, a menudo más por cortesía que por enmienda; me gusta gratificar y alentar la libertad de advertirme cediendo fácilmente.[9] Sin embargo, es difícil incitar a los hombres de estos tiempos a hacerlo. No tienen el valor de corregir porque no tienen el valor de soportar ser corregidos. Y hablan siempre con disimulo en presencia unos de otros. Me complace tanto que me juzguen y conozcan, que me resulta casi indiferente de cuál de las dos maneras lo hacen. Mi imaginación se contradice y se condena tan a menudo, que me da igual que lo haga otro, habida cuenta, sobre todo, que no le concedo a su reprensión sino la autoridad que yo quiero. Pero rompo con aquel que se comporta con tanta arrogancia como alguno que conozco, que lamenta haber dado un consejo si no le hacen caso, y considera una injuria que alguien se resista a seguirle. Podría decirse que si Sócrates acogía siempre risueño las contradicciones que se oponían a su discurso, se debía a su fuerza, y que, dado que la victoria había de caer con toda seguridad de su lado, las aceptaba como ocasión de una nueva gloría. Sin embargo, nosotros vemos, por el contrario, que nada vuelve nuestro sentimiento tan quisquilloso como la convicción de ser superiores y el desdén del adversario. Y que, de acuerdo con la razón, corresponde más bien al débil aceptar de buen grado las objeciones que le rectifican y corrigen. b | En verdad, busco más el trato de quienes me reprenden que el de quienes me temen. Es un placer insípido y nocivo tener relación con gente que nos admira y nos cede el sitio. Antístenes ordenó a sus hijos que nunca agradecieran ni reconocieran a nadie que los alabase.[10] Yo me siento mucho más orgulloso de la victoria que obtengo sobre mí cuando, en medio del ardor de la lucha, logro plegarme a la fuerza de la razón de mi adversario, que complacido por la victoria que obtengo sobre él a causa de su flaqueza.

En fin, acepto y reconozco toda suerte de ataques directos, por débiles que sean; pero soy demasiado impaciente frente a aquellos que se hacen sin forma. Me importa poco la materia, las opiniones me dan lo mismo, y la victoria en el asunto me resulta más o menos indiferente. Disputaría tranquilamente un día entero si el debate se lleva a cabo con orden. c | No exijo tanto fuerza o sutileza cuanto orden, el orden que se ve todos los días en los altercados entre pastores y entre mozos de taller, jamás entre nosotros. Si se descaminan, es en descortesía; nosotros hacemos lo mismo. Pero su tumulto e impaciencia no los aparta de su tema. Sus palabras siguen su curso. Si se anticipan el uno al otro, si no se esperan, al menos se escuchan. Para mí, se responde siempre más que bien si se responde a lo que digo. b | Pero, cuando la disputa es confusa y desordenada, abandono el asunto, y me aferro a la forma con enojo e indiscreción; y me lanzo a una manera de debatir terca, maliciosa e imperiosa, que después me hace sonrojar. c | Es imposible tratar de buena fe con un necio. No sólo mi juicio se corrompe en manos de un amo tan impetuoso, sino también mi conciencia.

Nuestras disputas deberían estar prohibidas y ser castigadas como otros crímenes verbales. ¿Qué vicio no despiertan y no acumulan, siempre regidas y mandadas por la cólera? Primero nos hacemos enemigos de las razones, y, después, de los hombres. Aprendemos a disputar sólo para contradecir; y, dado que todo el mundo contradice y es contradicho, sucede que el fruto de la disputa es perder y aniquilar la verdad. Así, Platón, en su república, prohíbe este ejercicio a los espíritus ineptos y mal nacidos.[11]

b | ¿Para qué te pones en camino, a la búsqueda de lo que es, con aquel cuyo paso y cuya marcha nada valen? No se hace ningún daño al asunto cuando se abandona para ver la manera de tratarlo —no digo manera escolar y artificial, digo manera natural, de un sano entendimiento—. ¿Qué sucederá al final? El uno va hacia Oriente, el otro hacia Occidente. Pierden lo principal y lo dispersan en la muchedumbre de los incidentes. Al cabo de una hora de tormenta, no saben lo que buscan; el uno está abajo, el otro arriba, el otro a un lado. Éste se interesa mucho por una palabra y una similitud. Aquél ya no oye lo que le objetan, hasta tal extremo está absorto en su carrera; y piensa en seguirse, no en seguirte. Otro, como se encuentra flojo de riñones, lo teme todo, lo rehúsa todo, mezcla y confunde desde el principio el asunto; c | o, en el momento álgido del debate, se amotina para callarse por completo —por una ignorancia despechada, afectando un orgulloso desprecio o una huida neciamente modesta de la disputa—. b | Con tal de golpear, no le importa hasta qué punto se descubre. El otro cuenta sus palabras y las valora como razones. Aquél no emplea otra cosa que la superioridad de su voz y de sus pulmones. Aquí hay uno que concluye contra sí mismo; y éste nos ensordece con prefacios y digresiones inútiles. c | Aquel otro se arma con puras injurias y busca una querella sin fundamento[12] para librarse de la compañía y de la discusión de un espíritu que apremia al suyo. b | Éste último no ve nada de la razón, pero te mantiene asediado con el cerco dialéctico de sus frases y con las fórmulas de su arte.

Ahora bien, ¿quién no empieza a desconfiar de las ciencias y no duda de si puede sacarse algún provecho sólido de ellas para la necesidad de la vida, al considerar el uso que les damos? c | Nihil sanantibus litteris[13] [Unas letras que nada curan]. b | ¿Quién ha adquirido entendimiento con la lógica?, ¿dónde están sus bellas promesas? c | Nec ad melius uiuendum nec ad commodius disserendum[14] [Ni para vivir mejor ni para discurrir de modo más conveniente]. b | ¿Vemos más confusión en la cháchara de las pescaderas que en las disputas públicas de los hombres de esta profesión? Yo preferiría que un hijo mío aprendiera a hablar en las tabernas a que lo hiciera en las escuelas de parlería. Coge a un maestro en artes,[15] discute con él; ¿acaso no nos hace sentir esa excelencia artificial, y no encanta a las mujeres y a los ignorantes, como lo somos nosotros, por la admiración de la firmeza de sus razones, de la belleza de su orden?, ¿acaso no nos domina y persuade a su antojo? Un hombre tan superior en materia y en dirección, ¿por qué mezcla con su esgrima injurias, indiscreción y rabia? Que abandone la muceta, la toga y el latín; que no nos ladre al oído con un Aristóteles completamente puro y crudo, lo confundirás con uno de nosotros, o peor. Me parece, sobre esta implicación y este lenguaje entrelazado con que nos abruman, que sucede como con los prestidigitadores. Su agilidad ataca y fuerza nuestros sentidos, pero no turba en absoluto nuestra creencia; fuera de este juego de manos nada hacen que no sea común y vil. No por ser más doctos son menos ineptos.

Amo y honro el saber tanto como aquellos que lo poseen. Y, en su verdadero uso, es la más noble y poderosa adquisición de los hombres. Pero, en quienes —y hay un número infinito de esta clase— establecen en él su habilidad y valor fundamental, y fían su juicio a su memoria, c | sub aliena umbra latentes[16] [escondidos a la sombra de otros], b | y nada pueden sino a través de los libros, lo aborrezco, si oso decirlo, un poco más que la estupidez. En mi país, y en estos tiempos, la ciencia mejora bastante las bolsas, en modo alguno las almas.[17] Si las encuentra obtusas, las agrava y sofoca —masa cruda e indigesta—; si las encuentra agudas, las suele purificar, clarificar y sutilizar hasta el agotamiento. Es una cosa de calidad poco más o menos indiferente; muy útil accesorio para el alma bien nacida, pernicioso y dañino para otra alma. O más bien una cosa de uso muy precioso, que no se deja poseer a bajo precio. En algunas manos, es un cetro; en otras, una vara de bufón.

Pero sigamos. ¿Qué mayor victoria esperas que mostrar a tu enemigo que no puede atacarte? Cuando logras que venza tu proposición, gana la verdad; cuando logras que se impongan el orden y la dirección, ganas tú. c | Me parece que, en Platón y en Jenofonte, Sócrates discute más en favor de los discutidores que en favor de la discusión; y para enseñar a Eutidemo y a Protágoras a conocer su impertinencia más que la impertinencia de su arte. Aferra cualquier materia como quien tiene un objetivo más útil que aclararla, a saber, el de aclarar los espíritus que se interesa en gobernar y ejercitar. b | La persecución y la caza corren propiamente de nuestra cuenta; no tenemos excusa si las efectuamos mal y con impertinencia. Fallar en la captura es otra cosa.[18] Porque hemos nacido para buscar la verdad; poseerla corresponde a una potencia mayor. No está, como decía Demócrito, escondida en el fondo de los abismos, sino más bien encumbrada a una altura infinita en el conocimiento divino.[19] c | El mundo es sólo una escuela de indagación. b | La cuestión no es quién llegará a la meta, sino quién efectuará las más bellas carreras. Quien dice lo cierto puede hacer el necio igual que quien dice lo falso; en efecto, se trata de la manera, no de la materia de lo que se dice. Mi inclinación es fijarme tanto en la forma como en la sustancia, tanto en el abogado como en la causa, de acuerdo con lo que Alcibíades ordenaba hacer.[20] c | Y me entretengo todos los días leyendo a los autores, sin preocuparme por su ciencia, buscando su forma, no su objeto. Igualmente, busco la comunicación de algún espíritu famoso no para que me enseñe, sino para conocerlo, y para, conociéndolo, imitarlo si lo merece.[21]

b | Cualquier hombre puede decir algo verdadero; pero decirlo ordenada, prudente y hábilmente, pocos hombres pueden hacerlo. Por eso, lo que me molesta no es la falsedad que proviene de la ignorancia; es la inepcia. He roto muchos tratos que me eran útiles por la impertinencia de la disputa de aquellos con los que trataba. No me altero ni una vez al año por las faltas de aquellos sobre quienes tengo poder; pero, en lo que concierne a la estupidez y la obstinación de sus alegaciones, excusas y defensas, asnales y brutales, estamos todos los días agarrándonos por el cuello. No entienden ni lo que se dice ni por qué, y responden igual; es desesperante. No siento que golpee duramente mi cabeza sino otra cabeza. Y me acomodo mejor al vicio de mis hombres que a su ligereza, importunidad y estupidez. Que hagan menos, con tal de que sean capaces de hacer. Vives en la esperanza de avivar su voluntad; pero, de un tronco, nada valioso cabe esperar ni gozar.

Ahora bien, ¿y qué decir si me tomo las cosas de otra manera que como son? Puede ser. Y por eso denuncio mi impaciencia. Y considero, en primer lugar, que es tan viciosa en quien tiene razón como en quien no la tiene. En efecto, no poder soportar una forma diferente de la propia es siempre acritud tiránica. Y, además, creo que no hay en verdad estupidez mayor, ni más constante, ni más heteroclita, que alterarse y enojarse por las necedades del mundo. Porque nos irrita sobre todo en contra de nosotros; y a aquel filósofo antiguo no le habría faltado nunca motivo para sus llantos en tanto que se hubiese examinado.[22] c | Misón, uno de los siete sabios, de talante timoniano y democritiano, al preguntarle por qué se reía solo, respondió: «Por el hecho de reírme solo».[23]

b | ¡Cuántas necedades digo y respondo todos los días a mi juicio; y probablemente, entonces, cuánto más frecuentes deben de ser a juicio de otros! c | Si yo me muerdo los labios, ¿qué deben de hacer los demás? En suma, hay que vivir entre los vivos, y dejar que el agua corra bajo el puente sin preocuparnos, o, por lo menos, sin alterarnos. b | En verdad, ¿por qué nos topamos con quien tiene el cuerpo torcido y contrahecho sin turbación alguna, y no podemos soportar el encuentro con un espíritu desordenado sin montar en cólera? Esta viciosa violencia depende más del juez que de la falta. Tengamos siempre en la boca la sentencia de Platón: c | «Lo que encuentro malsano, ¿no se debe a que yo mismo soy malsano?». b | «¿No tengo yo mismo la culpa?, ¿acaso no puede mi advertencia volverse en contra mía?».[24] Sabio y divino estribillo, que azota el más común y universal error humano. c | No sólo los reproches que nos lanzamos los unos a los otros, sino incluso nuestras razones y argumentos en materias controvertidas pueden por lo común dirigirse hacia nosotros; y nos arrojamos sobre nuestras propias armas. De ello la Antigüedad me ha dejado bastantes graves ejemplos. b | Lo dijo ingeniosamente y con mucha propiedad quien lo inventó:

Stercus cuique suum bene olet.[25]

[A todo el mundo le huele bien su excremento].

c | Nuestros ojos nada ven hacia atrás. Cien veces al día, nos burlamos de nosotros mismos a propósito de nuestro vecino, y aborrecemos en los demás defectos que en nosotros son más manifiestos; y nos sorprendemos de ellos con extraordinaria impudicia e inadvertencia. Ayer mismo tuve ocasión de ver cómo un hombre de entendimiento[26] se burlaba, de manera tan graciosa como justa, de la inepta costumbre de otro que rompe la cabeza a todo el mundo con el registro de sus genealogías y alianzas, más de la mitad falsas —los que se lanzan de más buena gana a estos necios asuntos son quienes poseen cualidades más dudosas y menos seguras—. Y él, si hubiese retrocedido hacia sí mismo, se habría encontrado no mucho menos destemplado y enojoso cuando difunde y realza la prerrogativa de la familia de su mujer. ¡Oh importuna presunción de la cual la esposa se ve armada, de la mano de su propio marido! Si entendiese latín, habría que decirle:

Age si haec non insanit satis sua sponte, instiga.[27]

[¡Venga!, instígala, si no está bastante loca de suyo].

No digo que nadie acuse sin estar limpio, porque nadie acusaría —ni siquiera limpio de este mismo tipo de tacha—.[28] Pero me refiero a que nuestro juicio, al imputar a otro del que en ese momento sea cuestión, no nos exima a nosotros de una jurisdicción interna y severa. Es un deber de caridad que si alguien no puede borrar un vicio de sí mismo, intente no obstante borrarlo de otro, donde la semilla puede ser menos maligna y violenta. Y tampoco me parece una respuesta oportuna, a quien me advierte de mi falta, decirle que también está en él. ¿Qué se desprende de ahí? La advertencia sigue siendo verdadera y útil. Si tuviésemos buena nariz, nuestra inmundicia debería olernos peor, dado que es nuestra. Y Sócrates opina que si alguien se encuentra culpable a sí mismo, y encuentra culpable a su hijo, y a un extraño, de alguna violencia e injusticia, él debería ser el primero en presentarse a la condena de la justicia, e implorar, para purgarse, el auxilio de la mano del verdugo; en segundo lugar, debería presentar a su hijo, y finalmente al extraño.[29] Si este precepto tiene un tono un poco demasiado alto, al menos debe presentarse el primero al castigo de su propia conciencia.

b | Los sentidos son nuestros jueces propios y primeros, que no perciben las cosas sino por los accidentes externos; y no es extraordinario que, en todos los aspectos del servicio de nuestra sociedad, haya una mezcla tan duradera y universal de ceremonias y apariencias artificiales; de suerte que la parte mejor y más efectiva de los Estados consiste en esto.[30] Nos las vemos siempre con el hombre, cuya condición es extraordinariamente corporal. Que aquellos que nos han querido forjar, estos años pasados, un ejercicio de religión tan contemplativo e inmaterial, no se asombren si alguno piensa que se les habría escabullido y disuelto entre los dedos, si no se mantuviera entre nosotros como signo, título e instrumento de división y de facción, más que por sí mismo.[31]

Lo mismo sucede en la discusión. La gravedad, el vestido y la fortuna de quien habla proporciona con frecuencia autoridad a palabras vanas e ineptas. No puede caber duda de que un señor tan seguido, tan temido, no posea en su interior alguna habilidad distinta de la popular; y que alguien a quien se confían tantas misiones y tantos cargos, tan desdeñoso y tan altivo, no sea más capaz que ese que le saluda desde tan lejos y al que nadie emplea. No sólo las palabras, sino aun las muecas de esa gente, se consideran y tienen en cuenta; todo el mundo se esfuerza por darles alguna interpretación bella y sólida. Si se rebajan a la discusión común, y se les ofrece otra cosa que aprobación y reverencia, te abruman con la autoridad de su experiencia: han oído, han visto, han hecho; te aplastan a fuerza de ejemplos.

Me gustaría decirles que el fruto de la experiencia de un cirujano no es la historia de sus prácticas, ni acordarse de que ha curado a cuatro apestados y a tres gotosos, si no sabe derivar de este uso con qué formar su juicio, y si no nos sabe hacer sentir que se ha hecho más sabio con la práctica de su arte. c | Del mismo modo, en un concierto de instrumentos, no se oye el laúd, la espineta ni la flauta, sino una armonía global, la suma y el fruto de todo el conjunto. b | Si los viajes y los cargos los han mejorado, le corresponde ponerlo de relieve a la producción de su entendimiento. No basta con enumerar las experiencias; es preciso pesarlas y asociarlas. Y es preciso haberlas digerido y destilado para inferir las razones y conclusiones que comportan. Jamás hubo tantos relatores. Siempre es bueno y útil oírlos, porque nos brindan una gran cantidad de bellas y loables instrucciones del almacén de su memoria. Gran cosa, ciertamente, en auxilio de la vida. Pero ahora no buscamos esto; buscamos si estos recitadores y recopiladores son loables en sí mismos.

Odio toda suerte de tiranía, tanto la verbal como la efectiva. Me opongo con gusto a esas vanas circunstancias que engañan a nuestro juicio por medio de los sentidos; y, acechando tales grandezas extraordinarias, he encontrado que son, a lo sumo, hombres como los demás:

Rarus enim ferme sensus communis in illa

fortuna.[32]

[El sentido común es en efecto escaso en este grado de fortuna].

Tal vez se les considera y percibe inferiores a lo que son porque emprenden más y se muestran más; no están a la altura del fardo que han asumido. El porteador ha de tener más vigor y poder que la carga. Quien no ha empleado toda su fuerza, te hace dudar si le queda todavía más, y si ha sido puesto a prueba hasta el límite de sus posibilidades. Quien sucumbe bajo su carga, descubre su medida y la flaqueza de sus hombros. Por eso vemos tantas almas ineptas entre las doctas, y más que de las otras. Habrían podido ser buenos administradores, buenos mercaderes, buenos artesanos; su vigor natural estaba cortado a esta medida. La ciencia es una cosa de gran peso; se derrumban bajo ella. Para exponer y distribuir esta noble y poderosa materia, para emplearla y ayudarse de ella, su ingenio no posee ni suficiente vigor ni suficiente destreza. No puede albergarse sino en una naturaleza fuerte; pero éstas son muy raras. c | Y las débiles, dice Sócrates, corrompen la dignidad de la filosofía al manejarla.[33] Se revela tan inútil como viciosa cuando el estuche es defectuoso. b | Así se estropean y desquician:

Humani qualis simulator simius oris,

quem puer arridens pretioso stamine serum

uelauit, nudasque nates ac terga reliquit,

ludibrium mensis.[34]

[Como el mono que imita el semblante humano, que un niño, para divertirse, ha vestido con una preciosa ropa de seda, dejándole desnudas las nalgas y la espalda, para burla de los comensales].

De igual manera, a quienes nos rigen y mandan, a quienes tienen el mundo en sus manos, no les basta con poseer un entendimiento común, con poder lo que nosotros podemos. Están muy por debajo nuestro si no están muy por encima. Así como prometen más, deben también más. Y por eso el silencio les procura no sólo un aire de respeto y gravedad, sino también, a menudo, provecho y utilidad. En efecto, cuando Megabizo acudió a visitar a Apeles en su taller, permaneció mucho tiempo sin decir palabra, y luego se puso a disertar sobre sus obras, por lo cual recibió esta dura reprimenda: «Mientras has guardado silencio, parecías grande a causa de tus collares y tu pompa; pero ahora que te hemos oído hablar, hasta los mozos de mi taller te desprecian».[35] Las magníficas galas, el gran cargo no le permitían ser ignorante con una ignorancia popular, ni hablar sin pertinencia de la pintura. Había de mantener, mudo, aquella habilidad externa y presuntiva. ¡A cuántas almas necias, en estos tiempos, les ha servido un aspecto frío y taciturno como título de prudencia y de capacidad!

Las dignidades y los cargos se otorgan necesariamente más según la fortuna que según el mérito; y con frecuencia se comete un error al echar la culpa a los reyes. Al contrario, es asombroso que tengan tanto acierto con tan poca información. c | Principis est uirtus maxima nosse suos [La máxima virtud de un príncipe es conocer a sus hombres].[36] b | La naturaleza, en efecto, no les ha dado una vista capaz de extenderse a tanta población, para distinguir la excelencia fuera de lo común y penetrar nuestros pechos, donde reside el conocimiento de nuestra voluntad y de nuestras mejores cualidades. No tienen más remedio que elegirnos por conjetura y a tientas: por la familia, las riquezas, el saber, la voz del pueblo —pobrísimos argumentos—. Quien pudiera encontrar el modo de juzgar con justicia, y elegir a los hombres por medio de la razón, con este único rasgo establecería una forma perfecta de Estado.[37]

«Sí, pero ha llevado a cabo este asunto importante». Esto significa algo, pero no lo suficiente. Porque con razón se aprueba esta sentencia: que los planes no deben juzgarse por los resultados.[38] c | Los cartagineses castigaban las malas decisiones de sus capitanes aun cuando fuesen corregidas por un resultado feliz.[39] Y el pueblo romano rehusó con frecuencia el triunfo a grandes y muy útiles victorias porque la conducta del comandante no había estado a la altura de su éxito. b | Vemos de ordinario, en las acciones del mundo, que la fortuna, para mostrarnos cuánta es su fuerza en todas las cosas, y cómo se complace en rebajar nuestra presunción, al no poder convertir a los incapaces en sabios, los hace dichosos, en competencia con la virtud. Se dedica de buen grado a favorecer las acciones en las cuales la trama es más enteramente suya. Por eso vemos todos los días que los más simples entre nosotros llevan a cabo grandísimas tareas, tanto públicas como privadas. Siramnes el Persa respondió a quienes se asombraban de que sus asuntos le fueran tan mal, siendo sus palabras tan sensatas, que él sólo era dueño de sus palabras, pero que la fortuna lo era del éxito de sus asuntos.[40] De igual manera, éstos pueden responder lo mismo, pero con un sesgo contrario. La mayor parte de las cosas del mundo se hacen por sí mismas:

Fata uiam inueniunt.[41]

[Los hados encuentran su camino].

El resultado autoriza a menudo una conducta muy inepta. Nuestra intervención no es casi más que una rutina, y con más frecuencia una consideración de uso y de ejemplo que de razón. Asombrado por la grandeza del asunto, he conocido alguna vez, de boca de quienes lo habían llevado a cabo, sus motivos y su habilidad. No he encontrado más que opiniones vulgares; y las más vulgares y comunes son quizá también las más seguras y más convenientes para la práctica, si no para la ostentación.

¿Qué decir si las razones más chatas son las más sensatas, si las más bajas y débiles, y las más trilladas, se acomodan mejor a los asuntos? Para preservar la autoridad del Consejo de los reyes, no hay necesidad de que los profanos participen en él, ni de que miren sino desde la primera barrera. Hay que venerarlo por autoridad y en conjunto, si se quiere alentar su reputación. Mi deliberación esboza un poco la materia y la examina ligeramente por sus primeros aspectos; lo importante y primordial de la tarea, tengo por costumbre dejarlo en manos del cielo:

Permitte diuis caetera.[42]

[Lo restante, déjalo a los dioses].

La buena y la mala suerte son, a mi juicio, dos potencias supremas. Es imprudente estimar que la prudencia humana pueda ejercer el papel de la fortuna. Y es vana la empresa de quien presume de abarcar las causas y las consecuencias, y de conducir de la mano el curso de su empresa —vana, sobre todo, en las deliberaciones militares—. Jamás existió más circunspección ni prudencia militar de la que se ve a veces entre nosotros. ¿Será tal vez que tememos perdernos por el camino si nos reservamos para el desenlace final del juego?

Digo más: que incluso nuestra sabiduría y deliberación sigue en la mayoría de los casos la dirección del azar.[43] Mi voluntad y mi razonamiento se mueven tan pronto de una manera como de otra; y muchos de estos cambios se gobiernan sin mí. Mi razón tiene impulsos y movimientos cotidianos c | y fortuitos:

b | Vertuntur species animorum, et pectora motus

nunc alios, alios dum nubila uentus agebat,

concipiunt.[44]

[Los estados de ánimo mudan, y sus corazones conciben ahora

unos sentimientos, otros cuando el viento arrastra las nubes].

Observemos quiénes son los más poderosos en las ciudades, y quiénes cumplen mejor sus tareas. Encontraremos por regla general que son los menos hábiles. Se ha dado el caso que mujercitas, niños y necios han dirigido grandes Estados igual que los príncipes más capaces. c | Y los torpes, dice Tucídides, atinan con más frecuencia que los sutiles.[45] b | Atribuimos los efectos de su fortuna a su prudencia:

c | ut quisque fortuna utitur,

ita praecellet, atque exinde sapere illum omnes dicimus.[46]

[cuanto más participa uno de la fortuna, más sobresale,

y por la misma razón todos decimos que es un sabio].

b | Por tanto, digo bien, en todos los aspectos, que los resultados son pobres testigos de nuestra valía y capacidad.

Ahora bien, estaba diciendo que no hay más que ver a alguien que ocupe una alta dignidad: aunque lo hayamos conocido tres días antes como un hombre de poca importancia, se introduce insensiblemente en nuestras opiniones una imagen de grandeza, de capacidad, y nos convencemos de que, al crecer su séquito y su autoridad, ha crecido su mérito. Lo enjuiciamos no por su valía sino, como sucede con las fichas, por la prerrogativa de su rango. Que la suerte dé un nuevo giro, que vuelva a caer y se confunda en la multitud: todo el mundo se pregunta con admiración por la causa que lo había llevado tan arriba. «¿Es él?», se dice; «¿no sabía otra cosa cuando estaba ahí?», «¿los príncipes se contentan con tan poco?», «¡en verdad estábamos en buenas manos!». Es algo que he visto con frecuencia en estos tiempos. Incluso la máscara de las grandezas que se representan en las comedias nos afecta y engaña en alguna medida. Por mi parte, lo que adoro de los reyes es la muchedumbre de sus adoradores. Se les debe toda inclinación y sumisión, salvo la del entendimiento. Mi razón no está habituada a doblarse ni a ceder; lo están mis rodillas.

Le preguntaron a Melantio qué le parecía cierta tragedia de Dionisio. Respondió: «No la he visto, hasta tal punto la ofusca su lenguaje».[47] También la mayoría de quienes juzgan los discursos de los grandes deberían decir: «No he entendido sus palabras, hasta tal punto las ofuscan la gravedad, la grandeza y la majestad». Antístenes aconsejó en cierta ocasión a los atenienses que mandasen emplear a los asnos en la labranza de las tierras como lo hacían con los caballos. Le respondieron que ese animal no había nacido para tal servicio. «Tanto da», respondió, «no tenéis más que mandárselo, pues los hombres más ignorantes e incapaces, a quienes encargáis que dirijan vuestras guerras, se vuelven al punto muy dignos de ello porque se lo encargáis».[48]

Tiene que ver con esto la costumbre de muchos pueblos de canonizar al rey que han nombrado de entre ellos, y no les basta con honrarlo si no lo adoran.[49] Los mexicanos, una vez concluidas las ceremonias de su coronación, ya no se atreven a mirarlo a la cara. Al contrario, como si lo hubiesen deificado con su realeza, entre los juramentos que le hacen pronunciar de conservar la religión, las leyes, las libertades, de ser valeroso, justo y bueno, jura también hacer moverse el sol con su luz acostumbrada, hacer llover a las nubes en el momento oportuno, hacer que los ríos sigan sus cursos y hacer que la tierra suministre todo lo necesario para su pueblo.[50]

Yo no comparto este uso común, y recelo más de la habilidad cuando la veo acompañada de grandeza de fortuna y de alabanza popular. Hemos de prestar atención al peso que tiene hablar en el momento propicio, elegir la ocasión, interrumpir la conversación o cambiarla con autoridad magistral, defenderse de las objeciones de otro con un movimiento de cabeza, una sonrisa o un silencio ante unos asistentes que tiemblan de reverencia y de respeto. Un hombre de prodigiosa fortuna, que introdujo su parecer en cierta conversación ligera que se desarrollaba relajadamente en su mesa, empezó exactamente así: «No puede ser sino un mentiroso o un ignorante quien diga otra cosa que», etc. Perseguid esta sutileza filosófica con el puñal en la mano.

He aquí otra advertencia de la que saco gran provecho. En las disputas y discusiones, no todas las sentencias que nos parecen buenas deben aceptarse de inmediato. La mayoría de hombres son ricos gracias a una capacidad ajena. Puede ocurrir que alguien diga una agudeza, una buena respuesta y sentencia, y la exponga, sin conocer su fuerza. c | Que no se domina todo aquello que se toma prestado, podrá tal vez verificarse conmigo mismo. b | No debe siempre cederse, por más verdad o belleza que posea. Hay que combatirla seriamente, o retroceder, con el pretexto de no entenderla, para tantear por todos lados cómo reside en su autor. Puede suceder que nosotros mismos nos asestemos el golpe y le ayudemos más allá de su alcance. En otro tiempo empleé, en la necesidad y urgencia del combate, réplicas que tuvieron más impacto de lo que era mi intención y mi esperanza. Yo las daba sólo en número; las recibían en peso. Así como, al debatir contra un hombre vigoroso, me deleito anticipando sus conclusiones, le ahorro el esfuerzo de interpretarse, intento prevenir su imaginación aún imperfecta e incipiente —el orden y la pertinencia de su entendimiento me advierten y amenazan desde lejos—, con estos otros hago justo lo contrario: no debe entenderse nada sino por ellos, ni presuponer nada. Si juzgan en términos generales: «Esto es bueno, esto no lo es», y aciertan, miremos si es la fortuna la que acierta en su lugar.

c | Que circunscriban y limiten un poco su sentencia: «¿Por qué lo es?, ¿de qué modo lo es?». Estos juicios generales que veo con tanta frecuencia no dicen nada. Son gentes que saludan a todo un pueblo en masa y en tropel. Quienes lo conocen de verdad lo saludan y distinguen de manera especial y particular.[51] Pero es una empresa arriesgada. De ahí que haya visto suceder, muy a menudo, que los espíritus con débil fundamento, al querer hacerse los ingeniosos señalando en la lectura de alguna obra el lugar de la belleza, fijan su admiración con una elección tan mala que, en vez de mostrarnos la excelencia del autor, nos muestran su propia ignorancia. Esta exclamación es segura: «¡Qué hermoso es!», tras escuchar una página entera de Virgilio. Así se salvan los astutos. Pero, en cuanto a intentar seguirla punto por punto, y a querer señalar con un juicio expreso y diferenciado de qué modo un buen autor se supera, sopesando las palabras, las frases, las invenciones y sus diversas virtudes, una tras otra, olvídate de eso. Videndum est non modo quid quisque loquatur, sed etiam quid quisque sentiat, atque etiam qua de causa quisque sentiat[52] [Hay que examinar no sólo las palabras que dice cada uno, sino también sus opiniones e incluso la causa de esas opiniones]. Oigo a diario a necios que dicen palabras que no son necias. b | Dicen una cosa buena; averigüemos hasta qué punto la conocen, veamos de qué manera la poseen. Les ayudamos a emplear esa bella sentencia y esa bella razón que no poseen; se limitan a custodiarla. La habrán presentado al azar y a tientas; nosotros le conferimos autoridad y valor. Les echas una mano. ¿Para qué? En absoluto te lo agradecen, y con ello se vuelven más ineptos. No los secundes, déjalos ir. Manejarán esa materia como si temieran escaldarse; no se atreven a cambiarla de posición ni de aspecto, ni a tratarla a fondo. Remuévela aunque sólo sea un poco, se les escapa: te la ceden, por muy fuerte y bella que sea. Son armas buenas, pero están mal enastadas. ¡Cuántas veces he tenido esta experiencia! Ahora bien, si te dedicas a instruirlos y a confirmarlos, al punto se adueñan de la superioridad de tu interpretación y te la arrebatan: «Es lo que yo quería decir; ésa es precisamente mi idea; si no la he expresado así, es sólo por falta de palabras». ¡Y qué más! Debe emplearse aun la malicia para corregir esta orgullosa estupidez. c | La opinión de Hegesias, según la cual no hay que odiar ni acusar, sino instruir,[53] es razonable en otras cosas. Pero en esto b | es injusto e inhumano ayudar y corregir a alguien que no lo necesita y que lo merece menos. Me gusta dejar que se empantanen y se enreden todavía más de lo que lo están; y hasta tal extremo, si es posible, que al final caigan en la cuenta.

La necedad y el juicio desordenado no son cosas que puedan curarse con un gesto de advertencia. c | Y podemos decir con propiedad de esta corrección aquello que responde Ciro a quien le apremia a exhortar a su ejército ante una batalla inminente: que los hombres no se vuelven valientes ni belicosos en el acto gracias a una buena arenga, como tampoco se vuelven al instante músicos por oír una buena canción.[54] Éstos son aprendizajes que deben hacerse de antemano, con una formación larga y continua.

Debemos este afán, y esta asiduidad de corrección y de instrucción, a los nuestros; pero ir a predicar al primero que pasa, y a instruir la ignorancia o inepcia del primero que encontramos, es un uso que desapruebo sobremanera. Rara vez lo hago, ni siquiera en las conversaciones mantenidas conmigo, y prefiero ceder en todo a dedicarme a estas enseñanzas remotas y magistrales. c | Mi carácter no es dado a hablar ni a escribir para los principiantes. b | Pero, en las cosas que se dicen en común, o entre otros, por falsas y absurdas que yo las juzgue, no me lanzo nunca a través, ni de palabra ni con signos. Por lo demás, nada me irrita tanto en la necedad como el hecho de que se complazca más de lo que razón alguna puede razonablemente complacerse.

Es una desgracia que la prudencia nos prohíba satisfacernos y confiar en nosotros, y nos deje siempre descontentos y temerosos, mientras que la obstinación y la ligereza colman a sus huéspedes de satisfacción y seguridad. Son los menos capaces quienes miran a los demás por encima del hombro, y quienes vuelven del combate repletos de gloria y de alegría. Y las más de las veces, además, el lenguaje arrogante y el rostro satisfecho les da por ganadores ante los presentes, que suelen ser débiles e incapaces de juzgar bien y de distinguir las verdaderas victorias. c | La obstinación y el ardor de opinión son la más segura prueba de estupidez. ¿Existe algo tan convencido, resuelto, desdeñoso, contemplativo, serio, grave como el asno?

b | ¿Podemos omitir bajo el título de discusión y comunicación las charlas agudas y entrecortadas que la alegría y la intimidad introducen entre amigos, con chanzas y bromas jocosas y vivaces entre unos y otros? Es un ejercicio para el que mi alegría natural me hace bastante apto. Y si no es tan tenso ni serio como el otro ejercicio del que acabo de hablar, no es menos agudo ni ingenioso, c | ni menos útil, en opinión de Licurgo.[55] b | En lo que a mí concierne, aporto más libertad que ingenio, y tengo más suerte que inventiva; pero soy perfecto en cuanto a tolerancia, pues soporto una revancha no ya dura, sino incluso indiscreta, sin alteración. Y cuando me atacan, si no soy capaz de dar una réplica brusca de inmediato, no me dedico a seguir esa agudeza con una disputa fastidiosa y blanda, que se inclina a la obstinación. La dejo pasar y, bajando alegremente las orejas, espero algún momento mejor para tener razón. No hay mercader que gane siempre. La mayoría demudan el rostro y la voz cuando se ven sin fuerzas; y con una ira importuna, en lugar de vengarse, delatan su flaqueza a la vez que su poca resistencia. Con este buen humor a veces pellizcamos cuerdas secretas de nuestras imperfecciones, que, serios, no podemos tocar sin ofensa; y nos advertimos útilmente de nuestros defectos los unos a los otros. Hay otros juegos de manos, indiscretos y violentos, a la francesa, que odio a muerte. Tengo la piel tierna y sensible; he visto a lo largo de mi vida enterrar a dos príncipes de nuestra sangre c | real. Es desagradable pelearse por diversión.[56]

b | Por lo demás, cuando quiero juzgar a alguien, le pregunto en qué medida está satisfecho consigo mismo, hasta qué punto le gusta lo que dice u hace. Quiero evitar esas bellas excusas: «Lo hice jugando»:

Ablatum mediis opus est incudibus istud;[57]

[Esta obra ha sido retirada a medio hacer del yunque];

«no le dediqué ni una hora; después no lo he vuelto a mirar». «Pues bien», digo yo, «dejemos entonces estas piezas, dame una que te represente por entero, por la cual aceptes que te midan». Y luego: «¿Qué te parece lo más hermoso de tu obra? ¿Acaso esta parte, o esta otra?, ¿la gracia, la materia, la invención, el juicio, la ciencia?». Suelo advertir, en efecto, que se cometen tantos errores al juzgar la propia obra como la ajena; no sólo por el afecto que mezclamos, sino también por carecer de capacidad para conocerla y distinguirla. La obra, por su propia fuerza y fortuna, puede secundar al artífice más allá de su invención y conocimiento, y adelantarlo. Por mi parte, no juzgo el valor de otra obra más oscuramente que de la mía; y pongo Los ensayos a veces abajo, a veces arriba, de una manera muy inconstante y dudosa.

Hay muchos libros útiles en virtud de sus objetos con los cuales el autor no obtiene alabanza alguna, y buenos libros, como buenas obras, que avergüenzan al artífice. Yo podría escribir la forma de nuestros banquetes y de nuestros vestidos, y la escribiría con poca gracia; podría publicar los edictos de esta época y las cartas de los príncipes que pasan a manos públicas; podría hacer un compendio de un buen libro —y todo compendio de un buen libro es un compendio estúpido—, libro que podría llegar a perderse; y cosas semejantes. La posteridad sacaría un gran provecho de tales composiciones; yo, ¿qué honor tendría salvo el de la buena fortuna? Buena parte de los libros famosos son de esta clase.

Cuando leí a Philippe de Commynes, hace muchos años, ciertamente un autor muy bueno, reparé en esta sentencia como no vulgar: que uno debe guardarse mucho de serle tan útil a un amo que se le impida encontrar la justa recompensa.[58] Debería haber alabado la invención, más que alabarle a él. La volví a encontrar en Tácito, no hace mucho: «Beneficia eo usque laeta sunt dum uidentur exolvi posse; ubi multum anteuenere, pro gratia odium redditur»[59] [Los favores son gratos mientras parece que pueden pagarse; pero, si van mucho más allá, no se pagan con gratitud sino con odio]. c | Y Séneca, vigorosamente: «Nam qui putat esse turpe non reddere, non uult esse cui reddat»[60] [Pues quien considera infame no corresponder, no quiere que exista aquel al que debe corresponderse]. Q. Cicerón, con un sesgo más blando: «Qui se non putat satisfacere, amicus esse nullo modo potest»[61] [Quien no cree poder dar satisfacción, de ningún modo puede ser amigo].

b | El objeto, según como sea, puede hacer que un hombre parezca docto y provisto de buena memoria; pero, para enjuiciar sus cualidades más propias y más dignas, la fuerza y la belleza de su alma, es preciso saber qué es suyo y qué no lo es; y en lo que no es suyo cuánto se le debe con respecto a la elección, la disposición, el ornamento y el lenguaje que ha proporcionado. ¿Y qué decir si ha tomado prestada la materia y ha empeorado la forma, como sucede a menudo? Nosotros, que tenemos poco trato con los libros, nos vemos en la dificultad de que, cuando observamos alguna bella invención en un poeta nuevo, algún argumento vigoroso en un predicador, no osamos pese a todo elogiarlos por ello sin habernos informado con algún docto de si tal elemento les es propio o ajeno. Hasta entonces me mantengo siempre sobre aviso.

Acabo de leerme de un tirón la historia de Tácito —cosa que apenas me sucede: hace veinte años que no le dedico una hora seguida a ningún libro—, y lo he hecho por consejo de un gentilhombre al que Francia estima mucho, tanto por su valía como por una constante forma de aptitud y bondad que se ve en los varios hermanos que son.[62] No sé de ningún autor que mezcle en un registro público tanta consideración de las costumbres y las inclinaciones particulares. c | Y me parece lo contrario de lo que le parece a él: que, viéndose especialmente obligado a seguir las vidas de los emperadores de su época, tan variadas y extremas en toda suerte de formas, tantas notables acciones que sobre todo su crueldad produjo en sus súbditos, tenía una materia más fuerte y atractiva para discurrir y para narrar que si hubiera habido de relatar batallas y agitaciones universales. Hasta tal punto que con frecuencia lo encuentro estéril al pasar por encima de esas bellas muertes, como si temiera enojarnos con su cantidad y su extensión.[63]

b | Esta forma de historia es con mucho la más útil. Los movimientos públicos dependen más de la dirección de la fortuna, los privados de la nuestra.[64] Es más bien un juicio que un relato de historia; en ella hay más preceptos que narraciones. No es un libro para leer, es un libro para estudiar y aprender; está tan lleno de sentencias que las hay razonables y no tanto. Es un semillero de razonamientos éticos y políticos para provisión y ornamento de quienes ocupan algún rango en el gobierno del mundo. Litiga siempre con razones sólidas y vigorosas, de manera aguda y sutil, de acuerdo con el estilo afectado de su siglo. Les gustaba tanto hincharse que, cuando no encontraban agudeza ni sutileza en las cosas, la tomaban prestada de las palabras. No se asemeja poco a la escritura de Séneca. Me parece más carnoso, Séneca más agudo. Su servicio es más apropiado para un Estado turbado y enfermo, como es el nuestro actual. Dirías a menudo que nos describe y que nos reprende. Quienes dudan de su fidelidad, delatan de sobra que le quieren mal por otras cosas. Sus opiniones son sanas y se inclina del lado bueno en los asuntos romanos. Sin embargo, lamento un poco que juzgara a Pompeyo con mayor acritud de lo que comporta la opinión de la gente de bien que vivió y trató con él, que lo consideraba muy semejante a Mario y a Sila, salvo en que era más disimulado.[65] No se eximió de ambición ni de venganza su propósito en el gobierno de los asuntos, y aun sus amigos temieron que la victoria lo llevara más allá de los límites de la razón, pero no en una medida tan desenfrenada. Nada en su vida nos amenazaba con una crueldad y tiranía tan manifiesta. Además, no debe equipararse la sospecha con la evidencia. Por lo tanto, en esto no le creo. Que sus narraciones sean genuinas y rectas, podría tal vez argumentarse por el hecho mismo de que no se corresponden siempre exactamente con las conclusiones de sus juicios, que sigue de acuerdo con la inclinación que ha tomado, a menudo más allá de la materia que nos expone, a la cual no se dignó decantar en un único sentido. No necesita excusa por haber aprobado la religión de su época y desconocido la verdadera, con arreglo a las leyes que regían en él. Esto es su desgracia, no su falta.[66]

He considerado sobre todo su juicio, y no siempre lo he aclarado por entero. Como esas palabras de la carta que Tiberio, viejo y enfermo, envió al senado: «¿Qué debo escribiros, señores, o cómo debo escribiros, o qué no debo escribiros en este momento? Que los dioses y las diosas me hagan perecer peor de lo que siento que muero todos los días, si lo sé». No veo por qué las atribuye con tanta seguridad a un remordimiento hiriente que atormentara la conciencia de Tiberio.[67] Al menos, cuando lo leía, no lo vi. También me ha parecido un poco cobarde que, tras tener que decir que había desempeñado cierta honorable magistratura en Roma, aduzca no haberlo dicho con ostentación.[68] Me parece un gesto de medio pelo para un alma de su clase. En efecto, no atreverse a hablar abiertamente de uno mismo delata cierta falta de ánimo. Un juicio vigoroso y elevado, y que juzgue de forma sana y segura, utiliza a manos llenas los ejemplos propios, igual que si se tratara de una cosa ajena; y da testimonio abiertamente de sí mismo como de un tercero. Hay que pasar por alto estas reglas populares de la cortesía en favor de la verdad y de la libertad. c | Yo me atrevo no sólo a hablar de mí, sino a hablar solamente de mí. Me extravío cuando escribo de otra cosa y me alejo de mi asunto. No me amo de manera tan insensata ni estoy tan apegado ni unido a mí mismo que no me pueda distinguir y considerar aparte: como un vecino, como un árbol. Tan erróneo es no ver hasta dónde llega la propia valía como decir más de lo que se ve.[69] Le debemos más amor a Dios que a nosotros, y le conocemos menos, y, sin embargo, hablamos de Él a nuestro antojo.[70]

b | Si sus escritos refieren alguna cosa de sus rasgos, era un gran personaje, recto y valeroso, de virtud no supersticiosa sino filosófica y noble. Sus testimonios podrán parecer audaces. Por ejemplo, cuando sostiene que a un soldado que llevaba un haz de leña las manos se le paralizaron y se le pegaron a la carga a causa del frío, de tal suerte que quedaron ahí, adheridas y muertas, desprendidas de los brazos.[71] En estas cosas tengo la costumbre de plegarme a la autoridad de tan grandes testigos.[72] Y en cuanto a lo que dice de Vespasiano, que, por el favor del dios Serapis, curó en Alejandría a una mujer ciega untándole los ojos con su saliva, y no sé qué otro milagro,[73] lo dice de acuerdo con el ejemplo y el deber de todos los buenos historiadores. Llevan el registro de los acontecimientos importantes. Entre los accidentes públicos figuran también los rumores y las opiniones populares. Su función es referir las creencias comunes, no ordenarlas. Esa parte atañe a los teólogos y a los filósofos directores de conciencias. Por eso un compañero suyo, y gran hombre como él, dice muy sabiamente: «Equidem plura transcribo quam credo: nam nec affirmare sustineo, de quibus dubito, nec subducere quae accepi»[74] [Por mi parte transcribo más cosas de las que creo; en efecto, no puedo afirmar cosas de las cuales dudo, ni negar las que admito]. c | Y otro: «Haec neque affirmare, neque refellere operae pretium est: famae rerum standum est»[75] [No vale la pena ni afirmarlo ni negarlo: hay que atenerse a la fama de las cosas]. Y, escribiendo en un siglo en el cual la creencia en los prodigios empezaba a menguar, dice no querer, pese a todo, dejar de incluir en sus anales, y de ceder sitio, a una cosa admitida por tanta gente de bien y con tanta veneración por la Antigüedad.[76] b | Está muy bien dicho. Que nos entreguen la historia más como la reciben que como la consideran. Yo, que soy el rey de la materia de la que trato, y que no debo cuentas a nadie, sin embargo no me creo del todo. Con frecuencia aventuro ocurrencias de mi espíritu de las cuales desconfío, c | y ciertas agudezas verbales que me producen embarazo; b | pero las dejo correr al azar. c | Veo que algunos se honran con cosas semejantes. No me corresponde a mí solo juzgar sobre el asunto. Yo me presento de pie y tumbado, por delante y por detrás, por la derecha y por la izquierda, y con todos mis hábitos naturales. b | Los espíritus, incluso parejos en fuerza, no siempre son parejos en aplicación y en gusto. Esto es lo que la memoria me presenta en conjunto, y con bastante incertidumbre. Todos los juicios de conjunto son vagos e imperfectos.