CAPÍTULO VII

LA DESVENTAJA DE LA GRANDEZA

b | Ya que no podemos alcanzarla, venguémonos hablando mal de ella. Sin embargo, no acaba de ser hablar mal de una cosa encontrarle defectos; se encuentran en todas las cosas, por más bellas y deseables que sean. En general, tiene esta ventaja evidente, que se rebaja cuando quiere, y que, más o menos, puede elegir entre una y otra condición. Porque no se cae desde cualquier altura; son más aquellas de las cuales puede descenderse sin caerse.[1] Me parece que le atribuimos excesivo valor, y que también le atribuimos excesivo valor a la resolución de quienes hemos visto u oído decir que la han despreciado, o que han renunciado a ella por propia voluntad.[2] Su realidad no es tan manifiestamente ventajosa que no quepa rechazarla sin milagro. Encuentro muy difícil el esfuerzo de soportar las desventuras, pero veo poca dificultad en contentarse con una medida mediana de fortuna y en evitar la grandeza. Es una virtud, me parece, que yo, que soy un simple ganso, alcanzaría sin mucho trabajo. ¿Qué deben hacer quienes tengan también en cuenta la gloria que acompaña a este rechazo, al que puede corresponderle más ambición que al deseo mismo y a la posesión de la grandeza? Porque la ambición nunca se conduce más de acuerdo consigo mismo que por el camino extraviado e insólito.

Aguzo mi ánimo hacia la resistencia, lo debilito hacia el deseo. Tengo tanto que anhelar como cualquiera, y no dejo a mis anhelos menos libertad e indiscreción; pero aun así nunca he llegado a ansiar ni imperio ni realeza, ni la eminencia de esas fortunas altas e imperiosas. No apunto por ahí, me estimo demasiado. Cuando pienso en crecer, es de manera baja, con un crecimiento limitado y cobarde, propiamente para mí, en determinación, en prudencia, en salud, en belleza y hasta en riqueza. Pero ese crédito, esa autoridad tan poderosa, oprime mi imaginación. Y, muy al contrario que aquel otro, preferiría ser segundo o tercero en Perigús a ser primero en París;[3] cuando menos, sin mentir, tercero en París a primero en dignidad. No quiero ni discutir con un ujier, como un miserable desconocido, ni hacer que las multitudes se abran en adoración cuando paso. Estoy acostumbrado a un escalón medio, tanto por suerte como por gusto. c | Y en el desenvolvimiento de mi vida y de mis empresas he dado muestras de rehuir, más bien que lo contrario, saltar por encima del grado de fortuna en el que Dios dispuso mi nacimiento. Toda constitución natural es igualmente justa y acomodada. b | Mi alma es tan perezosa que no mido la buena fortuna por su altura; la mido por su facilidad.

c | Pero si mi ánimo no es lo bastante grande, es, en cambio, abierto, y me ordena publicar sin temor su flaqueza. Si me hicieran comparar la vida de L. Torio Balbo, hombre de bien, apuesto, docto, sano, experto y provisto de toda suerte de comodidades y placeres, que mantuvo una vida tranquila y enteramente suya, con el alma bien dispuesta contra la muerte, la superstición, los dolores y otras trabas de la necesidad humana, que murió finalmente en pleno combate, empuñando las armas, en defensa de su país, por un lado; y, por el otro, la vida de M. Régulo, tan grande y elevada que todo el mundo la conoce, y su fin admirable —la primera sin nombre, sin dignidad; la segunda, en extremo ejemplar y gloriosa—, diría ciertamente lo que dice Cicerón, si fuese tan elocuente como él.[4] Pero, si hubiera de adaptarlas a la mía, diría también que la primera se ajusta tanto a mi aptitud y a mi deseo, que acomodo a mi aptitud, como la segunda se aleja de ellos; que ésta no puedo alcanzarla más que con la veneración, la otra la alcanzaría de buena gana con el uso.

Volvamos a nuestra grandeza temporal, de donde hemos partido. b | Me desagrada tanto ejercer el dominio como sufrirlo. c | Ótanes, uno de los siete que tenían derecho a pretender el reino de Persia, tomó un partido que yo habría tomado de buen grado. Cedió a sus camaradas su derecho a poder alcanzarlo por elección o por sorteo, a condición de poder, él y los suyos, vivir en el imperio exentos de toda sujeción y dominio, salvo el de las antiguas leyes, y gozar de toda libertad que no supusiera perjuicio para aquéllas. No podía soportar ni estar al mando ni ser mandado.[5] b | El oficio más duro y difícil del mundo, en mi opinión, es ejercer dignamente como rey. Excuso más sus faltas de lo que suele hacerse, en virtud del horrible peso de su carga, que me sobrecoge. Es difícil mantener la medida con un poder tan desmesurado. Sin embargo, incluso para aquellos que poseen una naturaleza menos excelente, es singular incitación a la virtud ocupar un sitio tal que cualquier bien que hagas se registra y computa, y la menor buena acción repercute en tanta gente, y la capacidad que tengas, como la de los predicadores, se dirige principalmente al pueblo, juez poco exacto, fácil de engañar, fácil de contentar.

Son pocas aquellas cosas en las cuales podemos emitir un juicio íntegro, porque son pocas aquéllas en las que, de una manera u otra, no tengamos particular interés. La superioridad y la inferioridad, el dominio y la sujeción se ven forzados a una envidia y contienda naturales; han de saquearse entre sí perpetuamente. No creo ni a la una ni a la otra en lo que concierne a los derechos de su compañera. Dejemos hablar a la razón, que es inflexible e imperturbable, cuando podamos hacerlo. Hojeaba, apenas un mes atrás, dos libros escoceses que se enfrentan sobre el asunto: el popular hace al rey de peor condición que un carretero; el monárquico le coloca algunas brazas por encima de Dios en poder y soberanía.[6]

Ahora bien, la desventaja de la grandeza, que pretendo señalar aquí por cierto motivo que acaba de advertirme de ella, es ésta. En las relaciones humanas nada es quizá más grato que las pruebas a que nos sometemos unos contra otros, por afán de honor y de valor, ya sea en los ejercicios corporales, ya sea en los del espíritu, en los cuales la grandeza soberana no tiene ninguna verdadera participación. En realidad, muchas veces me ha parecido que, a fuerza de respeto, a los príncipes se les trata en ellos con desdén e injusticia. En efecto, eso mismo por lo que de niño me ofendía infinitamente, que quienes se ejercitaban conmigo evitaran emplearse a fondo por encontrarme un adversario indigno de sus esfuerzos, vemos que les sucede a ellos todos los días, pues todo el mundo se considera indigno de esforzarse en su contra. Si se percibe que ansían, por poco que sea, la victoria, no hay nadie que no se apresure a brindársela, y que no prefiera traicionar la propia gloria a ofender la de ellos; no se emplea más esfuerzo que el preciso para servir a su honor. ¿Qué parte toman en una pelea en la cual todos están a su favor? Me parece ver a aquellos paladines del pasado que se presentaban a las justas y a los combates con los cuerpos y las armas encantados. Brisón, corriendo contra Alejandro, hizo una carrera fingida;[7] Alejandro le riñó, pero debería haberle hecho azotar. Por eso Carnéades decía que los hijos de príncipes sólo aprenden correctamente a manejar los caballos. En cualquier otro ejercicio todo el mundo cede ante ellos, y les regala la victoria; pero el caballo, ni adulador ni cortesano, derriba al hijo del rey como derribaría al hijo de un mozo de cuerda.[8] Homero se vio obligado a conceder que Venus, una santa tan dulce y tan delicada, fuese herida en el combate de Troya, para infundirle valor y audacia, cualidades que en absoluto convienen a los que están libres de peligro.[9] A los dioses se les hace irritarse, temer, huir, c | padecer celos, b | lamentarse y apasionarse, para así honrarlos con las virtudes que se forjan entre nosotros a partir de tales imperfecciones. Quien no participa en el azar y la dificultad, no puede pretender interés en el honor y el placer que suponen las acciones azarosas. Es lastimoso detentar un poder tan grande que todas las cosas cedan ante ti. Tu fortuna rechaza demasiado lejos de ti la sociedad y la compañía, te deja demasiado aparte. Esa holgura y blanda facilidad para hacer que todo descienda bajo uno se opone a cualquier clase de placer. Eso es deslizarse, no es avanzar; es dormir, no es vivir. Si concibes al hombre acompañado de omnipotencia, lo hundes en el abismo. Se verá obligado a mendigarte obstáculos y resistencia; su ser y su bien radican en la necesidad.

Sus buenas cualidades están muertas y perdidas, pues sólo se perciben por comparación, y a ellos se les excluye. Azotados por una aprobación tan continua y uniforme, apenas conocen la verdadera alabanza. Aun cuando se las vean con el más necio de sus súbditos, no tienen manera de obtener la victoria sobre él. Sólo con que diga: «Es que es mi rey», le parecerá haber dicho de sobra que ha contribuido a dejarse ganar. Esta cualidad sofoca y consume las demás cualidades verdaderas y esenciales —se hallan hundidas en la realeza—, y no les permite realzar sino aquellas acciones que le conciernen directamente y le sirven: las obligaciones de su cargo. Ser rey es tan grande que el que lo es no existe de otro modo. El resplandor externo que le envuelve, le esconde y nos lo sustrae; nuestra vista se fatiga y disipa, henchida de esa fuerte luz, y fija en ella. El Senado acordó un premio de elocuencia para Tiberio; éste prefirió rehusarlo, porque no estimó que un juicio tan poco libre, aunque fuese verdadero, pudiera complacerle.[10]

De la misma manera que se les ceden todas las ventajas honoríficas, también se les refuerzan y autorizan sus defectos y vicios, no sólo por aprobación sino incluso por imitación. Todo el séquito de Alejandro ladeaba la cabeza como él; y los aduladores de Dionisio tropezaban entre sí en su presencia, empujaban y derramaban lo que tenían a sus pies para señalar que su vista era tan corta como la de aquél.[11] En ocasiones las enfermedades han servido también de recomendación y favor. He visto a algunos que afectaban sordera; y, puesto que el amo detestaba a su mujer, Plutarco vio cómo los cortesanos repudiaban a las suyas, a las que amaban.[12] Es más, la lujuria ha adquirido autoridad, y cualquier desenfreno; como también la deslealtad, las blasfemias, la crueldad; como la herejía, como la superstición, la irreligión, la molicie; y peor aún, si hay peor. Con un ejemplo todavía más peligroso que el de los aduladores de Mitrídates, que, como su amo aspiraba al honor de ser un buen médico, le ofrecían sus miembros para que les hiciera incisiones y cauterios,[13] éstos soportan, en efecto, que se les cauterice el alma, parte más delicada y más noble.

Pero, para acabar por donde he empezado, el emperador Adriano debatía con el filósofo Favorino sobre la interpretación de cierta palabra, y Favorino le concedió enseguida la victoria. Como sus amigos se le quejaron, les dijo: «¿Os burláis?; ¿pretendéis que no sea más docto que yo, mandando treinta legiones?».[14] Augusto escribió unos versos contra Asinio Polión: «Y yo», dijo Polión, «me callo; no es sensato rivalizar en escribir con quien puede proscribir».[15] Y tenían razón. En efecto, como Dionisio no pudo igualar a Filóxeno en poesía ni a Platón en razonamiento, condenó a uno a las canteras, y al otro lo envió a la isla de Egina para que lo vendieran como esclavo.[16]