CAPÍTULO VI

LOS CARRUAJES

b | Es fácilmente verificable que, cuando los grandes autores escriben sobre las causas, no sólo emplean las que consideran verdaderas, sino también aquellas en las cuales no creen, con tal de que las asista cierta invención y belleza. Hablan con suficiente verdad y utilidad si hablan con ingenio. No podemos estar seguros de la causa principal; reunimos unas cuantas, a ver si por azar es una de ellas:

namque unam dicere causam

non satis est, uerum plures, unde una tamen sit.[1]

[y no basta con decir una sola causa; deben decirse

varias, entre las cuales una sea la verdadera].

¿Me preguntáis por el origen de la costumbre de bendecir a quienes estornudan? Producimos tres clases de vientos: el que se expele por debajo es demasiado sucio; el que se expele por la boca comporta cierto reproche de glotonería; el tercero es el estornudo, y, dado que procede de la cabeza y está libre de censura, le brindamos una acogida conveniente. No os burléis de esta sutileza. Es —según se dice— de Aristóteles.[2]

Me parece haber visto en Plutarco —de todos los autores que conozco el que mejor ha mezclado arte con naturaleza, y juicio con ciencia—, al exponer la causa de los mareos que afectan a quienes viajan por mar, que se deben al miedo, pues descubrió cierta razón por la cual prueba que el miedo puede producir un efecto semejante.[3] Yo, que soy muy propenso a sufrirlos, sé muy bien que tal causa no me atañe, y lo sé no por argumento sino por experiencia necesaria. Esto dejando aparte que, según me han dicho, a los animales les sucede con frecuencia lo mismo, en especial a los cerdos, ajenos a toda impresión de peligro;[4] y lo que me ha contado un conocido de sí mismo: que, pese a su gran propensión, las ganas de vomitar se le habían pasado dos o tres veces al encontrarse abrumado de terror en medio de una gran tormenta c | —como le sucedió a este antiguo: Peius uexabar quam ut periculum mihi succurreret[5] [Estaba demasiado enfermo para preocuparme del peligro].

b | Jamás he sufrido miedo, ni en el agua ni tampoco en otro lugar —y en no pocas ocasiones se han presentado algunos justificados, si la muerte lo es—, que me haya confundido u ofuscado.[6] El miedo surge a veces de la falta de juicio, y a veces de la falta de valor. Todos los peligros que he visto, los he visto con los ojos abiertos, con la mirada libre, sana y entera. También para tener miedo se requiere valor. Me fue útil en otro tiempo, en comparación con otros, para conducir y mantener mi huida de forma ordenada, para que fuera c | si no sin miedo, por lo menos b | sin terror ni aturdimiento. Era alterada, pero no atolondrada ni enloquecida.

Las grandes almas van mucho más allá, y presentan huidas no ya tranquilas y sanas, sino orgullosas. Aduzcamos la que Alcibíades cuenta de Sócrates, su compañero de armas: «Me lo encontré», dice, «tras la derrota de nuestro ejército, a él y a Laques, que estaban entre los últimos que huían; y le observé a mi gusto y sin riesgo alguno, porque yo montaba un buen caballo, mientras que él iba a pie, tal como habíamos luchado. Me fijé, en primer lugar, en la presencia de ánimo y la entereza que mostraba en comparación con Laques, y, luego, en la bravura de su paso, en nada distinto del suyo habitual, en su mirada firme y serena, que observaba y juzgaba los que sucedía a su alrededor, dirigida ahora a unos, después a otros, a amigos y enemigos, de manera que a unos les infundía valor, y a otros les indicaba que vendería muy cara su sangre y su vida si alguien intentaba quitárselas; y así fue como se salvaron, porque a éstos no se les suele atacar; se persigue a los que sucumben al terror».[7] He aquí el testimonio de este gran capitán, que nos enseña lo que comprobamos todos los días: que nada nos pone tanto en peligro como el afán inmoderado de librarnos de él —Quo timoris minus est, eo minus ferme periculi est[8] [Cuanto menos miedo se tiene, menos peligro se corre]—. b | Nuestro pueblo se equivoca al decir «Éste teme la muerte», cuando pretende expresar que piensa en ella y la prevé. La previsión conviene igualmente a lo que nos afecta para bien y para mal. Considerar y juzgar el peligro es en cierta medida lo contrario de aturdirse por él.

No me siento provisto de fuerzas suficientes para resistir el golpe y el empuje de la pasión del miedo, ni de ninguna otra que sea violenta. Si alguna vez me venciera y derribara, jamás volvería a levantarme del todo entero. Si alguien echara abajo a mi alma, nunca la volvería a alzar en su sitio; se examina y busca con excesiva viveza y profundidad, y, por tanto, jamás dejaría que cerrara de nuevo y cicatrizara la herida que la hubiese traspasado. Me ha ido bien que ninguna enfermedad me la haya descompuesto todavía. A cada acometida que recibo, me presento y opongo con todos mis pertrechos; así pues, la primera que me venza me dejará sin recursos. Frente a dos, nada puedo hacer; allí donde el destrozo rompe mi dique, me quedo sin defensa y anegado sin remedio. c | Dice Epicuro que el sabio no puede pasar nunca a un estado contrario.[9] Mi opinión es contraria a tal sentencia: creo que, cuando uno ha sido alguna vez del todo insensato, nunca más será del todo sabio. b | Dios me envía el frío según la ropa que tengo, y me brinda las pasiones según mi capacidad de resistencia. La naturaleza, que me ha descubierto por un lado, me ha cubierto por el otro; me ha desarmado de fuerza, pero me ha armado de insensibilidad y de una aprehensión recta o embotada.

Ahora bien, soy incapaz de soportar durante mucho tiempo ni los carruajes ni las literas ni los barcos —y me costaba más soportarlos cuando era joven—; y detesto cualquier vehículo que no sea el caballo, tanto en la ciudad como en el campo. Pero soporto la litera menos que el carruaje, y, por la misma razón, soporto con mayor facilidad una agitación violenta en el agua, de la que procede el miedo, que el movimiento que se experimenta en la calma. El leve zarandeo que ocasionan los remos, al hurtar el barco de debajo nuestro, me hace sentir que la cabeza y el estómago, no sé cómo, se me revuelven. No puedo soportar una base que tiembla debajo de mí. Cuando la vela o la corriente del agua nos arrastra de manera uniforme, o cuando nos remolcan, esa agitación regular no me produce trastorno alguno; es el movimiento interrumpido el que me incomoda, y más cuando es cansino. No sabría describir su forma de otro modo. Los médicos me han prescrito apretarme y ceñirme el bajo vientre con un trapo para poner remedio a este inconveniente; no lo he probado, pues tengo la costumbre de enfrentarme a mis defectos, y de someterlos por mí mismo.

c | Si mi memoria dispusiera de suficiente información, no lamentaría dedicar mi tiempo a referir aquí la infinita variedad que las historias nos ofrecen sobre el uso de los carruajes al servicio de la guerra, distinto según las naciones, según los siglos, muy efectivo, me parece, y necesario —hasta tal punto que asombra que hayamos perdido todo conocimiento al respecto—. Me limitaré a contar que, hace muy poco, en tiempos de nuestros padres, los húngaros los utilizaron con gran eficacia contra los turcos, con un rodelero y un mosquetero en cada uno de ellos, y un buen número de arcabuces alineados, dispuestos y cargados, todo ello protegido por una empavesada a la manera de las galeotas. Ponían al frente de su ejército a tres mil de estos carros, y, tras la actuación del cañón, hacían que avanzaran, y que los enemigos engulleran esta salva antes de que probaran el resto, lo cual suponía un no pequeño avance; o los lanzaban contra sus escuadrones para quebrarlos y abrir paso. Aparte de la ayuda que podían obtener de ellos para dar apoyo en lugares arriesgados a las tropas que marchaban por el campo, o para proteger y fortificar un campamento a toda prisa.[10] En mi tiempo, en una de nuestras fronteras, un gentilhombre que estaba personalmente impedido, y no encontraba caballo alguno que pudiese soportar su peso, como tenía una querella, marchó por el país en un carro similar al descrito, y le resultó muy bien. Pero dejemos estos carros militares.

Como si su nulidad no fuese bastante conocida por mejores razones, los últimos reyes de nuestra primera estirpe recorrían el país en un carruaje tirado por cuatro bueyes.[11] b | Marco Antonio fue el primero que se hizo llevar a Roma, y a una muchacha que tocaba música junto a él, por leones enganchados a un carruaje. Heliogábalo hizo después otro tanto, llamándose Cibeles, la madre de los dioses, y también por tigres, imitando al dios Baco; a veces unció también dos ciervos a su carruaje, y en otra ocasión cuatro perros, y hasta cuatro muchachas desnudas, haciéndose arrastrar por ellas en procesión sin vestimenta alguna. El emperador Firmo hizo arrastrar su carruaje por avestruces de extraordinario tamaño, de manera que parecía volar más que rodar.[12] La extrañeza de tales invenciones me trae a la cabeza otra fantasía: que en los monarcas constituye una especie de pusilanimidad, y una prueba de que no se percatan bastante de lo que son, esforzarse por destacar y exhibirse mediante gastos excesivos. Sería cosa excusable en un país extranjero; pero, entre sus propios súbditos, donde todo lo puede,[13] extrae de su dignidad el máximo grado de honor que le cabe alcanzar. Asimismo, me parece superfluo, en un gentilhombre, que se vista con esmero en su casa. Su mansión, su servicio, su cocina responden de sobra de él. c | El consejo que Isócrates brinda a su rey no me parece carente de razón: que sea espléndido en cuanto a muebles y utensilios, porque se trata de un gasto permanente, que se transmite a los herederos; y que evite todas las magnificiencias que se desvanecen enseguida del uso y de la memoria.[14]

b | Cuando era joven me gustaba engalanarme, a falta de otro ornato, y me sentaba bien; en algunos las ropas hermosas lloran. Tenemos relatos extraordinarios sobre la frugalidad de nuestros reyes, en cuanto a su persona y en sus donaciones —grandes reyes en renombre, en valor y en fortuna—. Demóstenes se opone a ultranza a la ley de su ciudad que asignaba los dineros públicos a las pompas de los juegos y de sus fiestas; pretende que su grandeza se muestre en la cantidad de barcos bien equipados, y en poderosos ejércitos bien pertrechados.[15] c | Y se acusa con razón a Teofrasto por haber establecido, en su libro sobre las riquezas, una opinión contraria, y por haber alegado que tal clase de dispendio es el verdadero fruto de la opulencia.[16] Son placeres, dice Aristóteles, que sólo atañen al pueblo más bajo, que se desvanecen de la memoria en cuanto se sacian, y que ningún hombre juicioso y grave puede tener en estima.[17] El gasto me parecería mucho más digno de la realeza, y también más útil, justo y duradero, si se empleara en puertos, muelles, fortificaciones y muros, en edificios suntuosos, iglesias, hospitales, colegios, en la mejora de calles y caminos.[18] En este terreno el papa Gregorio XIII dejará un recuerdo digno de elogio durante mucho tiempo,[19] y nuestra reina Catalina probaría por largos años su generosidad natural y munificiencia si sus medios alcanzaran para su afán. La Fortuna me ha producido un gran disgusto interrumpiendo la bella estructura del Puente Nuevo de nuestra gran ciudad, y privándome de la esperanza de verlo en uso antes de mi muerte.[20]

b | Además, a los súbditos que son espectadores de tales triunfos, les parece que les exhiben sus propias riquezas, y que les festejan a su costa. Los pueblos, en efecto, suelen presuponer de los reyes, como nosotros lo hacemos de nuestros criados, que deben esmerarse en prepararnos en abundancia todo cuanto precisamos, pero que, por su parte, no deben tocar nada. Y por eso el emperador Galba, que se deleitó durante una cena con un músico, mandó que le trajeran su arca, y le entregó el puñado de escudos que pescó con estas palabras: «Esto no es del erario público, es mío».[21] Lo cierto es que en la mayoría de ocasiones sucede que el pueblo tiene razón, y que le alimentan los ojos con aquello con lo que habría que alimentar su vientre. La liberalidad misma no posee todo su brillo en manos soberanas; los particulares tienen más derecho a ello. En efecto, si lo entendemos de manera exacta, un rey nada posee propiamente suyo; él mismo se debe a otros.[22] c | La jurisdicción no se ejerce en favor del justiciador, sino en favor del justiciado. A un superior jamás se le hace para su provecho, sino para provecho del inferior, y a un médico, para el enfermo, no para sí mismo. Toda magistratura, como todo arte, proyecta su fin fuera de ella. Nulla ars in se uersatur[23] [Ningún arte se encierra en sí mismo].

b | Por tanto, los preceptores de la infancia de los príncipes, que se jactan de infundirles la virtud de la largueza, y que les predican no saber rehusar nada, y no considerar nada tan bien empleado como aquello que donan —enseñanza que en estos tiempos he visto gozar de gran crédito—, o bien miran más por su propio provecho que por el de su amo, o bien entienden mal a quiénes hablan. Es demasiado fácil infundir la generosidad en quien posee recursos para atender a todos sus antojos, a costa ajena. c | Y, dado que su valoración no se regula por la medida del regalo, sino por la medida de los medios de quien lo otorga, deviene vana en manos tan poderosas. Resultan pródigos antes que generosos. b | Por eso es poco recomendable, en comparación con otras virtudes reales, y la única, como decía el tirano Dionisio, que se compadece bien con la tiranía misma.[24] Yo preferiría enseñarle este versecillo del viejo labrador:

Tῇ χειρὶ δεῖ σπείρειν, ἀλλὰ μὴ ὃλῳ τῷ θυλακῷ,[25]

que si alguien quiere sacar provecho, debe sembrar con la mano, no verter del saco c | —hay que esparcir el grano, no derramarlo—; b | y que, al tener que dar o, por decirlo mejor, pagar y restituir a tanta gente según sus servicios, debe ser un dispensador leal y sagaz. Si la generosidad de un príncipe carece de discreción y de medida, lo prefiero avaro.

La virtud real parece radicar principalmente en la justicia; y, de todas las partes de la justicia, la más propia de los reyes es aquella que se acompaña de liberalidad. A ésta, en efecto, la han reservado de manera particular para su cargo, mientras que toda otra forma de justicia suelen ejercerla por mediación de otros. La esplendidez inmoderada es un débil medio para granjearles la benevolencia, pues desalienta a más gente de la que seduce c | —Quo in plures usus sis, minus in multos uti possis. Quid autem est stultius quam, quod libenter facias, curare ut id diutius facere non possis?[26] [Cuanto más hayas beneficiado a muchos, tanto menos podrás beneficiar a muchos. ¿Qué cosa hay más insensata que empeñarse en no poder hacer más aquello que te gustaba hacer?]—. b | Y, si se emplea sin consideración del mérito, avergüenza a quien la recibe, y se recibe sin gratitud. Algunos tiranos han sido sacrificados al odio del pueblo por las manos de aquellos mismos a quienes habían favorecido injustamente.[27] Esta clase de hombres cree asegurar la posesión de los bienes indebidamente recibidos mostrando que profesan desprecio y odio a aquel por quien los poseen, y sumándose al juicio y a la opinión común en esto.

Los súbditos de un príncipe excesivo en dones se vuelven excesivos en demandas; se ajustan no a la razón sino al ejemplo.[28] Ciertamente, nuestra insolencia a menudo da motivos de sonrojo; nos pagan más de la cuenta según la justicia cuando la recompensa iguala nuestro servicio, pues ¿acaso no debemos nada a nuestros príncipes por obligación natural? Si asume nuestro gasto, va demasiado lejos; basta con que nos ayude. Lo restante se llama «beneficio», que no puede exigirse, pues el nombre mismo de «liberalidad» suena a «libertad». Según nuestro criterio, no se acaba nunca. Lo recibido ya no se cuenta; sólo se ama la liberalidad futura. Por eso, cuanto más se agota un príncipe dando, más amigos pierde.

c | ¿Cómo podrá saciar unos deseos que crecen a medida que se satisfacen? Quien piensa en recibir, ya no piensa en lo que ha recibido. Nada es tan propio de la codicia como la ingratitud.[29] El ejemplo de Ciro no se acomodará mal aquí. Será como una piedra de toque que servirá a los reyes de estos tiempos para reconocer si sus dones están bien o mal empleados, y que les mostrará cómo este emperador los otorgaba con más acierto que ellos. Éste es el motivo por el que, después, se ven en la obligación de tomar prestado de súbditos desconocidos, y más bien de aquellos a quienes han perjudicado que de aquellos a quienes han favorecido; y las ayudas que reciben no tienen de gratuito sino el nombre.[30] Creso le reprochaba su esplendidez, y calculaba a cuánto se elevaría su tesoro de haber sido menos dadivoso. Él deseó justificar su generosidad y envió cartas desde todas partes a los grandes de su Estado a los que había favorecido de manera particular, rogándoles a todos que le ayudaran con todo el dinero posible, a causa de una necesidad, y que se lo mandaran por declaración. Le llegaron todas las minutas. Todos sus amigos estimaban que no era suficiente ofrecerle sólo lo mismo que habían recibido de su munificencia, y añadían mucho de su caudal propio, de suerte que la suma resultante ascendió a una cantidad muy superior al ahorro de Creso. Al respecto le dijo Ciro: «No amo las riquezas menos que los demás príncipes, y más bien soy más parco con ellas. Puedes ver con qué poco gasto he adquirido el tesoro inestimable de tantos amigos; y cómo son para mí tesoreros más fieles que lo serían mercenarios sin gratitud ni afecto; y hasta qué punto mi fortuna está así más a salvo que metida en cofres que atraerían hacia mí el odio, la envidia y el desprecio de los demás príncipes».[31]

b | Los emperadores, para excusar la superfluidad de sus juegos y de sus exhibiciones públicas, aducían que su autoridad dependía en cierta medida —al menos en apariencia— de la voluntad del pueblo romano, que estaba acostumbrado desde siempre a ser halagado con tal suerte de espectáculos y excesos. Pero eran particulares quienes habían alimentado la costumbre de complacer a sus conciudadanos y compañeros, principalmente merced a su bolsa, con tal profusión y magnificencia. Adquirió un cariz muy distinto cuando la imitaron los amos. c | Pecuniarum translatio a iustis dominis ad alienos non debet liberalis uideri[32] [Arrebatar las riquezas a los legítimos propietarios para dárselas a otros no debe considerarse liberalidad]. Filipo reprendió con una carta a su hijo porque intentaba ganarse la voluntad de los macedonios por medio de regalos: «Pero ¿cómo?; ¿deseas que tus súbditos te consideren su tesorero, no su rey? ¿Quieres ganártelos? Gánatelos con los favores de tu virtud, no con los favores de tu arca».[33]

Sin embargo, era hermoso traer al anfiteatro, y plantar en él, una gran cantidad de gruesos árboles frondosos y completamente verdes, que remedaban un gran bosque sombrío, ordenado con una bella simetría; y, el primer día, lanzar allí dentro mil avestruces, mil ciervos, mil jabalíes y mil gamos, abandonándolos para que el pueblo se abalanzara sobre ellos; al día siguiente, dar muerte en su presencia a cien grandes leones, cien leopardos y trescientos osos; y, el tercer día, hacer luchar hasta la muerte a trescientas parejas de gladiadores, como hizo el emperador Probo.[34] También era hermoso ver esos grandes anfiteatros cubiertos de mármol por el exterior, que estaba ornado con obras y estatuas, y por dentro refulgentes de raros adornos:

Balteus en gemmis, en illita porticus auro;[35]

[He aquí el recinto cubierto de piedras

preciosas, el pórtico revestido de oro];

todos los costados de ese gran hueco, llenos y envueltos, de arriba abajo, de sesenta u ochenta hileras de gradas, también de mármol, cubiertas de almohadones,

exeat, inquit,

si pudor est, et de puluino surgat equestri,

cuius res legi non sufficit;[36]

[que se vaya, dice, si tiene vergüenza, y que abandone los almohadones

ecuestres, aquel cuya fortuna no alcance lo marcado por la ley];

en las cuales cabían cien mil hombres sentados cómodamente; y hacer que la plaza del fondo, donde se celebraban los juegos, mediante un artificio se entreabriera y separara en hendiduras que semejaban antros de donde salían los animales destinados al espectáculo; y, después, en segundo lugar, inundarla con un mar profundo que contenía numerosos monstruos marinos, repleto de bajeles armados, para representar una batalla naval; y, en tercer lugar, allanarla y secarla de nuevo para el combate de los gladiadores; y, para la cuarta función, cubrirla de bermellón y destoraque, en lugar de arena, para preparar un solemne banquete para todo ese número infinito de pueblo —el último acto de un único día—:

quoties nos descendentis arenae

uidimus in partes, ruptaque uoragine terrae

emersisse feras, et iisdem saepe latebris

aurea cum croceo creuerunt arbuta libro.

Nec solum nobis siluestria cernere monstra

contigit, aequoreos ego cum certantibus ursis

spectaui uitulos, et equorum nomine dignum,

sed deforme pecus.[37]

[¡cuántas veces hemos visto cómo la arena descendía en parte, y surgían fieras de la hendidura abierta en el suelo, y a menudo de estas mismas cavidades se elevaban árboles áureos con la corteza de color azafrán! No sólo hemos apreciado monstruos silvestres: yo he contemplado bueyes marinos en medio de combates de osos, y esos animales que merecen el nombre de caballos aunque deformes].

A veces hicieron aparecer una alta montaña llena de frutales y de árboles verdeantes, que vertía por su cumbre un arroyo de agua, como si manara de la boca de una fuente viva. A veces pasearon un gran navío que se abría y se separaba de sí mismo, y, tras haber vomitado de su vientre cuatrocientos o quinientos animales para el combate, se volvía a comprimir y se desvanecía, sin ayuda. En otras ocasiones, hacían manar del fondo de la plaza fuentes y chorros de agua que brotaban hacia arriba y, a una altura infinita, rociaban y perfumaban a la infinita multitud. Para protegerse de las inclemencias del tiempo, a veces hacían tender sobre ese inmenso volumen velas de púrpura trabajadas con la aguja, a veces seda de uno u otro color, y las extendían y retiraban en un momento, como se les antojaba:

Quamuis non modico caleant spectacula sole,

uela reducuntur, cum uenit Hermogenes.[38]

[Aunque las gradas ardan bajo un sol inmoderado,

cuando llega Hermógenes se retiran las velas].

Además, las redes que ponían delante del pueblo, para protegerlo de la violencia de los animales enferverocidos, estaban tejidas con oro:

auro quoque torta refulgent retia.[39]

[las redes también brillan por el oro con que están tejidas].

Si tales excesos pueden excusarse en algo, es en la inventiva y en la novedad que despiertan admiración, no en el gasto.

Incluso en tales vanidades descubrimos hasta qué punto estos siglos eran fértiles en espíritus distintos de los nuestros. En esta clase de fertilidad ocurre como en las restantes producciones de la naturaleza. Lo cual no quiere decir que ésta agotara entonces sus últimas fuerzas.[40] c | No avanzamos, más bien giramos y damos vueltas de acá para allá; andamos sobre nuestros pasos. b | Me temo que nuestro conocimiento es endeble en todos los sentidos. No vemos ni muy lejos ni muy atrás. Abarca poco y vive poco, tan limitado en extensión de tiempo como en extensión de materia:

Vixere fortes ante Agamemnona

multi, sed omnes, illacrimabiles

urgentur ignotique longa

nocte.[41]

[Muchos héroes vivieron antes de Agamenón, pero a todos,

desconocidos y sin que nadie los haya llorado, los abruma una larga noche].

Et supera bellum Troianum et funera Troiae,

multi alias alii quoque res cecinere poetae.[42]

[Y, antes de la guerra de Troya y de su destrucción,

muchos poetas cantaron también otras hazañas].

c | Y la narración de Solón sobre lo que había oído a los sacerdotes egipcios, acerca de la larga vida de su Estado, y de la manera de aprender y conservar las historias extranjeras, no me parece prueba rechazable en esta consideración.[43] Si interminatam in omnes partes magnitudinem regionum uideremus et temporum, in quam se iniciens animus et intendens ita late longeque peregrinatur, ut nullam oram ultimi uideat in qua possit insistere: in hac immensitate infinita uis innumerabilium appareret formarum[44] [Si viéramos la interminable magnitud de las regiones y de los tiempos en todas direcciones, en la cual el ánimo, lanzándose y tendiéndose, la recorre de tal suerte a lo largo y a lo ancho que no ve ningún último contorno en el que pueda detenerse, le aparecería en esta inmensidad una infinita cantidad de innumerables formas].

b | Aunque todo lo que ha llegado hasta nosotros referente al pasado fuera cierto y fuera sabido por alguien, sería menos que nada en comparación con lo que se ignora. ¡Y aun de la imagen del mundo que fluye mientras estamos en él, qué miserable y escaso es el conocimiento de los más curiosos! No sólo de los acontecimientos particulares que la fortuna vuelve a menudo ejemplares y graves, sino de la situación de los grandes Estados y naciones, se nos escapa cien veces más de lo que llega a nuestro conocimiento. Prorrumpimos en gritos por el milagro de la invención de nuestra artillería, de nuestra imprenta; otros hombres, otro extremo del mundo en la China, las poseían mil años antes. Si viéramos el mundo en la misma medida que no lo vemos, percibiríamos, probablemente, una perpetua c | multiplicación y b | vicisitud de formas. Nada es único y raro con respecto a la naturaleza,[45] aunque sí con respecto a nuestro conocimiento, que es un miserable fundamento de nuestras reglas, y que nos suele representar una imagen muy falsa de las cosas. Así como, hoy en día, inferimos vanamente la declinación y la decrepitud del mundo por los argumentos que extraemos de nuestra propia debilidad y decadencia,

Iamque adeo affecta est aetas, affectaque tellus;[46]

[A tal punto nuestra época está quebrantada, y la tierra agotada];

éste[47] infería con idéntica vanidad su nacimiento y juventud por el vigor que veía en los espíritus de su tiempo, fecundos en novedades e invenciones de diferentes artes:

Verum, ut opinor, habet nouitatem summa, recensque

natura est mundi, neque pridem exordia caepit:

quare etiam quaedam nunc artes expoliuntur,

nunc etiam augescunt, nunc addita nauigiis sunt

multa.[48]

[Opino, en verdad, que el universo es nuevo, y que la naturaleza del mundo es reciente, y que no hace mucho que empezó. Por eso, ahora algunas artes se están todavía puliendo, están desarrollándose, se están añadiendo muchas cosas a los navíos].

Nuestro mundo acaba de encontrar otro —¿y quién nos garantiza que será el último de sus hermanos, habida cuenta de que a éste los demonios, las sibilas y nosotros lo hemos ignorado hasta ahora?— no menos grande, rico y vigoroso que él, y, sin embargo, tan nuevo y tan niño que todavía le están enseñando el abecé. Hace apenas cincuenta años no conocía ni las letras, ni los pesos, ni las medidas, ni los vestidos, ni el trigo ni la viña. Estaba todavía completamente desnudo, en el regazo, y vivía tan sólo de los recursos de su madre nutricia.[49] Si deducimos correctamente nuestro fin, y este poeta,[50] la juventud de su siglo, este otro mundo penetrará en la luz justo cuando el nuestro la abandone. El universo sufrirá una parálisis; un miembro quedará impedido, el otro cobrará vigor. Mucho me temo que habremos acelerado en buena medida su ocaso y ruina con nuestro contagio, y que le habremos vendido a altísimo precio nuestras opiniones y nuestras artes.

Era un mundo niño; aun así, no lo hemos golpeado ni sometido a nuestra disciplina por la superioridad de nuestro valor y de nuestras fuerzas naturales, ni lo hemos seducido con nuestra justicia y bondad, ni subyugado con nuestra grandeza de ánimo. La mayoría de sus respuestas y de las negociaciones hechas con ellos demuestran que no nos eran inferiores ni en claridad de espíritu natural ni en pertinencia. La pavorosa magnificencia de las ciudades de Cuzco y de México, y, entre muchas cosas semejantes, el jardín de un rey en el cual todos los árboles, frutos y hierbas estaban excelentemente modelados en oro, según el orden y el tamaño que tienen en un jardín —así como, en su gabinete, todos los animales que nacían en su Estado y en sus mares—, y la belleza de sus obras de pedrería, de pluma, de algodón, de pintura, muestran que tampoco nos iban a la zaga en habilidad.[51] Pero, en cuanto a devoción, cumplimiento de las leyes, bondad, generosidad, lealtad, franqueza, nos ha sido muy útil ser inferiores a ellos. Se han arruinado por culpa de esta superioridad, y se han vendido y traicionado a sí mismos. En cuanto a osadía y valor, en cuanto a firmeza, constancia, entereza frente al dolor, al hambre y a la muerte, no temería oponer los ejemplos que hallaría entre ellos a los más célebres ejemplos antiguos conservados en las memorias de este mundo nuestro.

Porque, en cuanto a quienes les han subyugado, si eliminan las artimañas y prestidigitaciones de que se han valido para engañarlos, y el justificado asombro que suponía para esas naciones ver llegar de manera tan inopinada a gente con barba, con una lengua, religión, forma y compostura diferentes, desde un lugar del mundo tan distante y que jamás habían creído habitado, montados sobre grandes monstruos desconocidos —contra quienes no sólo no habían visto nunca caballo alguno, sino tampoco ningún animal adiestrado para llevar y soportar a un hombre u otra carga—; dotados de una piel resplandeciente y dura, y de un arma cortante y reluciente —contra quienes cambiaban una gran riqueza en oro y en perlas por el milagro del brillo de un espejo o de un cuchillo, y contra quienes no poseían ni el arte ni la materia con que poder perforar nuestro acero ni tomándose todo el tiempo—; añadidle los rayos y truenos de nuestros cañones y arcabuces, capaces de turbar al mismo César si le hubiesen sorprendido con la misma inexperiencia y en tal momento —contra pueblos desnudos salvo allí donde había llegado la invención de algún tejido de algodón, sin más armas que a lo sumo arcos, piedras, bastones c | y escudos de madera; b | pueblos sorprendidos, so capa de amistad y buena fe, por la curiosidad de ver cosas extrañas y desconocidas—; privad, digo, a los conquistadores de esta desigualdad y les priváis de todo motivo para tantas victorias. Cuando miro el ardor indomable con el que tantos millares de hombres, mujeres y niños se ofrecen y arrojan tantas veces a peligros inevitables para defender a sus dioses y su libertad, la noble obstinación con la que prefieren soportar todos los excesos y dificultades, y la muerte, a someterse al dominio de quienes les han engañado de manera tan infame, y cómo algunos, cuando son capturados, prefieren dejarse desfallecer por el hambre y el ayuno a aceptar vivir gracias al poder de sus enemigos, tan vilmente victorioso,[52] preveo que, si les hubiesen atacado en igualdad de armas, experiencia y número, el peligro habría sido tanto, o más, que el de cualquier otra guerra de las que vemos.

¡Que una conquista tan noble, y una tan grande mutación y alteración de tantos imperios y pueblos, no haya ocurrido bajo Alejandro o bajo esos antiguos griegos y romanos, bajo unas manos que hubiesen pulido y desbrozado suavemente lo que había en ellos de salvaje, y que hubiesen fortalecido y fomentado las buenas semillas que la naturaleza les había infundido, no sólo mezclando las artes de aquí en el cultivo de las tierras y en el ornamento de las ciudades, en la medida que hubiesen sido necesarias, sino también mezclando las virtudes griegas y romanas con las originales del país![53] ¡Qué reparación y qué mejora habría sido para toda esta máquina que los primeros ejemplos y comportamientos nuestros que se presentaron en esas tierras hubiesen llamado a esos pueblos a la admiración y a la imitación de la virtud, y hubiesen forjado entre ellos y nosotros una sociedad y un entendimiento fraternales! ¡Qué sencillo habría sido sacar partido de almas tan nuevas, tan ansiosas de aprendizaje y, en su mayor parte, con tan bellos inicios naturales! Nos hemos aprovechado, por el contrario, de su ignorancia e inexperiencia para inclinarlas más fácilmente hacia la traición, la lujuria y la avaricia, y hacia toda suerte de inhumanidad y crueldad, según el ejemplo y el modelo de nuestras costumbres. ¿Quién valoró nunca hasta tal extremo el servicio del comercio y del mercadeo? ¡Tantas ciudades arrasadas, tantas naciones exterminadas, tantos millones de pueblos pasados a cuchillo, y la más rica y hermosa región del mundo destruida por el negocio de las perlas y de la pimienta! ¡Abyectas victorias ¡Jamás la ambición, jamás las enemistades públicas empujaron a los hombres a tan atroces hostilidades mutuas, y a calamidades tan miserables.

Bordeando la costa en busca de sus minas, algunos españoles desembarcaron en una región fértil y agradable, muy poblada, y le hicieron a un pueblo sus exhortaciones de costumbre:[54] que eran hombres pacíficos, procedentes de largos viajes, enviados por el rey de Castilla, el más grande príncipe de la tierra habitable, al cual el Papa, representante de Dios en la Tierra, había concedido el principado de todas las Indias; que si aceptaban ser sus tributarios, serían tratados de forma muy benigna; les pedían víveres para su alimentación, y oro, necesario para cierta medicina.[55] Les exhortaban además a la creencia en un solo Dios y a la verdad de nuestra religión, que les aconsejaban aceptar, añadiendo algunas amenazas. La respuesta fue ésta: que, en cuanto a ser pacíficos, si lo eran no lo aparentaban; en cuanto a su rey, que, dado que pedía, debía de ser indigente y sufrir necesidad; y quien le había hecho tal concesión, un hombre amante de querellas, que daba a un tercero aquello que no era suyo, para hacerle disputar con los antiguos propietarios; en cuanto a los víveres, que se los proporcionarían; en cuanto al oro, que tenían poco, y que era algo que en absoluto apreciaban pues era inútil para el servicio de su vida, pues todo su afán se encaminaba tan sólo a pasarla de modo feliz y grato; aun así, el que pudieran encontrar, salvo aquel que empleaban para servir a sus dioses, que no temieran cogerlo; en cuanto al único Dios, el discurso les había gustado, pero no querían cambiar su religión, ya que se habían servido tan útilmente de ella durante tanto tiempo, y no tenían costumbre de seguir los consejos sino de amigos y conocidos; en cuanto a las amenazas, que era un signo de falta de juicio proferir amenazas contra aquellos cuya naturaleza y cuyos medios se desconocían; por tanto, que se aprestaran de inmediato a abandonar su tierra, pues no solían tomar a bien las cortesías y las reconvenciones de hombres armados y extranjeros; de lo contrario, harían con ellos como con esos otros, y les mostraron las cabezas de algunos hombres ajusticiados alrededor de la ciudad. Es un ejemplo de los balbuceos de tales niños. Pero, en cualquier caso, ni en ese lugar ni en muchos otros donde los españoles no encontraron las mercancías que buscaban, ni se detuvieron ni intentaron nada, por más que hubiese otros bienes, como lo prueban mis caníbales.[56]

De los dos monarcas más poderosos de aquel mundo, y acaso de éste, reyes de tantos reyes, los últimos que expulsaron, al de Perú lo capturaron en una batalla y le impusieron un rescate tan excesivo que supera lo creíble. El rescate fue lealmente pagado y él dio muestras con su trato de un ánimo libre, generoso y firme, y de un entendimiento claro y bien formado. Pero a los vencedores les vino en gana, tras haber conseguido un millón trescientos veinticinco mil quinientos en oro en peso, aparte de la plata y otras cosas que no ascendían a menos —a tal punto que sus caballos llevaban sólo herraduras de oro macizo—, ver aún, a costa de cualquier deslealtad, qué podía restar de los tesoros del rey,[57] c | y gozar libremente de lo que había atesorado. b | Le inventaron una falsa acusación y prueba: que planeaba sublevar sus provincias para recuperar la libertad. Con este motivo, según el buen juicio de los mismos que habían fabricado su traición, lo condenaron a la horca y a estrangulamiento público. Le hicieron redimir el tormento de ser quemado vivo mediante el bautismo que le administraron en pleno suplicio. Infortunio horrible e inaudito que afrontó, sin embargo, sin desmentirse ni con el gesto ni de palabra, con una forma y gravedad verdaderamente regias. Y después, para adormecer a los pueblos aturdidos y paralizados por un hecho tan extraordinario, se fabricó un gran duelo por su muerte y se ordenaron suntuosos funerales en su honor.[58]

El otro, rey de México, había defendido durante mucho tiempo su ciudad sitiada, y mostrado en el asedio hasta dónde pueden llegar la resistencia y la perseverancia, como nunca lo mostraron ningún príncipe ni pueblo.[59] Siendo así que su desventura le hizo caer vivo en manos de sus enemigos, con el acuerdo de ser tratado como un rey, tampoco les hizo ver, en prisión, nada indigno de tal título. Pero, como no encontraron, tras la victoria, todo el oro que habían previsto, después de removerlo y registrarlo todo, se pusieron a buscar información aplicando las torturas más violentas que se les ocurrieron a sus prisioneros. Y, dado que no obtuvieron ningún provecho, pues toparon con ánimos más fuertes que sus tormentos, se enfurecieron hasta tal extremo que, en contra de su palabra y de todo derecho de gentes, condenaron al rey mismo, y a uno de los principales señores de su corte, a la tortura, en presencia el uno del otro. Este señor, viéndose forzado por el dolor, rodeado de brasas ardientes, en el momento final volvió lastimosamente la mirada hacia su amo como para pedirle perdón pues ya no podía más. El rey fijó orgullosa y severamente los ojos en él, como reproche por su cobardía y pusilanimidad, y se limitó a decirle estas palabras con voz ruda y firme: «Y yo, ¿estoy en un baño?, ¿acaso lo estoy pasando mejor que tú?». Aquel hombre, muy poco después, sucumbió a los dolores y murió allí mismo. Al rey, medio quemado, se lo llevaron de allí no tanto por piedad —pues ¿qué piedad sintieron jamás unas almas tan bárbaras que, por la dudosa información de algún vaso de oro que robar, hicieron asar ante sus ojos a un hombre, aun más, a un rey tan grande en fortuna y en mérito—, sino porque su entereza volvía cada vez más infame su crueldad. Más adelante lo colgaron, tras haber intentado liberarse valerosamente mediante las armas de una tan larga cautividad y sujeción, de suerte que su fin fue digno de un magnánimo príncipe.[60]

En otra ocasión, hicieron quemar de una sola vez, en la misma hoguera, a cuatrocientos sesenta hombres vivos —los cuatrocientos del pueblo común, los sesenta de los principales señores de una provincia—, simplemente prisioneros de guerra.[61] Ellos mismos nos proporcionan tales narraciones, pues no sólo las confiesan sino que se ufanan de ellas y las pregonan. ¿Será en prueba de su justicia o de su celo para con la religión? Ciertamente, son vías demasiado distintas y enemigas de un fin tan santo. Si se hubiesen propuesto extender nuestra fe, habrían pensado que no se amplía con la posesión de tierras sino con la posesión de hombres, y habrían tenido más que suficiente con las muertes que comporta la necesidad militar. No habrían añadido una carnicería indiscriminada, como si se hiciera sobre animales salvajes, universal hasta el extremo que el hierro y el fuego han podido alcanzar, sin preservar, intencionadamente, sino a aquéllos de los que han querido hacer miserables esclavos para el trabajo y servicio de sus minas. De tal suerte que muchos de los jefes han sido condenados a muerte en los lugares de su conquista por orden de los reyes de Castilla, justamente ofendidos por el horror de sus comportamientos, y casi todos desacreditados y aborrecidos.[62] Dios ha permitido meritoriamente que esos grandes pillajes hayan sido absorbidos por el mar al transportarlos, o por las guerras intestinas con las que se han devorado entre ellos, y la mayor parte se enterraron en esos lugares mismos, sin fruto alguno de su victoria.[63]

En cuanto al hecho de que los ingresos, aun en manos de un príncipe administrador y prudente,[64] respondan tan poco a la esperanza que se dio a sus predecesores y a la primera abundancia de riquezas que se encontró al entrar en esas nuevas tierras —pues, aunque se obtenga mucho, vemos que nada es en comparación con lo que se esperaba—, se debe a que ignoraban por completo el uso de la moneda, y por tanto su oro se halló todo junto. No tenía, en efecto, otra utilidad que la de servir de muestra y ostentación, como un bien mueble reservado de padres a hijos por muchos poderosos reyes, que agotaban siempre sus minas para forjar ese gran montón de vasos y estatuas con que adornar sus palacios y templos, mientras que nuestro oro está todo en uso y en comercio. Nosotros lo desmenuzamos y alteramos en mil formas, lo esparcimos y desparramamos. Imaginémonos que nuestros reyes amontonasen de esa manera todo el oro que pudiesen encontrar a lo largo de muchos siglos y lo guardasen inmóvil.

Los del reino de México eran en cierta medida más civilizados y más artificiosos que las demás naciones de aquel lado. También pensaban, como nosotros, que el universo estaba próximo a su fin, e interpretaron como una señal al respecto la desolación que nosotros les llevamos. Creían que el ser del mundo se reparte en cinco edades y en la vida de cinco soles consecutivos, cuatro de los cuales habían ya cumplido su tiempo, y que el que les daba luz era el quinto. El primero pereció con todas las demás criaturas a causa de una inundación universal. El segundo, a causa de la caída del cielo encima de nosotros, que ahogó toda cosa viviente, a cuya edad asignan los gigantes, y mostraron a los españoles huesos en proporción a los cuales la estatura de los hombres alcanzaba veinte palmos de altura. El tercero, a causa del fuego que lo abarcó y consumió todo. El cuarto, a causa de una agitación de aire y de viento que llegó a abatir numerosas montañas; los hombres no murieron, pero fueron transformados en monos —¡qué impresiones no tolera la blandura de la creencia humana!—. Tras la muerte del cuarto sol, el mundo permaneció veinticinco años en perpetuas tinieblas, en el decimoquinto de los cuales fueron creados un hombre y una mujer que rehicieron la raza humana; diez años más tarde, un determinado día, el sol apareció creado de nuevo; y la cuenta de sus años empieza desde entonces por ese día. Al tercer día de su creación murieron los dioses antiguos; los nuevos han nacido después, poco a poco. De lo que piensan sobre la manera en que perecerá el último sol, mi autor[65] no ha averiguado nada. Pero su número acerca del cuarto cambio coincide con la gran conjunción astral que produjo, hace unos ochocientos años según estiman los astrólogos, numerosas grandes alteraciones y novedades en el mundo.[66]

En cuanto a pompa y magnificencia, el asunto con el que he empezado este argumento, ni Grecia ni Roma ni Egipto pueden, ni por la utilidad ni por la dificultad ni por la nobleza, comparar ninguna de sus obras con el camino que se ve en el Perú, construido por los reyes del país, desde la ciudad de Quito hasta la de Cuzco —son trescientas leguas—, recto, liso, de veinticinco pasos de anchura, pavimentado, flanqueado a ambos lados por bellos y altos muros, y, a lo largo de éstos, por el interior, por dos acequias perennes bordeadas de hermosos árboles que llaman mulli.[67] Donde han hallado montañas y rocas, las han cortado y aplanado, y han llenado las hondonadas con piedra y cal. Al final de cada jornada, se encuentran hermosos palacios provistos de víveres, vestidos y armas, tanto para los viajeros como para los ejércitos que han de pasar por ahí. En la evaluación de esta obra, he tenido en cuenta la dificultad, que es particularmente importante en ese lugar. No construían con piedras menores de diez pies cuadrados; no tenían otro medio para el acarreo que arrastrar la carga a fuerza de brazos; y ni siquiera el arte de levantar andamios, pues no conocían otra maña que la de alzar tanta tierra frente a su construcción como fuese su altura, para quitarla después.[68]

Volvamos a nuestros carruajes. En lugar de él, y de cualquier otro vehículo, éstos se hacían llevar por hombres y sobre sus espaldas. El último rey del Perú, el día que fue capturado, era conducido así en unas andas de oro, y sentado en una silla de oro, en medio de su ejército. A medida que mataban a los porteadores para echarlo abajo, pues querían cogerlo vivo, otros tantos se afanaban en relevar a los muertos, de manera que nunca pudieron abatirlo, por más mortandad que causaron a esa gente, hasta que un hombre a caballo lo agarró por el cuerpo y lo derribó al suelo.[69]