CAPÍTULO II

EL ARREPENTIRSE

b | Los demás forman al hombre; yo lo refiero, y presento a uno particular muy mal formado, y al que, si tuviera que modelar de nuevo, haría en verdad muy distinto de como es. Está ya hecho. Ahora bien, los trazos de mi pintura no son infieles, aunque cambien y varíen. El mundo no es más que un perpetuo vaivén. Todo se mueve sin descanso —la tierra, las peñas del Cáucaso, las pirámides de Egipto— por el movimiento general y por el propio. La constancia misma no es otra cosa que un movimiento más lánguido. No puedo fijar mi objeto. Anda confuso y vacilante debido a una embriaguez natural. Lo atrapo en este momento, tal y como es en el instante en el que me ocupo de él. No pinto el ser; pinto el tránsito: no el tránsito de una edad a otra, o, como dice el pueblo, de siete en siete años,[1] sino día a día, minuto a minuto. Hay que acomodar mi historia al momento. Acaso cambiaré dentro de poco no sólo de fortuna sino también de intención. Esto es un registro de acontecimientos diversos y mudables, y de imaginaciones indecisas y, en algún caso, contrarias, bien porque yo mismo soy distinto, bien porque abordo los objetos por otras circunstancias y consideraciones. Es muy cierto que tal vez me contradigo, pero la verdad, como decía Demades, no la contradigo.[2] Si mi alma pudiera asentarse, no haría ensayos, me mantendría firme; está siempre aprendiendo y poniéndose a prueba.

Expongo una vida baja y sin lustre. Tanto da. Toda la filosofía moral puede asociarse a una vida común y privada igual que a una vida de más rica estofa. Cada hombre comporta la forma entera de la condición humana. c | Los autores se presentan al pueblo por algún signo especial y externo; yo, el primero, por mi ser general, como Michel de Montaigne, no como gramático, poeta o jurista.[3] Si el mundo se queja de que hablo de mí en exceso, yo me quejo de que él ni siquiera piensa en sí mismo. b | Pero ¿es razonable que, con una vida tan privada, pretenda ser conocido públicamente? ¿Es, asimismo, razonable que muestre al mundo, donde la costumbre y el artificio gozan de tanto crédito y autoridad, hechos naturales crudos y simples, y surgidos, además, de una naturaleza muy endeble? ¿Forjar libros sin ciencia,[4] no es acaso como hacer una muralla sin piedra, o cosa semejante? Las fantasías musicales siguen la orientación de un arte, las mías la del azar. Cuando menos, hay algo en mí conforme a las reglas: que jamás nadie ha tratado un objeto que entendiera ni conociera mejor de lo que yo entiendo y conozco el que he abordado, y que en éste soy el hombre más docto que vive.[5] En segundo lugar, que jamás nadie c | penetró más en su materia, ni escrutó con más detalle sus elementos y consecuencias, ni b | alcanzó más exacta y plenamente el objetivo que se había propuesto en su tarea. Para llevarla a cabo, sólo necesito aportar fidelidad. Aquí, la hay, la más sincera y pura que pueda encontrarse. Digo la verdad, no toda la que se me antoja, sino hasta donde me atrevo a decirla; y me atrevo un poco más al envejecer, pues parece que la costumbre concede a esta edad más libertad para parlotear, y más indiscreción para hablar de uno mismo.[6] Aquí no puede suceder lo que veo ocurrir a menudo: que el artesano y su obra se oponen. ¿Un hombre de trato tan honesto ha hecho un escrito tan necio?, o ¿unos escritos tan doctos han salido de un hombre de trato tan pobre? c | Si alguien tiene una conversación común, y unos escritos singulares, significa que su habilidad está en el sitio de donde coge prestado, no en él. El personaje docto no es docto siempre. Pero el capaz es siempre capaz, incluso en la ignorancia. b | Aquí, mi libro y yo marchamos acordes y al mismo paso. En otros casos puede elogiarse y censurarse la obra aparte del obrero; aquí no: quien toca una toca al otro. Quien la juzga sin conocerle se perjudica más a sí mismo que a mí; quien le haya conocido me habrá satisfecho por completo. Estaré contento más allá de mi mérito sólo con obtener esto de la aprobación pública: hacer notar a la gente de entendimiento que era capaz de sacar provecho de la ciencia de haberla tenido, y que merecía que la memoria me prestara más ayuda.

Excusemos aquí lo que digo a menudo: que rara vez me arrepiento, c | y que mi conciencia está satisfecha consigo misma, no como lo estaría con la conciencia de un ángel o de un caballo, sino como con la conciencia de un hombre. b | Añadiendo siempre el estribillo, no estribillo ceremonial sino de genuina y sustancial sumisión, de que hablo inquiriente e ignorante, y de que, en cuanto a la resolución, me remito pura y simplemente a las creencias comunes y legítimas. Yo no enseño, yo relato.[7]

No existe vicio que sea verdaderamente vicio que no hiera, y que un juicio íntegro no censure. Su fealdad y molestia es, en efecto, tan evidente que acaso tienen razón quienes dicen que se produce sobre todo por estupidez e ignorancia.[8] A tal punto es difícil imaginar que lo conozcamos sin odiarlo. c | La maldad chupa la mayor parte de su propia ponzoña, y se envenena con ella.[9] b | El vicio deja, como si fuera una llaga en la carne, un arrepentimiento en el alma, que no cesa de herirse y de ensangrentarse a sí mismo. Porque la razón borra las demás tristezas y dolores; pero engendra el del arrepentimiento, que es más grave, pues nace en el interior, como el frío y el calor de las fiebres son más agudos que los que proceden de fuera.[10] Yo considero vicios —pero cada uno en su medida— no sólo aquellos que la razón y la naturaleza condenan, sino también aquellos forjados por la opinión de los hombres, incluso falsa y errónea, si las leyes y el uso la autorizan.

No hay tampoco bondad que no alegre a una naturaleza bien nacida. Se produce, ciertamente, no sé qué satisfacción por actuar bien que nos regocija por dentro, y un orgullo noble que acompaña a la buena conciencia. Un alma osadamente viciosa puede tal vez adquirir seguridad, pero no puede adquirir esta complacencia y satisfacción. No es leve placer sentirse preservado del contagio de un siglo tan corrompido, y decirse a sí mismo: «Ni siquiera quien me viese hasta el interior del alma me encontraría culpable, ni de la aflicción y ruina de nadie, ni de venganza o envidia, ni de vulneración pública de las leyes, ni de innovación y tumulto, ni de infidelidad a mi palabra; y, pese a cuanto la licencia de la época permite y enseña a todos, no he tocado ni los bienes ni la bolsa de francés alguno, y no he vivido sino de la mía, en la guerra como en la paz, y no me he servido del trabajo de nadie sin salario». Estos testimonios de la conciencia complacen; y esta alegría natural nos reporta un gran beneficio, y es la única recompensa que nunca nos falta.

Fundar la recompensa de las acciones virtuosas en la aprobación ajena es aceptar un fundamento demasiado incierto y confuso; c | la buena valoración del pueblo, sobre todo en un siglo tan corrupto e ignorante como éste, es injuriosa. ¿De quién te fías para ver lo que es loable? Dios me guarde de ser hombre de bien según la descripción que veo hacer todos los días, para honrarse, a cada uno. Quae fuerant uitia, mores sunt[11] [Los que habían sido vicios, son costumbres]. Algunos de mis amigos han intentado a veces llamarme a capítulo, y amonestarme con toda franqueza, ya fuera por propia iniciativa, ya fuera incitados por mí, pues se trata de un deber que, para un alma bien formada, supera todos los deberes de la amistad, no sólo en utilidad sino también en benevolencia.[12] Lo he acogido siempre con los brazos de la cortesía, y los del reconocimiento, muy abiertos. Pero, hablando ahora en conciencia, a menudo he encontrado en sus reproches y alabanzas una medida tan falsa que apenas habría hecho mal en caso de hacer el mal, en vez del bien, a su manera. b | Sobre todo nosotros, que vivimos una vida privada que nadie más observa, debemos tener establecido un modelo por dentro con el cual examinar nuestras acciones, y, con arreglo a él, a veces halagarnos, a veces someternos a castigo. Yo tengo mis leyes y mi tribunal para juzgarme, y me remito a él más que a otros. Limito mis acciones según los demás, pero sólo las extiendo según mi propio criterio. Sólo tú sabes si eres cobarde y cruel, o leal y fiel; los demás no te ven, te adivinan mediante conjeturas inciertas; ven no tanto tu natural como tu artificio. Así pues, no te atengas a su sentencia; atente a la tuya. c | Tuo tibi iudicio est utendum[13] [Debes emplear tu propio juicio]. Virtutis et uitiorum graue ipsius conscientiae pondus est: qua sublata, iacent omnia[14] [El peso de virtudes y vicios es grave para la conciencia misma; suprimida ésta, todo se desploma].

b | Pero, eso que se dice de que el arrepentimiento sigue de cerca al pecado,[15] no parece concernir al pecado que está armado de pies a cabeza, que reside en nosotros como en su propio domicilio. Podemos repudiar los vicios que nos cogen por sorpresa, aquéllos hacia los que nos arrastran las pasiones, y retractarnos de ellos; pero, los que están arraigados y anclados por una larga costumbre en una voluntad fuerte y vigorosa, no admite contradicción. El arrepentimiento no es más que una retractación de la voluntad, y una oposición de las fantasías, que nos pasean en todas direcciones. A aquél le lleva a desautorizar su pasada virtud y su continencia:

Quae mens est hodie, cur eadem non puero fuit?

Vel cur his animis incolumes non redeunt genae?[16]

[¿Por qué no tuve de joven el espíritu que tengo hoy?, o ¿por

qué, con estos sentimientos, no vuelven mis mejillas incólumes?].

La vida que se mantiene ordenada incluso en la intimidad es excelsa. Cualquiera puede tomar parte en la farsa, y representar a un personaje honesto en el escenario; pero lo decisivo es estar en orden por dentro, y en el fondo del ánimo, allí donde todo nos está permitido, donde todo permanece oculto. El grado cercano es estarlo en casa, en las acciones comunes de las que no tenemos que rendir cuentas a nadie, allí donde no hay esfuerzo alguno, artificio alguno. Y por eso Bías, al describir la familia excelente, dijo que lo es aquella cuyo jefe es igual en el interior, por sí mismo, que en el exterior por temor a la ley y a lo que puedan decir los hombres.[17]

Y fueron dignas las palabras de Julio Druso a unos operarios que le ofrecían, por tres mil escudos, disponer su casa de tal manera que los vecinos ya no pudieran verla como hasta entonces: «Os daré seis mil», dijo, «y haced que todo el mundo la vea desde todas partes».[18] Se señala con honor la costumbre de Agesilao de hospedarse en las iglesias cuando viajaba, para que el pueblo y los mismos dioses vieran sus acciones privadas.[19] Alguno ha pasado por milagroso ante el mundo sin que ni su mujer ni su criado le hayan visto nada siquiera destacable. Pocos hombres han tenido la admiración de sus allegados.[20] c | Nadie ha sido profeta no ya en su casa sino ni siquiera en su país, dice la experiencia de las historias.[21] Sucede lo mismo en las cosas sin importancia. Y en este vil ejemplo se ve la imagen de los grandes. En Gascuña, mi país, se toman a broma verme impreso. A medida que soy conocido más lejos de mi casa, aumenta más mi valor. En Guyena compro a los impresores; en otros sitios me compran a mí.[22] En esta circunstancia se fundan quienes se ocultan, vivos y presentes, para adquirir renombre una vez difuntos y ausentes. Yo prefiero tener menos. Y me lanzo al mundo sólo por lo que saco de él. A partir de ahí, lo dispenso.

b | El pueblo le acompaña, con admiración, desde un acto público hasta su puerta. Él, a la vez que la ropa, abandona el personaje; cuanto más arriba había subido, tanto más abajo cae. Dentro de su casa, todo es turbulento y vil. Aun cuando hubiese orden, se requiere un juicio vivo y muy escogido para reconocerlo en estas acciones bajas y privadas. Además, el orden es una virtud triste y sombría. Abrir una brecha, dirigir una embajada, regir a un pueblo, son acciones brillantes. Regañar, reír, vender, pagar, amar, odiar y tratar con los tuyos, y contigo mismo, de manera afable y justa, no dejarse ir, no desmentirse, es cosa más rara, más difícil y menos notable. Las vidas retiradas están sujetas, por más que se diga, a deberes tanto o más duros y exigentes que las otras vidas. c | Y los particulares, dice Aristóteles, sirven a la virtud con más dificultad y elevación que quienes desempeñan una magistratura.[23] b | Nos preparamos para las ocasiones eminentes más por gloria que por conciencia. c | La manera más rápida de alcanzar la gloria sería hacer por la conciencia aquello que hacemos por la gloria.[24] b | Y la virtud de Alejandro me parece expresar mucho menos vigor en su escenario que la de Sócrates en este ejercicio bajo y oscuro. No me cuesta nada imaginar a Sócrates en el lugar de Alejandro; a Alejandro en el de Sócrates, no puedo. Si alguien le preguntara a aquél qué sabe hacer, le respondería: subyugar el mundo; si alguien se lo preguntara a éste, le diría: conducir la vida humana con arreglo a su condición natural —una ciencia mucho más general, más importante y más legítima—. El valor del alma no radica en ascender, sino en avanzar con orden.

c | Su grandeza no se ejerce en la grandeza, sino en la medianía. Así como quienes nos juzgan y examinan por dentro apenas reparan en el brillo de nuestras acciones públicas, y ven que no son más que hilillos y gotas de agua fina surgidos de un fondo por lo demás cenagoso y espeso, quienes nos juzgan por esta espléndida apariencia externa concluyen lo mismo sobre nuestra constitución interna; y no pueden acoplar facultades comunes y similares a las suyas a esas facultades que les asombran, tan lejos de su alcance. Así, atribuimos formas salvajes a los demonios. ¿Y quién no, a Tamerlán, cejas altas, narices abiertas, un rostro terrible y una talla desmesurada, como es la talla de cuanto se ha imaginado sobre él por la fama de su nombre? Si en otros tiempos alguien me hubiera mostrado a Erasmo, difícilmente habría dejado de considerar como adagios y apotegmas todo cuanto hubiera dicho a su criado y a su hospedera.[25] Imaginamos con más propiedad a un artesano en el retrete, o encima de su mujer, que a un gran presidente, venerable por su porte y capacidad. Nos parece que, desde esos altos tronos, no se rebajan a vivir.

b | Así como las almas viciosas son con frecuencia incitadas a hacer el bien por impulso externo, también lo son las virtuosas a hacer el mal. Por tanto, debemos juzgarlas por su estado de sosiego, cuando están en sí, si alguna vez lo están; o, al menos, cuando se encuentran más cerca del reposo y de su posición original. Las inclinaciones naturales se ayudan y fortalecen mediante la educación; pero apenas se modifican ni superan.[26] Mil naturalezas, en estos tiempos, han huido hacia la virtud o hacia el vicio a través de una educación contraria:

Sic ubi desuetae siluis in carcere clausae

mansueuere ferae, et uultus posuere minaces,

atque hominem didicere pati, si torrida paruus

uenit in ora cruor, redeunt rabiesque furorque,

admonitaeque tument gustato sanguine fauces,

feruet, et a trepido uix abstinet ira magistro.[27]

[Así, cuando unas fieras, desacostumbradas a las selvas, se han amansado en la cautividad de la jaula, y han abandonado su aspecto amenazante, y han aprendido a sufrir al hombre, si una gota de sangre les llega a la boca ardiente, recuperan la rabia y el furor, y se les dilatan las fauces, incitadas por el sabor de la sangre, su cólera hierve y apenas respetan a su espantado amo].

Las cualidades originales no se extirpan; se recubren, se esconden. La lengua latina es para mí como natural, la entiendo mejor que el francés;[28] pero hace cuarenta años que no me he servido de ella para hablar ni casi para escribir.[29] Con todo, en las emociones extremas y súbitas, en las cuales he caído dos o tres veces a lo largo de mi vida —y una de ellas al ver a mi padre, que gozaba de buena salud, desplomarse sobre mí sin conocimiento—, he lanzado siempre desde el fondo de las entrañas las primeras palabras en latín. c | La naturaleza se filtra y se expresa a la fuerza, en contra de una dilatada costumbre. b | Y este ejemplo se dice de otros muchos.[30]

Aquellos que, en nuestros tiempos, han intentado corregir las costumbres del mundo por medio de nuevas opiniones,[31] reforman los vicios aparentes; los sustanciales, los dejan como están, si es que no los agravan —y el agravamiento es temible—. Se dispensan de buena gana de cualquier otra buena acción con estas reformas externas[32] de menor coste y mayor mérito; y de este modo satisfacen a bajo precio los demás vicios naturales consustanciales e íntimos.[33] Mirad un poco cuál es nuestra experiencia. No hay nadie, si se escucha a sí mismo, que no se descubra una forma propia, una forma dominante que lucha contra la educación, y contra la tormenta de las pasiones que se le oponen. Por mi parte, apenas siento que me agite ninguna sacudida; me encuentro casi siempre en mi sitio, como les sucede a los cuerpos graves y pesados. Si no me hallo en mí, estoy siempre muy cerca. Mis desenfrenos no me arrastran demasiado lejos. Nada hay en ellos que sea extremo o extraño; y, sin embargo, me corrijo de un modo sano y vigoroso.

La verdadera condena, y la que afecta al uso común de los hombres de hoy en día, es que su mismo retiro está lleno de corrupción y de inmundicia; la idea de su corrección, es confusa; su penitencia, malsana y culpable, más o menos tanto como su pecado. Algunos, bien porque están apegados al vicio por atadura natural, bien por dilatada costumbre, no ven ya su fealdad. A otros —entre los cuales me cuento— el vicio les pesa, pero lo contrarrestan con el placer o con otro motivo, y lo toleran, y ceden a él hasta cierto punto. Por lo tanto, viciosa y cobardemente. Sin embargo, cabría tal vez imaginar una desproporción tan grande en la medida que el placer excusara con justicia el pecado, como lo decimos de la utilidad.[34] No sólo si fuera accidental y ajeno al pecado, como en el robo, sino también si se diera en su mismo ejercicio, como en la unión con las mujeres, en la cual la incitación es violenta y en ocasiones, según se dice, invencible.

Estando el otro día en Armagnac, en la tierra de uno de mis parientes, vi a un campesino al que todo el mundo llama «el ladrón». Contaba así su vida: había nacido mendigo, y, al descubrir que ganándose el pan con el trabajo de sus manos nunca llegaría a fortificarse lo bastante contra la indigencia, tuvo la ocurrencia de hacerse ladrón; y había dedicado a este oficio toda su juventud con seguridad, gracias a su fuerza corporal, pues cosechaba y vendimiaba las tierras de otros, pero lo hacía a gran distancia, y con montones tan grandes que era inimaginable que en una noche un hombre se hubiera llevado tanto a cuestas; y se cuidaba, además, de igualar y de distribuir el daño que infería, de modo que el perjuicio fuese menos insoportable para cada particular. Ahora, en su vejez, es rico para un hombre de su condición, gracias a este tráfico, que confiesa abiertamente. Y para acomodarse con Dios sobre sus ganancias, dice que se esfuerza todos los días en reparar con favores a los herederos de aquellos a quienes robó; y si no lo logra del todo —pues no puede atender a todo a la vez—, que lo encargará a sus herederos, en razón del conocimiento que sólo él tiene del daño que causó a cada cual. Con arreglo a esta descripción, sea verdadera o falsa, éste mira el robo como una acción deshonesta, y la aborrece, pero menos que la indigencia; se arrepiente de él por sí mismo, pero, en la medida que era contrarrestado y compensado de ese modo, no se arrepiente. No se trata del hábito que nos asimila al vicio, y que le acomoda aun nuestro entendimiento; ni se trata del viento impetuoso que nos confunde y ciega a intervalos el alma, y que nos precipita por un instante, incluso al juicio, en poder del vicio.

Suelo hacer entero lo que hago, y avanzo todo a la vez; en mí apenas hay movimiento que se oculte y escape a mi razón, y que no se lleve a cabo más o menos con el acuerdo de todos mis elementos, sin división ni sedición internas. Mi juicio tiene toda la culpa o todo el mérito; y la culpa que tiene una vez, la tiene siempre, porque, casi desde su nacimiento, es el mismo: la misma inclinación, la misma ruta, la misma fuerza. Y, en materia de opiniones generales, desde la infancia me situé en el punto donde había de mantenerme. Hay pecados impetuosos, rápidos y súbitos. Dejémoslos de lado. Pero, en cuanto a esos pecados tantas veces retomados, decididos y pensados, o pecados de temperamento, c | o pecados de profesión y de oficio, b | no puedo entender que estén enraizados tanto tiempo en el mismo ánimo sin que la razón y la conciencia de quien los posee lo quiera firmemente y lo entienda así. Y el arrepentimiento que, según se ufana, le sobreviene en cierto instante prescrito, me resulta un poco difícil de imaginar y concebir.[35] c | No sigo a la escuela de Pitágoras, según la cual los hombres asumen un alma nueva cuando se acercan a las imágenes de los dioses para recibir sus oráculos.[36] Salvo que se refiriese a que debe ser extraña, nueva y cedida para la ocasión, dado que la nuestra[37] ofrece tan escasos signos de purificación y de limpieza condignas a tal oficio.

b | Ellos[38] hacen todo lo contrario de los preceptos estoicos, que nos ordenan corregir las imperfecciones y los vicios que reconocemos en nosotros, pero nos prohíben alterar el reposo del alma.[39] Éstos nos hacen creer que experimentan un gran disgusto y remordimiento en su interior. Pero, de enmienda y corrección, c | e interrupción, b | no nos dan muestra alguna. Sin embargo, no hay curación si uno no se descarga del mal.[40] Si el arrepentimiento pesara en el plato de la balanza, prevalecería sobre el pecado. No encuentro ninguna cualidad tan fácil de simular como la devoción, si no se le conforman las costumbres y la vida. Su realidad es abstrusa y oculta; las apariencias, fáciles y ostentosas.[41]

En cuanto a mí, puedo desear en general ser otro; puedo condenar mi forma general y disgustarme de ella, y suplicar a Dios por mi completa reforma y por la disculpa de mi flaqueza natural. Pero a esto no debo llamarlo arrepentimiento, me parece, como tampoco a mi desagrado por no ser ni ángel ni Catón. Mis acciones se ajustan y acomodan a lo que soy, y a mi condición. No puedo hacerlo mejor. Y el arrepentimiento no afecta propiamente a las cosas que no están en nuestro poder, aunque sí el lamento. Imagino infinitas naturalezas más altas y más rectas que la mía. No corrijo, sin embargo, mis facultades; tampoco mi brazo ni mi espíritu se vuelven más vigorosos porque conciba otros que lo sean. Si imaginar y desear una actuación más noble que la nuestra comportara el arrepentimiento de la nuestra, tendríamos que arrepentirnos de nuestras acciones más inocentes. En efecto, juzgamos que en una naturaleza más excelente habrían sido llevadas a cabo con mayor perfección y dignidad; y querríamos hacer lo mismo. Cuando comparo el comportamiento de mi juventud con mi vejez, me parece que lo regí en general con orden, de acuerdo conmigo mismo. Es cuanto puede mi resistencia. No me halago; en las mismas circunstancias, yo sería siempre así. No es una mácula, es más bien una tintura general que me tiñe. No conozco el arrepentimiento superficial, mediano y de ceremonia. Tiene que afectarme por todos lados antes de que lo llame así, y tiene que herirme las entrañas y afligírmelas con la misma profundidad con que Dios me ve, y con la misma universalidad.[42]

En cuanto a los negocios, se me han escapado muchas buenas oportunidades por falta de una dirección feliz. Mis decisiones, sin embargo, han sido acertadas según las ocasiones que se les presentaban. Su costumbre es tomar siempre el partido más fácil y más seguro. Me parece que en mis pasadas decisiones he procedido sabiamente, de acuerdo con mi regla, habida cuenta el estado del objeto que se me proponía; y haría lo mismo de aquí a mil años en las mismas circunstancias. No miro cuál es en este momento, sino cuál era cuando me decidía. c | La fuerza de cualquier decisión reside en el tiempo; las ocasiones y las materias giran y cambian sin descanso. En mi vida he incurrido en algunos errores graves e importantes no por falta de buena opinión, sino por falta de buena suerte. En los objetos que manejamos hay circunstancias secretas y de imposible previsión, sobre todo en la naturaleza de los hombres: características mudas, invisibles, ignoradas a veces por su mismo poseedor, que se muestran y despiertan al presentarse las ocasiones. Si mi prudencia no ha podido penetrarlas ni profetizarlas, no por eso estoy descontento de ella; su responsabilidad se contiene en sus límites. Si el resultado me es adverso, y b | si favorece el partido que he rehusado, no hay nada que hacer. No me lo echo en cara; acuso a mi fortuna, no a mi obra. Eso no se llama arrepentimiento.

Foción había dado a los atenienses cierto consejo que no fue seguido. Como el asunto, sin embargo, se desenvolvió, en contra de su opinión, con éxito, alguien le dijo: «Y bien, Foción, ¿estás contento de que la cosa vaya tan bien?». «Claro que estoy contento», dijo, «de que haya resultado esto, pero no me arrepiento de haber aconsejado aquello».[43] Cuando mis amigos se dirigen a mí para pedirme consejo, se lo doy de manera libre y clara, sin detenerme, como hace casi todo el mundo, a considerar que, al tratarse de un asunto azaroso, puede suceder lo contrario de lo que yo juzgo, de modo que tengan ocasión de reprochármelo. Esto es algo que no me importa. En efecto, caerían en un error, y yo no debía rehusarles este servicio.

c | Difícilmente puedo echar la culpa de mis faltas o infortunios a otro que a mí mismo. Porque, en efecto, pocas veces me sirvo de los consejos ajenos, si no es por honor ceremonial, salvo que tenga necesidad de ser instruido sobre una ciencia, o de conocer un hecho. Pero, en aquellas cosas en las cuales me basta con emplear el juicio, las razones ajenas pueden servirme de apoyo, pero poco para desviarme. Las escucho todas con favor y decoro. Pero, que yo recuerde, hasta ahora no he creído sino las mías. Para mí, no son más que moscas y átomos que acarician mi voluntad. Aprecio poco mis opiniones, pero no aprecio más las ajenas. La fortuna me paga dignamente. Si no recibo consejo, tampoco lo doy. Me piden pocos;[44] y me creen todavía menos. Y no sé de ninguna tentativa, ni pública ni privada, que mi consejo haya corregido o resuelto. Incluso aquellos a quienes en alguna medida la fortuna había sometido a él, han preferido dejarse manejar por cualquier otro cerebro. Como hombre con mucho más celo por los derechos de mi sosiego que por los derechos de mi autoridad, me gusta más así. Dándome de lado, actúan con arreglo a lo que yo profeso, que es establecerme y contenerme por entero en mí mismo. Me complace no tener interés por los asuntos ajenos, y estar libre de su cuidado. b | En todos los asuntos, una vez que han pasado, de una manera u otra, apenas me lamento. En efecto, me tranquiliza imaginar que habían de pasar así. Ahí están, dentro del gran curso del universo y de la cadena de las causas estoicas. Tu fantasía no puede mover un punto, ni con el deseo ni con la imaginación, sin que el entero orden de las cosas se venga abajo, tanto el pasado como el futuro.[45]

Por lo demás, detesto ese arrepentimiento accidental que acarrea la edad. Quien decía, antiguamente, que estaba agradecido a los años porque le habían librado del placer,[46] tenía una opinión distinta de la mía. Yo nunca daré las gracias a la impotencia por el bien que me ocasione. c | Nec tam auersa unquam uidebitur ab opere suo prouidentia, ut debilitas inter optima inuenta sit[47] [Ni la providencia parecerá jamás tan hostil a su propia obra que la debilidad sea considerada una de las cosas mejores]. b | En la vejez experimentamos pocos deseos; una profunda saciedad nos embarga tras la acción. En esto no veo atisbo alguno de conciencia. La tristeza y la debilidad nos imprimen una virtud blanda y catarrosa. No hemos de dejarnos arrastrar por las alteraciones naturales hasta el extremo de corromper nuestro juicio. La juventud y el placer no me hicieron desconocer, en otros tiempos, el rostro del vicio en el placer; tampoco ahora la desgana que me producen los años me lleva a desconocer el del placer en el vicio. Ahora que ya no estoy en eso, pienso lo mismo que cuando lo estaba. c | Yo, que la agito viva y atentamente, encuentro que b | mi razón es la misma que poseía en la edad más licenciosa, excepto, tal vez, porque se ha debilitado y porque ha empeorado al envejecer. c | Y me parece que no se opondría a que me arrojara al placer, en consideración del interés de mi salud corporal, más de lo que en otros tiempos se oponía a ello por la salud espiritual. b | No por verla fuera de la lucha la estimo más valiente. Mis tentaciones son tan achacosas, y están tan reblandecidas, que no merecen su oposición. Sólo con tender las manos hacia delante, las conjuro. Si volviesen a enfrentarla a la antigua concupiscencia, me temo que tendría menos fuerza para resistirse de la que tenía antes. No le veo juzgar nada para sus adentros que no juzgara entonces; ni ninguna nueva claridad. Por eso, si hay una convalecencia, es una convalecencia enfermiza.

c | ¡Qué miserable suerte de remedio deber la salud a la enfermedad![48] No le incumbe a nuestra desgracia cumplir esta tarea; le incumbe a la felicidad de nuestro juicio. Las heridas y las aflicciones no me empujan sino a maldecirlas. Eso es bueno para la gente que sólo se despierta a latigazos. Mi razón sigue un curso más libre en la prosperidad. Está mucho más distraída y ocupada digiriendo las desgracias que los placeres. Veo con mucha mayor claridad cuando el tiempo es apacible. La salud me advierte con más alegría, y también con más provecho, que la dolencia. Me he encaminado, en la medida de mis fuerzas, hacia mi corrección y mejora cuando podía gozar de ellas. Me daría vergüenza y rabia que la miseria y el infortunio de mi vejez fuesen preferibles a mis años buenos, llenos de salud, despiertos, vigorosos. Y que hubiesen de estimarme no por lo que he sido, sino por lo que he dejado de ser. En mi opinión, es vivir felizmente, no, como decía Antístenes, morir felizmente, lo que constituye la dicha humana.[49] No me he esforzado en unir monstruosamente la cola de un filósofo a la cabeza y al cuerpo de un hombre perdido; ni en que este pobre extremo pueda desautorizar y desmentir la parte más bella, completa y dilatada de mi vida. Quiero presentarme y mostrarme uniformemente en todo. Si tuviese que volver a vivir, volvería a vivir como he vivido. Ni lamento el pasado ni temo el futuro. Y, si no me engaño, por dentro ha ido más o menos como por fuera. Uno de los principales reconocimientos que debo a mi fortuna es la conducción del curso de mi estado físico con cada cosa a su tiempo. He conocido las hojas y las flores y el fruto; y conozco la sequedad. Felizmente, porque es naturalmente. Afronto con mucha mayor paciencia los males que sufro porque llegan en su momento, y también porque me hacen recordar con más favor la larga felicidad de mi vida pasada. De igual modo, mi sabiduría tiene acaso la misma talla en uno y otro tiempo, pero era mucho más eficaz y amable cuando era vigorosa, alegre y natural, que ahora, achacosa, gruñona, forzada. Renuncio, pues, a estas reformas accidentales y dolorosas.

b | Es preciso que Dios nos toque el corazón. Es preciso que nuestra conciencia se corrija por sí misma, merced al refuerzo de nuestra razón, no merced al debilitamiento de nuestros deseos. El placer no es de suyo pálido ni desleído porque lo perciban unos ojos legañosos y turbios. La templanza debe amarse por sí misma y por respeto a Dios, que nos la ha ordenado, así como la castidad; aquella que nos proporcionan los catarros, y que debo al favor de mi cólico, no es ni castidad ni templanza. No podemos jactarnos de despreciar y combatir el placer si no lo vemos, si lo ignoramos, así como sus gracias, y sus fuerzas, y su belleza más atractiva. Conozco ambas edades, puedo muy bien decirlo. Pero me parece que, en la vejez, nuestras almas están sometidas a dolencias e imperfecciones más importunas que durante la juventud. Lo decía cuando era joven; entonces se burlaban de mi mentón imberbe. Lo sigo diciendo ahora, cuando mi cabello c | gris b | me confiere autoridad. Llamamos sabiduría a nuestros humores difíciles, al hastío por las cosas presentes. Pero lo cierto es que, más que abandonar los vicios, los cambiamos, y, en mi opinión, para peor. Aparte de un necio y caduco orgullo, de una cháchara molesta, de esos humores espinosos e insociables, y de la superstición, y de una preocupación ridícula por las riquezas cuando se ha perdido su uso, encuentro en ella más envidia, injusticia y maldad. La vejez nos imprime más arrugas en el espíritu que en la cara; y no se ve alma alguna, o muy escasas, que al envejecer no huelan a agrio y a enmohecido. El hombre marcha entero hacia su crecimiento y hacia su mengua.[50] c | Al ver la sabiduría de Sócrates, y muchas circunstancias de su condena, me atrevería a creer que, en cierta medida, él mismo se entregó a ella, con prevaricación, adrede, dado que, con setenta años de edad, le faltaba tan poco para que las ricas disposiciones de su espíritu se entumecieran, y para que su claridad habitual se ofuscara.[51]

b | ¡Qué metamorfosis le veo producir todos los días en muchos de mis conocidos! Es una enfermedad poderosa, y que se introduce de manera natural e imperceptible. Se requiere una gran provisión de estudio, y una gran precaución, para evitar las imperfecciones que nos acarrea, o, al menos, para debilitar su avance. Me doy cuenta de que, a pesar de todas mis defensas, se me impone paso a paso. Resisto en la medida de mis fuerzas. Pero no sé al fin dónde me conducirá. En cualquier caso, estoy contento con que se sepa de dónde habré caído.