CAPÍTULO XXXVII

LA SEMEJANZA DE LOS HIJOS
CON LOS PADRES

a | Este hatajo de piezas tan diferentes se hace con la condición de que sólo me dedico a él cuando me pesa una ociosidad demasiado muelle, y en ningún otro sitio que en mi casa. Así pues, se ha forjado con diversas pausas e intervalos, dado que a veces las circunstancias me retienen durante muchos meses en otros lugares. Por lo demás, no corrijo mis primeras fantasías con las segundas c | —sí tal vez alguna palabra, pero para diversificar, no para suprimir—. a | Quiero representar el curso de mis humores, y que se vea cada pieza en su origen. Me gustaría haber empezado antes, y reconocer la marcha de mis mutaciones. Un criado que me servía escribiéndomelas al dictado creyó adueñarse de un gran botín al arrebatarme un buen número de piezas elegidas a su gusto.[1] Me consuela que su ganancia no será mayor que mi pérdida.

He envejecido siete u ocho años desde que empecé;[2] no ha sido sin alguna nueva adquisición. Gracias a la generosidad de los años, he trabado intimidad con el cólico.[3] El trato y la larga convivencia con ellos no suelen transcurrir sin reportar algún fruto así. Me habría gustado que, entre los otros numerosos regalos que pueden hacer a quienes les frecuentan mucho tiempo, hubieran escogido alguno que me resultase más aceptable. Porque no habrían podido hacerme otro que me causara más horror desde mi niñez. Ésta era precisamente, entre todas las adversidades de la vejez, la que yo más temía. Para mis adentros había pensado muchas veces que llegaba demasiado lejos, y que, al seguir un camino tan largo, al final no dejaría de tener algún encuentro ingrato. Advertía y proclamaba de sobra que era el momento de partir, y que había que cortar la vida por lo sano y por el medio, de acuerdo con la regla de los cirujanos cuando han de amputar algún miembro. c | Que si alguien no la rendía a tiempo, la naturaleza acostumbraba a hacerle pagar fortísimos intereses.[4] a | Faltaba tanto para que estuviera entonces dispuesto, que en los dieciocho meses, poco más o menos, que hace que me hallo en esta ingrata situación, he aprendido ya a acomodarme. Me presto a un compromiso con la vida colicosa; encuentro con qué consolarme y qué esperar. ¡Tan sujetos están los hombres a su miserable ser que aceptan cualquier condición, por dura que sea, con tal de persistir! c | Oigamos a Mecenas:

Debilem facito manu,

debilem pede, coxa,

lubricos quate dentes:

uita dum superest bene est.[5]

[Haz que se me paralice una mano, un pie, un muslo, que me arranquen los dientes inseguros. Mientras me quede vida, bien está].

Y Tamerlán ocultaba bajo una necia humanidad la fantástica fiereza que ejercía contra los leprosos, mandando que mataran a todos aquellos de los que tenía noticia, para —según decía— librarlos de una vida tan penosa.[6] Porque todos ellos habrían preferido ser tres veces leprosos a no ser. Y, cuando el estoico Antístenes se encontraba muy enfermo y clamaba: «¿Quién me librará de estos dolores?», Diógenes, que había ido a verlo, le ofreció un cuchillo: «Él, si quieres, muy pronto». Antístenes replicó: «No digo de la vida, sino de los dolores».[7]

a | Los sufrimientos que nos afectan simplemente en el alma me afligen en mucha menor medida que a la mayoría de los hombres restantes. En parte por juicio —pues la gente considera horribles, o dignas de evitarse al precio de la vida, muchas cosas que a mí me resultan poco menos que indiferentes—; en parte, por mi temperamento torpe e insensible para los infortunios que no recaen directamente en mí —temperamento que considero una de las mejores cualidades de mi condición natural—. Pero los sufrimientos verdaderamente reales y corporales, los siento muy vivamente.[8] Sin embargo, al preverlos en el pasado con una mirada débil, delicada y reblandecida por el disfrute de la salud y el reposo, dilatados y felices, que Dios me otorgó la mayor parte de mi vida, los había imaginado tan insoportables que, en verdad, mi miedo era mayor que el dolor que he encontrado. De este modo, sigo reforzando mi creencia de que la mayoría de facultades del alma, c | tal como las empleamos, a | alteran el reposo de la vida más de lo que lo sirven.

Lucho contra la peor de todas las enfermedades, la más repentina, la más dolorosa, la más mortal e irremediable. He sufrido ya cinco o seis ataques muy largos y penosos. Sin embargo, si no me engaño, incluso en tal estado quien tenga el alma libre del temor a la muerte, y libre de las amenazas, conclusiones y consecuencias con que la medicina nos llena la cabeza, puede resistir. Pero el hecho mismo del dolor no tiene una acritud tan violenta y tan hiriente que el hombre sensato deba caer en la rabia y en la desesperación. Del cólico extraigo al menos un beneficio: la autoridad que no poseía aún sobre mí mismo, para conciliarme del todo y para familiarizarme con la muerte, la completará él. Porque, cuanto más me acose y me importune, tanto menos temible será la muerte para mí. Había logrado ya no estar sujeto a la vida sino solamente por la vida; él disolverá incluso esa complicidad. ¡Y quiera Dios que al final, si su violencia llega a superar mis fuerzas, no me arroje al otro extremo, no menos vicioso, de amar y desear morir!

Summum nec metuas diem, nec optes.[9]

[No temas ni desees tu último día].

Se trata de dos pasiones temibles, pero una tiene el remedio mucho más pronto que la otra.

Por lo demás, el precepto que ordena con tanto rigor mantener una buena compostura y una disposición desdeñosa y serena al afrontar los dolores siempre me ha parecido ceremonioso. ¿Por qué la filosofía, que no atiende sino a lo vivo y a los hechos, se entretiene con tales apariencias externas?[10]

c | Que abandone esta preocupación a los cómicos y a los maestros de retórica, que tanto caso hacen de nuestros gestos. Que se atreva a permitir al dolor una cobardía vocal, si no cordial ni estomacal, y que atribuya tales quejas voluntarias al género de los suspiros, sollozos, palpitaciones y palideces que la naturaleza ha excluido de nuestro poder. Con tal de que no haya terror en el ánimo, ni desesperación en las palabras, que se dé por satisfecha. ¿Qué importa que demos el brazo a torcer, mientras no demos a torcer los pensamientos? Ella nos forma para nosotros mismos, no para los demás; para ser, no para parecer. a | Que se limite a dirigir nuestro entendimiento, cuya instrucción ha asumido;[11] que, en los ataques de cólico, mantenga el alma capaz de reconocerse, de seguir su curso acostumbrado, oponiéndose al dolor y resistiéndolo, sin postrarse ignominiosamente a sus pies, alterada y enardecida por el combate, pero no abatida ni trastornada, c | capaz hasta cierto punto de conversación, y de realizar otro quehacer. a | En adversidades tan extremas es cruel exigirnos una actitud tan mesurada. Si nuestras cartas son buenas, poco importa que tengamos mal aspecto.[12] Si el cuerpo encuentra alivio quejándose, que lo haga; si el movimiento le complace, que se revuelva y agite a su antojo; si le parece que el dolor se desvanece en alguna medida por lanzar un grito con mayor violencia —como algunos médicos dicen que ayuda al alumbramiento de las mujeres encintas—, o si distrae su tormento, que grite con todas sus fuerzas.[13] c | No le ordenemos al grito que salga, pero permitámoslo. Epicuro no sólo perdona[14] a su sabio gritar en los tormentos, sino que se lo aconseja.[15] Pugiles etiam, quum feriunt in iactandis caestibus, ingemiscunt, quia profundenda uoce omne corpus intenditur, uenitque plaga uehementior[16] [Los púgiles gimen al lanzar los cestos porque, al emitir la voz, todo el cuerpo se pone en tensión y el golpe llega con más vehemencia]. a | Bastante tormento tenemos con el dolor sin que nos atormentemos por estas reglas superfluas. Lo digo para excusar a quienes solemos ver que vociferan en las sacudidas y en los asaltos de esta enfermedad. Porque, en cuanto a mí, la he pasado hasta el momento con una disposición un poco mejor, c | y me contento con gemir sin chillar.[17] a | No es, sin embargo, que me preocupe por mantener esta decencia exterior, pues hago poco caso de tal conveniencia —en esto cedo al dolor a su antojo—, pero o mis dolores no son tan extremos, o empleo en ello más firmeza que la mayoría. Me quejo, me irrito, cuando las violentas punzadas me oprimen, pero no llego a la desesperación, c | como aquél,

Eiulatu, questu, gemitu, fremitibus

resonando multum flebiles uoces refert.[18]

[Que, repitiendo el lamento, la queja, el gemido,

los clamores, devuelve voces muy lastimosas].

En pleno dolor me tanteo, y siempre me he encontrado capaz de decir, de pensar, de responder de manera tan sana como en cualquier otro momento; pero no con la misma constancia, pues el dolor me confunde y distrae. Cuando me toman por el más abatido, y los presentes me evitan, pruebo a menudo mis fuerzas y entablo yo mismo en su lugar conversaciones totalmente alejadas de mi estado. Lo puedo todo con un esfuerzo súbito; pero privémosle de duración. ¡Qué desgracia carecer de la facultad de aquel soñador de Cicerón que soñó que abrazaba a una muchacha y se encontró con que había expulsado su piedra entre las sábanas![19] Mis piedras me quitan todas las ganas de muchachas.

a | En los intervalos de este dolor extremo, c | cuando mis uréteres languidecen sin corroerme, a | recupero de inmediato mi forma ordinaria, pues mi alma no sufre otra alarma que la sensible y corporal —cosa que debo ciertamente al cuidado que he tenido de prepararme por medio de la razón para tales infortunios:

b | laborum

nulla mihi noua nunc facies inopinaque surgit;

omnia praecepi atque animo mecum ante peregi.[20]

[ninguna forma de tormento me surge ahora nueva e impensada; todo lo he probado y recorrido antes conmigo mismo en el ánimo].

a | Para ser un aprendiz, me veo, sin embargo, sometido a pruebas bastante duras, y con un cambio muy repentino y muy brusco, pues me he precipitado de golpe de una condición de vida muy suave y dichosa a la más dolorosa y atribulada que pueda imaginarse. Porque, además de ser una enfermedad muy temible de suyo, tiene en mí inicios mucho más violentos y difíciles de lo que acostumbra. Los ataques se me reproducen con tanta frecuencia que ya casi carezco del sentimiento de salud completa. Aun así, mantengo hasta ahora mi espíritu en una situación tal que, si puedo añadirle constancia, me encuentro en una condición de vida bastante mejor que otros mil que no padecen otra fiebre ni dolor que los que se procuran ellos mismos por culpa de su razón.

Hay cierta forma de sutil humildad que nace de la presunción; así, reconocemos nuestra ignorancia en muchas cosas, y tenemos la gran cortesía de confesar que en las obras de la naturaleza se dan algunas características y condiciones que nos resultan imperceptibles, y cuyos medios y causas nuestra capacidad no puede descubrir. Con tal honesta y concienzuda declaración, esperamos lograr que se nos crea también en aquellas que diremos entender. No tenemos necesidad de seleccionar milagros y dificultades extrañas; me parece que, entre las cosas que vemos habitualmente, hay extrañezas tan incomprensibles que superan toda la dificultad de los milagros. ¿Qué prodigio no es que la gota de simiente por la cual somos producidos contenga las impresiones no sólo de la forma corporal, sino incluso de los pensamientos e inclinaciones de nuestros padres?[21] ¿Esta gota de agua, dónde alberga ese infinito número de formas? b | ¿Y cómo transportan esas semejanzas de curso tan azaroso e irregular que el bisnieto se parecerá al bisabuelo y el sobrino al tío? En la familia de Lépido, en Roma, hubo tres, no seguidos, sino a intervalos, que nacieron con el mismo ojo cubierto de cartílago.[22] En Tebas, había una estirpe que tenía, desde el vientre de la madre, la figura de una punta de lanza; y quien no la tenía, era considerado ilegítimo.[23] Aristóteles dice que en cierta nación donde las mujeres eran comunes, los hijos se asignaban a sus padres por el parecido.[24]

a | Lo verosímil es que deba a mi padre esta cualidad pedregosa, pues murió extraordinariamente afligido por una gruesa piedra que tenía en la vejiga. No reparó en su dolencia hasta los sesenta y siete años, y antes no había experimentado amenaza o sensación alguna ni en los riñones, ni en los costados, ni en otra parte. Y había vivido hasta entonces con una salud dichosa y muy poco expuesta a enfermedades; y duró todavía siete años con este mal, de suerte que arrastró un fin de vida muy doloroso. Yo había nacido veinticinco años, o más, antes de su enfermedad, y cuando él mejor estaba, tercero de sus hijos en orden de nacimiento.[25] ¿Dónde se incubaba todo este tiempo la inclinación a esta dolencia? ¿Y, hallándose tan lejos de la enfermedad, la minúscula porción de su sustancia con la cual me fraguó, cómo contenía por su parte una impresión tan grande? ¿Y cómo estaba además tan oculta que, cuarenta y cinco años después, he empezado a verme afectado por ella, el único hasta ahora entre tantos hermanos y hermanas, y todos de la misma madre? A quien me explique este proceso, le creeré en todos los demás milagros que le vengan en gana, con tal de que no me dé por respuesta, como suele hacerse, una doctrina mucho más difícil y fantástica que la cosa misma.

Que los médicos excusen un poco mi libertad, pues por la misma fatal infusión e introducción he heredado el odio y el desprecio hacia su doctrina. Mi antipatía hacia su arte es hereditaria. Mi padre vivió setenta y cuatro años, mi abuelo, sesenta y nueve, mi bisabuelo, cerca de ochenta, sin haber probado ninguna suerte de medicina;[26] y, entre ellos, todo lo que no era de uso habitual contaba como droga. La medicina se forma por medio de ejemplos y de experiencia; mi opinión, también. ¿No es ésta una experiencia bien clara y bien favorable? No sé si me encontrarán a tres en sus registros, nacidos, criados y fallecidos en el mismo hogar, bajo el mismo techo, que hayan vivido tanto bajo su guía. Han de confesarme en esto que, si no la razón, al menos la fortuna está de mi parte; ahora bien, entre médicos la fortuna vale mucho más que la razón. Que no se aprovechen de mí ahora, que no me amenacen, abatido como estoy. Sería una superchería. Además, a decir verdad, les llevo suficiente ventaja con mis ejemplos domésticos, aunque se detengan en ellos. Las cosas humanas no tienen tanta continuidad. Hace doscientos años, sólo faltan dieciocho, que la prueba nos dura, pues el primero nació el año 1402. Es ciertamente muy razonable que esta experiencia empiece a fallarnos. Que no me reprochen las dolencias que en estos momentos me agarran por el cuello. ¿Haber vivido sano cuarenta y siete años[27] por mi parte, no es suficiente? Aunque sea el final de mi carrera, es de las más largas.

Mis antepasados aborrecían la medicina debido a cierta inclinación oculta y natural; en efecto, la simple visión de las drogas producía horror a mi padre. Al señor de Gaujac, mi tío paterno, un hombre de Iglesia, enfermizo desde que nació, y que, sin embargo, prolongó su frágil vida hasta los sesenta y siete años, una vez que sucumbió a una fiebre continua grande y violenta, los médicos ordenaron declararle que, si no aceptaba recibir ayuda —llaman ayuda a aquello que las más de las veces no es sino estorbo—, estaba infaliblemente muerto. El buen hombre, incluso despavorido como estaba por la horrible sentencia, respondió: «Entonces, estoy muerto». Pero, al poco tiempo, Dios hizo vano tal pronóstico.[28] b | El último de los hermanos, de los cuatro que eran, el señor de Bussaguet, y último con mucha diferencia, fue el único que se sometió a este arte, debido, creo yo, a su frecuentación de las demás artes, pues era consejero en la corte del Parlamento; y le resultó tan mal que, siendo en apariencia de complexión más robusta, murió sin embargo mucho antes que los otros, salvo uno, el señor de Saint-Michel.[29]

a | Puede que yo haya heredado de ellos mi antipatía natural a la medicina; pero, de no haberse dado otras consideraciones, habría intentado superarla. En efecto, las cualidades que nacen en nosotros sin razón son todas viciosas; se trata de una especie de enfermedad que debe combatirse. Es posible que yo tuviera esta propensión, pero la he apoyado y reforzado con los razonamientos que han establecido en mí la opinión que tengo sobre la materia. Porque detesto también la consideración de rehusar la medicina por la acritud de su sabor; difícilmente sería ésta mi inclinación, siendo así que la salud me parece digna de ser recobrada con los cauterios y las incisiones más penosas que puedan hacerse. c | Y, siguiendo a Epicuro, creo que los placeres deben evitarse si acarrean dolores más grandes, y que los dolores deben buscarse si comportan placeres más grandes.[30]

a | La salud es algo precioso, y lo único que merece en verdad que se emplee no sólo tiempo, sudor, esfuerzo y bienes, sino incluso la vida en su búsqueda, porque sin ella la vida nos resulta penosa. Placer, sabiduría, ciencia y virtud, sin ella, se empañan y desvanecen; y, a los más firmes y vigorosos razonamientos que la filosofía pretenda imprimirnos en sentido contrario, no tenemos más que oponerle la imagen de Platón golpeado por la epilepsia o por una apoplejía, y retarlo en este supuesto a llamar en su ayuda a las ricas facultades de su alma. Cualquier vía que nos lleve a la salud, no puede decirse en mi opinión ni dura ni cara. Pero tengo otros motivos que me hacen desconfiar en extremo de toda esta mercancía. No digo que no pueda haber algún arte en ella, que no haya, entre tantas obras de la naturaleza, cosas apropiadas para la conservación de nuestra salud, eso es cierto.[31] b | Entiendo muy bien que exista un simple que humedece, otro que seca;[32] sé por experiencia que los rábanos blancos producen gases, y que las hojas de sen laxan el vientre; conozco muchas experiencias semejantes, como sé que el cordero me alimenta y que el vino me acalora; y decía Solón que el comer era, como las demás drogas, una medicina contra la enfermedad del hambre.[33] No repruebo el provecho que sacamos del mundo, ni tengo dudas sobre la potencia y la fecundidad de la naturaleza, ni sobre su aplicación a nuestra necesidad. Me doy cuenta de que a los lucios y a las golondrinas les va bien con ella. Desconfío de las invenciones de nuestro espíritu, de nuestra ciencia y arte, en favor de la cual la hemos abandonado, y sus reglas, y en la cual no sabemos mantener moderación ni límite.

c | Así como llamamos justicia al pasteleo de cualesquiera leyes que nos caen en las manos, y a su dispensación y práctica, con frecuencia muy inepta y muy inicua, y así como quienes se burlan de ella y la censuran no pretenden, sin embargo, injuriar esa noble virtud, sino solamente condenar el abuso y la profanación de tal sagrado título, asimismo, en la medicina, yo honro ese glorioso nombre, su propósito, su promesa, tan útil al género humano, pero aquello que designa entre nosotros, no lo honro ni estimo.

a | En primer lugar, la experiencia me lleva a temerla. Por lo que yo conozco, en efecto, no veo otra clase de gente que enferme tan pronto y sane tan tarde como la que está sometida a la jurisdicción de la medicina. Su salud misma está alterada y corrompida por la violencia de las dietas. Los médicos no se contentan con tener la enfermedad a su cargo; vuelven a la salud enferma para evitar que uno pueda escapar en algún momento a su autoridad. ¿Acaso no infieren, de una salud firme y completa, el argumento de una gran dolencia futura? He estado enfermo con bastante frecuencia; mis enfermedades me han parecido, sin su ayuda, más fáciles de sobrellevar —y las he experimentado de casi todas las especies—, y más breves, que las de nadie; y, sin embargo, no he mezclado en ellas la amargura de sus prescripciones. Mi salud es libre y completa, sin regla y sin otra disciplina que la de mi costumbre y mi placer. Cualquier lugar me va bien para detenerme, pues no preciso otras comodidades cuando estoy enfermo que las que necesito cuando estoy sano. No me preocupo por estar sin médico, sin boticario y sin ayuda; veo a la mayoría de los que la tienen más afligidos por ella que por la dolencia. ¡Y bien!, ¿acaso nos muestran ellos mismos una vida tan dichosa y duradera que pueda probarnos algún resultado visible de su ciencia?[34]

No hay nación que no haya permanecido muchos siglos, y los primeros siglos, es decir, los mejores y más felices, sin medicina; y la décima parte del mundo sigue sin emplearla en este momento. Hay infinitas naciones que no la conocen, donde se vive más sana y largamente que aquí; y entre nosotros el pueblo común se las arregla felizmente sin ella. Los romanos estuvieron seiscientos años antes de acogerla; pero, tras haberla probado, la excluyeron de la ciudad por medio de Catón el Censor, que mostró con qué facilidad podía prescindir de ella, pues vivió ochenta y cinco años, e hizo vivir a su mujer hasta la extrema vejez. No sin medicina, pero sí sin médico[35] —porque todo aquello que resulta saludable para nuestra vida, puede llamarse medicina—. Mantenía a su familia sana, dice Plutarco, mediante el consumo a2 | —me parece— de liebre;[36] a | como los arcadios, dice Plinio, curan todas sus enfermedades con leche de vaca;[37] c | y los libios, dice Heródoto, gozan en su mayoría de una salud magnífica por su costumbre de cauterizar y de quemar las venas de la cabeza y de las sienes a los niños cuando cumplen cuatro años, con lo cual cortan de por vida el camino a todo flujo de reuma.[38] a | Y los lugareños de este país no emplean otra cosa, para cualquier adversidad, que el vino más fuerte que pueden, mezclado con abundante azafrán y especia. Todo ello con similar fortuna.

Y, a decir verdad, en toda la variedad y confusión de prescripciones, ¿qué otro fin y efecto hay, después de todo, sino vaciar el vientre? Algo que mil simples caseros pueden hacer. b | Y aun así ignoro si es con tanta utilidad como dicen, y si nuestra naturaleza no necesita la permanencia de sus excrementos hasta cierto punto, como el vino necesita de sus heces para conservarse. Muchas veces ves a hombres sanos que sufren vómitos o diarreas por un accidente externo, y que hacen un gran vaciado de excrementos sin ninguna necesidad precedente y sin ningún provecho sucesivo, es más, con empeoramiento y daño. c | Aprendí hace poco del gran Platón que, de tres clases de movimientos que nos corresponden, el último y el peor es el de las purgas, que nadie en su sano juicio debe emprender salvo caso de extrema necesidad.[39] Turbamos y despertamos la enfermedad por oposiciones contrarias. Ha de ser la forma de vida la que poco a poco la debilite y reconduzca a su fin.[40] Los violentos zarpazos entre la droga y la enfermedad se producen siempre a costa nuestra, pues la querella se desenvuelve en nosotros, y la droga es una ayuda poco fiable, hostil por naturaleza a nuestra salud, y sin otro acceso a nuestro Estado que por la vía del tumulto. Dejemos hacer un poco. El orden que provee a las pulgas y a los topos provee también a aquellos hombres que tienen la misma paciencia para dejarse gobernar que pulgas y topos. Podemos muy bien gritar «¡Arre!». Es bueno para enronquecer, no para lograr que se mueva. Es un orden soberbio e implacable. Nuestro temor, nuestra desesperación desalientan y retrasan su ayuda en lugar de incitarla. Le debe a la enfermedad su curso, como a la salud. No va a dejarse corromper a favor de uno en detrimento de los derechos del otro. Caería en el desorden. ¡Sigámoslo, por Dios, sigámoslo! Conduce a los que lo siguen; a los que no lo siguen, los arrastra,[41] y a su rabia y a su medicina con ellos. Haz ordenar una purga a tu cerebro. Estará mejor empleada que si la ordenas a tu estómago.

a | Le preguntaron a un lacedemonio a qué debía haber vivido sano durante tanto tiempo: «A la ignorancia de la medicina», respondió.[42] Y el emperador Adriano no dejaba de gritar, al morir, que la turba de médicos lo había matado.[43] b | Un mal luchador se hizo médico: «¡Ánimo!», le dijo Diógenes, «haces bien; ahora derribarás a los que antes te derribaron a ti».[44] a | Pero tienen la suerte, b | dice Nicocles, a | de que el sol les ilumina el éxito, y la tierra les esconde el error.[45] Y, además, disponen de una manera muy ventajosa de servirse de todo tipo de resultados, pues la medicina posee el privilegio de arrogarse aquello que la fortuna, la naturaleza o cualquier otra causa externa —cuyo número es infinito— produce en nosotros de bueno y saludable.[46] Todos los resultados felices que le sobrevienen al paciente sometido a su régimen, los obtiene gracias a ella. Los motivos que me han curado a mí, y que curan a mil más que no llaman a los médicos en su auxilio, se los arrogan en sus súbditos. Y, en cuanto a los malos resultados, o bien los repudian por completo, echando la culpa al paciente, por razones tan vanas que no temen dejar de encontrar siempre un número bastante bueno de ellas[47] —ha destapado el brazo, b | ha oído el ruido de un carruaje,

rhedarum transitus arcto

uicorum inflexu;[48]

[el paso de los carruajes por los estrechos recodos de las calles];

a | le han entreabierto la ventana, se ha acostado sobre el lado izquierdo, o se le ha pasado por la cabeza algún pensamiento triste; en suma, una palabra, un sueño, una mirada, les parece excusa suficiente para descargarse de culpa—; o bien, si lo quieren así, se valen incluso del empeoramiento, y se aprovechan de él con otro medio que jamás puede fallarles: respondernos, cuando la enfermedad se aviva a causa de sus emplastos, asegurándonos que, de no ser por sus remedios, habría empeorado mucho más. Aquel al que han arrojado de un catarro a una fiebre cotidiana, sin ellos la habría padecido continua. No temen cumplir mal sus obligaciones, puesto que el daño les redunda en beneficio. Ciertamente, hacen bien al requerir del enfermo una disposición favorable de su creencia.[49] Debe, en verdad, serlo seriamente, y muy maleable, para aplicarse a fantasías tan difíciles de creer. b | Platón decía con gran acierto que sólo a los médicos les correspondía mentir en plena libertad,[50] pues nuestra salud depende de la vanidad y la falsedad de sus promesas.

a | Esopo, autor de singularísima excelencia y cuyas gracias poca gente descubre del todo, tiene gracia cuando nos describe la tiránica autoridad que se arrogan sobre estas pobres almas debilitadas y abatidas por la enfermedad y el temor. Porque cuenta que una vez el médico le preguntó a su enfermo qué efecto notaba con los medicamentos que le había suministrado, y éste le respondió: «He sudado mucho». «Eso es bueno», dijo el médico. En otra ocasión le preguntó también cómo se había encontrado desde entonces: «He pasado un frío extremo», dijo, «y he temblado mucho». «Eso es bueno», siguió el médico. La tercera vez le preguntó de nuevo cómo estaba: «Siento que me hincho y me entumezco», dijo, «como si tuviera hidropesía». «Esto es que va bien», añadió el médico. Cuando un amigo suyo se interesó después por su estado, respondió: «Sin duda, amigo mío, a fuerza de estar bien, me muero».[51]

Había en Egipto una ley más justa por la cual el médico tomaba al paciente a su cargo, los tres primeros días, por cuenta y riesgo del paciente, pero, una vez transcurridos los tres días, bajo su responsabilidad.[52] ¿Qué razón hay, en efecto, para que Esculapio, su patrón, fuera golpeado con un rayo por haber devuelto a c | Hipólito[53] a | de la muerte a la vida,

b | Nam pater omnipotens, aliquem indignatus ab umbris

mortalem infernis ad lumina surgere uitae,

ipse repertorem medicinae talis et artis

fulmine Phoebigenam stygias detrusit ad undas;[54]

[Pues el padre omnipotente, indignado de que un mortal volviese de las sombras infernales a la luz de la vida, precipitó con su rayo al inventor de un tal remedio y artificio, el hijo de Febo, en las ondas estigias];

a | y sus seguidores, que envían tantas almas de la vida a la muerte, sean absueltos? b | Un médico se jactaba ante Nicocles de que su arte tenía una gran autoridad. «En verdad es así», dijo Nicocles, «si puede matar impunemente a tantas personas».[55]

a | Por lo demás, si hubiese pertenecido a su consejo, habría vuelto mi disciplina más sagrada y misteriosa. Habían empezado bastante bien, pero no han terminado igual. Era un buen comienzo hacer autores de su ciencia a dioses y demonios,[56] adoptar un lenguaje aparte, una escritura aparte; c | por más que la filosofía opine que es una locura aconsejar a un hombre en su beneficio de manera no inteligible.[57] Ut si quis medicus imperet ut sumat [Como si un médico le mandara tomar]:

Terrigenam, herbigradam, domiportam, sanguine cassam.[58]

[Un terrigena, herbigrado, portador de su casa, privado de sangre].

a | Era una buena regla en su arte, y que acompaña a todas las artes fantásticas, vanas y sobrenaturales, que la fe del paciente debe anticipar con buenas expectativas y confianza su efecto y acción.[59] Regla que sostienen hasta el extremo de encontrar más apropiado al médico más ignorante y burdo, para quien confía en él, que al más experimentado desconocido.[60] Incluso la elección de la mayoría de sus drogas es un tanto misteriosa y divina: la pata izquierda de una tortuga, la orina de un lagarto, el excremento de un elefante, el hígado de un topo, sangre extraída de debajo del ala derecha de una paloma blanca; y para nosotros, colicosos —a tal punto abusan desdeñosamente de nuestra miseria—, cagarrutas de rata pulverizadas, y otras ridiculeces semejantes, que tienen más aspecto de encantamiento mágico que de ciencia sólida. Omito el número impar de sus píldoras, la destinación de ciertos días y fiestas del año, la distinción de las horas para coger las hierbas de sus ingredientes, y el gesto huraño y prudente de su porte y disposición, del cual se burla el propio Plinio.[61]

Pero me refiero a que han cometido un error al no añadir a este buen inicio que sus reuniones y consultas sean más religiosas y secretas. Ningún profano debería tener acceso a ellas, no más que a las ceremonias secretas de Esculapio. Porque de este fallo proviene que, al descubrir todo el mundo su indecisión, la flaqueza de sus argumentos, conjeturas y fundamentos, la violencia de sus discusiones, repletas de odio, de celos y de preocupación particular, haya que estar extremadamente ciego para no sentirse en gran peligro en sus manos. ¿Quién ha visto nunca a un médico valerse de la receta de un compañero sin quitar ni añadir cosa alguna? De este modo traicionan en buena medida su arte, y nos muestran que se preocupan más por su reputación, y en consecuencia por su beneficio, que por el interés de sus pacientes. Es más sabio aquel de sus doctores que les prescribió en la Antigüedad que sólo uno se dedicara a tratar a cada enfermo. En efecto, si no logra nada bueno, el reproche al arte de la medicina no será muy grande por el error de un hombre solo; y, en cambio, la gloria será grande si da en acertar.[62] Por el contrario, cuando son muchos, desacreditan siempre su oficio, pues perjudican más a menudo de lo que benefician. Deberían contentarse con el perpetuo desacuerdo que se encuentra en las opiniones de los principales maestros y autores antiguos de esta ciencia, que sólo conocen los hombres versados en los libros, sin mostrar también al pueblo las controversias y variaciones de juicio que alimentan y mantienen entre ellos.

¿Queremos un ejemplo del antiguo debate de la medicina? Herófilo establece la causa original de las enfermedades en los humores; Erasístrato, en la sangre de las arterias; Asclepiades, en los átomos invisibles que se introducen por nuestros poros; Alcmeón, a la exuberancia o falta de fuerzas corporales; Diocles, en la desigualdad de los elementos del cuerpo y en la calidad del aire que respiramos; Estratón, en la abundancia, crudeza y corrupción del alimento que ingerimos; Hipócrates la establece en los espíritus.[63] Uno de sus amigos, que ellos conocen mejor que yo, exclama al respecto que la ciencia más importante de que nos valemos, puesto que se encarga de nuestra conservación y salud, es por desgracia la más incierta, la más confusa y la que se ve agitada por más cambios.[64] No corremos gran peligro por equivocarnos sobre la altura del sol o en la fracción de algún cómputo astronómico; pero aquí, donde está en juego todo nuestro ser, no es sensato abandonarnos a la merced de la agitación de tantos vientos contrarios.

Antes de la guerra del Peloponeso, no había grandes noticias de esta ciencia. Hipócrates le confirió autoridad. Todo lo que él había establecido, Crisipo lo echó por tierra; después Erasístrato, nieto de Aristóteles, derribó todo lo que Crisipo había escrito. Tras éstos, aparecieron los empíricos, que siguieron una vía muy distinta a la de los antiguos en el manejo de este arte. Cuando la autoridad de estos últimos empezó a declinar, Herófilo puso en marcha otra suerte de medicina, que Asclepiades a su vez combatió y aniquiló. En su momento ganaron autoridad las opiniones de Temisión, y después las de Musa, y, más tarde todavía, las de Vetio Valente, médico famoso por su relación con Mesalina. El imperio de la medicina recayó en tiempos de Nerón en Tesalo, que abolió y condenó todo aquello que se había defendido hasta él. Su doctrina fue derrocada por Crinas de Marsella, que trajo la novedad de ajustar todas las intervenciones médicas a las efemérides y a los movimientos de los astros, comer, dormir y beber a la hora en que placiera a la Luna y a Mercurio. Su autoridad fue poco después suplantada por Carino, médico de esta misma ciudad de Marsella. Éste se opuso no sólo a la medicina antigua, sino también al uso de los baños calientes, público y habitual desde hacía tantos siglos. Mandaba bañar a los hombres en agua fría incluso en invierno, y sumergía a los enfermos en el agua natural de los arroyos.[65] Hasta la época de Plinio ningún romano se había dignado aún ejercer la medicina;[66] la practicaban extranjeros y griegos, lo mismo que entre nosotros, franceses, la practican latinizantes. Porque, como dice un grandísimo médico, no aceptamos fácilmente la medicina que entendemos,[67] como tampoco la droga que cosechamos.[68] Si las naciones de las que traemos el guayaco, la zarzaparrilla de México y la zarzaparrilla de China tienen médicos, ¿hasta qué punto pensamos que, por la misma recomendación de la extrañeza, la singularidad y la escasez, ellos celebrarán nuestras coles y nuestro perejil? ¿Quién osaría, en efecto, desdeñar cosas buscadas desde tan lejos, al azar de una peregrinación tan larga y tan peligrosa? Después de estas antiguas mutaciones de la medicina, ha habido infinitas más hasta llegar a nosotros, y la mayoría de veces, mutaciones completas y universales, como lo son las que efectúan en nuestro tiempo Paracelso, Fioravanti y Argenterio. Porque no cambian sólo una receta sino, según me dicen, toda la contextura y organización del cuerpo de la medicina, acusando de ignorancia y de engaño a quienes la han profesado hasta ellos. Os dejo pensar qué es del pobre paciente.

Si por lo menos tuviéramos la seguridad de que sus errores no nos perjudican, aunque no nos beneficien, sería un compromiso muy razonable arriesgarse a adquirir un bien sin ponerse en peligro de destrucción. b | Cuenta Esopo que uno que había comprado un esclavo moro, considerando que el color le había aparecido por accidente y por mal trato de su primer amo, lo sometió a un tratamiento de numerosos baños y brebajes con sumo esmero. Sucedió que el moro no corrigió en absoluto su color tostado, pero perdió enteramente su anterior salud.[69]

a | ¡Cuántas veces nos ocurre que vemos a los médicos imputarse entre sí la muerte de sus pacientes! Me acuerdo de una epidemia que afectó a los pueblos de mi vecindad, hace algunos años, mortal y muy peligrosa. Cuando pasó la tormenta, que se llevó a un infinito número de hombres, uno de los médicos más famosos de la región dio en publicar un librito sobre la materia en el cual se retracta de haber empleado la sangría, y confiesa que ahí radica una de las principales causas del daño sufrido. Además, sus autores aseguran que no hay ninguna medicina que no tenga algún elemento perjudicial.[70] Y si hasta aquellas que nos son útiles nos dañan en cierta medida, ¿qué deben de hacer las que nos aplican sin ninguna pertinencia? Por mi parte, aunque sólo fuera esto, considero que a quienes aborrecen el sabor de la medicina les supone un esfuerzo peligroso y perjudicial engullirla en un momento tan difícil y tan a disgusto; y creo que esto pone extraordinariamente a prueba al enfermo en un tiempo en el cual tiene tanta necesidad de descanso. Aparte de que, si consideramos los motivos en que suelen fundar la causa de nuestras dolencias, son tan leves y tan delicados, que yo infiero a partir de ahí que un pequeñísimo error en la administración de sus drogas puede comportarnos un gran daño.

Ahora bien, si el error del médico es peligroso, lo tenemos muy mal, porque es muy difícil que no recaiga a menudo en él. Necesita demasiados elementos, consideraciones y circunstancias para preparar exactamente su plan. Ha de conocer la complexión del enfermo, su temperamento, sus humores, sus inclinaciones, sus acciones, hasta sus pensamientos y fantasías. Debe responder de las circunstancias externas, de la naturaleza del lugar, de la condición del aire y del tiempo, de la situación de los planetas y de sus influencias. Debe saber, de la enfermedad, sus causas, signos, afecciones, días críticos; de la droga, el peso, la fuerza, el país, la forma, la edad, la administración; y es preciso que, todos estos elementos, los sepa proporcionar y relacionar entre sí para producir una perfecta simetría.[71] Si se equivoca, por poco que sea, si entre tantos motivos uno tan sólo se desvía, es ya suficiente para destruirnos. Dios sabe lo difícil que es conocer la mayor parte de estos elementos. Porque, por ejemplo, ¿cómo descubrirá el signo propio de la enfermedad, si todas ellas son susceptibles de un infinito número de signos? ¡Cuántos debates y cuántas dudas tienen sobre la interpretación de las orinas![72] Si no fuera así, ¿de dónde procedería la continua disputa que vemos entre ellos sobre el conocimiento de la enfermedad? ¿Cómo excusaríamos el error, en el que caen tan a menudo, de confundir marta con zorro?

En las dolencias que he padecido, por pequeña que fuera la dificultad, jamás he encontrado a tres que estuvieran de acuerdo. Prefiero señalar los ejemplos que me afectan. Hace poco, en París, a un gentilhombre al que le hicieron una talla por orden de los médicos,[73] no le encontraron más piedras en la vejiga que en la mano. Y, allí mismo, un obispo muy amigo mío fue requerido con insistencia por la mayoría de médicos a los que pedía consejo a hacerse una talla. Yo mismo ayudé, confiando en otros, a convencerlo. Cuando falleció y le abrieron, se descubrió que sólo tenía la dolencia en los riñones. En esta enfermedad tienen menos excusa porque es de algún modo palpable. Por eso la cirugía me parece mucho más segura. Porque ve y toca lo que hace;[74] hay en ella menos que conjeturar y adivinar. Los médicos, en cambio, no tienen ningún speculum matricis [espéculo de la matriz] que les descubra nuestro cerebro, nuestro pulmón y nuestro hígado.

Las promesas mismas de la medicina son increíbles. Porque, obligada a atender a accidentes distintos y contrarios, que con frecuencia nos acucian a la vez, y que guardan una correlación casi necesaria, como el calor del hígado y la frialdad del estómago, nos persuaden de que, entre sus ingredientes, uno calentará el estómago, otro refrescará el hígado; uno tiene la misión de ir directo a los riñones, incluso hasta la vejiga, sin desplegar en otra parte sus efectos, y conservando sus fuerzas y su virtud, en ese camino largo y lleno de obstáculos, hasta el lugar a cuyo servicio está destinado por su propiedad oculta; el otro secará el cerebro; aquél humedecerá el pulmón. ¿No es una suerte de desvarío esperar que las virtudes de todo este amasijo que compone la mixtión de un brebaje se dividan y separen de la confusión y mezcla, para acudir a misiones tan distintas? Yo temería infinitamente que perdiesen o cambiasen sus etiquetas y equivocaran sus distritos. ¿Y quién puede imaginar que en tal confusión líquida estas facultades no se corrompen, confunden y alteran entre sí? ¿Qué decir de que la ejecución de esta orden dependa de otro oficial, a cuya confianza y merced abandonamos una vez más nuestra vida?[75]

c | Tenemos juboneros y fabricantes de calzones para vestirnos, y nos sirven mucho mejor en la medida que cada cual se dedica solamente a su objeto y a su arte, más restringido y limitado que el de un sastre, que lo abarca todo. Y, para alimentarnos, los grandes, en busca de mayor comodidad, mantienen diferenciados los oficios de potajieres y asadores; un cocinero que se encargue de todo no puede obtener resultados tan exquisitos. De la misma manera, para curarnos, los egipcios rechazaban con razón el oficio general de médico, y dividían la profesión con un operario para cada enfermedad, para cada parte del cuerpo. En efecto, esta parte recibía un trato mucho más adecuado y menos confuso, pues se la miraba sólo a ella en especial.[76] Los nuestros no advierten que atender a todo es no atender a nada, que el orden total de este pequeño mundo les resulta indigerible.[77] Mientras temen atajar el curso de un disentérico para no causarle fiebre, me mataron a un amigo que valía más que todo, y ellos ahí están.[78] Contraponen el peso de sus pronósticos al de los males presentes, y, por no curar el cerebro en detrimento del estómago, dañan el estómago y empeoran el cerebro con esas drogas turbulentas y sediciosas.

a | En cuanto a la variedad y la flaqueza de las razones de este arte, son más visibles que en ningún otro arte. Las cosas aperitivas le son útiles al que padece cólico, pues al abrir y dilatar las vías arrastran la materia viscosa de la cual se forman la arenilla y la piedra, y se llevan hacia abajo aquello que empieza a endurecerse y a acumularse en los riñones.[79] Las cosas aperitivas son peligrosas para quien sufre de cólico, pues al abrir y dilatar las vías arrastran la materia que propicia la formación de arenilla hacia los riñones, y éstos suelen capturarla por su propensión, de manera que es difícil que no retengan mucha de la que se les ha acarreado. Además, si por azar se encuentra algún cuerpo un poco más grueso de lo preciso para pasar todos esos estrechos que restan por atravesar para que sea expulsado al exterior, al ser tal cuerpo puesto en movimiento por las cosas aperitivas y arrojado a esos canales estrechos, de suerte que los tapona, preparará una muerte segura y muy dolorosa.

Su firmeza en los consejos que nos brindan sobre el régimen de vida es pareja. Es bueno hacer aguas con frecuencia, pues vemos por experiencia que dejándolas estancar les damos tiempo para descargarse de sus excrementos y de sus heces, que servirán de materia para formar la piedra en la vejiga. Es bueno no hacer aguas con frecuencia, pues los excrementos pesados que acarrean con ellas no son arrastrados si no hay violencia, como vemos por experiencia que un torrente que fluye con fuerza barre mucho más netamente el lugar por donde pasa que el curso de un riachuelo blando y tranquilo. Del mismo modo, es bueno tener a menudo relaciones con mujeres, porque esto abre las vías y arrastra los cálculos y la arena. También es malo, pues calienta los riñones, los agota y debilita.[80] a2 | Es bueno bañarse en aguas termales, pues relaja y reblandece los lugares donde se estancan la arena y la piedra. Es también malo, porque la aplicación de calor externo ayuda a los riñones a cocer, endurecer y petrificar la materia que está predispuesta a ello. A quienes están en los baños les resulta más saludable comer poco al atardecer, para que las aguas que tienen que beber a la mañana siguiente surtan mayor efecto al encontrar el estómago vacío y desocupado. Por el contrario, es mejor comer poco al mediodía para no alterar la acción del agua, que no es todavía perfecta, y no cargar el estómago tan rápidamente después de este otro esfuerzo, y para dejar el cometido de digerir a la noche, que lo sabe hacer mejor que el día, cuando el cuerpo y el espíritu se encuentran en perpetuo movimiento y acción. Así van haciendo sus juegos malabares, y contando sus pamplinas a nuestras expensas, en todos sus razonamientos. b | Y no podrían presentarme una proposición a la cual no rebatiera con otra contraria de idéntica fuerza. a | Así pues, que no riñan más a quienes, en tal confusión, se dejan conducir suavemente por su deseo, y por el consejo de la naturaleza,[81] a2 | y se remiten a la fortuna común.

Con motivo de mis viajes he visto casi todos los baños famosos de la Cristiandad, y desde hace algunos años he empezado a servirme de ellos. Porque, en general, considero el baño saludable, y creo que incurrimos en no pequeños inconvenientes para nuestra salud por haber perdido la costumbre, que en el pasado se observaba generalmente en casi todas las naciones, y se observa todavía en muchas, de lavarse el cuerpo todos los días; y no puedo imaginar que no sea mucho peor tener los miembros encostrados y los poros taponados por la mugre. Y, en cuanto a beber tales aguas, la fortuna ha dispuesto en primer lugar que esto no sea en absoluto contrario a mi gusto; en segundo lugar, es natural y simple, y al menos no es peligroso aunque sea vano. Tomo como garantía de este hecho la infinidad de pueblos de todo tipo y temperamento que se reúne en ellos. Y, si bien no he notado ningún efecto extraordinario y milagroso, y, por el contrario, informándome un poco más minuciosamente de lo que suele hacerse, he encontrado mal fundados y falsos todos los rumores sobre tales efectos que se difunden y creen en estos lugares —pues la gente se engaña fácilmente con aquello que desea—, aun así tampoco he visto casi personas a las que estas aguas hayan empeorado; y no se les puede negar sin malicia que no despierten el apetito, faciliten la digestión y nos proporcionen cierta nueva vitalidad, si no se va con las fuerzas demasiado abatidas, cosa que desaconsejo. No sirven para reconstruir una ruina grave; pueden apuntalar una inclinación ligera, o proveer a la amenaza de alguna alteración. Quien no tenga suficiente vitalidad para poder gozar del placer de las compañías que se encuentran allí, ni de los paseos y ejercicios a que nos invita la belleza de los parajes donde suelen estar situadas estas aguas, se pierde sin duda la parte mejor y más segura de su efecto. Por tal motivo, he elegido hasta ahora, para detenerme en ellas y utilizarlas, aquellas en que el lugar era más ameno, y la casa, la comida y las compañías más agradables, como sucede en Francia en los baños de Bagnères, en la frontera entre Alemania y Lorena en los de Plombières, en Suiza en los de Baden, en la Toscana en los de Lucca y sobre todo en los Della Villa, que he utilizado más a menudo y en momentos diferentes.[82]

Cada nación tiene opiniones particulares acerca de su uso, y leyes y formas de servirse de ellas muy distintas, y, según mi experiencia, el efecto es casi igual. El beber no se admite en absoluto en Alemania. Para cualquier dolencia, se bañan y chapotean en el agua casi de sol a sol. En Italia, cuando beben nueve días, se bañan por lo menos treinta, y por regla general beben el agua mezclada con otras drogas, para ayudar a su efecto. En un sitio, nos prescriben pasear para digerirla; en otro, les retienen en la cama, donde la han bebido, hasta que la han evacuado, calentándoles continuamente el estómago y los pies. Así como los alemanes tienen de peculiar que, por lo común, todos se hacen poner ventosas con escarificación en el baño, los italianos tienen sus doccie [duchas], que son ciertos canalones de agua caliente que conducen a través de tubos,[83] y se bañan una hora por la mañana y otra por la tarde, por espacio de un mes, o la cabeza o el estómago o aquella otra parte del cuerpo que necesitan. Hay otras infinitas diferencias de costumbres en cada región; o, por decirlo mejor, casi no hay semejanza alguna entre unas y otras. Así, esta parte de la medicina, la única a la que me he entregado, aunque sea la menos artificial, participa en buena medida, sin embargo, de la confusión e incertidumbre que se ve en todas las demás cosas de este arte.

a | Los poetas dicen cuanto se les antoja con más énfasis y gracia, como prueban estos dos epigramas:

Alcon hesterno signum, louis attigit. Ille,

quamuis marmoreus, uim patitur medici.

Ecce hodie, iussus transferri ex aede uetusta, effertur,

quamuis sit Deus atque lapis.[84]

[Alcón tocó ayer la estatua de Júpiter. Éste, aunque de mármol, experimenta la fuerza del médico. He aquí que hoy, obligado a abandonar su viejo templo, es sacado, aunque sea un dios y una piedra].

Y el otro:

Lotus nobiscum est hilaris, coenauit et idem,

inuentus mane est mortuus Andragoras.

Tam subitae mortis causam, Faustine, requiris?

In somnis medicum uiderat Hermocratem.[85]

[Andrágoras se ha bañado alegre con nosotros, también ha cenado igual y por la mañana se le ha encontrado muerto. ¿Preguntas, Faustino, la causa de una muerte tan súbita? En sueños ha visto al médico Hermócrates].

Sobre esto quiero referir dos cuentos. El barón de Caupene en Chalosse y yo compartimos el derecho de patrocinio de un beneficio de gran extensión, al pie de nuestras montañas, que se llama Lahontan.[86] Sucede con los habitantes de este rincón lo que se dice de los del valle de Angrogne:[87] tenían una vida aparte, las formas, los vestidos y los comportamientos aparte; regidos y gobernados por ciertas instituciones y costumbres particulares, heredadas de padres a hijos, a las que se obligaban sin otra constricción que la reverencia de su uso. Ese pequeño Estado se había mantenido desde tiempo inmemorial en una condición tan dichosa que ningún juez vecino se había preocupado por informarse de su interés, ningún abogado se había dedicado a darles consejos, ni ningún extraño había sido llamado para apaciguar sus querellas; y jamás se había visto a nadie de la comarca pidiendo limosna. Evitaban las alianzas y el trato con el otro mundo para no alterar la pureza de su gobierno. Hasta el extremo que, según cuentan, uno de ellos, al que, por la memoria de sus padres, una noble ambición aguijoneaba el alma, tuvo la ocurrencia, para dar prestigio y reputación a su nombre, de convertir a uno de sus hijos en un maestro Juan o maestro Pedro; y, tras hacer que le enseñaran a escribir en una localidad vecina, hizo de él un buen notario de pueblo. Éste, al hacerse mayor, empezó a desdeñar sus antiguas costumbres, y a meterles en la cabeza la pompa de las regiones de este lado. Al primero de sus compadres al que descornaron una cabra le aconsejó que pidiera cuentas a los jueces reales de los alrededores, y de éste a otro, hasta que lo hubo bastardeado todo. Después de esta corrupción, dicen que surgió de inmediato otra más grave, por obra de un médico a quien se le antojó casarse con una de sus muchachas y asentarse entre ellos. Éste empezó a enseñarles por primera vez el nombre de las fiebres, de los catarros y de los abscesos, la situación del corazón, del hígado y de los intestinos, que era una ciencia hasta entonces muy alejada de su conocimiento; y en vez del ajo con el que habían aprendido a rechazar toda suerte de enfermedades, por violentas y extremas que fuesen, los acostumbró, por una tos o por un enfriamiento, a tomarse las mixtiones extranjeras, y empezó a mercadear no sólo con su salud, sino también con su muerte. Juran que sólo a partir de entonces advirtieron que el sereno les producía pesadez en la cabeza, que beber cuando se tiene calor les perjudicaba, y que los vientos del otoño eran más dañinos que los de la primavera; que, desde que emplean esta medicina, se encuentran abrumados por una legión de enfermedades inhabituales, y que notan una merma general de su antiguo vigor, y sus vidas recortadas a la mitad. Éste es el primero de mis relatos.

El otro es que, antes de estar aquejado de cálculos, había oído que muchos consideraban la sangre de macho cabrío como un maná celeste enviado en estos últimos siglos para la tutela y conservación de la vida humana, y había oído hablar de ella a gente de entendimiento como de una droga admirable y de efecto infalible.[88] Yo, que he pensado siempre estar expuesto a todas las adversidades que puedan afectar a cualquier otro hombre, me complací, en plena salud, en proveerme de este milagro, y ordené en mi casa que me criaran un macho cabrío según la receta. Porque es preciso apartarlo en los meses más calurosos del verano, y no darle de comer más que hierbas aperitivas, y de beber más que vino blanco. Volví por azar a mi casa el día en que habían de matarlo; vinieron a decirme que mi cocinero encontró en la panza dos o tres gruesas bolas que chocaban entre sí en medio de los restos de comida. Me ocupé de hacer traer toda esta tripería a mi presencia, y mandé abrir la gruesa y ancha piel. Salieron tres gruesos cuerpos, ligeros como esponjas, de tal manera que parece que sean huecos, por lo demás duros por la parte superior y firmes, abigarrados de muchos colores mates: uno de redondez perfecta, del tamaño de una pequeña bola; los otros dos, un poco menores, en los cuales la redondez es imperfecta, y da la impresión que se encaminaba a ella. He encontrado, al pedir información a quienes tienen la costumbre de abrir estos animales, que es un accidente raro e inusitado. Es verosímil que sean piedras emparentadas con las nuestras; y, de ser así, es una esperanza bien vana para los que sufren de piedras obtener su curación de la sangre de un animal que iba a morirse él mismo de una dolencia semejante. Porque, más que decir que este contagio no afecta a la sangre y no altera su virtud habitual, hay que creer que todo lo que se genera en un cuerpo es por la conspiración y comunicación de todas sus partes. La masa actúa toda entera, aunque una pieza contribuya más que otra, según la diversidad de las operaciones. Así pues, es muy verosímil que en todas las partes de este macho cabrío hubiera alguna cualidad petrificante.[89] Mi curiosidad por esta experiencia no se debía tanto al temor al futuro, ni a mí mismo, cuanto al hecho de que sucede en mi casa, como en muchas familias, que las mujeres atesoran estas menudas medicinas para ayudar con ellas al pueblo, usando de la misma receta para cincuenta enfermedades, y una receta tal que no la toman para sí mismas y aun así celebran sus buenos resultados.

Por lo demás, honro a los médicos, no, siguiendo el precepto, por la necesidad —pues a este pasaje le oponen otro del profeta reprendiendo al rey Asa por haber recurrido a un médico—,[90] sino por amor hacia ellos, porque he visto a muchos que son hombres honestos y dignos de estima. Nada tengo contra ellos, sino contra su arte, y apenas les culpo de que se beneficien de nuestra necedad,[91] pues la mayor parte del mundo hace lo mismo. Muchas profesiones, tanto inferiores como más dignas que la suya, no tienen otro fundamento y apoyo que los engaños públicos. Los llamo a mi compañía cuando estoy enfermo, si se encuentran en el lugar conveniente, y pido que me cuiden, y les pago como los demás. Les concedo que me ordenen c | abrigarme cálidamente, si lo prefiero así a hacerlo de otra manera;[92] a | pueden elegir, entre puerros y lechugas, de qué tendrán a bien que se haga mi caldo, y prescribirme vino blanco o clarete; y así todo lo demás que es indiferente a mi apetito y a mi costumbre. a2 | Entiendo muy bien que para ellos esto no es hacer nada, pues la acritud y la extrañeza son accidentes de la propia esencia de la medicina. Licurgo prescribía vino a los espartanos enfermos.[93] ¿Por qué? Porque, sanos, aborrecían su uso. Del mismo modo, un gentilhombre vecino mío lo utiliza como droga muy saludable para sus fiebres porque por propia naturaleza odia mortalmente su sabor.

a | ¿A cuántos de ellos vemos que tienen mi inclinación, que desdeñan servirse de la medicina y adoptan una forma de vida libre y enteramente contraria a aquella que prescriben para los demás? ¿Qué es esto sino abusar abiertamente de nuestra simplicidad? Porque no aprecian su vida y su salud menos que nosotros, y acomodarían sus actos a su doctrina si no conociesen ellos mismos la falsedad de ésta. Lo que nos ciega así es el miedo a la muerte y al dolor, la incapacidad de soportar la enfermedad, una furiosa e insensata sed de curación. Lo que hace nuestra creencia tan dócil y manejable es la pura cobardía. c | La mayoría, sin embargo, más que creer, resisten y dejan hacer. Porque les oigo quejarse y hablar de ella como nosotros. Pero al final se resuelven: «¿Qué voy a hacer entonces?». Como si la impaciencia fuera de suyo mejor remedio que la paciencia. a | ¿Hay alguno, entre quienes se han entregado a esta miserable sujeción, que no se rinda por igual a toda suerte de imposturas, que no se ponga a la merced de cualquiera que tenga la impudicia de prometerle la curación? c | Los babilonios sacaban los enfermos a la plaza. El médico era el pueblo; todos los transeúntes estaban obligados, en efecto, a preguntarles, por humanidad y cortesía, cómo se encontraban, y a darles, según su experiencia, algún consejo saludable.[94] Nosotros no actuamos de manera muy distinta. a | No hay simple mujerzuela cuyos balbuceos y amuletos no empleemos;[95] y, según mi inclinación, si tuviese que aceptar alguna, aceptaría de más buena gana esta medicina a cualquier otra, porque al menos en ella no hay daño alguno que temer. c | Lo que Homero y Platón decían de los egipcios, que todos eran médicos,[96] debe decirse de todos los pueblos. No hay nadie que no se ufane de alguna receta, y que no la ensaye en su vecino, si quiere creerle. a | El otro día me hallaba en una reunión en la cual no sé quién de mi cofradía[97] trajo la noticia de una clase de píldoras compuestas de cien y pico ingredientes bien contados; se suscitó singular fiesta y consuelo. En efecto, ¿qué roca resistiría la fuerza de tan numerosa batería? Me entero, sin embargo, por quienes la probaron, de que ni la menor arenilla se dignó moverse.

No puedo desprenderme de este papel sin añadir una palabra sobre el hecho de que nos ofrezcan como garantía de la certeza de sus drogas la experiencia que han llevado a cabo. La mayor parte, y, creo yo, más de dos tercios de las virtudes medicinales, residen en la quintaesencia o propiedad oculta de los simples, de la cual no podemos tener otra instrucción que el uso. Porque la quintaesencia no es sino una cualidad cuya causa no somos capaces de descubrir por medio de nuestra razón. En tales pruebas, aquellas que dicen haber adquirido por la inspiración de algún demonio las admito gustosamente —pues, en cuanto a los milagros, nunca me ocupo de ellos—; o también aquellas pruebas que se extraen de las cosas que, por otra consideración, caen con frecuencia en nuestro uso, como cuando en la lana con la cual acostumbramos a vestirnos, se encontró por accidente cierta oculta propiedad desecativa que cura los sabañones del talón, y cuando en el rábano blanco, que tomamos como alimento, se descubrió cierto efecto aperitivo. Cuenta Galeno que un leproso se curó gracias al vino que bebió, porque una víbora se había introducido por azar en el recipiente.[98] En este ejemplo encontramos el medio y lo que verosímilmente ha conducido a esta experiencia, como también en aquéllas a las cuales los médicos dicen haber sido llevados por el ejemplo de ciertos animales. Pero en la mayoría de las restantes experiencias a las que, según dicen, les ha conducido la fortuna, sin otra guía que el azar, el curso de la indagación me parece increíble. Imagino al hombre mirando a su alrededor el número infinito de las cosas, plantas, animales, metales. No sé por dónde hacerle empezar su prueba; y aunque su primera fantasía se precipite al cuerno de un alce, lo cual exige tener una creencia muy blanda y dócil, sigue encontrándose con los mismos impedimentos en su segunda operación. Se le presentan tantas enfermedades y tantas circunstancias que, antes de que llegue a la certeza sobre el punto donde debe alcanzar la perfección de su experiencia, el juicio humano no entiende nada; y antes de que descubra, entre tal infinidad de cosas, qué es este cuerno; entre las infinitas enfermedades, qué es la epilepsia; entre tantos temperamentos, qué es para el melancólico; entre tantas estaciones, en invierno; entre tantas naciones, para el francés; entre tantas edades, en la vejez; entre tantas mutaciones celestes, en la conjunción de Venus y Saturno; entre tantas partes del cuerpo, para el dedo. Si a todo esto no le guía ni un argumento, ni una conjetura, ni un ejemplo, ni la inspiración divina, sino sólo el movimiento de la fortuna, debería tratarse de una fortuna perfectamente regular, ordenada y metódica. Y luego, una vez efectuada la curación, ¿cómo estar seguro de que no se debe a que la enfermedad ha cumplido su período, o a un efecto del azar, o a la acción de cualquier otra cosa que haya comido o bebido o tocado ese día, o al mérito de las oraciones de su abuela? Además, aun cuando la prueba hubiera sido perfecta, ¿cuántas veces se ha repetido, y cuántas veces se ha vuelto a hilvanar esta larga serie de azares y coincidencias para inferir una regla? b | Si se infiere, ¿por quién? Entre tantos millones de hombres no hay más de tres que se dediquen a registrar sus experiencias. ¿Habrá la suerte encontrado precisamente a uno de éstos? ¿Qué decir si otro y si cien más han llevado a término experiencias contrarias? Quizá veríamos alguna luz si todos los juicios y razonamientos de los hombres nos fueran conocidos. Pero que tres testigos y tres doctores instruyan al género humano, no es razonable. Sería preciso que la naturaleza humana los hubiese diputado y elegido, y que se les declarara nuestros representantes c | por expresa procuración.

a | A LA SEÑORA DE DURAS[99]

Señora, me hallasteis en este punto hace poco, cuando vinisteis a verme. Dado que podría ocurrir que estas inepcias[100] cayesen alguna vez en vuestras manos, quiero también que atestigüen que el autor se siente honradísimo por el favor que les otorgaréis. Reconoceréis en ellas la misma disposición y el mismo aire que habéis visto en su trato. Aunque hubiese podido adoptar otro modo que el mío ordinario, y otra forma más honorable y mejor, no lo habría hecho. Porque no quiero obtener de estos escritos sino que me representen al natural ante vuestra memoria. Las mismas costumbres y facultades que habéis frecuentado y acogido, señora, con mucho más honor y cortesía de lo que merecen, quiero albergarlas —pero sin alteración ni cambio— en un cuerpo sólido que pueda perdurar algunos años o algunos días después de mí, donde las volváis a encontrar, cuando os plazca refrescar su memoria, sin tomaros más molestias para recordarlas. Tampoco lo merecen. Deseo que continuéis en mí el favor de vuestra amistad por las mismas cualidades por las cuales ha surgido. No pretendo en absoluto que me amen y estimen más muerto que vivo.

b | La actitud de Tiberio, que se preocupaba más[101] de extender su renombre en el futuro que de hacerse amable y grato a los hombres de su tiempo, es ridícula y, sin embargo, común. c | Si yo estuviera entre aquellos a quienes el mundo puede deber alguna alabanza, le eximiría de la mitad,[102] a cambio de que me la pagase por adelantado; que se diera prisa y la acumulara toda a mi alrededor, más densa que dilatada, más llena que duradera. Y que se desvanezca sin temor junto a mi noticia, y cuando ese dulce sonido no alcance ya a mis oídos.

a | Sería una actitud necia, ahora que estoy preparado para abandonar el trato con los hombres, presentarme ante ellos con una nueva recomendación. No hago caso alguno de aquellos bienes que no he podido emplear al servicio de mi vida. Sea yo lo que sea, quiero serlo en otro sitio que en el papel. Mi arte y mi habilidad se han empleado para hacerme valer a mí mismo; mis estudios, para aprender a hacer, no a escribir. He dedicado todos mis esfuerzos a formar mi vida. Ése es mi oficio y mi obra. Soy menos artífice de libros que de cualquier otra obra. He deseado tener capacidad al servicio de mis bienes presentes y sustanciales, no para hacer acopio y provisión de ella y así legarla a mis herederos.

c | Quien valga para algo, que lo dé a conocer en su comportamiento, en sus conversaciones ordinarias, al tratar el amor, o las querellas, en el juego, en el lecho, en la mesa, al dirigir sus asuntos, al administrar su casa. Aquellos a quienes veo componer buenos libros bajo una mala vestimenta, de haberme creído, se habrían hecho primero los vestidos. Preguntémosle a un espartano si prefiere ser un buen orador a ser un buen soldado; a mí, solamente ser un buen cocinero si no tuviera uno a mi servicio.

a | ¡Válgame Dios, señora, cuánto odiaría el elogio de ser un hombre capaz por escrito, y una nulidad y un necio en lo demás! Hasta prefiero ser un necio en esto y aquello a haber escogido tan mal donde emplear mi valía. Además, tan lejos estoy de esperar obtener algún nuevo honor por medio de estas boberías, que tendré éxito si no pierdo en ello el poco que había ganado. En efecto, aparte de lo que esta pintura muerta y muda pueda hurtar a mi ser natural, no se corresponde con mi mejor estado, sino con uno muy decaído de mi primer vigor y vivacidad, tirando a marchito y a rancio. Me encuentro en el fondo del recipiente, que huele enseguida a sentina y a heces.

Por lo demás, señora, no habría osado remover con tanta audacia los misterios de la medicina, habida cuenta el crédito que vos y tantos otros le atribuís, si no me hubiesen conducido hasta ello sus mismos autores. Creo que no tienen más que dos antiguos latinos, Plinio y Celso. Si algún día los miráis, descubriréis que hablan con mucha más dureza de su arte que yo. Yo me limito a pellizcarlo, ellos lo degüellan. Plinio se burla, entre otras cosas, de que, cuando se les acaba la cuerda, han inventado la magnífica escapatoria de remitir a los enfermos, a quienes han agitado y atormentado en vano con sus drogas y dietas, a unos al auxilio de los votos y los milagros, a otros a las aguas termales.[103] —No os enojéis, señora, no se refiere a las de aquí, que están bajo la protección de vuestra casa y son por entero gramontosas. c | Las montañas donde se asientan no truenan ni resuenan nada más que Gramont—. a | Disponen de un tercer tipo de escapatoria para echarnos y para librarse de los reproches que podamos lanzarles por la escasa mejoría de nuestras dolencias, a cuyo cuidado han dedicado tanto tiempo que no les resta invención alguna con la que entretenernos: es la de mandarnos a buscar el aire propicio de otra comarca. Señora, es ya suficiente. Permitidme recuperar el hilo de mi asunto, del que me había desviado para dirigirme a vos.

Fue, según creo, Pericles, quien, al preguntársele cómo se encontraba, replicó: «Puedes juzgarlo por esto», mostrando los amuletos que se había atado al cuello y en el brazo.[104] Quería dar a entender que estaba enfermo de gravedad puesto que había llegado hasta el punto de recurrir a cosas tan vanas, y de dejarse pertrechar de ese modo. No digo que yo no pueda verme arrastrado algún día a la ridícula opinión de poner mi vida y mi salud a la merced y bajo la dirección de los médicos. Acaso caería en este desvarío, no puedo responder de mi firmeza futura; pero entonces, también, si alguien me pregunta cómo me encuentro, podré decirle como Pericles: «Puedes juzgarlo por esto», mostrando mi mano cargada con seis dracmas de opiata.[105] Será un signo muy evidente de enfermedad violenta. Mi juicio estará extraordinariamente trastornado. Si la falta de resistencia y el pavor me persuaden de hacerlo, podrá concluirse que una fiebre fortísima aqueja mi alma.

Me he tomado el trabajo de defender esta causa, que entiendo bastante mal, para apoyar un poco y reforzar mi propensión natural contra las drogas y la práctica de nuestra medicina, que fue introducida en mí por mis ancestros, de suerte que no sea tan sólo una inclinación estúpida e irreflexiva, y tenga un poco más de forma. También, para que quienes me vean tan firme contra las exhortaciones y las amenazas que me lanzan cuando me oprimen mis dolencias no piensen que se trata de simple obstinación, ni haya alguien tan malévolo que juzgue incluso que me espolea la gloria. Sería un deseo muy atinado querer ganar honra con un acto que comparto con mi jardinero y mi mulatero. Ciertamente, no tengo el corazón tan henchido, ni tan lleno de viento, que cambiase un placer sólido, sustancioso y medular como la salud por un placer imaginario, espiritual y aéreo. La gloria, incluso la de los cuatro hijos Aimón,[106] se adquiere a un precio demasiado alto, para un hombre de mi talante, si le cuesta tres buenos ataques de cólico. ¡La salud, válgame Dios!

Quienes aman nuestra medicina pueden tener también sus buenas, grandes y fuertes consideraciones. Yo no odio las fantasías contrarias a las mías. Tanto disto de asustarme al ver la discordancia de mis juicios con los ajenos, y de volverme incompatible con la sociedad de los hombres porque tengan otro parecer y tomen otro partido que yo, que, al contrario —dado que la variedad es el uso más general que ha seguido la naturaleza, c | y más en los espíritus que en los cuerpos,[107] pues tienen una sustancia más dúctil y susceptible de formas—, a | me parece mucho más raro ver convenir nuestras inclinaciones y nuestros propósitos. Y jamás hubo en el mundo dos opiniones iguales,[108] c | como tampoco dos cabellos o dos granos.[109] Su característica más universal es la diversidad.