CAPÍTULO XXXV

TRES BUENAS MUJERES

a | No las hay a docenas, como todo el mundo sabe; y en particular en los deberes del matrimonio. Es éste, en efecto, un arreglo en el que concurren tantas circunstancias espinosas que en él difícilmente la voluntad de la mujer se mantendrá íntegra mucho tiempo. Demasiado les cuesta a los hombres, aunque estén en una situación un poco mejor.

b | La piedra de toque de un buen matrimonio, y su verdadera prueba, concierne al tiempo que dura la asociación: si ha sido constantemente benévola, leal y ventajosa. En nuestro siglo, ellas se reservan con más frecuencia el despliegue de sus buenos oficios y la vehemencia de su afecto para sus maridos fallecidos. c | Buscan al menos entonces dar testimonio de su buena voluntad. ¡Tardío testimonio, e inoportuno! Con ello prueban más bien que no les aman sino muertos. b | La vida está llena de tumulto; la defunción, de amor y cortesía. Así como los padres ocultan el afecto a sus hijos,[1] ellas, de igual manera, suelen ocultar el suyo al marido para mantener un honrado respeto. Este misterio no es de mi agrado. Por más que se arranquen los cabellos y se arañen, acudo a la confianza de una doncella y de un secretario: «¿Cómo eran?, ¿cómo ha sido su vida juntos?». Me acuerdo siempre de esta buena sentencia: «Iactantius moerent, quae minus dolent»[2] [Lloran con más alarde quienes menos dolor sienten]. Su lloriqueo es odioso para los vivos y vano para los muertos. Permitiríamos de buena gana que se rían después con tal que nos rían mientras estamos vivos. c | ¿No es para resucitar de irritación que quien me escupió en la nariz cuando estaba, venga a frotarme los pies cuando ya no estoy?[3] b | Si hay algún honor en llorar a los maridos, no corresponde sino a aquellas que le han reído; las que han llorado en la vida, que rían en la muerte, por fuera como por dentro. Además, no repares en esos ojos húmedos y en esa voz lastimosa; mira la disposición, el color y el aspecto saludable de las mejillas bajo los grandes velos. Por ahí habla claro. Hay pocas cuya salud no mejore, una cualidad que no sabe mentir. Esa actitud ceremoniosa no mira tanto hacia detrás como hacia delante; es un bien adquirido más que un pago. En mi juventud, una honesta y bellísima dama, que vive aún, viuda de un príncipe, llevaba no sé qué adorno de más de lo que permiten las leyes de nuestra viudedad. A quienes se lo reprochaban, les decía: «Es que ya no frecuento nuevas amistades, ni tengo voluntad de volverme a casar».

Para no discrepar del todo con nuestro uso, he elegido aquí tres mujeres que han empleado también la fuerza de su bondad y afecto con respecto a la muerte de sus maridos. Son sin embargo ejemplos un poco diferentes, y tan imperativos, que no temen arrastrar la muerte como consecuencia.

a | Plinio el Joven tenía, cerca de una casa suya en Italia, un vecino extraordinariamente atormentado por ciertas úlceras que le habían salido en las partes pudendas. Su esposa, viéndole languidecer tanto tiempo, le rogó que le permitiera mirar con calma y de cerca el estado de su enfermedad, y que ella le diría con más franqueza que nadie qué le cabía esperar. Tras persuadirlo y examinarlo con suma atención, le pareció que era imposible que pudiera curarse, y que todo lo que le cabía esperar era arrastrar por mucho tiempo una vida dolorosa y languideciente. Además, le aconsejó, como remedio más seguro y supremo, que se quitara la vida; y como lo encontró un poco flojo para una empresa tan ardua, le dijo: «No pienses, amigo mío, que los dolores que te veo sufrir no me afecten tanto como a ti, y que, para librarme de ellos, no me quiera servir yo misma de la medicina que te prescribo. Te quiero acompañar en la curación como lo he hecho en la enfermedad. Deshazte del temor, y piensa que no tendremos sino placer en el tránsito que nos debe librar de tales tormentos. Partiremos felizmente juntos». Dicho esto, y una vez reforzado el valor de su marido, decidió que se arrojarían al mar por una ventana de su casa que daba a él. Y para mantener hasta el fin el leal y vehemente afecto con el que le había abrazado en vida, quiso también que muriera en sus brazos; pero, por miedo a que le fallaran, y a que la presión de sus abrazos se aflojara por la caída y el temor, se hizo atar y ligar muy estrechamente con él, por el medio del cuerpo, y abandonó así su vida para reposo de la de su marido.[4]

Ésta era de origen humilde; y entre tal calidad de gente no es tan extraño ver algún rasgo de bondad singular:

extrema per illos

iustitia excedens tenis uestigia fecit.[5]

[la justicia, al abandonar la tierra, dejó

en ellos sus últimos vestigios].

Las otras dos son nobles y ricas, donde los ejemplos de virtud se dan raras veces.

Arria, esposa de Cecina Peto, personaje consular, fue madre de otra Arria, esposa de Trásea Peto, aquél cuya virtud fue tan reputada en tiempos de Nerón,[6] y, por medio de este yerno, abuela de Fannia, pues la semejanza entre los nombres de estos hombres y mujeres, y entre sus fortunas, ha confundido a muchos. Esta primera Arria, al ser hecho prisionero Cecina Peto, su marido, por los hombres del emperador Claudio, tras la derrota de Escriboniano, cuyo partido había seguido, suplicó a quienes le conducían cautivo a Roma que la admitieran en su embarcación, donde ella les causaría mucho menos gasto e incomodidad que las numerosas personas que precisarían para el servicio de su marido, y que ella sola proveería a su habitación, a su cocina y a todas las demás obligaciones. La rehusaron; y ella, precipitándose a un pesquero que alquiló de inmediato, le siguió de esta manera desde la Eslavonia. Cuando se encontraban en Roma, un día, en presencia del emperador, Junia, viuda de Escriboniano, se le acercó amistosamente, por la coincidencia entre sus fortunas, pero ella la rechazó rudamente con estas palabras: «¿Hablarte yo a ti, o escucharte, a ti en cuyo regazo Escriboniano fue asesinado, mientras que tú vives aún?», dijo. Estas palabras, con muchos otros signos, hicieron notar a sus padres que estaba a punto de quitarse la vida, incapaz de soportar la fortuna de su marido. Y Trásea, su yerno, le suplicó a este propósito que no quisiera destruirse, y le habló así: «¿Qué?, si yo estuviera expuesto a igual fortuna que Cecina, ¿querrías que mi esposa, tu hija, hiciera lo mismo?». Ella respondió: «Pues ¿cómo?, ¿si lo querría? Sí, sí, lo querría, si ella hubiese vivido tanto tiempo y en tan perfecto acuerdo contigo como yo lo he hecho con mi esposo». Tales respuestas aumentaron la inquietud que se tenía por ella, y hacían que se mirara más de cerca su comportamiento. Un día, tras decir a quienes la vigilaban: «Por más que hagáis, podéis conseguir que muera peor, pero no podréis evitar que muera», se alzó furiosamente de la silla en la que estaba sentada y corrió con toda su fuerza a golpearse la cabeza contra la pared cercana. A resultas del golpe cayó tan larga como era, sin sentido y gravemente herida. Cuando lograron a duras penas que volviera en sí, dijo: «Ya os decía que si me rehusabais una manera fácil de matarme elegiría otra por difícil que fuera». El final de una virtud tan admirable fue éste: como su marido, Peto, no tenía suficiente firmeza de ánimo por sí mismo para darse la muerte a la cual la crueldad del emperador le forzaba, un día cualquiera, tras emplear primero los razonamientos y las exhortaciones propias del consejo que le daba de hacerlo, cogió el puñal que llevaba su marido y, empuñándolo desnudo, para concluir su exhortación, le dijo: «Hazlo así, Peto».

Y al punto se asestó un golpe mortal en el pecho; y después se lo arrancó de la herida y se lo ofreció. Terminó al mismo tiempo su vida con esta noble, generosa e inmortal frase: «Poete, non dolet»[7] [Peto, no duele]. No tuvo tiempo sino de decir estas tres palabras de tan bella sustancia: «¿Ves, Peto?, no me ha hecho daño»:[8]

Casta suo gladium cum traderet Arria Poeto,

quem de uisceribus traxerat ipsa suis:

si qua fides, uulnus quod feci, non dolet, inquit;

sed quod tu facies, id mihi, Poete, dolet.[9]

[Cuando la casta Arria entregó a Peto la espada que ella misma se extrajo de las entrañas, le dijo: Creeme, la herida que me he hecho, no duele, pero la que tú te harás, Peto, me hace daño].

Tiene mucha más viveza en su forma original, y un sentido más rico. Porque la herida y la muerte de su marido, y las suyas, tan lejos estaban de pesarle, que ella había sido su consejera y promotora. Pero, realizada esta alta y valerosa empresa únicamente por el interés de su marido, no mira sino por él aun en el último momento de su vida, y por librarle del temor a seguirla muriendo. Peto se golpeó enseguida con la misma espada; avergonzado, a mi juicio, por haber tenido necesidad de una enseñanza tan cara y preciosa.

Pompeya Paulina, joven y nobilísima dama romana, había desposado a Séneca en su extrema vejez. Nerón, su buen discípulo, le mandó a éste uno de sus esbirros para anunciarle la orden de su muerte.[10] Lo cual se hacía así: cuando los emperadores romanos de aquel tiempo habían condenado a algún hombre de calidad, le comunicaban por medio de sus oficiales que eligiera una muerte a su gusto, y que se la diera en tal o cual plazo, que le hacían prescribir según el vigor de su cólera, a veces más breve, a veces más dilatado; le concedían un término para que durante ese tiempo dispusiera de sus asuntos, y en alguna ocasión le privaban de la posibilidad de hacerlo por la brevedad del tiempo; y si el condenado se resistía a la orden, llevaban hombres capaces de ejecutarla cortándole las venas de los brazos y de las piernas, o haciéndole engullir un veneno a la fuerza; pero las personas de honor no esperaban a esta necesidad, y se valían de sus propios médicos y cirujanos para tal efecto. Séneca escuchó su acusación con semblante apacible y confiado, y después pidió papel para redactar su testamento. Al rehusárselo el capitán, se vuelve hacia sus amigos y les dice: «Puesto que no puedo dejaros otra cosa en reconocimiento por cuanto os debo, os dejo al menos lo más hermoso que tengo, a saber, la imagen de mi comportamiento y de mi vida, que os ruego que conservéis en vuestra memoria, a fin de que, al hacerlo, os granjeéis la gloria de amigos auténticos y verdaderos».

Y al mismo tiempo, tan pronto calmaba la acritud del dolor que les veía sufrir con suaves palabras, como endurecía su voz para reprenderlos: «¿Dónde están», se preguntaba, «esos bellos preceptos de la filosofía?, ¿qué se ha hecho de cuanto hemos atesorado todos estos años contra las adversidades de la fortuna? ¿Acaso desconocíamos la crueldad de Nerón? ¿Qué otra cosa podíamos esperar de quien mató a su madre y a su hermano, sino que también mandara a la muerte a su preceptor, que le educó y crió?». Tras decir estas palabras a todos, se vuelve hacia su mujer y, abrazándola estrechamente, como, debido a la pesadumbre del dolor, se estaba quedando sin ánimo y sin fuerzas, le rogó que afrontara con un poco más de firmeza la adversidad, por el amor que le profesaba; y que había llegado la hora en la que él tenía que mostrar, no ya con razonamientos ni discusiones, sino de hecho, el fruto que había extraído de sus estudios,[11] y que sin duda abrazaba la muerte no sólo sin dolor, sino con alegría: «Así pues, amiga mía», dijo, «no la deshonres con tus lágrimas, para que no parezca que te amas más de lo que amas mi reputación; apacigua tu dolor y consuélate con el conocimiento que has tenido de mí y de mis acciones; orienta el resto de tu vida según las honestas ocupaciones a las que estás entregada». Paulina, que se había recuperado un poco, y había reavivado la magnanimidad de su corazón, respondió con nobilísimo afecto: «No, Séneca, no estoy dispuesta a dejarte sin mi compañía en un trance así; no quiero que pienses que los virtuosos ejemplos de tu vida no me han enseñado todavía a saber morir bien; y ¿cuándo podría hacerlo mejor, más honestamente, más a mis gusto, que contigo? Por tanto, hazte a la idea de que me voy al mismo tiempo que tú». Entonces, Séneca, aceptando una decisión tan bella y gloriosa de su mujer, y también para librarse del temor de abandonarla tras su muerte a la merced y crueldad de sus enemigos, dijo: «Te había aconsejado lo que servía para orientar más felizmente tu vida. Prefieres, pues, el honor de la muerte; en verdad no te lo rehusaré. Que la firmeza y la resolución sean similares en nuestro fin común, pero que la belleza y la gloria sean más grandes por tu parte». Dicho esto, les cortaron al mismo tiempo las venas de los brazos; pero, dado que las de Séneca, estrechadas tanto por la vejez[12] como por el ayuno, daban a la sangre un curso demasiado lento y demasiado débil, ordenó que le cortaran también las venas de los muslos; y, por miedo a que el tormento que sufría enterneciera el corazón de su esposa, y para librarse además él mismo de la aflicción que soportaba al verla en tan lastimoso estado, tras despedirse muy amorosamente de ella, le rogó que permitiera que se la llevaran a la habitación contigua, como se hizo. Pero, como todas estas incisiones son todavía insuficientes para causarle la muerte, ordena a Estacio Anneo, su médico, que le dé un brebaje venenoso, que tampoco surtió mucho efecto, pues, dada la debilidad y frialdad de sus miembros, no pudo alcanzar hasta el corazón. De esta manera, se le hizo preparar además un baño muy caliente; y entonces, sintiendo próximo su fin, mientras conservó el aliento, continuó sus magníficos discursos sobre el estado en que se hallaba, que sus secretarios recogieron hasta que ya no pudieron oír su voz; y sus últimas palabras mantuvieron mucho tiempo después el crédito y el honor entre los hombres —es para nosotros una pérdida muy enojosa que no nos hayan llegado—. Cuando sintió los últimos signos de la muerte, cogiendo agua llena de sangre del baño, roció su cabeza mientras decía: «Ofrezco este agua a Júpiter el Liberador». Advertido Nerón de todo esto, temiendo que le reprocharan la muerte de Paulina, que era una de las damas romanas mejor emparentadas y hacia la cual no albergaba ninguna enemistad particular, envió a toda prisa a que le curaran las heridas, cosa que hicieron sus sirvientes sin que ella se diera cuenta, pues estaba ya medio muerta sin sensibilidad alguna. Y el tiempo que vivió después, en contra de su intención, lo vivió muy honorablemente y como correspondía a su virtud, mostrando por la extrema palidez de su semblante hasta qué punto había evacuado su vida a través de sus heridas.

Éstos son mis tres veracísimos relatos, que me parecen tan agradables y trágicos como los que forjamos a nuestro gusto para complacer a la multitud; y me asombra que a quienes se entregan a tal asunto no se les ocurra elegir más bien diez mil bellísimas historias que se encuentran en los libros, en las que tendrían menos dificultad, y que aportarían más placer y provecho.[13] Y si alguien quisiera formar un cuerpo entero y coherente, no tendría que poner de su parte sino el enlace, como la soldadura de otro metal; y podría de este modo acumular muchos acontecimientos verdaderos de todas clases, disponiéndolos y diversificándolos, según lo requiriese la belleza de la obra, más o menos como Ovidio cosió y reunió su Metamorfosis a partir de un gran número de fábulas distintas.[14]

En la última pareja, hay otra cosa digna de consideración: que Paulina ofrece de buen grado renunciar a la vida por amor a su marido, y que su marido en otro tiempo había renunciado también a la muerte por amor a ella. Para nosotros no hay mucho equilibrio en este intercambio; pero, con arreglo a su talante estoico, creo que él pensaba haber hecho tanto por ella, alargando su vida en su beneficio, como si hubiera muerto por ella. En una de las cartas que escribe a Lucilio, tras darle a entender que, al sufrir un acceso de fiebre en Roma, se subió de inmediato a un carruaje para irse a una casa de campo, en contra de la opinión de su esposa, que le quería detener, y que él le había respondido que la fiebre que padecía no era fiebre del cuerpo sino del lugar, sigue así: «Me dejó ir, encareciéndome mucho mi salud. Pero yo, sabedor de que albergo su vida en la mía, empiezo a proveer por mí para proveer por ella. El privilegio que la vejez me había concedido, de volverme más firme y más resuelto para muchas cosas, lo pierdo al recordar que en este anciano hay una joven a la cual soy útil. Ya que no puedo forzarla a amarme más valerosamente, ella me fuerza a amarme a mí mismo con mayor cuidado. En efecto, debe concederse alguna cosa a los afectos honestos, y a veces, aunque los motivos nos inciten a lo contrario, debe recobrarse la vida, aun con tormento; debe retenerse el alma entre los dientes,[15] puesto que la ley de la vida, para la gente de bien, no es vivir el tiempo que les place, sino el que deben. Aquel que no estima tanto a su mujer o a su amigo como para prolongar su vida, y se obstina en morir, es delicado y blando en exceso. El alma debe ordenarse esto cuando la utilidad de los nuestros lo requiera; a veces tenemos que ofrecernos a nuestros amigos, y, aunque querríamos morir por nosotros, interrumpir nuestro propósito por ellos. Demuestra grandeza de ánimo volver a la vida en consideración a otros, como lo han hecho muchos excelentes personajes; y es un rasgo de singular bondad conservar la vejez —cuya mayor ventaja es el descuido de su duración, y un más valiente y desdeñoso uso de la vida— si se siente que esta obligación resulta dulce, agradable y provechosa para alguien muy querido. Y la recompensa que se recibe es muy grata, pues ¿qué hay más dulce que ser tan querido por la esposa que en atención a ella uno llegue a quererse más a sí mismo? Así pues, mi Paulina me ha cargado no sólo con su temor, sino también con el mío. No me ha bastado considerar con qué resolución podría yo morir, sino que he considerado también con qué irresolución podría ella afrontarlo. Me he forzado a vivir, y vivir es a veces magnanimidad». Éstas son sus palabras, c | excelentes como es habitual en él.[16]