LA HISTORIA DE ESPURINA
a | La filosofía no piensa haber empleado mal sus medios cuando ha entregado a la razón el dominio supremo de nuestra alma, y la autoridad de contener nuestros deseos. Entre los cuales, quienes creen que no hay otros más violentos que los generados por el amor, tienen a favor de su opinión el hecho de que afectan tanto al cuerpo como al alma, y de que poseen al hombre entero,[1] de suerte que aun la salud depende de ellos, y la medicina se ve en ocasiones forzada a servirles de alcahuetería. Pero, por el contrario, cabría también decir que la mezcla del cuerpo conlleva cierta atenuación y cierto debilitamiento, pues tales deseos están sujetos a saciedad y son susceptibles de remedios materiales. Muchos, queriendo librar sus espíritus de las alarmas continuas que les producía esta apetencia, se han servido de la incisión y de la mutilación de las partes agitadas y alteradas. Otros han abatido por entero su fuerza y ardor mediante la asidua aplicación de cosas frías, como nieve, y de vinagre. Los cilicios de nuestros abuelos tenían este uso; se trata de una materia tejida de crin de caballo, con la cual algunos se hacían camisas, y otros, ceñidores para atormentar los riñones.
Un príncipe me decía no hace mucho que, siendo joven, un día de fiesta solemne en la corte del rey Francisco I, en el cual todo el mundo iba engalanado, se le antojó vestirse con un cilicio de su padre, que todavía está en su casa; pero que, pese a toda su devoción, no pudo tener la paciencia de esperar hasta la noche para desvestirse, y estuvo enfermo durante mucho tiempo por su causa. Añadía que no pensaba que hubiese ardor juvenil tan violento que no pudiera mitigarse con el uso de este remedio.[2] Sin embargo, tal vez no ha experimentado los más hirientes, pues la experiencia nos muestra que una emoción de esta clase persiste muchas veces bajo hábitos rudos y miserables, y que los cilicios no siempre vuelven tan desdichados a quienes los llevan. Jenócrates procedió con más rigor. Sus discípulos, para poner a prueba su continencia, le metieron en la cama a Lais, la hermosa y célebre cortesana, completamente desnuda, salvo las armas de su belleza y sus retozones atractivos, sus filtros. Él, sintiendo que, a pesar de sus razonamientos y preceptos, el cuerpo, reacio, se le empezaba a amotinar, hizo que le quemaran los miembros que habían prestado oídos a la rebelión.[3] En cambio, las pasiones que residen enteramente en el alma, como la ambición, la avaricia y otras, dan mucho mayor trabajo a la razón, pues ésta no puede encontrar otra ayuda en ellas que la de sus propios recursos, y, además, tales deseos no son susceptibles de saciedad. Incluso se avivan y aumentan con el goce.[4]
El simple ejemplo de Julio César puede bastar para mostrarnos la disparidad entre estos deseos, pues jamás hubo nadie más rendido a los placeres amorosos. El minucioso esmero que dedicaba a su persona lo prueba, hasta el punto de servirse de los medios más lascivos que estaban entonces en uso, como hacerse depilar todo el cuerpo, y untarse con perfumes con extremo cuidado. Y, de suyo, era un personaje hermoso, blanco, de hermosa y alegre talla, con el semblante lleno, los ojos oscuros y vivaces, a2 | si hemos de creer a Suetonio,[5] pues las estatuas que se ven de él en Roma no reflejan del todo bien esta descripción. a | Aparte de sus esposas, que cambió cuatro veces, sin contar los amores de su infancia con el rey de Bitinia Nicomedes,[6] poseyó la doncellez de aquella tan renombrada reina de Egipto, Cleopatra; lo atestigua el nacimiento del pequeño Cesarión.[7] Cortejó también a Eunoe, reina de Mauritania, y, en Roma, a Postumia, mujer de Servio Sulpicio, a Lolia, de Gabino, a Tértula, de Craso, e incluso a Mucia, esposa del gran Pompeyo, lo cual constituyó la causa, dicen los historiadores romanos, por la que su marido la repudió, cosa que Plutarco confiesa haber ignorado —y los Curiones, padre e hijo, reprocharon después a Pompeyo, cuando se casó con la hija de César, que se convertía en el yerno de un hombre que le había hecho cornudo, y que él mismo acostumbraba a llamar Egisto—.[8] Tuvo relaciones, aparte de todo este número, con Servilla, hermana de Catón y madre de Marco Bruto, de las cuales todo el mundo sostiene que procedió el gran afecto que profesaba por Bruto, pues nació en un tiempo en el que era verosímil que descendiera de él.[9] Por tanto, le considero con razón, me parece, hombre sumamente entregado a este desenfreno, y de temperamento muy lascivo. Pero, cuando la otra pasión de la ambición, que le aquejaba también infinitamente, se opuso a ésta, la relegó de inmediato.
c | Acordándome a este propósito de Mahomet, el que subyugó Constantinopla, y ocasionó el exterminio final del nombre griego, no sabría decir de nadie en quien estas dos pasiones se hallen equilibradas con mayor igualdad: tan infatigable rufián como soldado. Pero, cuando en su vida compiten entre sí, el ardor belicoso prevalece siempre sobre el ardor lascivo. Y éste, aunque fuera lejos de su período natural, no recuperó plenamente la autoridad suprema sino cuando se encontró, en su extrema vejez, incapaz de seguir sosteniendo la carga de las guerras.[10] Lo que se cuenta, como ejemplo contrario, de Ladislao, rey de Nápoles, es digno de nota. Buen capitán, valiente y ambicioso, se proponía como principal objeto de su ambición la ejecución de su placer y el goce de alguna singular belleza. Su muerte fue del mismo estilo. Había sometido, con un asedio muy perseverante, la ciudad de Florencia a tal angustia que los habitantes estaban ávidos por acordar su victoria. Se la cedió con la condición de que le entregaran una muchacha de su ciudad de la que había oído hablar, de sobresaliente belleza. Fue forzoso acordársela, y evitar la ruina pública por medio de una injusticia privada. Era hija de un médico famoso en su tiempo, el cual, al verse involucrado en una necesidad tan infame, se resolvió a una eminente empresa. Como todo el mundo engalanaba a su hija y la revestía de ornamentos y joyas que la pudiesen hacer agradable al nuevo amante, él también le dio un pañuelo exquisito, por el perfume y por la labor, del que se había de servir en las primeras aproximaciones, utensilio que ellas apenas olvidan en esos momentos. Cuando el pañuelo, envenenado de acuerdo con la capacidad de su arte, entró en contacto con aquellas carnes alteradas y aquellos poros abiertos, introdujo su ponzoña con tanta rapidez que, cambiando de repente el sudor cálido en frío, expiraron el uno en los brazos del otro.[11] Vuelvo a César.
a | Sus placeres no le hicieron jamás hurtar un solo minuto de tiempo a las oportunidades que se le presentaban para engrandecerse, ni desviar un paso de ellas. Esta pasión dominó en él todas las demás con tanta soberanía, y poseyó su alma con autoridad tan plena, que la arrastró a su antojo. Es, en verdad, algo que me irrita cuando considero la grandeza del personaje en lo restante, y las extraordinarias cualidades que le adornaban, una aptitud tan grande para toda clase de saber que apenas existe una ciencia de la que no escribiese. Era tan buen orador que muchos prefirieron su elocuencia a la de Cicerón;[12] y él mismo, a mi juicio, no estimaba quedarse muy atrás en este aspecto; y sus dos Anticatones fueron escritos sobre todo para contrarrestar el bello lenguaje que Cicerón había empleado en su Catón.[13] Por lo demás, ¿existió nunca alma tan vigilante, tan activa y tan resistente al trabajo como la suya? Y sin duda la adornaban también muchas raras semillas de virtud, quiero decir, vivas, naturales y no ficticias. Era particularmente sobrio y tan poco exigente con la comida que, según refiere Opio, el día que le sirvieron en la mesa, con cierta salsa, aceite medicinal en vez de aceite simple, la consumió en abundancia para no deshonrar a su anfitrión.[14] En otra ocasión mandó azotar a su panadero porque le sirvió otro pan que el de la mayoría.[15] El mismo Catón solía decir de él que era el primer hombre sobrio que se había aprestado a destruir su país.[16] Y, en cuanto a que el propio Catón le llamó un día borracho, sucedió así: estaban ambos en el Senado, donde se debatía sobre la conjuración de Catilina, de la cual César era sospechoso, y le trajeron una carta a escondidas del exterior. Catón, pensando que los conjurados le advertían de algo, le conminó a entregársela, y César se vio obligado a hacerlo así para evitar el agravamiento de la sospecha. Era por azar una carta de amor que le escribía Servilia, hermana de Catón. Catón, tras haberla leído, se la arrojó diciendo: «Toma, borracho».[17] Fue, digo, más una frase de desdén y de cólera que un reproche expreso de este vicio. Tal como nosotros muchas veces injuriamos a quienes nos molestan con las primeras injurias que nos vienen a la boca, aunque en absoluto correspondan a quienes las destinamos. Además, el vicio que Catón le reprocha es asombrosamente cercano a aquel en el cual había sorprendido a César, pues Venus y Baco suelen convenir, a2 | según dice el proverbio.[18] b | Pero, en mí, Venus es mucho más alegre acompañada de sobriedad.
a | Los ejemplos de su benignidad y clemencia hacia aquellos que le habían ofendido son infinitos;[19] quiero decir dejando aparte los que ofreció mientras la guerra civil estaba aún en curso, de los cuales él mismo da a entender suficientemente en sus escritos se valía para engatusar a sus enemigos y hacer que temieran menos su futuro dominio y su victoria. Pero, con todo, debe decirse que tales ejemplos, si no bastan para probarnos su genuina benignidad, nos muestran por lo menos la extraordinaria confianza y grandeza de ánimo del personaje. Le sucedió a menudo que devolvía los ejércitos íntegros al enemigo tras haberlos derrotado, sin dignarse siquiera a comprometerlos mediante juramento, si no a secundarlo, cuando menos a contenerse sin hacerle la guerra. Capturó tres y cuatro veces a ciertos capitanes de Pompeyo, y otras tantas veces los volvió a dejar en libertad.[20] Pompeyo declaraba enemigo a todo aquel que no le seguía a la guerra; y él, por su parte, hizo proclamar que consideraba amigo a todo aquel que no se moviera y no se armara efectivamente contra él.[21] A aquellos de sus capitanes que se apartaban de él para adoptar otra condición, les devolvía también armas, caballos y pertrechos.[22] Las ciudades que había conquistado a la fuerza, las dejaba libres de seguir el partido que prefirieran, sin dejarles otra guarnición que el recuerdo de su benignidad y su clemencia. Prohibió, el día de la gran batalla de Farsalia, que pusieran la mano sobre los ciudadanos romanos salvo en caso muy extremo.[23] Son rasgos muy azarosos, a mi entender; y no es extraño que, en las guerras civiles que vemos, quienes se enfrentan como él contra el estado antiguo de su propio país no imiten su ejemplo. Son medios extraordinarios, y corresponde sólo a la fortuna de César y a su admirable previsión conducirlos dichosamente. Cuando considero la incomparable grandeza de esta alma, excuso a la victoria por no haber podido librarse de él, incluso en aquella causa muy injusta y muy inicua.
Para volver a su clemencia, tenemos numerosos ejemplos genuinos del tiempo de su dominio, cuando, con todas las cosas reducidas a su poder, ya no tenía que fingir. Cayo Memio había escrito contra él unos discursos muy hirientes, a los que había respondido con gran acritud; sin embargo, no dejó poco después de ayudar a hacerlo cónsul.[24] Cayo Calvo, que había compuesto muchos epigramas injuriosos en su contra, se valió de sus amigos para reconciliarse, y fue el mismo César quien se prestó a escribirle primero.[25] Y nuestro buen Catulo, que le había maltratado tan duramente con el nombre de Mamurra, fue a pedirle excusas, y ese mismo día le hizo cenar en su mesa.[26] Advertido de algunos que hablaban mal de él, no hizo otra cosa que declarar, en un discurso público, que estaba advertido de ello.[27] Temía a sus enemigos menos aún de lo que los odiaba. Le descubrieron algunas conjuras y reuniones que se hacían contra su vida; se contentó con publicar mediante un edicto que le eran conocidas, sin perseguir de otro modo a los autores.[28] En cuanto al respeto que profesaba a sus amigos, a Cayo Opio, que viajaba con él y se encontró mal, le cedió la única casa que tenía, y él durmió toda la noche en el suelo y al raso.[29] En cuanto a su justicia, hizo morir a un servidor al que amaba singularmente por haberse acostado con la mujer de un caballero romano, aunque nadie se quejó.[30] Jamás nadie mostró ni más moderación en la victoria ni más determinación en la fortuna adversa.
Pero todas estas bellas inclinaciones se vieron removidas y sofocadas por la furiosa pasión ambiciosa. Se dejó arrastrar con tanta fuerza por ella que puede fácilmente sostenerse que llevaba el timón y el gobierno de todas sus acciones. De un hombre generoso, hizo un ladrón público, para proveer a su profusión y esplendidez,[31] y le hizo pronunciar una frase abyecta e injustísima: que si los hombres más malvados y perdidos del mundo le hubiesen sido fieles al servicio de su engrandecimiento, los estimaría y promovería con su poder tanto como a la gente más honrada.[32] Le embriagó con una vanidad tan extrema que osaba ufanarse, ante sus conciudadanos, de haber convertido la gran república romana en un nombre sin forma ni cuerpo,[33] y decir que sus respuestas debían valer, a partir de entonces, como leyes,[34] y recibir sentado al cuerpo del Senado que acudía a él,[35] y tolerar que le veneraran, y que le rindieran, en su presencia, honores divinos.[36] En suma, ese único vicio, a mi entender, destruyó en él el más hermoso y rico natural que jamás ha existido, y ha vuelto su memoria abominable para toda la gente de bien, por haber querido perseguir su gloria mediante la ruina de su país y la subversión del más poderoso y floreciente Estado que el mundo verá nunca. Se podrían encontrar, por el contrario, muchos ejemplos de grandes personajes a los cuales el placer hizo olvidar el gobierno de sus asuntos, como Marco Antonio y otros; pero, allí donde el amor y la ambición estén equilibrados y se enfrenten con fuerzas parejas, no tengo duda alguna de que éste se alzará con el premio del dominio.
Ahora bien, para volver sobre mis pasos, es mucho poder atajar nuestros deseos con los argumentos de la razón, o forzar nuestros miembros, por medio de la violencia, a mantenerse en el deber. Pero, azotarnos por el interés de nuestros vecinos, no ya deshacernos de la dulce pasión que nos halaga, del placer que sentimos al vernos agradables a otros, y amados y perseguidos por todos, sino también concebir odio y hastío por las gracias que son causa de esto, y condenar nuestra belleza porque otro se inflama con ella, son cosas de las que no he visto muchos ejemplos. Éste es uno: Espurina, un joven toscano,
b | Qualis gemma micat, fuluum quae diuidit aurum,
aut collo decus aut capiti, uel quale per artem
inclusum buxo aut Oricia terebintho,
lucet ebur;[37]
[Como la gema brilla, engarzada en rojo oro, adorno del cuello o de la cabeza, o como el marfil resplandece engastado con arte en boj o en terebinto de Orico];
a | que estaba dotado de una belleza singular y tan excesiva que los ojos más castos no podían soportar su fulgor castamente. No satisfecho con dejar sin auxilio tanta fiebre y tanto fuego como iba atizando por todas partes, cayó en una furiosa irritación en contra de sí mismo, y en contra de los ricos dones que la naturaleza le había acordado, como si debiera echárseles la culpa por la falta de otros, y despedazó y alteró, a fuerza de heridas que se hizo expresamente, y de cicatrices, la perfecta proporción y regularidad que la naturaleza había observado tan meticulosamente en su semblante.[38]
c | Para decir mi opinión, admiro estas acciones más de lo que las honro; tales excesos son contrarios a mis reglas. El propósito fue bello y escrupuloso, pero, a mi juicio, un poco falto de prudencia. ¿Qué diremos si su fealdad sirvió después para arrojar a otros al pecado del desprecio y del odio, o de la envidia por la gloria de un mérito tan singular, o de la calumnia, al interpretar ese humor como si procediese de una ambición desquiciada? ¿Existe alguna forma de la cual el vicio no extraiga, si quiere, motivos para ejercitarse de una manera u otra? Era más justo, y también más glorioso, hacer de esos dones de Dios un objeto de virtud ejemplar y de orden. Quienes se sustraen a las obligaciones comunes y a ese número infinito de reglas espinosas, con tantos aspectos, que atan a un hombre de exacta probidad en la vida civil, se ahorran a mi entender un gran trabajo, por más aguda que sea la dureza particular que se impongan. Es en cierta manera morir para huir del esfuerzo de vivir bien. Pueden tener otro mérito; pero el mérito de la dificultad jamás me ha parecido que lo tengan, ni que, en cuanto a dificultad, exista nada más allá de mantenerse recto en medio de las oleadas de la multitud del mundo, dando respuesta y satisfaciendo lealmente a todos los aspectos de su tarea. Acaso es más fácil prescindir simplemente de todo el sexo que mantener una rectitud completa en compañía de la esposa. Y cabe arreglárselas con más despreocupación en la pobreza que en la abundancia empleada de manera justa. El uso guiado por la razón es más arduo que la abstinencia. La moderación es una virtud mucho más difícil que la resistencia. El vivir bien de Escipión el Joven tiene mil formas; el vivir bien de Diógenes tiene sólo una.[39] Ésta supera en inocencia a las vidas comunes en la misma medida que las excelentes y cumplidas la superan en utilidad y en fuerza.