CAPÍTULO XXXII

DEFENSA DE SÉNECA Y DE PLUTARCO

a | Mi familiaridad con estos personajes, y la asistencia que prestan a mi vejez, c | y a mi libro, mamposteado por entero con despojos suyos, a | me obligan a defender su honor. En cuanto a Séneca, entre el sinfín de librillos que los de la religión pretendidamente reformada[1] hacen circular en defensa de su causa, surgidos a veces de una buena mano, y que es muy lamentable que no se empleen en un asunto mejor, vi hace tiempo uno que, para extender y completar la semejanza que pretende encontrar entre el gobierno de nuestro pobre difunto rey Carlos IX y el de Nerón, asocia al difunto cardenal de Lorena con Séneca, sus fortunas de haber sido ambos los primeros consejeros de sus príncipes, y también sus costumbres, sus caracteres y sus maneras de comportarse.[2] En esto, a mi entender, le rinde un gran honor al mencionado cardenal. Pues, aunque yo esté entre quienes más aprecian su ingenio, su elocuencia, su celo por su religión y su servicio al rey, así como la buena fortuna de haber nacido en un siglo en el cual resultó tan nuevo y tan singular, y a la vez tan necesario para el bien público, disponer de un personaje eclesiástico de tal nobleza y dignidad, apto y capaz para su cargo, con todo, si he de confesar la verdad, no estimo su capacidad ni mucho menos tal, ni su virtud tan neta y completa, ni tan firme, como la de Séneca.

Ahora bien, el libro del que hablo, para alcanzar su objetivo, efectúa una descripción muy injuriosa de Séneca, utilizando reproches tomados del historiador Dión, cuyo testimonio no creo en absoluto.[3] En efecto, además de ser inconstante, pues, tras haber llamado a Séneca una vez muy sabio y otra vez enemigo mortal de los vicios de Nerón,[4] en otros sitios lo hace avaricioso, usurero, ambicioso, cobarde, voluptuoso y filósofo fingido con falsos títulos, su virtud aparece tan viva y vigorosa en sus escritos, y su defensa frente a algunas de estas imputaciones, como la de riqueza y gasto excesivos, es tan clara,[5] que no creeré ningún testimonio contrario. Y, por añadidura, es mucho más razonable creer en tales cosas a los historiadores romanos que a los griegos y extranjeros. Ahora bien, Tácito y los demás hablan muy honorablemente tanto de su vida como de su muerte, y nos lo describen en todo como un personaje de gran excelencia y virtud.[6]

Y no quiero alegar otro reproche contra el juicio de Dión que uno inevitable: que su inclinación en los asuntos romanos es enfermiza al punto de osar defender la causa de Julio César contra Pompeyo, y la de Antonio contra Cicerón.[7]

Vayamos a Plutarco. Jean Bodin es un buen autor de nuestro tiempo, y le asiste mucho más juicio que a la caterva de escritorzuelos de su siglo, y merece que se le juzgue y considere. Me parece un poco atrevido en el pasaje de su Método de la historia en el que acusa a Plutarco no ya de ignorancia —en esto le habría dejado decir, porque no es mi terreno—, sino también de escribir a menudo «cosas increíbles y enteramente fabulosas» —éstas son sus palabras—.[8] Si se hubiera limitado a decir: «las cosas distintas de como son», no sería una gran crítica, pues aquello que no hemos visto, lo cogemos de manos de otros y por creencia, y veo que a veces refiere expresamente la misma historia de varias maneras. Por ejemplo, el juicio sobre los tres mejores capitanes que jamás habían existido, hecho por Aníbal, es distinto en la vida de Flaminino que en la de Pirro.[9] Pero acusarlo de haber aceptado como dinero contante y sonante cosas increíbles e imposibles, es acusar de falta de juicio al autor más juicioso del mundo. Y veamos su ejemplo: como, dice, cuando refiere que un niño lacedemonio dejó que un zorrillo que había robado y llevaba escondido bajo el vestido le desgarrara todo el vientre, hasta morir, antes que descubrir el robo.[10] Me parece, en primer lugar, un ejemplo mal elegido, porque es muy difícil establecer el límite de las fuerzas de las facultades del alma, mientras que tenemos más posibilidades de definir y conocer las fuerzas corporales. Y, por tal motivo, de haber estado en su lugar, yo habría preferido elegir un ejemplo de la segunda clase; y hay algunos menos creíbles, como, entre otros, lo que cuenta de Pirro: que, pese a sus muchas heridas, asestó tal espadazo a un enemigo armado de arriba abajo que lo partió desde lo alto de la cabeza hasta los pies, de manera que su cuerpo se dividió en dos mitades.[11] En su ejemplo no veo un gran milagro, ni tampoco admito la excusa con la cual defiende a Plutarco, esto es, que añadió la frase «según se dice» para advertirnos, y para contener nuestra creencia.[12] Porque, salvo en cosas aceptadas por autoridad y reverencia de antigüedad o de religión, no habría querido ni aprobar él mismo, ni proponer a nuestra creencia, cosas de suyo increíbles; y que la frase «según se dice» no la emplea aquí a tal efecto se ve fácilmente, pues él mismo nos refiere en otro lugar, a propósito de la resistencia de los niños lacedemonios, ejemplos ocurridos en sus tiempos más difíciles de creer. Como el que Cicerón atestiguó también antes que él, por haber estado, según dice, allí en persona: que incluso en su época había niños que, en una prueba de resistencia a la cual se les sometía ante el altar de Diana, soportaban ser azotados hasta que la sangre les manaba por todas partes, no ya sin gritar, sino incluso sin gemir, y algunos hasta perder voluntariamente la vida.[13] Y lo que Plutarco también cuenta, con cien testigos más: que, en un sacrificio, un ascua se deslizó dentro de la manga de un niño lacedemonio, mientras manejaba el incensario, y que éste se dejó quemar todo el brazo hasta que el olor de carne asada alcanzó a los asistentes.[14] Con arreglo a su costumbre, en nada se jugaban más la reputación, ni se exponían a soportar mayor censura y vergüenza, que en ser sorprendidos robando.[15] Estoy tan imbuido de la grandeza de aquellos hombres que no sólo no me parece, como a Bodin, que su relato sea increíble; ni siquiera lo encuentro singular ni extraño. c | La historia espartana está llena de mil ejemplos más violentos y más singulares. Desde este punto de vista, toda ella es milagro.

a | Cuenta Marcelino, sobre este asunto del robo, que en su tiempo no se había encontrado todavía ninguna clase de tormento que pudiera forzar a los egipcios sorprendidos en este delito, muy habitual entre ellos, a decir siquiera su nombre.[16] b | Un campesino español, que sufrió tortura a propósito de los cómplices del homicidio del pretor Lucio Pisón, gritaba, en medio de los tormentos, que sus amigos no se movieran y le presenciaran con toda seguridad, y que el dolor no iba a ser capaz de arrancarle ni una palabra de confesión; y el primer día no se obtuvo otra cosa de él. Al día siguiente, cuando le conducían de nuevo al tormento, impulsándose vigorosamente entre las manos de los guardianes, fue a reventarse la cabeza contra un muro y se mató.[17] c | Epícaris había saciado y agotado la crueldad de los esbirros de Nerón, y resistido un día entero su fuego, sus golpes y sus ingenios, sin revelar ni una palabra sobre su conjura. Al día siguiente, conducida al tormento, con los miembros completamente dislocados, pasó un lazo de su vestido por un brazo de su silla, con un nudo corredizo, y, metiendo en él la cabeza, se estranguló mediante el peso de su cuerpo.[18] Dado que tenía valor para morir así, y escapar a los primeros tormentos, ¿no parece haber prestado expresamente su vida a la prueba de resistencia del día anterior para reírse del tirano y para animar a otros a emprender una acción semejante contra él?

a | Y quien pregunte a nuestros arqueros sobre las experiencias que han tenido en estas guerras civiles, se encontrará con actos de resistencia, de obstinación y de tozudez, en medio de nuestros siglos miserables, y en esta turba incluso más blanda y afeminada que la egipcia, dignos de ser comparados con los que acabamos de referir de la virtud espartana. Sé que ha habido simples campesinos que se han dejado quemar la planta de los pies, aplastar la punta de los dedos con el gatillo de una pistola, sacar los ojos sangrantes de la cabeza, a fuerza de tener la frente apretada con una cuerda, antes que aceptar siquiera que exigiesen rescate por ellos. He visto a uno, dado por muerto completamente desnudo en un foso, que tenía el cuello magullado e hinchado por un ronzal que le colgaba todavía, mediante el cual le habían arrastrado toda la noche a la cola de un caballo, con el cuerpo horadado por cien lugares a golpes de daga, que le habían asestado no para matarle, sino para causarle dolor y miedo. Había resistido todo esto, y hasta el extremo de perder la palabra y el sentido, resuelto, según me dijo, a morir con mil muertes —como en verdad, en cuanto a sufrimiento, había experimentado una completa— antes que prometer nada. Y, sin embargo, era uno de los labradores más ricos de toda la región.[19] ¡A cuántos se ha visto dejarse quemar y asar con perfecta entereza por opiniones tomadas de otros, ignoradas y desconocidas!

b | He conocido a centenares de mujeres —pues dicen que las cabezas gasconas tienen cierta preeminencia en esto—, a las cuales antes habrías hecho morder un hierro candente que renunciar a una opinión que se hubiesen formado encolerizadas. Se exasperan frente a los golpes y la coacción.

Y quien compuso el cuento de la mujer que, debido a cierta corrección con amenazas y palizas, no cesaba de llamar piojoso a su marido, y que, arrojada al agua, alzaba todavía, incluso ahogándose, las manos y hacía, por encima de la cabeza, el gesto de matar piojos, compuso un cuento cuya clara imagen, en verdad, vemos todos los días en la obstinación de las mujeres.[20] Y la obstinación es hermana de la constancia, al menos en cuanto a vigor y firmeza.

a | No debe juzgarse qué es posible y qué no lo es por lo que le resulta creíble o increíble a nuestro entendimiento, como he dicho en otro lugar.[21] Y es un gran error, en el cual, sin embargo, la mayoría de hombres caen c | —cosa que no digo por Bodin—, a | poner objeciones a creer de otros lo que ellos no podrían hacer,[22] c | o no querrían. A todo el mundo le parece que la forma maestra de la naturaleza está en él;[23] todas las demás deben ajustarse según ella. Los pasos que no se corresponden con los suyos son fingidos y falsos. ¿Le proponen alguna cosa sobre las acciones o las facultades de otro? Lo primero que llama a la deliberación de su juicio es su propio ejemplo. Según lo que suceda en casa, así marcha el orden del mundo. ¡Oh, qué peligrosa e insoportable burrada! a | Yo considero a ciertos hombres muy por encima de mí, en especial entre los antiguos; y aunque reconozca claramente mi impotencia para seguirlos a mil pasos,[24] no dejo de seguirlos con la mirada, ni dejo de juzgar los motivos que los elevan de este modo, c | cuyas semillas percibo en alguna medida en mí. Me sucede lo mismo con la extrema bajeza de los espíritus, que no me asombra, ni tampoco me niego a creer. Me doy perfecta cuenta de la forma que adoptan para encumbrarse, y a | admiro su grandeza; y abrazo estas elevaciones, que me parecen muy hermosas; y si mis fuerzas no alcanzan, al menos mi juicio se aplica de muy buena gana a ellas.

El otro ejemplo que alega de las cosas increíbles y enteramente fabulosas dichas por Plutarco es que Agesilao fuese multado por los éforos por haberse granjeado para sí solo el ánimo y la voluntad de sus conciudadanos.[25] No sé qué signo de falsedad encuentra en esto, pero, sea como fuere, Plutarco habla ahí de cosas que le debían ser mucho más conocidas que a nosotros; y no era nuevo en Grecia ver a los hombres castigados y exiliados por el solo hecho de agradar en exceso a sus conciudadanos. La prueba está en el ostracismo y en el petalismo.[26]

Hay todavía en ese mismo lugar otra acusación que me ofende por Plutarco, cuando dice que tuvo buena fe al emparejar a romanos con romanos y a griegos entre sí, pero no al emparejar romanos con griegos. La prueba está, dice, en Demóstenes y Cicerón, Catón y Aristides, Sila y Lisandro, Marcelo y Pelopidas, Pompeyo y Agesilao, pues considera que favoreció a los griegos dándoles compañeros tan dispares.[27] Esto es precisamente atacar lo que Plutarco tiene de más excelente y loable. Porque en sus comparaciones —que son la parte más admirable de sus obras y aquella en la cual, a mi juicio, más se ha complacido—, la fidelidad y honradez de sus juicios iguala su hondura y gravedad. Es un filósofo que nos enseña la virtud. Veamos si podemos salvarlo de este reproche de prevaricación y falsedad. Lo que puedo pensar que ha dado motivo a tal juicio es el lustre grande y manifiesto de los nombres romanos, que tenemos en la cabeza. No nos parece que Demóstenes pueda igualar la gloria de un cónsul, procónsul y cuestor de esta gran república.[28] Pero si uno examina la verdad de la cosa, y los hombres en sí mismos —lo cual es el principal objeto de Plutarco, así como sopesar sus costumbres, sus temperamentos, su capacidad más que su fortuna—, creo, al contrario que Bodin, que Cicerón y Catón el Viejo se quedan muy por detrás de sus compañeros.[29] Para su propósito, yo habría más bien escogido el ejemplo de Catón el Joven comparado con Foción, pues, en esta pareja, se encontraría una disparidad más verosímil en favor del romano. En cuanto a Marcelo, Sila y Pompeyo, veo claramente que sus gestas militares son más magníficas, gloriosas e imponentes que las de aquellos griegos que Plutarco les empareja;[30] pero las acciones más bellas y virtuosas, igual en la guerra que en lo demás, no son siempre las más célebres. Con frecuencia veo nombres de capitanes sepultados bajo el esplendor de otros nombres de menor mérito. Como prueba ahí están Labieno, Ventidio, Telésino y muchos más.[31] Y, de tomarlo por este lado, si tuviera que lamentarme por los griegos, ¿no podría decir que mucho menos comparables son Camilo a Temístocles, los Gracos a Agis y Cleómenes, Numa a Licurgo?[32] Pero es insensato pretender juzgar de un solo trazo cosas con tantos aspectos.

Aunque Plutarco los compara, sin embargo no los iguala. ¿Quién podía señalar con mayor claridad y escrúpulo sus diferencias? ¿Acaso equipara las victorias, las gestas militares, la pujanza de los ejércitos dirigidos por Pompeyo, y sus triunfos, con los de Agesilao? «No creo», dice, «que ni siquiera Jenofonte, si viviese, aunque se le concedió escribir cuanto quiso a favor de Agesilao, osara equipararlos».[33] ¿Habla de comparar a Lisandro con Sila? «No hay», dice, «comparación posible, ni en el número de victorias, ni en el peligro de las batallas, porque Lisandro no ganó más que dos batallas navales»,[34] etc. Esto no supone hurtar nada a los romanos. Por haberlos simplemente presentado a los griegos, no puede haberles inferido ninguna injusticia, por más disparidad que pueda existir. Y Plutarco no los contrapone enteros; en conjunto no hay ninguna preferencia. Asocia partes y circunstancias, una tras otra, y las juzga por separado. Por tanto, si se pretendía acusarlo de parcial, había que escrutar algún juicio particular, o decir en general que se equivocó al asociar tal griego a tal romano, porque había otros cuyo emparejamiento era más oportuno y que se correspondían mejor.