LA IRA
a | Plutarco es siempre admirable, pero lo es ante todo cuando enjuicia las acciones humanas. Pueden verse las bellas cosas que dice, en la comparación entre Licurgo y Numa, sobre el asunto de la gran simpleza que cometemos al abandonar los niños a la dirección y responsabilidad de sus padres.[1] c | La mayor parte de nuestros Estados, como dice Aristóteles, dejan a cada cual, a la manera de los cíclopes, la dirección de sus mujeres e hijos, al albur de su insensata e indiscreta fantasía; y el lacedemonio y el cretense son casi los únicos que han confiado a las leyes la formación de la infancia.[2] a | ¿Quién no ve que en un Estado todo depende de su educación y crianza?; y, aun así, de manera insensata, se deja a merced de los padres, por más locos y malvados que sean.
Entre otras cosas, ¡cuántas veces he tenido ganas, al pasar por nuestras calles, de montar un espectáculo para vengar a los mozuelos a los que veía sufrir los rasguños, golpes y magulladuras de algún padre o madre furiosos y enloquecidos de ira! Les ves salir fuego y rabia de los ojos,
b | rabie iecur incendente, feruntur
praecipites, ut saxa iugis abrupta, quibus mons
subtrahitur, cliuoque latus pendente recedit[3]
[inflamados por la rabia, se precipitan vertiginosamente como la roca desprendida de la cumbre desde lo alto de la montaña]
—y, según Hipócrates, las enfermedades más peligrosas son aquellas que desfiguran el rostro—,[4] a | con una voz tajante y ensordecedora, a menudo contra quien apenas está saliendo de la primera infancia. Y luego míralos, lisiados, aturdidos por los golpes; y nuestra justicia sin prestar atención, como si estas dislocaciones y cojeras no afectasen a miembros de nuestro Estado:
b | Gratum, est quod patriae ciuem populoque dedisti,
si facis ut patriae sit idoneus, utilis agris,
utilis et bellorum et pacis rebus agendis.[5]
[Es de agradecer que hayas dado a la patria y al pueblo un ciudadano, si logras que sea idóneo para ella, útil para los campos, útil para las cosas de la guerra y de la paz].
a | No hay pasión que trastorne tanto la rectitud de los juicios como la ira. Nadie dudaría en castigar con la muerte al juez que condenase a un criminal movido por la ira. ¿Por qué, en cambio, se permite a padres y maestros azotar a los niños y castigarlos cuando están encolerizados? Esto no es ya corrección, es venganza. El castigo hace las veces de medicina para los niños. ¿Y toleraríamos a un médico lleno de ojeriza y de irritación contra su paciente?
Nosotros mismos, para actuar bien, no deberíamos poner nunca la mano sobre nuestros sirvientes mientras la ira nos dure. Mientras el pulso nos golpee y nos embargue la emoción, aplacemos la partida; las cosas nos parecerán a buen seguro diferentes cuando nos hayamos calmado y enfriado. En ese momento manda la pasión, habla la pasión, no nosotros.[6] b | A través suyo, las faltas nos parecen mayores, como los cuerpos a través de la niebla.[7] Quien tiene hambre, emplea un alimento; pero, si alguien quiere emplear un castigo, no debe tener hambre ni sed de él.[8]
a | Y, además, los castigos que se aplican de manera grave y discreta se aceptan mucho mejor, y con más provecho, por parte de quien los sufre. De lo contrario, no cree que le haya condenado con justicia un hombre movido por la ira y por la furia;[9] y alega como justificación los movimientos extraordinarios de su amo, la inflamación de su rostro, los juramentos insólitos, y esa inquietud y precipitación temeraria:
b | Ora tument ira, nigrescunt sanguine uenae,
lumina Gorgoneo saeuius igne micant.[10]
[Su rostro se entumece por la ira, sus venas se oscurecen, sus ojos centellean con un fuego más ardiente que el que tienen los de la Gorgona].
a | Suetonio refiere que, cuando Cayo Rabirio[11] fue condenado por César, lo que más le sirvió ante el pueblo —al que apeló— para lograr que su causa ganara fue la animadversión y acritud que César había empleado en el juicio.[12]
El decir es cosa distinta del hacer. Debe considerarse la prédica por un lado y el predicador por otro. En nuestro tiempo, se lo han puesto fácil aquellos que han intentado atacar la verdad de nuestra Iglesia por los vicios de sus ministros. Ésta extrae sus pruebas de otro sitio. Se trata de una necia manera de argumentar, y que lo precipitaría todo en la confusión.[13] Un hombre de buenas costumbres puede tener opiniones falsas, y un malvado puede predicar la verdad, incluso quien no cree en ella. Se produce, sin duda, una hermosa armonía cuando el hacer y el decir van juntos, y no quiero negar que el decir, cuando las acciones le siguen, tiene más autoridad y eficacia. Así, Eudámidas al oír a un filósofo discurrir sobre la guerra, decía: «Las palabras son bellas, pero quien las dice no es digno de crédito, porque sus oídos no están acostumbrados al sonido de la trompeta».[14] Y Cleómenes, cuando oyó a un orador lanzando una arenga sobre la valentía, se puso a reír a carcajadas; y, como el otro se escandalizó, le dijo: «Haría lo mismo si una golondrina hablara de este asunto; pero, si fuera un águila, la escucharía de buen grado».[15] Me parece percibir, en los escritos de los antiguos, que quien dice lo que piensa causa una impresión mucho más viva que quien finge. Escuchemos a Cicerón hablando del amor a la libertad; escuchemos a Bruto.[16] Los mismos escritos nos anuncian que éste era un hombre capaz de adquirirla a costa de la vida. Que Cicerón, padre de la elocuencia, trate del desprecio de la muerte; que Séneca trate del mismo tema.[17] Aquél se arrastra cansino, y notamos que pretende decidirnos a una cosa a la cual él no se ha decidido. No nos infunde ánimo, porque él mismo carece de él; el otro nos anima y enardece. Nunca veo ningún autor, sobre todo entre quienes tratan de la virtud y de las acciones,[18] sin indagar cuidadosamente cómo fue. b | En efecto, los éforos de Esparta, al ver que un hombre disoluto proponía al pueblo un consejo útil, le ordenaron callarse, y pidieron a un hombre de bien que se atribuyera el hallazgo y lo propusiera él.[19]
a | Los escritos de Plutarco, si los saboreamos bien, nos lo descubren de sobra, y yo creo conocerle hasta lo más íntimo. Con todo, me gustaría que dispusiéramos de algunas memorias de su vida. Y me he lanzado a este discurso aparte a propósito de lo agradecido que le estoy a Aulo Gelio por habernos dejado por escrito un relato de sus costumbres que conviene a mi asunto de la ira.[20] Plutarco ordenó quitarse la ropa, por alguna falta, a un esclavo suyo, hombre malvado y vicioso pero con los oídos un poco impregnados de enseñanzas filosóficas. Mientras era azotado, murmuraba, al principio, que era injusto y que no había hecho nada; pero, al final, se puso a gritar y a injuriar gravemente a su amo, y le reprochó que no era filósofo como se jactaba, que con frecuencia le había oído decir que era feo enojarse, que incluso había compuesto un libro sobre el tema, y que si ahora, embargado de ira, le mandaba golpear con tanta crueldad, ello desmentía por entero sus escritos. Plutarco replicó fría y serenamente: «Pero, ¡patán!, ¿por qué piensas que ahora estoy enojado? ¿Acaso mi cara, mi voz, mi color, mi palabra te prueban de alguna manera que estoy alterado? No creo tener ni la mirada feroz, ni el rostro turbado, ni dar voces terribles. ¿Acaso enrojezco, echo espumarajos, se me escapa alguna palabra de la que deba arrepentirme?, ¿acaso me sobresalto, tiemblo de ira? Porque, si he de decírtelo, éstos son los verdaderos signos de la ira». Y, entonces, dirigiéndose al que daba los azotes, dijo: «Continúa con la tarea mientras éste y yo discutimos». He aquí su relato.
Arquitas de Tarento, al volver de una guerra en la que había sido capitán general, encontró su casa pésimamente administrada, y sus tierras baldías, por el mal gobierno de su intendente. Le hizo llamar y le dijo: «¡Anda, que no te iba a zurrar de lo lindo si no estuviese furioso!».[21] Igualmente, Platón, encendido contra uno de sus esclavos, encargó a Espeusipo que le castigara, dispensándose de ponerle él mismo la mano encima porque estaba enfurecido.[22] El lacedemonio Cárilo dijo a un hilota que tenía una conducta demasiado insolente y audaz ante él: «¡Por los dioses!, si no estuviese enojado, te daría muerte ahora mismo».[23]
Es una pasión que se complace en sí misma y que se halaga. ¿Cuántas veces, agitados por un falso motivo, si nos presentan una buena defensa o excusa, nos irritamos aun contra la verdad y la inocencia? He retenido sobre esto un extraordinario ejemplo de la Antigüedad. Pisón, personaje en todo lo demás de notable virtud, se había encendido contra uno de sus soldados porque volvió solo del aprovisionamiento y no supo darle cuenta de dónde había dejado a un compañero. Consideró seguro que le había matado y le condenó al punto a muerte. Cuando se encontraba en el cadalso, resulta que llega el compañero perdido. Todo el ejército lo celebró mucho, y, tras numerosas demostraciones de afecto y abrazos entre los dos compañeros, el verdugo los conduce a ambos en presencia de Pisón. Todos los presentes esperaban que también para él sería un gran placer. Pero sucedió lo contrario, pues, por vergüenza y despecho, su ardor, que era todavía muy fuerte, se redobló; y, con una artimaña que su pasión le brindó en el acto, hizo de ellos tres culpables porque había hallado a uno inocente, y los hizo despachar a los tres. Al primer soldado porque había una sentencia contra él; al segundo, el que se había perdido, por ser causa de la muerte de su compañero; y al verdugo, por no haber obedecido la orden que le habían dado.[24]
b | Quienes tengan tratos con mujeres testarudas pueden haber experimentado a qué cólera se las precipita cuando se opone a su agitación silencio y frialdad, y cuando se desdeña alimentar su enojo. El orador Celio tenía un natural extraordinariamente iracundo. A uno que cenaba en su compañía, hombre de trato blando y suave, y que, para no alterarlo, optaba por aprobar y admitir todo lo que decía, como su mal humor no podía soportar prescindir así de alimento, le dijo: «¡Niégame algo, por los dioses, para que seamos dos!».[25] Ellas, de la misma manera, no se enojan sino para que uno se enoje a su vez, a imitación de las leyes del amor. Foción, ante un hombre que interrumpió sus palabras injuriándole violentamente, no hizo otra cosa que callarse, y dejarle todo el tiempo para agotar su ira. Hecho esto, sin mención alguna de tal trastorno, reanudó su discurso allí donde lo había dejado.[26] No hay réplica tan hiriente como un desprecio así.
Del hombre más iracundo de Francia —y eso es siempre una imperfección, pero más excusable en un militar, pues en tal ejercicio hay a buen seguro cualidades que no pueden prescindir de ella—, digo a menudo que es el hombre más paciente que conozco para contener su ira. Le agita con tal violencia y furor,
magno ueluti cum flamma sonore
uirgea suggeritur costis undantis aheni,
exultantque aestu latices; furit intus aquai
fumidus atque alte spumis exuberat amnis;
nec iam se capit unda; uolat uapor ater ad auras;[27]
[como cuando una llamarada de ramas se enciende bajo un caldero lleno de agua y ésta hierve con estrépito y se alza espumeante, y rebosa, y convertida en negro vapor, vuela por el aire];
que, para moderarla, debe forzarse cruelmente. Y, por mi parte, no conozco pasión en la que yo pudiera hacer un esfuerzo tal para esconderla y soportarla. No querría poner un precio tan alto a la sabiduría. No miro tanto lo que hace como cuánto le cuesta no obrar peor.
Otro se jactaba ante mí de la moderación y suavidad de sus costumbres, que es en verdad singular. Yo le decía que ciertamente era algo, sobre todo para hombres, como él, de calidad eminente, que son objeto de todas las miradas, presentarse siempre al mundo con templanza; pero que lo principal era proveer a lo interior y a sí mismo, y que en mi opinión corroerse por dentro, cosa que yo temía que hiciera, para mantener esta máscara y esta moderada apariencia externa, no era administrar bien sus asuntos. Se absorbe la ira al esconderla. Así, Diógenes le dijo a Demóstenes, que, por miedo a ser visto en una taberna, retrocedía hacia el interior: «Cuanto más retrocedes, más te adentras en ella».[28] Aconsejo dar un bofetón en la mejilla del criado un poco a destiempo mejor que torturarse la fantasía para remedar una actitud sabia; y preferiría exhibir mis pasiones a incubarlas a mis expensas. Al airearse y expresarse, se apagan; es mejor que su punta actúe hacia fuera que doblarla contra nosotros mismos. c | Omnia uitia in aperto leuiora sunt; et tunc perniciosissima, cum simulata sanitate subsidunt[29] [Todos los vicios que están al descubierto son más leves; son muy perniciosos cuando se esconden bajo una salud fingida].
b | A quienes tienen derecho a poderse enojar en mi familia les advierto, en primer lugar, que reserven su ira y no la difundan a cualquier precio, porque eso impide su efecto y su peso —la gritería a la ligera y habitual se convierte en costumbre y hace que todo el mundo la desprecie; la que empleas contra un servidor por un hurto no se percibe, porque es la misma que te ha visto emplear cien veces contra él por haber enjuagado mal un vaso o colocado mal un escabel—. En segundo lugar, que no se enojen al aire, y miren que su reprensión llegue hasta aquel del cual se quejan, pues habitualmente gritan antes de que esté en su presencia, y continúan gritando un siglo después de su marcha:
Et secum petulans amentia certat.[30]
[La demencia, insolente, lucha contra sí misma].
La emprenden con su sombra y llevan la tormenta allí donde nadie sufre ni castigo ni perjuicio sino por la barahúnda de gritos, tan grande que no se puede más. Acuso igualmente, en las querellas, a quienes lanzan desafíos y se sublevan sin adversario; estas baladronadas deben guardarse para donde den resultado:
Mugitus ueluti cum prima in proelia taurus
terrificos ciet atque irasci in cornua tentat,
arboris obnixus trunco, uentosque lacessit
ictibus, et sparsa ad pugnam proludit arena.[31]
[Como el toro que se apresta a su primer combate lanza terribles mugidos y prueba sus cuernos irritado contra el tronco de un árbol, hiere el viento con sus cornadas y se prepara para la lucha esparciendo arena.]
Cuando me enojo, lo hago con la máxima viveza, pero también con la máxima brevedad y el máximo secreto de que soy capaz. Me pierdo ciertamente en cuanto a rapidez y violencia, pero no en cuanto a turbación; no llego hasta el extremo de lanzar a mi antojo y sin discreción toda suerte de palabras injuriosas, y de no mirar de colocar de manera pertinente mis pullas allí donde considero que hieren más —porque en general no empleo sino la lengua—. Mis sirvientes salen mejor librados cuando los motivos son importantes que cuando son leves. Los leves me cogen por sorpresa; y el infortunio quiere que, una vez que te has despeñado, sin que importe qué te ha dado el impulso, llegues siempre hasta el fondo. La caída se apresura, impulsa y acelera por sí misma. En los motivos importantes me satisface que sean tan justos que todo el mundo espere ver surgir una ira razonable; me enorgullezco de engañar su expectativa. Me esfuerzo y preparo contra ellos; me perturban y me amenazan con arrastrarme muy lejos, si los siguiera. Evito fácilmente sucumbir, y tengo fuerza suficiente, cuando lo espero, para rechazar el impulso de la pasión, por más violenta que sea su causa; pero, si alguna vez se me anticipa y se adueña de mí, me arrastra, por más vana que sea su causa. Negocio así con quienes pueden discutir conmigo: «Cuando me notéis alterado el primero, dejadme ir, con razón o sin ella; yo haré lo mismo cuando me toque a mí». La tormenta sólo se forma con la concurrencia de las iras, que suelen surgir una de otra, y no nacen en un instante. Demos a cada una su curso y estaremos siempre en paz. Útil prescripción, pero difícil de llevar a la práctica. A veces me ocurre también que simulo estar enojado, para el gobierno de mi casa, sin ninguna verdadera emoción.[32] A medida que la edad vuelve mis humores más agrios, me esfuerzo por oponerme a ellos, y, si puedo, lograré ser en lo sucesivo tanto menos malhumorado y difícil cuanto más excusa e inclinación tenga para serlo, aunque antes lo haya sido tanto como quienes menos lo son.
a | Una palabra todavía para cerrar este pasaje. Dice Aristóteles que la ira a veces sirve de arma para la virtud y para la valentía.[33] Es una cosa verosímil. Con todo, quienes se oponen a esto, replican jocosamente que se trata de un arma de nuevo uso. Porque las demás armas las movemos nosotros, ésta nos mueve; nuestra mano no la guía, es ella la que nos guía la mano; nos tiene sujetos, no la sujetamos nosotros.[34]