CAPÍTULO XXIX

LA VIRTUD

a | Encuentro por experiencia que hay mucha distancia entre los impulsos y arrebatos del alma, y el hábito resuelto y constante;[1] y observo que nada hay que no podamos, hasta el extremo incluso de rebasar a la misma divinidad, dice alguno, porque volverse impasible por sí mismo supera a serlo por condición original, y hasta el extremo de poder unir a la flaqueza humana una resolución y confianza propias de Dios.[2] Pero es a intervalos. Y en las vidas de los héroes del pasado, hay a veces rasgos milagrosos y que parecen sobrepasar con mucho nuestras fuerzas naturales, pero son, en verdad, rasgos; y es difícil de creer que el alma pueda teñirse e impregnarse de estas condiciones tan elevadas, de suerte que se vuelvan habituales y como naturales para ella. Hasta a nosotros, meros abortones de hombres, nos ocurre que a veces elevamos el alma, incitada por los razonamientos o los ejemplos ajenos, mucho más allá de lo que le es común. Pero se trata de una especie de pasión, que la empuja y mueve, y que la arrebata en cierto modo fuera de sí. Porque, una vez rebasado el torbellino, vemos que, sin pensarlo, se distiende y relaja por sí misma, si no hasta el último grado, al menos hasta dejar de ser aquélla; de suerte que entonces, por cualquier motivo, por un pájaro perdido o un vaso roto, nos dejamos alterar poco más o menos como alguien del vulgo. c | Salvo el orden, la moderación y la constancia, considero que un hombre muy deficiente y débil en conjunto puede hacer cualquier cosa.

a | Por ello, dicen los sabios que, para enjuiciar apropiadamente a un hombre, es preciso ante todo examinar sus acciones comunes, y sorprenderle en su vida diaria.[3] Pirrón, el que forjó una ciencia tan grata a partir de la ignorancia, intentó, como todos los demás verdaderos filósofos, que su vida se correspondiera con su doctrina.[4] Y como sostenía que la flaqueza del juicio humano es tan extrema que no puede tomar partido ni inclinación, y quería dejarlo perpetuamente suspenso en equilibrio, de manera que lo mirase y acogiese todo como indiferente, se cuenta que mantenía siempre la misma actitud y el mismo semblante. Si había empezado a decir algo, no dejaba de terminar por más que su interlocutor se hubiese marchado;[5] si andaba, no interrumpía su camino por muchos obstáculos que se le presentaran, protegido de los precipicios, del choque con las carretas y demás accidentes por sus amigos.[6] En efecto, temer o evitar alguna cosa habría sido oponerse a sus proposiciones, que privaban aun a los sentidos de toda elección y certeza. Una vez soportó que le hicieran una incisión y cauterización con tal firmeza que ni siquiera le vieron parpadear.[7] Reducir el alma a tales imaginaciones es algo; añadir las acciones es más, con todo no es imposible; pero añadirías con una perseverancia y firmeza tales como para establecer ahí su actitud habitual, ciertamente, en estas empresas tan alejadas del uso común, es casi increíble que pueda lograrse. Por eso, al encontrarle una vez en su casa riñendo muy violentamente con su hermana, le reprocharon que en eso faltaba a su indiferencia, y él replicó: «¡Cómo!, ¿es necesario también que esta mujerzuela sirva de prueba a mis reglas?». En otra ocasión, le vieron defenderse de un perro, y dijo: «Es muy difícil despojar por completo al hombre; y hay que estar dispuesto a combatir las cosas, y esforzarse en ello, en primer lugar por medio de las acciones, pero, en el peor de los casos, por medio de la razón y los argumentos».[8]

Hace unos siete u ocho años que, a dos leguas de aquí, un hombre de pueblo, que todavía vive, con la cabeza desde hacía mucho deshecha por los celos de su esposa, al regresar un día del trabajo y darle ella la bienvenida con sus gritos de costumbre, cayó en una furia tal que, al instante, con la hoz que llevaba aún en las manos, se segó limpiamente los órganos que le producían tal fiebre a la mujer y se los arrojó a la cara. Y se dice que uno de nuestros jóvenes gentilhombres, enamorado y vigoroso, tras conseguir por fin ablandar con su perseverancia el corazón de una bella amada, desesperado porque, en el momento de la carga, se había visto él mismo blando y desfallecido, y porque

non uiriliter

iners senile penis extulerat caput,[9]

[carente de virilidad, inerte, su pene no

había levantado más que una cabeza senil],

se privó de él tan pronto como regresó a casa, y se lo envió, cruel y sangrante víctima, como purgación de su ofensa.[10] Si lo hubiese hecho por razonamiento y religión, como los sacerdotes de Cibeles, ¿qué no diríamos de tan encumbrada empresa?[11]

Hace unos pocos días, en Bergerac, a cinco leguas de mi casa remontando el río Dordoña, una mujer que había sido atormentada y golpeada la noche anterior por su marido, de temperamento malhumorado y desabrido, decidió escapar de su violencia a costa de la vida. Y tras haber charlado, al levantarse, con sus vecinas como de costumbre, les deslizó alguna frase de recomendación sobre sus asuntos, cogió a su hermana de la mano, la llevó con ella al puente, y, después de despedirse de ella, como si fuese un juego, sin mostrar más cambio o alteración, se arrojó desde lo alto al río, donde desapareció. Hay en esto algo que añadir: que la decisión maduró una noche entera en su cabeza.

Cosa muy distinta sucede con las mujeres indias. Entre ellos es costumbre, en efecto, que los maridos tengan muchas mujeres, y que la más apreciada se dé muerte tras su esposo. Todas aspiran a lograr, como propósito de su vida entera, este objetivo y esta victoria sobre sus compañeras; y los buenos servicios que rinden a su marido no persiguen otra recompensa que ser preferidas para acompañarlos en su muerte:[12]

b | Vbi mortifero iacta est fax ultima lecto,

uxorum fusis stat pia turba comis;

et certamen habent lethi, quae uiua sequatur

coniugium; pudor est non licuisse mori.

Ardent uictrices, et flammae pectora praebent,

imponuntque suis ora perusta uiris.[13]

[Cuando la antorcha ha sido por fin arrojada sobre el lecho fúnebre, la piadosa muchedumbre de las esposas permanece allí, con los cabellos sueltos; y luchan a muerte para decidir cuál de ellas, viva, seguirá a su esposo; es una vergüenza que no se les permita morir. Las vencedoras arden, y ofrecen el pecho a las llamas, y ponen sus labios quemados sobre sus maridos].

c | Alguien escribe aun en nuestros días haber visto en estas naciones orientales la costumbre en vigor de que no sólo las esposas sino también las esclavas de las que ha gozado se entierren con sus maridos. Se hace de la siguiente manera. Al fallecer el marido, la viuda puede, si quiere —pero pocas lo quieren—, pedir dos o tres meses de plazo para arreglar sus asuntos. Cuando llega el día, monta a caballo, engalanada como para una boda, y, con gesto alegre, va, según dice, a dormir con su esposo, llevando en la mano izquierda un espejo y en la otra una flecha. Tras pasearse así espléndidamente, acompañada de amigos y parientes, y de una multitud festiva, la conducen de inmediato al lugar público destinado a tales espectáculos. Es una gran plaza, en medio de la cual hay un foso lleno de leña, y, junto a él, un lugar alzado cuatro o cinco escalones, donde la llevan y le sirven una magnífica comida. Después, empieza a bailar y a cantar, y ordena, cuando le parece bien, que enciendan el fuego. Hecho esto, desciende y, cogiendo de la mano al pariente más cercano de su marido, se dirigen juntos al río cercano, donde se desviste hasta quedar del todo desnuda, y distribuye sus joyas y ropas a sus amigos y va sumergiéndose en el agua, como para lavar sus pecados. Al salir, se envuelve con un lienzo amarillo de catorce brazas de largo y, dando la mano de nuevo al pariente de su marido, vuelven al montículo, donde ella habla al pueblo y recomienda sus hijos, si los tiene. Entre el foso y el montículo, suele pasarse una cortina, para privarles de la visión de ese horno ardiente —cosa que algunas prohíben para demostrar más valor—. Cuando acaba de hablar, una mujer le ofrece un vaso lleno de aceite para untarse la cabeza y el cuerpo entero, que lanza al fuego cuando termina, y, al instante, se arroja ella misma. En ese momento el pueblo tira sobre ella una gran cantidad de leños para impedir que languidezca, y toda su alegría se troca en duelo y tristeza. Si se trata de personas de clase inferior, se conduce el cadáver al lugar donde se quiere enterrarlo, y allí se le sienta, con la viuda de rodillas ante él, abrazándolo estrechamente, y se mantiene en tal posición mientras se construye a su alrededor un muro. Cuando éste alcanza la altura de los hombros de la mujer, uno de los suyos le coge la cabeza por detrás y le tuerce el cuello. Y una vez que ha rendido el espíritu, el muro es rápidamente alzado y cerrado, y quedan sepultados.[14]

a | En ese mismo país, existía una cosa semejante en sus gimnosofistas. En efecto, no por obligación ajena, ni por el ímpetu de un humor repentino, sino por expresa profesión de su regla, su disposición era que, a medida que alcanzaban cierta edad o que se veían amenazados por alguna enfermedad, se hacían preparar una hoguera, y encima un lecho muy engalanado; y tras festejar alegremente a sus amigos y conocidos, se acostaban en ese lecho con una determinación tal que, encendido el fuego, nadie les vio mover ni pies ni manos —y así murió uno de ellos, Calano, en presencia de todo el ejército de Alejandro Magno—.[15] b | Y entre ellos no era considerado santo ni bienaventurado quien no se daba esta muerte, enviando el alma purgada y purificada por el fuego, tras haber consumido todo lo que tenía de mortal y terrestre.[16] a | Esta constante premeditación de la vida entera es lo que hace el milagro.

Se ha introducido, en medio de nuestras demás disputas, la del Fatum [Hado];[17] y, para sujetar las cosas futuras, y hasta nuestra voluntad, a una necesidad cierta e inevitable, se sigue recurriendo a este argumento del pasado: puesto que Dios prevé que todas las cosas han de suceder así, como lo hace sin duda, es en consecuencia necesario que sucedan así.[18] Nuestros maestros responden que el hecho de ver que alguna cosa sucede, como hacemos nosotros, y asimismo Dios —pues, dado que todo le está presente, ve más bien que prevé—, no supone forzarla a suceder.[19] Lo cierto es que vemos a causa de que las cosas suceden, y no que las cosas sucedan a causa de que vemos. El suceso hace la ciencia, no la ciencia el suceso.[20] Lo que vemos que sucede, sucede. Pero podía suceder de otro modo; y Dios, en el registro de las causas de los sucesos que tiene en su presciencia, tiene también aquellas que se llaman fortuitas, y las voluntarias, que dependen de la libertad que ha conferido a nuestro arbitrio, y sabe que cometeremos una falta porque habremos querido cometerla.[21]

Ahora bien, he visto a mucha gente enardecer a sus tropas con esta necesidad fatal. Si, en efecto, nuestra hora está fijada en un determinado momento, ni los arcabuzazos enemigos, ni nuestra audacia, ni nuestra fuga y cobardía pueden hacerla avanzar o retroceder. Aunque esto pueda decirse, busquemos a alguien que lo lleve a la práctica. Y, si es el caso que una fuerte y viva creencia arrastra consigo acciones conformes, ciertamente esa fe, con la cual tanto nos llenamos la boca, es extraordinariamente ligera en nuestros siglos,[22] a menos que el desprecio que profesa por las obras le haga desdeñar su compañía.[23]

Sea como fuere, sobre este mismo asunto el señor de Joinville, testigo fiable como ningún otro, nos refiere de los beduinos, nación mezclada con los sarracenos con la cual san Luis tuvo relación en Tierra Santa, que creían tan firmemente en su religión que los días de cada uno están fijados y contados desde toda la eternidad con un preordenamiento inevitable que acudían a la guerra desnudos, salvo una espada a la turquesca, y con el cuerpo cubierto por una simple tela blanca. Y, cuando se irritaban con los suyos, tenían siempre en la boca como maldición máxima: «¡Maldito seas como el que se arma por miedo a la muerte!».[24] Vemos aquí una prueba muy distinta de la nuestra de creencia y de fe. Y de este rango es también la que dieron dos religiosos de Florencia de la época de nuestros padres. Inmersos en cierta controversia doctrinal, acordaron entrar los dos en una hoguera, ante todo el pueblo y en la plaza pública, para verificar cada uno su partido. Y estaban ya los preparativos ultimados, y la cosa a punto de ejecución, cuando fue interrumpida por un accidente imprevisto.[25]

c | Un joven señor turco efectuó una notoria hazaña personal a la vista de dos ejércitos, el de Amurat y el de Huniada, listos para atacarse. Cuando Amurat le preguntó qué le había llenado, tan joven e inexperto —pues era la primera guerra que veía—, de tan noble vigor de ánimo, respondió que su preceptor supremo en materia valentía había sido una liebre: «Un día, cuando me hallaba cazando», dijo, «descubrí una liebre en su madriguera, y, aunque tenía dos excelentes lebreros a mi lado, me pareció, para no fallar, que era mejor que empleara el arco, pues me otorgaba una gran ventaja. Empecé a disparar mis flechas, y hasta cuarenta que llevaba en el carcaj, sin lograr no ya alcanzarla, sino siquiera despertarla. Al cabo, lancé tras ella a mis perros, que tampoco consiguieron nada. Aprendí de este modo que su destino le había protegido, y que ni disparos ni espadas surten efecto sin el permiso de nuestra fatalidad, que no podemos ni adelantar ni hacer retroceder».[26] Este relato debe servir para que, de paso, veamos hasta qué punto nuestra razón cede ante toda suerte de imágenes. Un personaje grande por edad, por nombre, por dignidad y por saber se ufanaba ante mí de que le había llevado a cierta mutación muy importante de su fe una incitación externa tan insólita, y además tan poco concluyente, que me pareció más fuerte en sentido contrario. Él la llamaba milagro, y yo también, en otro sentido.[27] Dicen sus historiadores que la convicción de la fatal e implacable prescripción de sus días, popularmente difundida entre los turcos, les ayuda manifiestamente a darles seguridad en los peligros.[28] Y conozco a un gran príncipe que saca feliz provecho de ella, ya se la crea, ya la tome como excusa, para arriesgarse de manera extraordinaria. ¡Ojalá la fortuna no se canse demasiado pronto de respaldarlo![29]

b | No se ha dado, por lo que recordamos, acto más admirable de determinación que el de los dos que conspiraron para matar al príncipe de Orange.[30] Causa asombro cómo pudo enardecerse al segundo, que la llevó a término, a una empresa en la cual su camarada tuvo tan poco éxito, pese a haberlo intentado con todas sus fuerzas; y, tras ese ejemplo y con las mismas armas, atacar a un señor armado de una lección tan reciente de desconfianza, poderoso por su séquito de amigos, y por fuerza corporal, en su sala, entre sus guardias, en una ciudad que le era muy devota. Ciertamente, empleó una mano muy resuelta, y un ánimo excitado por una vigorosa pasión. El puñal es más seguro para herir; pero, dado que requiere más movimiento y más vigor de brazo que una pistola, su golpe está más expuesto a sufrir desviación y alteración. Que éste se lanzó a una muerte segura, apenas lo pongo en duda. En efecto, las esperanzas con que hubieran podido engañarle no podían tener cabida en un entendimiento sensato; y la manera de llevar a cabo su acción muestra que no carecía de él, como tampoco de valor. Los motivos de una convicción tan poderosa pueden ser varios, pues nuestra fantasía hace consigo misma, y con nosotros, lo que se le antoja.

La acción realizada cerca de Orleans no se le pareció en nada.[31] Tuvo más de azar que de vigor; no era un golpe mortífero, si la fortuna no lo hubiera hecho tal; y la empresa de disparar montando a caballo, y desde lejos, y a uno que se movía con el desplazamiento de su cabalgadura, fue la empresa de un hombre que prefería fallar su objetivo antes que dejar de salvarse. Lo que siguió después lo puso de manifiesto. Se sobrecogió y embriagó pensando en una acción tan elevada, hasta el punto de perder y trastornar por entero su juicio, tanto para llevar a cabo su fuga como para manejar la lengua en sus respuestas. ¿Qué había de hacer sino reunirse con sus amigos al otro lado de un río? Es un medio al que yo he recurrido en menores peligros, y que considero poco arriesgado, sin que importe la anchura del vado, con tal de que nuestro caballo encuentre la entrada fácil, y veamos al otro lado una orilla accesible con arreglo al curso del agua. El otro, cuando se pronunció ante él su horrible sentencia, dijo: «Estaba preparado; os sorprenderé con mi firmeza».[32]

c | Los asesinos, nación dependiente de Fenicia, están considerados, entre los mahometanos, de una suprema devoción y pureza de costumbres. Sostienen que el camino más rápido para ganarse el paraíso[33] es matar a alguien de religión contraria. Por tal motivo, se ha visto con frecuencia que uno o dos atacan, en mangas de camisa, a poderosos enemigos, al precio de una muerte segura, y sin inquietud alguna por el propio peligro. Así fue asesinado —el término deriva de su nombre— nuestro conde Raimundo de Trípoli, en medio de su ciudad, durante nuestras empresas de la guerra santa.[34] Y, de igual modo, Conrad, marqués de Montferrat, con sus asesinos conducidos al suplicio henchidos y orgullosos por una tan bella obra maestra.[35]