LA COBARDÍA, MADRE DE LA CRUELDAD
a | He oído decir a menudo que la cobardía es madre de la crueldad.[1] b | Y además he notado por experiencia que la acritud y violencia del ánimo malicioso e inhumano suele ir acompañada de blandura femenina. He visto a algunos, entre los más crueles, propensos a llorar fácilmente y por causas frívolas. Alejandro, el tirano de Feres, no podía soportar oír en el teatro que interpretaran tragedias, por miedo a que sus ciudadanos le vieran sollozar ante las desventuras de Hécuba y Andrómaca, a él que, sin piedad alguna, hacía matar cruelmente a tantas personas cada día.[2] ¿Será la flaqueza del alma lo que los volvió tan acomodables a todos los extremos? a | La valentía —cuya acción consiste en ejercerse solamente contra la resistencia:
Nec nisi bellantis gaudet ceruice juuenci—[3]
[Y sólo se complace en abatir un toro si se resiste]—
se detiene cuando ve al enemigo a su merced. Pero la pusilanimidad,[4] para decir que también ella participa de la fiesta, incapaz de asumir el primer papel, toma por su parte el segundo, el de la matanza y la sangre. Las matanzas de las victorias suelen llevarlas a cabo el pueblo y los acarreadores; y lo que hace ver tantas crueldades inauditas en las guerras populares es que la canalla del vulgo se entrega a la guerra y a las armas ensangrentándose hasta los codos y despedazando el cuerpo que tiene a sus pies, porque no conoce otra valentía:
b | Et lupus et turpes instant morientibus ursi,
et quaecunque minor nobilitate fera est;[5]
[Y el lobo y los infames osos se ensañan en los que
agonizan, como lo hacen todos los animales de raza vil];
a | como lo hacen los perros cobardes, que desgarran y muerden en casa las pieles de los animales salvajes a los que no han osado atacar en los campos.[6]
¿A qué se debe que en estos tiempos las querellas sean todas mortales, y que, mientras que nuestros padres aplicaban cierto grado de venganza, ahora empecemos por el último y no se hable desde el principio sino de matar? ¿A qué se debe sino a la cobardía? Todo el mundo se da perfecta cuenta de que hay más bravura y desdén en vencer al enemigo que en rematarlo, y en someterlo a humillación[7] más que en darle muerte. También, de que el deseo de venganza se sacia y satisface mejor así, pues ésta no persigue otra cosa que hacerse notar. Por eso no atacamos a un animal o a una piedra cuando nos hiere, porque no pueden experimentar nuestra revancha. Y matar a un hombre es ponerlo a salvo de nuestra ofensa. b | Bías le gritaba a un malvado: «Sé que tarde o temprano sufrirás castigo, pero temo no verlo», y se lamentaba por los de Orcómeno. En efecto, la penitencia que padeció Licisco por la traición cometida contra ellos llegaba cuando ya no quedaba ni uno de los perjudicados a los que debía corresponder el placer de tal penitencia.[8] De la misma manera, la venganza es lamentable cuando aquél contra quien se ejerce no es ya susceptible de sentirla; pues, así como el vengador quiere verlo para disfrutarlo, aquél sobre el cual se venga ha de verlo también para sufrir disgusto y arrepentimiento. a | «Se arrepentirá», decimos. Y porque le hemos dado un pistoletazo en la cabeza,[9] ¿creemos que se arrepiente? Al contrario, si prestamos atención, veremos que nos hace mohines mientras cae. Ni siquiera nos lo echa en cara, está muy lejos de arrepentirse. c | Y le rendimos el más favorable de los servicios de la vida, que es darle muerte de manera rápida e insensible. a | A nosotros nos toca escondernos, ir al trote y escapar de los oficiales de la justicia que nos persiguen, y él descansa en paz. El matar es bueno para evitar la ofensa futura, no para vengar la que está hecha. c | Es más un acto de temor que de bravura, de precaución más que de valentía, de defensa más que de ataque.
a | Es evidente que de ese modo renunciamos a la verdadera finalidad de la venganza y al cuidado de nuestra reputación. Tememos que, si continúa vivo, nos lanzará otro ataque similar. c | Te deshaces de él no en su contra sino a tu favor. En el reino de Narsinga este expediente nos resultaría inútil. Allí, no sólo los guerreros, sino incluso los artesanos resuelven sus querellas a espadazos. El rey no rehúsa el campo a quien desea batirse; incluso se halla presente, cuando se trata de personas de calidad, y obsequia al vencedor con una cadena de oro. Pero, para conquistarla, cualquiera al que le venga en gana puede recurrir a las armas contra quien la lleva; y, por haberse librado de un combate, carga con muchos.[10] a | Si creyéramos ser siempre dueños de nuestro enemigo con nuestro valor y dominarlo a nuestro antojo, nos afligiría mucho que se nos escapara, como lo hace cuando muere. Queremos vencer, pero con más seguridad que honor;[11] c | y buscamos más el fin que la gloria en nuestra querella. Asinio Polión dio muestras de un error semejante, menos excusable en un hombre honesto: tras escribir unas invectivas contra Planeo, esperaba su muerte para publicarlas.[12] Era hacerle la higa a un ciego, y cantarle las cuarenta a un sordo, y ofender a un hombre sin sentimiento antes que correr el riesgo de que se diera cuenta. Así, se decía de él que sólo los fantasmas se enfrentaban a los muertos. Quien espera a ver el fallecimiento del autor cuyos escritos pretende combatir, ¿qué dice sino que es débil y pendenciero? Le dijeron a Aristóteles que alguien había hablado mal de él: «Que haga más», replicó, «que me azote, con tal que yo no esté».[13] a | A nuestros padres les bastaba vengar una injuria con un desmentido,[14] un desmentido con un golpe,[15] y así sucesivamente. Tenían valor suficiente para no temer al adversario vivo y ultrajado. Nosotros nos estremecemos de espanto mientras lo vemos en pie. Y como prueba de que es así: ¿no comporta esta bonita práctica actual perseguir a muerte al ofendido por nosotros tanto como a nuestro ofensor?
b | Es también una especie de cobardía lo que ha introducido en nuestros combates singulares la costumbre de acompañarnos de segundos y terceros y cuartos. Antiguamente, eran duelos; hoy en día son enfrentamientos y batallas. La soledad asustaba a los primeros que la inventaron: c | Cum in se cuique minimum fiduciae esset[16] [Pues todos tenían escasísima confianza en sí mismos]. b | Porque, naturalmente, cualquier compañía aporta consuelo y alivio en el peligro.[17] Antiguamente se valían de terceras personas para impedir que se produjera desorden y deslealtad, c | y para atestiguar la suerte del combate; b | pero, desde que se adoptó el procedimiento de que ellos mismos intervengan, ningún invitado puede permanecer honestamente como espectador, no sea que le achaquen falta de afecto o de valor. Además de la injusticia y la villanía de tal acción, empeñar en la protección de vuestro honor otra valentía y otra fuerza que las propias, encuentro que es una desventaja, para un hombre de bien y que confíe plenamente en sí mismo, mezclar su suerte con la de un segundo. Bastante riesgo corre cada cual por sí mismo sin haberlo de correr también por otro, y bastante trabajo tiene para confiar en su propio valor en defensa de su vida, sin haber de encomendar cosa tan apreciada a manos terceras. Porque si no se ha negociado expresamente lo contrario, los cuatro forman un bando unido. Si abaten a vuestro segundo, tenéis que encargaros de dos, con razón. Y decir que es un fraude, verdaderamente lo es, como atacar bien armado a un hombre que no tiene más que un pedazo de espada, o, del todo sano, a un hombre que ya está muy herido. Pero si son ventajas ganadas en el combate, podéis emplearlas sin reproche. Sólo se valora y considera la disparidad y desigualdad de la situación en que se entabla pelea; del resto, echad la culpa a la fortuna. Y aunque tengáis, completamente solo, a tres encima porque vuestros dos compañeros se han dejado matar, no se os hace más injusticia que la que haría yo si, en la guerra, golpease con la espada al enemigo que viera encima de uno de los nuestros con la misma ventaja. La naturaleza de la asociación comporta, cuando se trata de ejército contra ejército —como cuando nuestro duque de Orleans desafió a Enrique, rey de Inglaterra, cien contra cien;[18] c | trescientos contra otros tanto, como los argivos contra los lacedemonios;[19] tres frente a tres como los Horacios contra los Coriacios—,[20] b | que la multitud de cada parte sea considerada como un hombre solo. Ahí donde hay compañía, el riesgo es confuso y mezclado.
Tengo un interés familiar en esta consideración. A mi hermano, el señor de Mattecoulon, le invitaron en Roma a secundar a un gentilhombre al que apenas conocía, el cual era defensor y había sido llamado por otro. En el combate se encontró por azar enfrentado con uno que le era más próximo y más conocido —me gustaría que me dieran razón de estas leyes del honor que con tanta frecuencia se oponen a las de la razón y las turban—; tras haberse librado de su hombre, viendo a los dos jefes de la querella todavía en pie e íntegros, acudió a ayudar a su compañero. ¿Qué menos podía hacer?, ¿acaso había de quedarse quieto y mirar cómo mataban, si la suerte lo quería así, a aquél en cuya defensa había acudido? Lo hecho hasta entonces en nada contribuía a la tarea; la querella estaba indecisa. La cortesía que puedes y ciertamente debes tener hacia tu enemigo cuando lo has reducido a una situación difícil y a una gran desventaja, no veo cómo la podrías tener cuando es en detrimento de otros, cuando tú no eres más que un seguidor, cuando la disputa no es tuya. No podía ser ni justo ni cortés poniendo en riesgo a aquel con quien se había comprometido. Así, una recomendación muy rápida y solemne de nuestro rey le libró de las prisiones de Italia.[21]
¡Insensata nación! No nos basta con dar a conocer nuestros vicios y locuras al mundo por la vía de la reputación; acudimos a las naciones extranjeras para hacer que los vean con sus propios ojos. Situad a tres franceses en los desiertos de Libia: no pasarán un mes juntos sin hostigarse y provocarse. Uno diría que el viaje es una partida organizada para brindar a los extranjeros el placer de nuestras tragedias, y las más de las veces a algunos que se regocijan con nuestros males y se burlan de ellos. Vamos a Italia a aprender esgrima, c | y la ejercitamos a costa de nuestras vidas antes de llegar a saberla. b | Sin embargo, de acuerdo con el orden de la enseñanza, habría que poner la teórica antes de la práctica; traicionamos nuestro aprendizaje:
Primitiae iuuenum miserae, bellique futuri
dura rudimenta.[22]
[Miserables primicias de la juventud,
y cruel aprendizaje de la guerra futura].
No ignoro que se trata de un arte c | útil para su fin —en el duelo de los dos príncipes primos hermanos, en España, el más viejo, dice Tito Livio, superó fácilmente las fuerzas atolondradas del más joven gracias a su destreza con las armas y su astucia—[23] y, según la experiencia me ha hecho ver, b | un arte cuyo conocimiento ha aumentado el valor de algunos más allá de su medida natural. Pero propiamente no se trata de valor, pues se apoya en la la pericia y se funda en algo que no es uno mismo. El honor de los combates radica en rivalizar en valentía, no en ciencia; y por eso he visto a alguno de mis amigos, renombrado como gran maestro en este ejercicio, elegir en sus querellas armas que le privasen de la posibilidad de tal ventaja, y que dependían enteramente de la fortuna y de la confianza, para que nadie atribuyera su victoria a su esgrima más que a su valor. Y, en mi infancia, los nobles rehuían la reputación de buenos esgrimidores como injuriosa, y evitaban aprenderla como un oficio de sutileza, contrario al verdadero y genuino valor,
Non schivar, non parar, non ritirarsi
voglion costor, nè qui destrezza ha parte.
Non danno i colpi finti, hor pieni, hor scarsi:
toglie l’ira e il furor l’uso de l’arte.
Odi le spade horribilmente urtarsi
a mezzo il ferro; il piè d’orma non parte:
sempre e il piè fermo, è la man sempre in moto;
nè scende taglio in van, nè punta a voto.[24]
[Éstos no quieren esquivar, parar, retirarse, y la destreza aquí no participa. No amagan con asestar golpes, a veces directos, a veces oblicuos; la ira y el furor les privan de usar ningún arte. Oye el fragor terrible de las espadas que se golpean en pleno hierro; los pies no se mueven un ápice: los pies se mantienen siempre firmes, y las manos siempre en movimiento; no se asesta golpe en vano, ni se apunta al vacío].
El tiro al blanco, los torneos, las justas, el remedo de los combates de la guerra[25] eran el ejercicio de nuestros padres. Este otro ejercicio es mucho menos noble pues no concierne sino a un fin privado, nos enseña a destruirnos mutuamente, en contra de las leyes y la justicia, y en cualquier caso produce siempre efectos nocivos. Es mucho más digno y conveniente ejercitarse en cosas que aseguren, no que dañen, nuestro gobierno, que correspondan a la seguridad pública y a la gloria común. El cónsul Publio Rutilio fue el primero que instruyó al soldado a manejar las armas con destreza y ciencia, que conjuntó arte y valor, no al servicio de querellas privadas sino para la guerra y las querellas del pueblo romano.[26] c | —Esgrima popular y civil—. Y, aparte del ejemplo de César, que ordenó a los suyos disparar sobre todo a la cara de los soldados de Pompeyo en la batalla de Farsalia,[27] a mil jefes de guerra más se les ha ocurrido también inventar nuevas formas de armas, nuevas maneras de golpear y de protegerse según la necesidad de la tarea del momento. b | Pero Filopemen condenó el pugilato, en el que sobresalía, porque los preparativos que se empleaban para tal ejercicio eran distintos de los propios de la disciplina militar, a la cual únicamente consideraba que debían dedicarse los hombres de honor.[28] Asimismo, me parece que la destreza en la que se forman los miembros, las artimañas y movimientos en los que se ejercita la juventud en esta nueva escuela son no sólo inútiles, sino más bien contrarios y perjudiciales a la práctica de la lucha militar. c | Además, nuestra gente suele emplear armas particulares y expresamente destinadas a tal uso.
Y he visto cómo no pareció muy correcto que un gentilhombre, invitado a la espada y al puñal, se presentara en equipo militar,[29] ni que otro ofreciese acudir con su capa en lugar de puñal. Es digno de consideración que Laques, en Platón, hablando de un aprendizaje en el manejo de las armas conforme al nuestro, dice no haber visto jamás salir de tal escuela a ningún gran hombre de guerra, y en especial de entre los maestros.[30] En cuanto a aquéllos, nuestra experiencia dice otro tanto. En suma, podemos al menos sostener que se trata de habilidades sin relación ni correspondencia alguna. Y en la formación de los niños de su Estado, Platón prohíbe el arte de manejar los puños, introducido por Ámico y Epeo, y el de luchar, introducido por Anteo y Cerrión, porque su objetivo es otro que el de hacer a la juventud apta para el servicio militar, y en nada contribuyen a ello.[31] b | Pero me desvío un poco de mi asunto.
a | El emperador Mauricio, advertido por sueños y múltiples pronósticos de que un tal Focas, un soldado entonces desconocido, iba a matarlo, preguntó a su yerno Filipo quién era ese Focas, su naturaleza, sus características y comportamiento. Y como, entre otras cosas, Filipo le dijo que era cobarde y miedoso, el emperador dedujo al instante que era asesino y cruel.[32] ¿Qué hace a los tiranos tan sanguinarios? Es la inquietud por su seguridad, y que su ánimo cobarde no les brinda otros medios para encontrarse seguros que el exterminio de quienes les puedan atacar, incluso mujeres, por miedo a un arañazo:
b | Cuncta ferit, dum cuncta timet.[33]
[Todo lo golpea pues todo lo teme].
c | Las primeras crueldades se ejercen por sí mismas; de ahí se engendra el temor a una justa venganza, que produce después una cadena de nuevas crueldades para sofocar unas por medio de otras. Filipo, rey de Macedonia, el que tantos enredos tuvo con el pueblo romano, turbado por el horror de los asesinatos cometidos por orden suya, no podía decidirse contra tantas familias atacadas en distintos momentos. Así pues, optó por apoderarse de todos los hijos de aquéllos a los que había hecho matar, para irlos haciendo desaparecer día a día uno tras otro y fijar así su reposo.[34]
Las materias hermosas se adaptan al lugar donde las esparcimos. Yo, que me cuido más de la importancia y utilidad de los discursos que de su orden y continuidad, no debo temer incluir aquí, un poco aparte, una historia bellísima. Cuando son tan ricas por su propia belleza y pueden sostenerse suficientemente por sí mismas, me basta con la punta de un pelo para añadirlas a mi asunto. Entre los condenados por Filipo, hubo un tal Heródico, príncipe de los tesalios. Tras él, también hizo morir después a sus dos yernos, que dejaron cada uno un hijo muy pequeño. Teoxena y Arco eran las dos viudas. Nadie pudo inducir a Teoxena a volverse a casar, aunque tenía muchos pretendientes. Arco se casó con Poris, el primero de los enios, y tuvo con él numerosos hijos, que dejó a una corta edad. Teoxena, movida por un amor maternal hacia sus sobrinos, se casó con Poris para encargarse de ellos y protegerlos. En ésas llega la proclamación del edicto del rey. La valiente madre, recelosa de la crueldad de Filipo y de la licencia de sus esbirros hacia esos bellos y tiernos jóvenes, se atrevió a decir que antes que entregarlos los mataría con sus propias manos. Poris, asustado por tal declaración, le prometió esconderlos y llevárselos a Atenas para ponerlos bajo la custodia de ciertos fieles huéspedes suyos. Aprovechan la ocasión de una fiesta anual que se celebraba en Enia en honor de Eneas, y parten. Tras asistir de día a las ceremonias y al banquete público, de noche se escabullen a un barco dispuesto para hacer el trayecto por mar. El viento les fue desfavorable; al día siguiente, estaban a la vista de la tierra de donde habían zarpado, de suerte que les siguieron los guardias de los puertos. Cuando los alcanzaron, mientras Poris se afanaba en apresurar a los marineros para la huida, Teoxena, enloquecida de amor y venganza, retomó su primer propósito; dispuso armas y veneno, los presentó a su vista y les dijo: «Ahora, vamos, hijos míos, la muerte es ya el único medio para defenderos y ser libres, y será materia para que los dioses ejerzan su santa justicia. Estas espadas desenvainadas y estas copas llenas os abren su entrada. ¡Ánimo! Y tú, hijo mío, que eres el mayor, empuña el hierro para morir con la muerte más valerosa». Con una consejera tan vigorosa a un lado y los enemigos al otro a punto de saltarles al cuello, se precipitaron furiosamente cada uno sobre lo que tenía más a mano; y, medio muertos, fueron arrojados al mar. Teoxena, orgullosa por haber resuelto con tanta gloria la seguridad de todos sus hijos, abrazó calurosamente a su marido y le dijo: «Sigamos a esos niños, amigo mío, y gocemos de la misma sepultura que ellos». Y, sin dejar de abrazarse, se lanzaron, de suerte que el barco fue devuelto a la costa vacío de sus dueños.[35]
a | Los tiranos, para lograr ambas cosas a la vez, matar y hacer sentir su cólera, han empleado toda su habilidad en descubrir maneras de prolongar la muerte. Quieren que sus enemigos partan, pero no tan deprisa que les falte tiempo para saborear su venganza.[36] Para ello encuentran grandes dificultades, pues si los tormentos son violentos, son breves; si duran mucho, no son bastante dolorosos para su gusto[37] —ahí los tenemos disponiendo sus máquinas—. Vemos mil ejemplos en la Antigüedad, y no sé si no conservamos, sin darnos cuenta, alguna huella de esa barbarie. Todo lo que va más allá de la simple muerte, me parece pura crueldad.[38] Nuestra justicia no puede esperar que si a alguien no le guarda de cometer un delito el temor de morir y de sufrir decapitación u horca, se lo impida imaginar un fuego lánguido, o las tenazas o la rueda. Y no sé, en cambio, si no los arrojamos a la desesperación, pues ¿en qué situación puede encontrarse el alma de un hombre que aguarda venticuatro horas la muerte quebrado sobre una rueda o, a la vieja usanza, clavado en una cruz?[39] Josefo cuenta que, durante las guerras de los romanos en Judea, al pasar por un lugar donde habían crucificado a varios judíos tres días antes, reconoció a tres de sus amigos, y logró que le concedieran sacarlos de allí. Dos de ellos murieron, dice, el otro sobrevivió.[40]
c | Calcóndila, hombre de palabra, en las memorias que dejó sobre las cosas acaecidas en su tiempo y en sus cercanías, refiere como extremo suplicio el que practicaba con frecuencia el emperador Mahomet. Hacía cortar a los hombres en dos partes por la mitad del cuerpo, a la altura del diafragma, y de un solo golpe de cimitarra. De este modo morían como de dos muertes a la vez; y se veía, dice, cómo ambas partes, llenas de vida, seguían agitándose mucho tiempo después, oprimidas por el tormento.[41] No creo que hubiese mucho sufrimiento en esta agitación. Los suplicios más espantosos a la vista no siempre son los más duros de sobrellevar. Y me parece más atroz lo que otros historiadores cuentan que hizo contra unos señores epirotas. Los hizo desollar poco a poco, con una aplicación ordenada de manera tan maliciosa que la vida les duró quince días en esta situación extrema.[42] Y estos dos más: Creso mandó apresar a un gentilhombre favorito de Pantaleón, su hermano, y lo llevó al taller de un batanero. Allí hizo que lo rasparan y cardaran a golpes de cardas y peines de este oficio, hasta que murió.[43] A Jorge Sículo, jefe de aquellos campesinos de Polonia que, con el pretexto de una cruzada, causaron tantos daños, una vez vencido en batalla y capturado por el vaivoda de Transilvania, lo tuvieron tres días atado desnudo en un potro, expuesto a todas las formas de tormentos que cada cual podía infligirle, mientras hacían ayunar a muchos otros prisioneros. Finalmente, con él vivo y consciente, hicieron beber su sangre a Lucat, su querido hermano, por cuya salvación no dejaba de rogar, atrayendo sobre sí todo el odio suscitado por sus fechorías; e hicieron que veinte de sus capitanes favoritos comieran de él, desgarrándole a dentelladas la carne y engullendo los pedazos. El resto del cuerpo y los órganos internos, una vez expirado, fueron puestos a hervir, y los dieron de comer a otros seguidores suyos.[44]