LA GRANDEZA ROMANA
a | No quiero decir sino una palabra sobre este argumento infinito, para mostrar la simpleza de quienes la asimilan a las míseras grandezas de nuestro tiempo. En el séptimo libro de las cartas familiares de Cicerón —y que los gramáticos, si lo desean, las priven del nombre de «familiares», pues en verdad no es muy adecuado; y quienes han sustituido «familiares» por ad familiares [a los amigos] pueden derivar algún argumento a su favor de aquello que refiere Suetonio en su Vida de César: que existía un volumen de cartas suyas ad familiares—,[1] hay una dirigida a César, entonces en la Galia, en la cual Cicerón repite las palabras que figuraban al final de otra carta que César le había escrito: «En cuanto a Marco Furio, que me has recomendado, lo haré rey de la Galia; y si quieres que promueva a otro de tus amigos, comunícamelo».[2]
No era nuevo que un simple ciudadano romano, como en aquel entonces era César, dispusiera de los reinos, pues arrebató el suyo al rey Diotaro para otorgárselo a un gentilhombre de la ciudad de Pérgamo llamado Mitrídates.[3] Y sus biógrafos, registran un buen número de reinos vendidos por él; y dice Suetonio que le sacó al rey Ptolomeo, de una sola tacada, tres millones seiscientos mil escudos, lo cual estuvo muy cerca de venderle el suyo:[4]
b | Tot Galatae, tot Fontus eat, tot Lydia nummis.[5]
[A tanto Galacia, a tanto el Ponto, a tanto Lidia].
Decía Marco Antonio que la grandeza del pueblo romano no se demostraba tanto por lo que cogía cuanto por lo que daba.[6] a | Sin embargo, algún siglo antes de Antonio, había depuesto a uno, entre otros, con una autoridad tan extraordinaria que, en toda su historia, no conozco prueba alguna que eleve más la fama de su prestigio. Antíoco poseía Egipto entero y trataba de conquistar Chipre y otros restos de su imperio. En pleno curso de sus victorias, le alcanzó G. Popilio de parte del Senado, y, al abordarlo, rehusó darle la mano hasta que no hubiese leído las cartas que le llevaba. El rey las leyó y dijo que reflexionaría sobre ellas. Popilio dibujó un círculo con su bastón en el sitio donde estaba, diciéndole: «Dame una respuesta que pueda transmitir al Senado antes de que salgas de este círculo». Antíaco, asombrado por la rudeza de una orden tan apremiante, tras pensárselo un poco, le respondió: «Haré lo que el Senado me ordena». Entonces Popilio le saludó como amigo del pueblo romano. ¡Renunciar a tamaña monarquía, y al curso de una prosperidad tan feliz, por la impresión de tres trazos de escritura! Hizo bien, ciertamente, como hizo bien cuando después envió a sus embajadores a decir al Senado que había recibido su mandato con el mismo respeto que si procediera de los dioses inmortales.[7] b | Todos los reinos que Augusto adquirió por derecho de guerra, los devolvió a quienes los habían perdido, o los regaló a extranjeros.
a | Y sobre el mismo asunto, Tácito, hablando del rey de Inglaterra Cogiduno, nos hace notar este infinito poder por medio de un rasgo extraordinario: «Los romanos», dice, «estaban acostumbrados, desde tiempos muy antiguos, a dejar a los reyes a los que habían vencido en posesión de sus reinos, bajo su autoridad, a fin de tener hasta a los reyes como instrumentos de esclavitud —ut haberent instrumenta seruitutis et reges».[8] c | Es verosímil que Solimán, a quien vimos hacer donación del reino de Hungría y de otros Estados, atendiera más a esta consideración que a aquella que solía alegar: Que estaba harto y saturado de tantas monarquías y de tanto dominio como su valor o el de sus ancestros le habían procurado.[9]