CAPÍTULO XXIII

MALOS MEDIOS EMPLEADOS
PARA UN BUEN FIN[1]

a | En el orden universal de las obras de la naturaleza se encuentra una extraordinaria correlación y correspondencia, lo cual muestra a las claras que ni es fortuito ni está dirigido por diversos amos. Las enfermedades y las características de nuestros cuerpos se ven también en los Estados y gobiernos: reinos y repúblicas nacen, florecen y se marchitan de vejez como nosotros.[2] Estamos expuestos a una repleción de humores inútil y nociva: sea de buenos humores —porque aun esto lo temen los médicos; y, dado que nada es estable en nosotros, dicen que hemos de disminuir y rebajar artificialmente la perfección de una salud demasiado vivaz y vigorosa, no vaya a ser que nuestra naturaleza, al no poderse asentar en ningún sitio seguro y al no tener ya dónde ascender para mejorar, retroceda con desorden y de manera demasiado abrupta; por eso a los atletas les prescriben purgaciones y sangrías para sustraerles esa sobreabundancia de salud—;[3] sea repleción de malos humores, lo cual constituye la causa habitual de las enfermedades.

Los Estados sufren a menudo enfermedades debido a tal repleción, y es costumbre emplear varias clases de purgaciones. A veces, para desembarazar el país, se despide a una gran multitud de familias, que parten hacia otro sitio en búsqueda de acomodo a expensas de otros. Fue así como nuestros antiguos francos, que habían surgido del fondo de Alemania, se adueñaron de la Galia y expulsaron a sus primeros habitantes; así se forjó la infinita marea de hombres que penetró en Italia bajo el mando de Breno y otros;[4] así godos y vándalos, y también los pueblos que ahora dominan Grecia,[5] abandonaron su país natural para ir a asentarse a otro sitio con más desahogo; y apenas hay dos o tres rincones en el mundo que no hayan experimentado el efecto de un desplazamiento similar. Los romanos formaban de este modo sus colonias. En efecto, cuando veían que su ciudad crecía desmesuradamente, la desembarazaban de la población menos necesaria y la enviaban a habitar y a cultivar las tierras que habían conquistado.[6] A veces también alentaron deliberadamente guerras contra algunos de sus enemigos, no sólo para mantener a sus hombres en vilo, por miedo a que la ociosidad, madre de corrupción, les trajera algún inconveniente peor,

b | Et patimur longae pacis mala; saeuior armis,

luxuria incumbit;[7]

[Y padecemos los males de una larga paz;

más cruel que las armas, el lujo nos oprime];

a | sino también para servir de sangría a su república y airear un poco el ardor demasiado vehemente de su juventud, para podar y despejar el ramaje de ese tronco abundante en excesiva gallardía. A tal efecto se valieron alguna vez de la guerra contra los cartagineses.[8]

En el tratado de Bretigny, Eduardo III, rey de Inglaterra, no quiso incluir en la paz general que concertó con nuestro rey el litigio del ducado de Bretaña, para tener dónde descargarse de sus hombres de guerra, y para que la multitud de ingleses de que se había servido en los asuntos de este lado no volviera a Inglaterra.[9] Fue ésta una de las razones por las cuales nuestro rey Felipe consintió en enviar a su hijo Juan a la guerra de ultramar, para que se llevara con él al gran número de jóvenes fogosos que formaba parte de su ejército.[10]

Son muchos en estos tiempos quienes discurren de la misma manera, deseando que la ardiente alteración que vivimos pudiera derivarse a alguna guerra vecina.[11] Temen que los humores morbosos que dominan en estos momentos nuestro cuerpo, si no se les da otra salida, nos sigan manteniendo con la fiebre alta y comporten al final nuestra completa destrucción. Y, en verdad, la guerra exterior es un mal mucho más suave que la civil, pero no creo que Dios favoreciera una empresa tan injusta como la de atacar a otros y pelear con ellos por nuestra conveniencia:

b | Nil mihi tam ualde placeat, Rhamnusia uirgo,

quod temere inuitis suscipiatur heris.[12]

[Que nada me plazca tanto, oh virgen Ramnusia, que lo

emprenda temerariamente contra la voluntad de los supremos].

a | Sin embargo, la flaqueza de nuestra condición nos empuja con frecuencia a la necesidad de valernos de medios malos para alcanzar un buen fin. Licurgo, el más virtuoso y perfecto legislador que nunca ha existido, inventó una manera muy injusta de instruir a su pueblo en la templanza. Hacía embriagarse a la fuerza a los hilotas, que eran sus esclavos, para que, viéndolos perdidos y sepultados en el vino, los espartanos sintieran horror por el desbordamiento de este vicio.[13] Aún más injustos eran quienes permitían antiguamente que los criminales, sin importar la clase de muerte a la que estaban condenados, fuesen desgarrados vivos por los médicos, para observar al natural nuestros órganos interiores y establecer más certeza en su arte.[14] Porque si hay que caer en el desenfreno, es más excusable hacerlo por la salud del alma que por la del cuerpo. Así, los romanos habituaban al pueblo a la valentía y al desprecio de los peligros y de la muerte mediante aquellos furiosos espectáculos de gladiadores y de espadachines a muerte, que se enfrentaban, acuchillaban y mataban mutuamente en su presencia:

b | Quid uesani aliud sibi uult ars impia ludi,

quid mortes iuuenum, quid sanguine pasta uoluptas?[15]

[¿Qué otro objeto puede tener el impío arte de este juego desquiciado,

las muertes de los jóvenes, el placer que se nutre de sangre?]

Y esta costumbre perduró hasta el emperador Teodosio:

Arripe dilatam tua, dux, in tempora famam,

quodque patris superest, successor laudis habeto.

Nullus in urbe cadat cuius sit poena uoluptas.

Iam solis contenta feris, infamis arena

nulla cruentatis homicidia ludat in armis.[16]

[Aferra, señor, una gloria que ha esperado hasta tu tiempo, posee lo que tu padre ha dejado, tú que le sucedes en el renombre. Que nadie muera en Roma de manera que su castigo sirva al placer, que a partir de ahora la arena se contente sólo con las fieras, que no se empleen en los juegos muertes con sangrientas armas].

a | Era en verdad un extraordinario ejemplo, y de grandísimo fruto para la formación del pueblo, ver todos los días ante ellos a cien, doscientas, hasta mil parejas de hombres, armados los unos contra los otros, despedazarse con tan extrema firmeza de ánimo que no se les vio lanzar ni una palabra de debilidad o conmiseración, jamás volver la espalda, ni hacer siquiera un movimiento cobarde para esquivar el golpe de su adversario, sino más bien presentar el cuello a su espada y ofrecerse al golpe. Muchos de ellos, heridos de muerte por múltiples heridas, mandaban preguntar al pueblo si estaba satisfecho del cumplimiento de su deber, antes de tumbarse para rendir su espíritu allí mismo.[17] Habían de luchar y de morir no sólo con entereza, sino también con alegría. De tal manera que les abucheaban y maldecían si les veían resistirse a aceptar la muerte. b | Hasta las muchachas los incitaban:

consurgit ad ictus,

et quoties uictor ferrum iugulo inserit, illa

delitias ait esse suas, pectusque iacentis

uirgo modesta iubet conuerso pollice rumpi.[18]

[la modesta virgen se alza a cada golpe, y cada vez que el vencedor hunde la espada en una garganta, expresa su deleite y ordena, bajando el pulgar, que se atraviese el pecho del derribado].

a | Los primeros romanos empleaban a los criminales para dar este ejemplo. Pero después se sirvieron de esclavos inocentes, y aun de libres que se vendían a tal efecto; b | incluso de senadores y caballeros romanos, y hasta de mujeres:[19]

Nunc caput in mortem uendunt, et funus arenae,

atque hostem sibi quisque parat, cum bella quiescunt.[20]

[Ahora venden su vida para la muerte y la destrucción en la arena, y cada cual se procura un enemigo cuando las guerras se apaciguan].

Hos inter fremitus nouosque lusus,

stat sexus rudis insciusque ferri,

et pugnas capit improbus uiriles.[21]

[Entre este griterío y estos nuevos juegos permanece el sexo inexperto e inepto para la espada, y con saña hace suyas las luchas entre hombres].

a | Me parecería muy extraño e increíble si no estuviésemos acostumbrados a ver todos los días en nuestras guerras a un sinnúmero de hombres extranjeros que empeñan, a cambio de dinero, su sangre y su vida en peleas en las cuales no tienen interés alguno.