CONTRA LA HOLGAZANERÍA
a | El emperador Vespasiano, aquejado por la enfermedad que le llevó a la muerte, no dejaba de querer oír el estado del imperio, e, incluso en la cama, despachaba incesantemente muchos asuntos graves. Y, al reñirle el médico porque con ello dañaba su salud, decía: «Un emperador debe morir de pie».[1] Es ésta una hermosa sentencia, a mi entender, y digna de un gran príncipe. El emperador Adriano la utilizó después con el mismo propósito;[2] y debería recordarse a menudo a los reyes, para hacerles notar que la gran responsabilidad que se les confiere, de mandar a tantos hombres, no es una responsabilidad ociosa, y que nada puede disuadir de manera tan justa al súbdito de esforzarse y arriesgarse, al servicio de su príncipe, como ver mientras tanto que él haraganea en blandas y vanas ocupaciones, ni de atender a su conservación, como ver que se despreocupa por entero de la nuestra.
c | Si alguien quiere sostener que es preferible que el príncipe dirija sus guerras por medio de otro antes que por sí mismo, la fortuna le ofrecerá suficientes ejemplos de aquellos a quienes sus lugartenientes les han llevado a cabo grandes empresas, y también de aquellos cuya presencia habría sido más perniciosa que útil. Pero ningún príncipe virtuoso y valiente podrá tolerar que le den tan infames instrucciones. Con el pretexto de conservar su cabeza, como si fuera la estatua de un santo, para la buena fortuna de su Estado, le degradan de su oficio, que consiste por entero en la actividad militar, y le declaran incapaz de ella.[3] Sé de uno que preferiría con mucho sufrir una derrota a dormir mientras luchan por él, y que jamás vio sin celos a su gente misma hacer algo grande en su ausencia.[4] Y Selim I decía con razón, a mi juicio, que las victorias que se ganan sin el señor no son completas.[5] Mucho más gustosamente habría dicho que ese señor debería ruborizarse de vergüenza por pretender un provecho para su nombre si no había empleado en ellas más que su voz y su pensamiento —ni eso mismo, dado que en tal tarea los consejos y las órdenes que conllevan honor son sólo los que se dan sobre el terreno y en plena acción—. Ningún piloto desempeña su oficio en tierra firme. Los príncipes de la estirpe otomana, la primera estirpe del mundo en fortuna guerrera, han abrazado calurosamente esta opinión. Y Bayazeto II y su hijo, que se apartaron de ella, para dedicarse a las ciencias y otras actividades domésticas, dieron también grandísimos bofetones a su imperio; y el que reina hoy en día, Amurat III, siguiendo su ejemplo, empieza a encontrarse también con lo mismo.[6] ¿No fue el rey de Inglaterra Eduardo III quien dijo de nuestro Carlos V esta frase: «Jamás hubo rey que se armase menos, y con todo jamás hubo rey que me diese tanto trabajo»?[7] Tenía razón al encontrarlo extraño, como un efecto de la suerte más que de la razón. Y que busquen otro adepto que yo quienes pretendan nombrar entre los conquistadores belicosos y magnánimos a los reyes de Castilla y de Portugal porque a mil doscientas leguas de su ociosa morada, gracias a la escolta de sus agentes comerciales, se hayan adueñado de las Indias de uno y otro lado.[8] A saber si tendrían siquiera el valor de ir a tomar posesión de ellas en persona.
a | El emperador Juliano decía aún más: que el filósofo y el hombre distinguido no debían siquiera respirar —es decir, que no debían ceder a las necesidades corporales sino aquello que no se les puede rehusar—, manteniendo siempre el alma y el cuerpo ocupados en cosas bellas, grandes y virtuosas. Se avergonzaba si le veían escupir o sudar en público —se dice lo mismo de los jóvenes espartanos, y Jenofonte lo dice de los persas—,[9] porque consideraba que el ejercicio, el trabajo continuo y la sobriedad debían haber quemado y secado todas estas superfluidades.[10] Lo que cuenta Séneca, que los antiguos romanos mantenían a sus jóvenes rectos, no encajará mal aquí: «Nada enseñaban a sus hijos», dice, «que debieran aprender sentados».[11]
c | Es un noble deseo querer morir incluso de manera útil y viril; pero el efecto no radica tanto en la buena resolución como en la buena fortuna. Mil que se han propuesto vencer o morir en la lucha han fracasado en lo uno y en lo otro; las heridas, las prisiones han estorbado su propósito, y les han brindado una vida forzada. Hay enfermedades que abaten incluso nuestros deseos y nuestro conocimiento. La fortuna no debía secundar la vanidad de las legiones romanas, que se obligaron por juramento a morir o a vencer: Victor, Marce Fabi, reuertar ex acie: Si fallo, Iouem patrem Gradiuumque Martem aliosque iratos inuoco Deos[12] [Que regrese victorioso del combate, Marco Fabio; si fracaso, invoco a Júpiter, a Marte Gradivo y a todos los demás dioses airados]. Los portugueses dicen que en cierto lugar de su conquista de las Indias encontraron soldados que se habían condenado con horribles execraciones a no aceptar otro acuerdo que hacerse matar o salir victoriosos. Y como signo de este voto llevaban la cabeza y la barba rasuradas.[13] Podemos exponernos y obstinarnos. Parece que los golpes evitan a quienes se les ofrecen con excesiva alegría; y que no gustan de alcanzar a quien se les presenta demasiado gustosamente y corrompe su objetivo. Uno que no podía conseguir perder su vida por obra de las fuerzas adversarias, tras haberlo intentado todo, se vio obligado, para proveer a su decisión de volver con honor o no volver con vida, a darse muerte él mismo en pleno ardor de la lucha. Hay otros ejemplos, pero he aquí uno. Filisto, jefe de la marina de Dionisio el Joven contra los siracusanos, les presentó la batalla, que fue violentamente disputada dado que las fuerzas eran parejas. Llevó la mejor parte al inicio, gracias a su bravura. Pero, como los siracusanos se agruparon en torno a su galera para cercarla, tras realizar grandes gestas personales, para desplegarse, puesto que no esperaba ya remedio, se quitó con sus propias manos la vida que tan generosa e inútilmente había abandonado en manos enemigas.[14] Moley Moluc, rey de Fez, que acaba de ganar contra el rey Sebastián de Portugal una batalla famosa por la muerte de tres reyes y por la transmisión de esta gran corona a la de Castilla,[15] se encontró gravemente enfermo desde el momento en que los portugueses penetraron con las armas en su Estado, y después siguió empeorando hacia la muerte, y previéndola. Jamás nadie se sirvió de sí mismo con más vigor y bravura. Se vio débil para soportar la pompa ceremonial de la entrada de su ejército, que es a su manera, llena de magnificencia y cargada de abundante acción, y cedió este honor a su hermano. Pero éste fue también el único oficio de capitán al que renunció; todos los demás, necesarios y útiles, los cumplió con gran gloria y rigor. Tenía el cuerpo tumbado, pero el entendimiento y el ánimo en pie y firmes, hasta el último suspiro y de algún modo más allá. Podía minar a sus enemigos, imprudentemente adentrados en sus tierras, y le afligió de manera extraordinaria que, a falta de un poco de vida, y por no tener quien le sustituyera en la dirección de la guerra y en los quehaceres de un Estado revuelto, tuviese que buscar una victoria sangrante y arriesgada, cuando tenía otra pura[16] y limpia en las manos. Sin embargo, administró milagrosamente la duración de su enfermedad para consumir a su enemigo y para atraerlo lejos de la marina y de las plazas marítimas que poseía en la costa africana, hasta el último día de su vida, que empleó y reservó a propósito para esta gran batalla. Dispuso su ejército en círculo, cercando por todas partes las huestes de los portugueses. Al cerrarse y estrecharse el círculo, no sólo les estorbó en la lucha —que fue muy violenta por el valor del joven rey atacante—, dado que tenían que hacer frente en todas direcciones, sino también les impidió huir tras la derrota. Y, al encontrar todas las salidas tomadas y cerradas, se vieron obligados a replegarse sobre sí mismos —coaceruanturque non solum caede, sed etiam fuga[17] [y se apiñan no sólo por la matanza, sino también por la huida]— y a amontonarse los unos sobre los otros, de suerte que facilitaron a los vencedores una victoria muy mortífera y muy completa. Se hizo llevar y cargar moribundo allí donde la necesidad lo reclamaba, y, deslizándose a lo largo de las filas, exhortaba a sus capitanes y soldados unos tras otros. Pero como una esquina de su ejército se dejó arrollar, no pudieron impedir que montara a caballo con la espada empuñada. Se esforzaba por acudir a la pelea, y su gente lo detenía, el uno por la brida, el otro por la ropa y por los estribos. Tal esfuerzo acabó de agotar la poca vida que le restaba. Lo volvieron a acostar. Resucitando como sobresaltado de este desmayo, al fallarle todas las demás facultades, para advertir que callaran su muerte —lo cual era la orden más necesaria que podía entonces dar, a fin de no generar alguna desesperación a los suyos con la noticia—, expiró con el dedo puesto sobre la boca cerrada, signo habitual para mandar silencio. ¿Quién vivió nunca tanto tiempo, y tan adentro, en la muerte? ¿Quién murió nunca tan de pie?[18]
La manera suprema de tratar valerosamente a la muerte, y la más natural, es verla no ya sin aturdimiento, sino sin inquietud, continuando libremente el curso de la vida hasta dentro de ella. Como Catón, que se dedicaba a dormir y a estudiar teniendo una, violenta y sangrienta, presente[19] en el corazón, y teniéndola en su mano.[20]