LA LIBERTAD DE CONCIENCIA
a | Es común ver que las buenas intenciones, conducidas sin moderación, empujan a los hombres a actos muy viciosos. En el debate por cuya causa Francia se encuentra en este momento agitada por guerras civiles, el mejor y más sano partido es sin duda aquel que defiende tanto la religión como el gobierno antiguo del país. Sin embargo, entre la gente de bien que lo secunda —pues no hablo de quienes lo usan como pretexto para ejercer sus venganzas particulares, para proveer a su avaricia o para perseguir el favor de los príncipes, sino de quienes lo hacen por verdadero celo hacia su religión, y por el santo afán de defender la paz y el Estado de su patria—, entre éstos, digo, vemos a muchos a quienes la pasión empuja más allá de los límites de la razón y lleva a veces a tomar decisiones injustas, violentas e incluso temerarias.
Es indudable que en los primeros tiempos en que nuestra religión empezó a adquirir autoridad merced a las leyes, el celo armó a muchos contra toda suerte de libros paganos, a resultas de lo cual la gente de letras sufre una extraordinaria pérdida. Considero que tal desorden fue más nocivo para las letras que todos los fuegos de los bárbaros.[1] Cornelio Tácito es una buena prueba de ello. En efecto, pese a que su pariente, el emperador Tácito, pobló con su obra, por órdenes expresas, todas las bibliotecas del mundo, ni un solo ejemplar íntegro pudo escapar a las minuciosas pesquisas de quienes deseaban abolirlo por cinco o seis vanas frases contrarias a nuestra creencia.[2] Además, prodigaron falsas alabanzas a todos los emperadores que actuaban a nuestro favor, y condenaron en general todas las acciones de quienes eran adversarios nuestros, como se ve fácilmente en el emperador Juliano, llamado el Apóstata.[3]
En realidad, era un hombre muy grande y singular habida cuenta que su alma estaba vivamente impregnada por los razonamientos de la filosofía, a los cuales hacía profesión de ajustar todas sus acciones;[4] y, a decir verdad, dejó ejemplos muy notables en toda clase de virtudes.[5] En cuanto a castidad —de la cual el curso de su vida da clarísimo testimonio—, leemos de él un rasgo semejante al de Alejandro y Escipión: que, de numerosas cautivas bellísimas, ni tan sólo quiso ver a ninguna cuando estaba en la flor de la edad[6] —pues los partos lo mataron a la edad de treinta y un años solamente—. En cuanto a justicia, se tomaba el trabajo de escuchar personalmente a las partes; y, aunque se informara por curiosidad de la religión de quienes se presentaban ante él, la enemistad que profesaba a la nuestra no suponía, sin embargo, contrapeso alguno en la balanza.[7] Hizo él mismo numerosas buenas leyes y recortó gran parte de los tributos e impuestos que percibían sus predecesores.[8]
Contamos con dos buenos historiadores que fueron testigos oculares de sus acciones. Uno de ellos, Marcelino, censura con acritud en varios lugares de su historia un decreto suyo por el que prohibió la escuela e impidió enseñar a los retóricos y gramáticos cristianos, y afirma que desearía que esta acción quedara sepultada en el silencio.[9] Es verosímil que, en caso de haber hecho algo más violento contra nosotros, no lo habría omitido, siendo como era muy afecto a nuestro partido. A decir verdad era severo con nosotros, pero no, sin embargo, un cruel enemigo. Nuestra propia gente cuenta de él la historia de que, paseándose un día por los alrededores de la ciudad de Calcedonia, Maris, obispo del lugar, osó llamarlo malvado traidor a Cristo, y él se limitó a responderle: «Ve, miserable, llora la pérdida de tus ojos». El obispo replicó aún: «Doy gracias a Jesucristo por haberme privado de vista para no ver tu rostro insolente». Fingió, según dicen, una paciencia filosófica.[10] Sea como fuere, el hecho no se ajusta mucho a las crueldades que, según se dice, ejerció contra nosotros. Era —dice Eutropio, mi otro testigo—[11] enemigo de la Cristiandad, pero sin recurrir a la sangre.[12]
Y, para volver a su justicia, no podemos censurar otra cosa que los rigores de que se valió, en los inicios de su poder, contra quienes habían seguido el partido de Constancio, su predecesor.[13] En cuanto a su sobriedad, hacía siempre vida de soldado[14] y, en plena paz, se alimentaba como si se estuviera preparando y acostumbrando a la austeridad de la guerra. Su capacidad de velar era tal que dividía la noche en tres o cuatro partes: la menor la entregaba al sueño; el resto lo dedicaba a inspeccionar en persona la situación de su ejército y sus guardias, o a estudiar.[15] Entre otras singulares cualidades, en efecto, destacaba sobremanera en toda suerte de literatura.[16] Se dice de Alejandro Magno que, cuando se acostaba, por miedo a que el sueño le apartara de sus pensamientos y de sus estudios, hacía poner un recipiente junto a la cama y dejaba una mano fuera, con una bolilla de cobre, para que, al sorprenderle el sueño y aflojar la presión de los dedos, la bolilla le despertase con el ruido que hacía al caer en el recipiente. Éste tenía el alma tan aplicada a lo que quería y tan libre de vapores, gracias a su singular abstinencia, que se las arreglaba bien sin tal artificio.[17] En cuanto a habilidad militar, fue admirable en todas las cualidades propias de un gran capitán;[18] pasó, además, casi toda la vida ejercitándose continuamente en la guerra, y la mayor parte con nosotros, en Francia, contra los alemanes y los francos. Apenas conservamos memoria de nadie que haya visto más peligros y que haya puesto a prueba con más frecuencia su persona. Su muerte se asemeja en parte a la de Epaminondas: fue alcanzado por un proyectil y trató de arrancárselo, y lo habría conseguido de no ser que, al tratarse de una saeta cortante, se cortó y debilitó la mano.[19] Pidió con insistencia que lo devolvieran aun en ese estado a la pelea para infundir ánimos a sus soldados, que disputaron la batalla muy valerosamente sin él hasta que la noche separó a los ejércitos.[20] Debía a la filosofía el singular desprecio que profesaba por su vida y por las cosas humanas. Creía firmemente en la eternidad de las almas.[21]
En materia de religión, era vicioso en todo. Se le ha llamado el Apóstata por abandonar la nuestra. Sin embargo, me parece más verosímil la opinión de que nunca le fue favorable, sino que fingió, por obediencia a las leyes, hasta que se vio dueño del imperio. Fue tan supersticioso en la suya que se burlaban de él incluso quienes en su tiempo la profesaban; y se decía que, de haber logrado la victoria contra los partos, habría agotado la raza de los bueyes del mundo para efectuar sus sacrificios;[22] estaba también encaprichado con el arte adivinatorio, y daba crédito a toda suerte de pronósticos.[23] Al morir, dijo entre otras cosas que debía a los dioses gratitud y reconocimiento por no haberle querido matar por sorpresa, pues le habían advertido desde mucho antes del lugar y la hora de su fin, ni con una muerte blanda o cobarde, más propia de personas ociosas y delicadas, ni lánguida, larga y dolorosa; y que lo habían encontrado digno de morir de esta noble manera, en el transcurso de sus victorias y en la flor de la gloria.[24] Había tenido una visión semejante a la de Marco Bruto, que primero le amenazó en la Galia y luego se le volvió a presentar en Persia en el momento de su muerte.[25] c | Las palabras que se ponen en su boca cuando se sintió herido: «Has ganado, nazareno», o, según otros, «Alégrate, nazareno», difícilmente se habrían olvidado[26] de haber sido creídas por mis testigos, quienes, presentes en el ejército, señalaron aun los menores movimientos y palabras de su fin, como tampoco ciertos milagros más que se le añaden.[27]
a | Y, para llegar a la cuestión de mi asunto, hacía mucho que escondía el paganismo en su corazón, dice Marcelino, pero como todo su ejército estaba formado por cristianos, no se atrevía a descubrirlo. Finalmente, cuando se vio bastante fuerte para atreverse a exhibir su voluntad, mandó abrir los templos de los dioses y trató por todos los medios de restablecer la idolatría.[28] Para alcanzar su propósito, al encontrar en Constantinopla el pueblo dividido, con los prelados de la Iglesia cristiana desavenidos, los hizo acudir ante él a palacio y les aconsejó insistentemente que calmaran las disensiones civiles y cada uno sirviera a su religión sin trabas y sin temor. Lo pedía así con gran interés porque tenía la esperanza de que la licencia aumentaría las facciones y las intrigas de la división, e impediría por consiguiente que el pueblo se uniera y se fortaleciera en contra de él con su concordia y unánime entendimiento. Había comprobado, por la crueldad de algunos cristianos, que ningún animal del mundo es tan terrible para el hombre como el hombre.[29]
Ésas son sus palabras poco más o menos; y en ellas es digno de consideración que el emperador Juliano se sirve, para avivar el tumulto de la disensión civil, de la misma receta de libertad de conciencia que nuestros reyes acaban de emplear para extinguirla.[30] Puede decirse, por un lado, que aflojar el freno a las facciones para que mantengan su opinión comporta expandir y sembrar la división; es casi ayudar a aumentarla, al no haber ninguna barrera ni coerción legal que frene e impida su curso. Pero, por otro lado, se diría también que aflojar el freno a las facciones para mantener su opinión comporta ablandarlas y distenderlas mediante la facilidad y la comodidad, y que es embotar el aguijón que se afina con la rareza, la novedad y la dificultad. Y, aun así, más bien creo, por el honor de la devoción de nuestros reyes, que, no habiendo podido lo que querían, han aparentado querer lo que podían.[31]