CAPÍTULO XVIII

EL DESMENTIR[1]

a | Pero me dirán que el propósito de servirse de uno mismo como asunto del cual escribir podría excusarse en hombres singulares y famosos que por su reputación suscitaran algún deseo de conocerlos. Es verdad —lo admito—, y no ignoro que, para ver a un hombre del tipo común, un artesano apenas levanta los ojos del trabajo, mientras que, para ver la llegada de un personaje importante y señalado a la ciudad, se abandonan talleres y tiendas. No es decoroso darse a conocer salvo si se tiene algo en lo que hacerse imitar, y una vida y unas opiniones que puedan servir de modelo. César y Jenofonte pudieron fundar y afirmar su relato en la grandeza de sus hechos como en una base justa y sólida.[2] Por eso echamos en falta los diarios del gran Alejandro, los comentarios que Augusto, c | Catón, a | Sila, Bruto y otros dejaron de sus gestas. De gente así, amamos y estudiamos sus figuras, aun en cobre y en piedra.

La objeción es muy verdadera, pero me afecta muy poco:[3]

Non recito cuiquam, nisi amicis, idque rogatus,

non ubiuis, coramue quibuslibet. In medio qui

scripta foro recitent, sunt multi, quique lauantes.[4]

[No recito a nadie sino a mis amigos, y aun porque me lo piden, no en cualquier sitio ni a cualquier auditorio. Muchos recitan sus escritos en pleno foro y en los baños].

Aquí no erijo una estatua para plantarla en la encrucijada de una ciudad, en una iglesia o en una plaza pública:

b | Non equidem hoc studeo, bullatis ut mihi nugis

pagina turgescat.

Secreti loquimur.[5]

[Ciertamente, no me esfuerzo en inflar una página con

nimiedades engalanadas. Hablamos confidencialmente].

a | Es para el rincón de una biblioteca, y para entretener a un vecino,[6] a un pariente, a un amigo al que le agrade volver a encontrarme y a tratarme en esta imagen. Los demás han osado hablar de sí mismos porque les ha parecido un asunto digno y rico; yo, en cambio, porque lo he encontrado tan estéril y tan pobre que no puede surgir sospecha alguna de ostentación. c | Juzgo de buena gana las acciones ajenas; de las propias, doy poco que juzgar a causa de su nihilidad. b | No veo tanto bien en mí que no pueda decirlo sin sonrojarme. a | ¡Cómo me alegraría escuchar de este modo a alguien que me contara las costumbres, c | el semblante, la actitud, las palabras más comunes a | y las fortunas de mis ancestros! ¡Qué atención le prestaría! A decir verdad, sería propio de una mala naturaleza desdeñar siquiera los retratos de nuestros amigos y predecesores, c | la forma de sus vestidos y de sus armas. Conservo de ellos la escritura, el sello[7] y una espada peculiar, y no he sacado de mi gabinete unas largas varas que mi padre solía llevar en la mano.[8] Paterna uestis et annulus tanto carior est posteris quanto erga parentes maior affectus[9] [El vestido del padre y su anillo son tanto más apreciados por los hijos cuanto mayor es el afecto filial].

a | De todos modos, si mi posteridad tiene otro deseo, no me faltará con qué vengarme, pues no podrán hacer menos caso de mí que yo de ellos en ese momento. Mi relación con el público en este asunto se limita a tomar prestados los utensilios de su escritura, más rápida y más fácil. A cambio, c | evitaré tal vez que algún pedazo de mantequilla se funda en el mercado:[10]

a | Ne toga cordyllis, ne penula desit oliuis,

b | et laxas scombris saepe dabo tunicas.[11]

[Que los atunes no sean privados de toga, ni las aceitunas de

manto, y proporcionaré a menudo amplias túnicas a las caballas].

c | Y aunque nadie me lea, ¿he perdido acaso el tiempo dedicándome durante tantas horas ociosas a pensamientos tan útiles y agradables? Al moldear en mí esta figura, he tenido que arreglarme y componerme tan a menudo para reproducirme, que el modelo ha cobrado firmeza y en cierta medida forma él mismo. Al representarme para otros, me he representado en mí, con colores más nítidos que los que antes tenía. No he hecho más mi libro de lo que mi libro me ha hecho a mí —libro consustancial a su autor, con una ocupación propia, miembro de mi vida, no con una ocupación y finalidad tercera y ajena como todos los demás libros—. ¿Acaso he perdido el tiempo por haberme rendido cuentas de mí mismo de manera tan continua y meticulosa? Quienes se repasan sólo con la fantasía, y con la lengua alguna vez, no se examinan, en efecto, tan exactamente, ni se descubren, como quien hace de ello su estudio, su obra y su oficio, como quien se obliga a un registro duradero con toda su fe, con toda su fuerza.

Los placeres más deliciosos se digieren ciertamente por dentro, evitan dejar huella y escapan a la vista no sólo del pueblo sino del otro. ¡Cuántas veces esta tarea me ha distraído de pensamientos fastidiosos! —y deben contarse como fastidiosos todos los frívolos—. La naturaleza nos ha provisto de una amplia facultad para mantenernos aparte, y nos llama con frecuencia a hacerlo para enseñarnos que nos debemos en alguna medida a la sociedad, pero en la mejor a nosotros mismos. Para obligar a mi fantasía a que incluso divague con cierto orden y plan, y para evitar que se pierda y extravíe en el viento,[12] no hay más que dar cuerpo a todos esos pensamientos menudos que se le presentan, y registrarlos. Escucho mis divagaciones porque tengo que transcribirlas. ¡Cuántas veces, pesaroso por alguna acción que la cortesía y la razón me prohibían censurar al descubierto, me he desahogado aquí de ella, no sin propósito de pública instrucción! Y, de cierto, estos azotes poéticos,

Zon dessus l’oeuil, zon sur le groin,

zon sur le dos du Sagouin![13]

[¡Zas en el ojo, zas en el hocico, zas en la espalda del mono!],

se imprimen aún mejor en el papel que en la carne viva. ¿Qué decir si presto el oído con un poco más de atención a los libros desde que acecho si podré rapiñar en ellos alguna cosa con la que adornar o apuntalar el mío? No he estudiado en absoluto para hacer un libro, pero de algún modo he estudiado porque lo había hecho, si es que rozar y pellizcar, por la cabeza o por los pies, a veces a un autor, a veces a otro, es en alguna medida estudiar —en absoluto para formar mis opiniones; sí para auxiliarlas, hace ya mucho formadas, para secundarlas y servirlas.

a | Pero ¿a quién creeremos hablando de sí mismo en una época tan corrompida, si a pocos o a nadie podemos creer hablando de otro, en lo cual mentir resulta menos provechoso? El primer rasgo de la corrupción de las costumbres es el destierro de la verdad. Porque, como decía Píndaro, ser veraz es el inicio de una gran virtud,[14] c | y es el primer artículo que Platón exige al gobernador de su república.[15] a | Nuestra verdad de hoy no es lo que es, sino aquello de lo que se persuade a los demás, del mismo modo que llamamos moneda no sólo a la que es de curso legal sino también a la falsa que circula. Este vicio se le reprocha desde hace mucho a nuestra nación. En efecto, Salviano de Marsella, que vivió en tiempos del emperador Valentiniano, asegura que para los franceses el mentir y el jurar en falso no son vicios sino maneras de hablar.[16] Si alguien quisiera ir más allá de este testimonio, podría decir que ahora los consideran virtudes. Nos formamos en ello, nos habituamos a ello, como si se tratara de un ejercicio honorable; el disimulo está, en efecto, entre las cualidades más notables de este siglo.

Así, con frecuencia me he preguntado de dónde podía proceder la costumbre, que observamos tan escrupulosamente, de sentirnos ofendidos con más acritud por el reproche de este vicio, tan común entre nosotros, que por ningún otro; y que reprocharnos una mentira sea la mayor injuria que pueda hacérsenos de palabra.[17] A este respecto, encuentro natural que nos defendamos más de aquellos defectos que nos manchan más. Parece que, sintiéndonos afectados y conmovidos por la acusación, nos descargamos en cierta medida de la culpa; si la tenemos de hecho, al menos la condenamos en apariencia. b | ¿No sucederá también que este reproche parece comportar cobardía y bajeza de ánimo? ¿Existe alguna más manifiesta que desdecirse de la propia palabra, más aún, desdecirse del propio saber?

a | Mentir es un vicio abyecto y que un antiguo describe como muy infame diciendo que es demostrar desprecio a Dios y, al mismo tiempo, temor a los hombres.[18] No es posible representar más plenamente su horror, abyección y desorden. En efecto, ¿qué cosa cabe imaginar más abyecta que ser cobarde ante los hombres y valeroso ante Dios? Dado que nos entendemos por la única vía de la palabra, si alguien la falsea, traiciona la sociedad pública. Es el único instrumento por medio del cual se comunican nuestras intenciones y nuestros pensamientos, es el intérprete del alma. Si nos falla, dejamos de estar unidos, dejamos de conocernos entre nosotros. Si nos engaña, destruye toda nuestra relación y disuelve todos los lazos de nuestra sociedad. b | Ciertas naciones de las nuevas Indias —no es necesario señalar los nombres, ya no existen; en efecto, la desolación de esta conquista se ha extendido hasta la completa abolición de los nombres y del antiguo conocimiento de los lugares, en un ejemplo extraordinario e inaudito— ofrendaban a sus dioses sangre humana, pero sólo aquella que se extraían de la lengua y de las orejas, para expiar el pecado de la mentira, ya fuera oída o pronunciada.[19] a | Aquel alegre camarada griego decía que a los niños se les engaña con las tabas, a los hombres con las palabras.[20]

En cuanto a los diferentes usos de los desmentidos y a las leyes del honor en la materia, y a los cambios que han sufrido, dejo para otra ocasión decir lo que sé;[21] y entretanto me informaré, si puedo, del momento en que se inició esta costumbre de sopesar y medir con tanta exactitud las palabras, y de vincularles nuestro honor. Porque es fácil de advertir que antiguamente, entre romanos y griegos, no existía. Y me ha parecido con frecuencia sorprendente y extraño verlos desmentirse e injuriarse sin por ello iniciar una querella. Las leyes de su deber seguían otro camino que las nuestras. A César le llaman a veces ladrón y a veces borracho en sus mismas barbas.[22] Vemos la libertad de las invectivas que se lanzan los unos contra los otros —me refiero a los más grandes jefes de guerra de ambas naciones—, en las cuales las palabras se vengan sólo con palabras, y no se desprende de ellas otra consecuencia.[23]