CAPÍTULO XIV

CÓMO NUESTRO ESPÍRITU
SE ESTORBA A SÍ MISMO

a | Constituye una amena fantasía concebir un espíritu en exacto equilibrio entre dos deseos iguales. Es, en efecto, indudable que jamás tomará partido, pues la aplicación y la elección comportan un valor desigual; y si nos pusieran entre la botella y el jamón, con las mismas ganas de beber y de comer, sin duda no habría más remedio que morir de sed y de hambre.[1] Para atender a este inconveniente, los estoicos, cuando se les pregunta de dónde procede que nuestra alma elija entre dos cosas indiferentes —y por qué motivo, entre un gran número de escudos, cogemos uno en vez de otro[2] si no tenemos razón alguna que nos incline a la preferencia—, responden que este movimiento del alma es extraordinario e irregular, y que surge en nosotros de un impulso externo, accidental y fortuito.[3] Más bien podría decirse, me parece, que en todo aquello que se nos presenta hay alguna diferencia, por leve que sea; y que en la visión o en el tacto se da siempre alguna distinción que nos tienta y atrae, aunque sea de forma imperceptible.[4] De la misma manera, si alguien supone una cuerda igualmente fuerte por todas partes, es absolutamente imposible que se rompa; porque ¿por dónde quieres que se produzca el corte?, y que se rompa por todas partes a la vez, no es natural. Si a esto le añadiera además las proposiciones geométricas que concluyen, por la certeza de sus demostraciones, que el contenido es más grande que el continente o que el centro es tan grande como la circunferencia, y que encuentran dos líneas que se aproximan incesantemente, una a otra, sin que nunca puedan unirse, y la piedra filosofal, y la cuadratura del círculo, donde la razón y los hechos son tan opuestos, inferiría tal vez algún argumento para respaldar la audaz frase de Plinio: «Solum certum nihil esse certi, et homine nihil miserius aut superbius»[5] [Sólo es cierto que nada es cierto, y nada es más miserable y más orgulloso que el hombre].