CAPÍTULO XIII

JUZGAR DE LA MUERTE AJENA

a | Cuando juzgamos sobre la seguridad de alguien en la muerte, que es sin duda la acción más notable de la vida humana, debemos tener una cosa en cuenta: que difícilmente nadie cree haber llegado a tal extremo. Poca gente muere convencida de que sea su última hora, y en ninguna otra cosa el engaño de la esperanza nos embauca más. No cesa de gritarnos a los oídos: «Otros han estado más enfermos y no han muerto; la situación no es tan desesperada como piensan; y, en el peor de los casos, Dios ha hecho otros milagros». Y sucede así porque nos prestamos demasiada atención. Parece que la totalidad de las cosas se vea de algún modo afectada por nuestra aniquilación, y se compadezca de nuestro estado. En efecto, cuando nuestra vista sufre una alteración, se representa las cosas también alteradas, y tenemos la impresión de que las cosas se le desvanecen a medida que ella se les desvanece. Así les ocurre a aquellos que viajan por mar: montañas, campos, ciudades, cielo y tierra se mueven de la misma manera y a la vez que ellos:

b | Prouehimur portu, terraeque urbesque recedunt.[1]

[Nos alejamos del puerto, y los campos y las ciudades retroceden].

¿Quién ha visto alguna vez a viejos que no alaben el pasado y no censuren el presente, cargando sobre el mundo y sobre las costumbres de los hombres la propia miseria y aflicción?:[2]

Iamque caput quassans grandis suspirat arator,

et cum tempora temporibus praesentia confert

praeteritis, laudat fortunas saepe parentis,

et crepat antiquum genus ut pietate repletum.[3]

[Y ya el viejo labrador suspira moviendo la cabeza, y cuando compara el presente con los tiempos pasados, alaba a menudo la fortuna de su padre, y murmura que los hombres antiguos eran muy piadosos].

Lo arrastramos todo con nosotros. a | De ahí que consideremos nuestra muerte como un asunto importante y que no sucede tan fácilmente, ni sin deliberación solemne de los astros. c | Tot circa unum caput tumultuantes deos[4] [Tantos dioses tumultuosos en torno a una sola cabeza]. a | Y lo pensamos tanto más cuanto más nos valoramos. c | ¿Cómo?, ¿acaso toda esta ciencia va a perderse con tanto perjuicio sin particular preocupación de los hados?, ¿a un alma tan rara y ejemplar no cuesta más matarla que a un alma plebeya e inútil?, ¿esta vida, que protege a tantas otras, de la cual dependen tantas otras vidas, que ocupa a tanta gente con su servicio, que llena tantos lugares, se marcha como la que está sujeta a su simple nudo?[5] Ninguno de nosotros piensa suficientemente que no es más que uno.

a | De ahí surgen las palabras de César a su piloto, más hinchadas que el mar que le amenazaba:

Italiam si coelo authore recusas,

me pete: sola tibi causa haec est iusta timoris,

uectorem non nosse tuum; perrumpe procellas,

tutela secure mei.[6]

[si rehúsas ir a Italia por obra del cielo, pídemelo a mí; la única causa justa para que tengas miedo es que no conoces a tu pasajero; ábrete paso a través de las tormentas, seguro bajo mí protección].

Y estas otras:

credit iam digna pericula Cesar

fatis esse suis: tantusque euertere, dixit,

me superis labor est, parua quem puppe sedentem

tam magno petiere mari.[7]

[César consideró ya que los peligros eran dignos de su destino y dijo: ¡Cuánto les cuesta a los dioses destruirme, a mí que, sentado en una pequeña nave, me han atacado con un mar tan violento!].

b | Y el desvarío público de que, durante un año entero, el sol tuvo el rostro enlutado por su muerte:[8]

Ille etiam extincto miseratus Caesare Romam,

cum caput obscura nitidum ferrugine texit;[9]

[Él también, a la muerte de César, llevó luto por

Roma cuando cubrió su límpida faz de oscura herrumbre];

y mil de parecidos con los cuales la gente se deja engañar tan fácilmente,[10] considerando que nuestros intereses alteran el cielo, c | y que su infinitud presta gran atención a nuestras menudas acciones.[11] Non tanta coelo societas nobiscum est, ut nostro fato mortalis sit ille quoque siderum fulgor[12] [Nuestra sociedad con el cielo no es tan grande que en nuestra última hora el fulgor de los astros sea también alcanzado por la muerte].

a | Ahora bien, no es razonable juzgar la resolución y la entereza de quien no se halla todavía plenamente convencido de correr peligro, aunque lo corra; y no basta que haya muerto con esa actitud si no la había adoptado precisamente a tal efecto. La mayoría endurece el gesto y las palabras para ganar reputación, que esperan aún disfrutar en vida. c | En aquellos que he visto morir, la fortuna, no su propósito, ha dispuesto los gestos.[13] a | Y aun entre aquellos que en la Antigüedad se dieron muerte, debe distinguirse si se trata de una muerte repentina o de una muerte que dispone de tiempo. Un cruel emperador romano decía de sus prisioneros que les quería hacer sentir la muerte,[14] y si alguno se quitaba la vida en la cárcel, espetaba: «Éste se me ha escapado».[15] Quería extender la muerte y hacerla sentir con los tormentos:

b | Vidimus et toto quamuis in corpore caeso

nil animae letale datum, moremque nefandae

durum saeuitiae pereuntis parcere morti.[16]

[Vimos que, aun cuando su cuerpo estaba del todo consumido, no se le había dado ningún golpe mortal, y que una dura costumbre de nefanda crueldad escatimaba la muerte al moribundo].

a | Lo cierto es que resolver quitarse la vida, lleno de salud y serenidad, no es tanto; es bien fácil dárselas de malo antes de que empiece la brega. Así, el hombre más afeminado del mundo, Heliogábalo, en medio de sus más blandos placeres, planeaba darse muerte c | delicadamente a | cuando la ocasión le forzara; y para que su muerte no desmintiese el resto de su vida, había hecho construir expresamente una suntuosa torre, cuya base y cuya fachada estaban recubiertas de planchas ornadas con oro y piedras preciosas, para arrojarse al vacío; y también había mandado que le hicieran cuerdas de oro y de seda carmesí para estrangularse; y que le fabricaran una espada de oro para atravesarse; y guardaba veneno en vasijas de esmeralda y de topacio para emponzoñarse, según le viniera en gana escoger una u otra entre todas estas maneras de morir:[17]

b | Impiger et fortis uirtute coacta.[18]

[Diligente y valeroso con virtud obligada].

a | Sin embargo, en lo que a él se refiere, la blandura de sus preparativos hace más verosímil que la nariz le habría sangrado si le hubieran puesto en situación. Pero aun entre aquellos que, más vigorosos, se resolvieron a la ejecución, es preciso ver —sostengo yo— si fue con un golpe que privaba del tiempo de percibir el efecto. Porque cabe dudar si, al ver escaparse la vida poco a poco, con el sentimiento del cuerpo mezclándose en el del alma, ofreciéndose la ocasión de arrepentirse, se habría dado la firmeza y la obstinación en un propósito tan peligroso.

En las guerras civiles de César, Lucio Domicio, capturado en los Abruzos, tomó un veneno y luego se arrepintió.[19] Ha sucedido en nuestro tiempo que uno resuelto a morir, al no haber penetrado lo bastante hondo en el primer intento, pues la comezón de la carne le echaba el brazo atrás, volvió a herirse con fuerza dos o tres veces más, pero no pudo nunca obtener de sí mismo asestarse un golpe profundo. c | Mientras se juzgaba a Plaucio Silvano, Urgulania, su abuela, le envió un puñal, pero, al no lograr matarse con él, se hizo abrir las venas por sus criados.[20] b | En tiempos de Tiberio, Albucila, que se había herido con excesiva blandura para quitarse la vida, todavía dio ocasión a sus adversarios de encarcelarla y darle muerte a su manera.[21] Lo mismo hizo el capitán Demóstenes tras sufrir una derrota en Sicilia.[22]

c | Y tras herirse con excesiva debilidad, C. Fimbria consiguió que su criado lo rematara.[23] En cambio, Ostorio, como no podía valerse de su brazo, desdeñó emplear el de su sirviente para otra cosa que para sostener el puñal recto y firme, y, dándose impulso, llevó él mismo la garganta a su encuentro y la traspasó.[24] a | Es un manjar que, a buen seguro, ha de engullirse sin masticar, salvo que se tengan mandíbulas de hierro. Y por eso el emperador Adriano hizo que su médico le señalara y circunscribiera exactamente en el pecho el lugar mortal donde tenía que apuntar aquél a quien dio el encargo de matarlo.[25] Y esto explica que, cuando a César le preguntaron qué muerte le parecía la más deseable, respondiera: «La menos premeditada y la más breve».[26] b | Si César osó decirlo, no es ya cobardía que yo lo crea.

a | Una muerte rápida, dice Plinio, es la dicha suprema de la vida humana.[27] Les aflige reconocerla. Nadie puede decirse resuelto a la muerte si teme tantearla, si no puede afrontarla con los ojos abiertos. Esos a quienes se ve en los suplicios correr a su fin, y apresurar y urgir la ejecución, no lo hacen por entereza. Quieren privarse del tiempo de considerarla. Estar muerto no les aflige, pero sí el hecho de morir:

Emori nolo, sed me esse mortuum nihili aestimo.[28]

[No quiero morir, pero nada me importa estar muerto].

Es éste un grado de firmeza al que he comprobado que yo podría llegar,[29] al modo de esos que se precipitan a los peligros, como si fuera al mar, con los ojos cerrados. c | Nada hay, a mi entender, más ilustre en la vida de Sócrates que haber dispuesto de treinta días enteros para rumiar el decreto de su muerte, haberla digerido durante todo este tiempo, siendo una expectativa segurísima, sin emoción ni turbación y con una forma de hacer y de hablar a la que el peso de tal pensamiento no volvió más tensa y elevada sino, al contrario, más simple y despreocupada.[30]

a | Ese Pomponio Ático al que escribe Cicerón, encontrándose enfermo, mandó llamar a Agripa, su yerno, y a dos o tres amigos más, y les dijo que había comprobado que nada ganaba con querer curarse y que todo lo que hacía para prolongar su vida, prolongaba y agravaba también su dolor. Que, en consecuencia, había decidido poner fin a ambas cosas, y les rogaba que aceptaran su decisión y que, cuando menos, no perdiesen el tiempo para apartarle de ella. Ahora bien, eligió quitarse la vida mediante el ayuno, pero resultó que la enfermedad se le curó por accidente. El remedio que había empleado para matarse, le devolvió la salud. Los médicos y sus amigos, que celebraban tan feliz acontecimiento y se regocijaban con él, se llevaron un buen chasco, pues no por ello pudieron hacerle cambiar de opinión. Aseguraba que de todos modos algún día había de transitar esa vía, y que, hallándose tan avanzado, quería dispensarse del esfuerzo de volver a empezar de nuevo.[31] Éste, que ha reconocido la muerte detenidamente, no sólo no se desanima al encontrarla, sino que se enardece. Porque satisfecho en aquello por lo cual había trabado combate, se inflama por bravura para ver su fin. Querer tentar y probar la muerte va mucho más allá de no temerla. c | La historia del filósofo Cleantes es muy similar. Tenía las encías hinchadas y podridas; los médicos le aconsejaron que practicara una gran abstinencia. Tras ayunar dos días, mejoró tanto que le proclaman su curación y le permiten restablecer su forma de vida acostumbrada. Él, por el contrario, que saborea ya cierta dulzura en este desfallecimiento, se resuelve a no volverse atrás y a transitar la vía en la que tanto había avanzado.[32]

a | Tulio Marcelino, un joven romano, pretendía anticipar la hora de su destino para librarse de una enfermedad que le maltrataba más de lo que él estaba dispuesto a soportar, así que, aunque los médicos le prometieron una curación segura, si no rápida, llamó a sus amigos para deliberar sobre la cuestión. Los unos, dice Séneca, le daban el consejo que por cobardía habrían aceptado para sí mismos; los otros, por adulación, el que pensaban que había de serle más grato. Pero un estoico le habló así: «No te atormentes, Marcelino, como si estuvieras deliberando sobre un asunto importante: vivir no es un gran asunto —tus criados y los animales viven—; morir honesta, sabia y firmemente sí es un gran asunto. Piensa cuánto tiempo llevas haciendo lo mismo: comer, beber, dormir; beber, dormir y comer. Giramos incesantemente en este círculo; no sólo los accidentes desgraciados e insoportables, sino también el hastío de vivir suscita el deseo de la muerte». Marcelino no necesitaba de nadie que le aconsejara, sino de alguien que le prestase ayuda. Los criados temían intervenir, pero el filósofo les hizo comprender que las sospechas sólo recaen en los sirvientes cuando se duda si la muerte del amo ha sido voluntaria; que, de no ser así, tan mal ejemplo sería impedirla como matarlo, pues

Inuitum qui seruat idem facit occidenti.[33]

[Quien salva a alguien a la fuerza hace lo mismo que quien mata].

A continuación, advirtió a Marcelino de que no sería indecoroso que, así como, al final de nuestras comidas, se ofrecen las sobras de las mesas a los criados, del mismo modo, al llegar la vida a su fin, repartiera alguna cosa entre quienes habían sido sus servidores. Ahora bien, Marcelino era hombre de ánimo libre y generoso. Hizo distribuir cierta suma entre sus criados y los consoló. Por lo demás, no hubo necesidad de hierro ni de sangre. Se resolvió a marchar de esta vida, no a huir de ella; no a escapar de la muerte, sino a experimentarla.

Y para darse el tiempo de tantearla, a los tres días de renunciar a todo alimento, después de hacer que le bañaran con agua tibia, se extinguió poco a poco y, según decía, no sin cierto placer.[34] En verdad, quienes han experimentado estos desfallecimientos de ánimo producidos por la debilidad, dicen no sentir dolor alguno, sino más bien cierto placer, como el del tránsito al sueño y al reposo.[35] Estas son muertes estudiadas y digeridas.

Pero, a fin de que sólo Catón pudiese proveer a todo ejemplo de virtud, parece que su buen destino le hizo tener dañada la mano con la que se hirió, de modo que dispusiera de tiempo para afrontar la muerte y agarrarla por el cuello, reforzando el ánimo en el peligro, en vez de ablandarlo.[36] Y, si hubiera tenido que representarlo en su actitud más soberbia, lo habría representado desgarrándose las entrañas lleno de sangre, mejor que empuñando la espada, como lo hicieron los escultores de su tiempo. Porque esta segunda muerte estuvo mucho más poseída de furor que la primera.