CAPÍTULO VIII

EL AMOR DE LOS PADRES A LOS HIJOS[1]

A la señora de Estissac[2]

a | Señora, si no me salvan la extrañeza y la novedad, que suelen conferir valor a las cosas, ya no saldré con honor de esta necia empresa;[3] pero es a tal punto fantástica, y tiene un aspecto tan alejado del uso común, que esto podrá abrirle paso. Fue un humor melancólico, y un humor por consiguiente muy hostil a mi temperamento natural, producido por la aflicción de la soledad en la cual hace algunos años me había arrojado, lo que me metió primeramente en la cabeza el desvarío de empezar a escribir.[4] Y después, al encontrarme por completo desprovisto y vacío de cualquier otra materia, me ofrecí yo mismo a mí mismo como argumento y como asunto. c | Es el único libro del mundo de su especie, a | y tiene un propósito feroz y extravagante. Por lo demás, nada hay en esta obra digno de señalarse salvo esta rareza. Porque con un asunto tan vano y tan vil el mejor artífice del mundo no habría sabido darle una forma que merezca que se repare en ella. Ahora bien, señora, puesto que debo retratarme al natural, habría olvidado un rasgo importante si no hubiese representado el honor que he rendido siempre a vuestros méritos. Y he querido expresarlo de manera particular al inicio de este capítulo, por cuanto, entre vuestras demás buenas cualidades, la del amor que habéis manifestado hacia vuestros hijos ocupa uno de los primeros puestos. Quien sepa la edad en la cual el señor de Estissac, vuestro marido, os dejó viuda, los grandes y honorables partidos que se os han ofrecido, más que a ninguna dama de Francia de vuestra condición, la constancia y la firmeza con la cual habéis asumido, durante tantos años y a través de tantas dificultades espinosas, el peso y la dirección de sus asuntos, que os han llevado a todos los rincones de Francia y os asedian todavía, la feliz orientación que les habéis dado merced tan sólo a vuestra prudencia o buena fortuna, dirá fácilmente conmigo que en estos tiempos no tenemos otro ejemplo de amor maternal más claro que el vuestro. Alabo a Dios, señora, porque haya sido tan bien empleado. En efecto, las buenas esperanzas que brinda de sí mismo el señor de Estissac, vuestro hijo, son garantía suficiente de que, cuando alcance la edad, obtendréis la obediencia y el reconocimiento de un hijo excelente. Pero, dado que a causa de su niñez no ha podido advertir los extraordinarios servicios que con tanta abundancia ha recibido de vos, quiero, si estos escritos llegan a caer algún día en sus manos, cuando yo ya no tenga ni boca ni palabra que pueda decirlo, que acoja de mi parte este testimonio con plena certeza, el cual le será aún más vivamente atestiguado por los buenos efectos de los que, si Dios quiere, se beneficiará: que no hay gentilhombre en Francia que deba más a su madre que él, y que no puede dar en el futuro prueba más cierta de su bondad y de su virtud que reconociéndoos como tal.

Si existe alguna ley verdaderamente natural, es decir, algún instinto que se vea universal y perpetuamente impreso en los animales y en nosotros[5] —cosa que no deja de ser controvertida—, puedo decir que, a mi juicio, tras el afán que tienen todos los animales por su conservación y por evitar lo nocivo, ocupa el segundo puesto el amor del que engendra por su prole. Y, dado que la naturaleza parece habérnoslo recomendado, a fin de extender y hacer avanzar los elementos sucesivos de su maquinaria, no debe sorprender que, hacia atrás, de hijos a padres, no sea tan grande. c | Aparte de la consideración aristotélica de que, si alguien hace un favor a otro, lo amará más de lo que será amado por él; y de que aquél a quien se debe algo amará más que aquel que lo debe; y de que todo artífice amará más su obra de lo que sería amado por ella si la obra tuviera sentimiento. Porque apreciamos el hecho de ser, y ser consiste en movimiento y acción. Por lo cual cada uno está de algún modo en su obra. Quien hace un favor, ejerce una acción bella y honesta; quien lo recibe, la ejerce solamente útil. Sin embargo, lo útil es mucho menos digno de amor que lo honesto. Lo honesto es estable y permanente; proporciona a quien lo ha realizado una gratificación constante. Lo útil se pierde y escapa con suma facilidad, y su recuerdo no es tan fresco ni tan dulce. Apreciamos más aquellas cosas que más nos han costado. Y dar cuesta más que tomar.[6]

a | Puesto que Dios ha querido dotarnos de cierta capacidad de razonamiento, a fin de que no estemos, como los animales, servilmente sometidos a las leyes comunes, sino que, por el contrario, nos apliquemos a ellas por juicio y libertad voluntaria,[7] debemos ceder un poco a la simple autoridad natural, pero no dejarnos llevar tiránicamente por ella; sólo la razón debe dirigir nuestras inclinaciones. Yo, por mi parte, poseo un gusto extrañamente insensible a estas tendencias que se producen en nosotros sin mandato ni mediación de nuestro juicio. Así, en el asunto del que hablo, no puedo aceptar la pasión con la cual se abraza a los hijos apenas aún nacidos, cuando ni tienen movimiento en el alma ni forma reconocible en el cuerpo con los que puedan hacerse dignos de amor. c | Y no he soportado de buena gana que se criaran cerca de mí. a | El amor verdadero y bien ordenado debería surgir y aumentar a medida que los vamos conociendo; y entonces, si lo merecen, con la tendencia natural acompasada con la razón, estimarlos con un amor verdaderamente paternal; y juzgar del mismo modo en el otro caso, sometiéndonos siempre a la razón, a despecho de la fuerza natural. Sucede muy a menudo lo contrario, y las más de las veces nos sentimos más conmovidos por los pataleos, juegos y boberías infantiles de nuestros hijos que, después, por sus acciones maduras, como si los hubiéramos amado por pasatiempo, c | como a monitos, no como a hombres. a | Y algunos proporcionan juguetes a sus hijos con suma generosidad, y se cierran al menor gasto que necesitan cuando son mayores. Parece incluso que nuestros celos, al verlos salir al mundo y gozar de él cuando nosotros estamos a punto de abandonarlo, nos vuelven más ahorrativos y restrictivos con ellos. Nos irrita que nos pisen los talones, c | como si pidieran nuestra partida. a | Y, si habíamos de temer esto, dado que el orden de las cosas comporta que no puedan, a decir verdad, ser ni vivir sino a expensas de nuestro ser y de nuestra vida, no deberíamos habernos metido a ser padres.

En cuanto a mí, me parece cruel e injusto no admitirlos en el reparto y en la comunidad de nuestros bienes, ni como compañeros en la inteligencia de nuestros asuntos domésticos, cuando son capaces de ello, y no recortar ni restringir nuestros placeres para proveer a los suyos, pues para eso los hemos engendrado. Es injusto que un padre viejo, achacoso y medio muerto goce solo, en un rincón del hogar, de bienes que bastarían para la promoción y el mantenimiento de muchos hijos, y que les deje entretanto, por falta de medios, perder sus mejores años sin abrirse camino en el servicio público y en el conocimiento de los hombres. Se les arroja a la desesperación de buscar por cualquier vía, aunque sea muy injusta, atender a su necesidad. Así, he visto en estos tiempos a muchos jóvenes de buena familia tan entregados al robo que ninguna corrección podía apartarlos de él. Conozco a uno, bien emparentado, con el cual, a petición de un hermano suyo, gentilhombre muy honesto y bondadoso, hablé una vez a tal efecto. Me respondió y confesó con toda claridad que había sido empujado a esta vileza por el rigor y la avaricia de su padre, pero que en ese momento estaba tan acostumbrado que no podía evitarlo. Y entonces acababa de ser sorprendido robando las sortijas de una dama, en cuya seducción había coincidido con muchos otros. Me hizo acordar del relato que había oído referir sobre otro gentilhombre, tan hecho y habituado a este bello oficio, desde la época de su juventud, que, cuando después se convirtió en el dueño de sus bienes, resuelto a abandonar tal tráfico, no podía evitar, si pasaba cerca de una tienda donde había algo que necesitaba, robarlo, con el castigo de enviar luego a pagarlo. Y he visto a muchos tan hechos y habituados a esto que, incluso entre compañeros, solían robar cosas que querían dar. b | Soy gascón, y aun así no hay vicio del que entienda menos. Lo detesto un poco más por temperamento de lo que lo denuncio por razón. Ni siquiera con el deseo sustraigo nada a nadie. a | Esta región, en verdad, está un poco más desprestigiada por esta causa que las demás de la nación francesa.[8] Sin embargo, en nuestra época hemos visto unas cuantas veces a hombres de buena familia de otras comarcas en manos de la justicia, convictos de numerosos robos horribles. Me temo que en cierta medida hay que echar la culpa de tal desenfreno a este vicio de los padres.

Y si alguien me responde lo que un día un señor de buen juicio: que escatimaba sus riquezas con el único fin de obtener el fruto y provecho de que los suyos lo honraran y buscaran, y que, al haberle arrebatado la edad todas las demás fuerzas, era el único remedio que le restaba para mantener su autoridad en la familia, y evitar caer en el menosprecio y el desdén de todo el mundo c | —lo cierto es que no sólo la vejez sino toda flaqueza promueve, según Aristóteles, la avaricia—,[9] a | algo es; pero se trata de la medicina de una enfermedad cuyo nacimiento debería evitarse. Es bien desgraciado el padre que sólo posee el afecto de sus hijos porque necesitan su ayuda, si esto ha de llamarse afecto. Hay que ganarse el respeto con la virtud y la capacidad, y el amor con un comportamiento bondadoso y afable. Hasta las cenizas de una materia rica son valiosas, y tenemos por costumbre respetar y venerar los huesos y las reliquias de las personas honorables. Ninguna vejez puede ser tan caduca y tan corrupta para un personaje cuya vida ha transcurrido honrosamente, que no resulte venerable, y en especial para sus hijos, cuya alma es preciso haber sometido al deber mediante la razón, no por necesidad y obligación, ni por rudeza y por fuerza:

et errat longe, mea quidem sententia,

qui imperium credat esse grauius aut stabilius

ui quod fit, quam illud quod amicitia adiungitur.[10]

[y se equivoca mucho, al menos en mi opinión, quien cree que el poder que se ejerce por la fuerza es más firme y más estable que aquel que se funda en la amistad].

b | Denuncio toda violencia en la educación de un alma tierna a la que se forma para el honor y la libertad. Hay no sé qué de servil en el rigor y en la obligación, y creo que aquello que no puede lograrse con la razón, y con prudencia y destreza, no se logra jamás a la fuerza. Me han criado así. A lo que cuentan, en toda mi infancia no probé los golpes más que en dos ocasiones, y muy suavemente. He pagado con la misma moneda a los hijos que he tenido; se me mueren todos muy pequeños, pero c | Leonor, b | la única hija que ha escapado a este infortunio, ha cumplido más de seis años sin que se haya empleado en su dirección, ni para castigar sus faltas infantiles —la indulgencia de su madre se aplica a ello con suma facilidad—, otra cosa que palabras, y muy dulces.[11] Y aun cuando mi deseo se viera frustrado, hay bastantes otras causas a las que echar la culpa sin reprochar nada a mi educación, que sé que es justa y natural. Habría sido mucho más escrupuloso aún en este punto con varones, menos nacidos para servir, y de condición más libre. Me habría gustado llenar su ánimo de nobleza y libertad. No he visto otro resultado de los azotes que hacer las almas más cobardes o más maliciosamente obstinadas.

a | ¿Queremos ser amados por nuestros hijos?, ¿queremos privarlos de motivos para que deseen nuestra muerte? —aunque no puede haber motivo ni justo ni excusable para un deseo tan horrible; c | nullum scelus rationem habet[12] [ningún crimen está justificado]—. a | Acomodemos su vida razonablemente a nuestra capacidad. Para hacerlo, no deberíamos casarnos tan jóvenes que nuestra edad llegue casi a confundirse con la suya.[13] Este inconveniente, en efecto, nos sume en muchas grandes dificultades. Me refiero en particular a los nobles, cuya condición es ociosa, y que no viven, como suele decirse, sino de rentas. Porque, en el resto, que ha de ganarse la vida, la abundancia y compañía de los hijos es una ventaja para la casa, son otros tantos nuevos útiles e instrumentos para enriquecerse. b | Yo me casé a los treinta y tres años,[14] y alabo la opinión de hacerlo a los treinta y cinco, que, según dicen, es de Aristóteles.[15] c | Platón no quiere que nadie se case antes de los treinta; pero se burla con razón de quienes realizan las obras matrimoniales después de los cincuenta y cinco, y condena su descendencia como indigna de alimento y de vida.[16] Tales trazó los límites más verdaderos. Siendo joven, respondió a su madre, que le apremiaba a casarse, que no era el momento; y una vez llegado a la madurez, que ya no era el momento.[17] Hay que rehusar la oportunidad a toda acción importuna.

a | Los antiguos galos consideraban digno del mayor reproche unirse a una mujer antes de los veinte años y recomendaban singularmente a los hombres que pretendían prepararse para la guerra mantenerse vírgenes hasta una edad muy avanzada, a2 | el acoplamiento con mujeres ablanda y desvía los ánimos:[18]

Ma hor congiunto a giovenetta sposa,

lieto homai de‘ figli, era invilito

ne gli affetti di padre e di marito.[19]

[Pero unido entonces a una esposa jovencita, contento de tener hijos, se había envilecido en los afectos de padre y de marido].

c | Muley-Hassan, aquel rey de Túnez al que el emperador Carlos V devolvió sus Estados, reprochaba a la memoria de Mahomet, su padre, la frecuentación de sus mujeres, y le llamaba blando, afeminado, procreador de niños.[20] La historia griega señala que Ico de Tarento, Crisón, Astilo, Díopompo y otros, para mantener sus cuerpos firmes, con motivo de la carrera de los Juegos Olímpicos, de la palestra y demás ejercicios, se privaron, mientras les duró este empeño, de toda suerte de actos venéreos.[21] b | En cierta región de las Indias españolas, no se permitía a los hombres casarse hasta pasados los cuarenta años, y, en cambio, a las muchachas se les permitía a los diez.[22]

a | A los treinta y cinco años, no es el momento de que un gentilhombre ceda su sitio a un hijo de veinte. Él mismo está dándose a conocer en las campañas militares y en la corte de su príncipe; necesita sus recursos, y debe ciertamente dar parte de ellos, pero una parte tal que no se olvide de sí mismo por otro. Y a éste puede servirle con justicia la respuesta que los padres suelen tener en la boca: «No quiero quedarme desnudo antes de acostarme». Pero un padre abatido por los años y las enfermedades, privado por la debilidad y la falta de salud del trato común con los hombres, se perjudica a sí mismo, y perjudica a los suyos, incubando inútilmente un gran montón de riquezas. Está en buenas condiciones, si es sabio, para desear quitarse la ropa a fin de acostarse. No hasta quedarse desnudo, sino hasta quedarse con una ropa de dormir bien caliente; las demás pompas, que ya no necesita para nada, debe donarlas de buen grado a aquellos a quienes corresponda por mandato natural su posesión. Es razonable que les deje su uso ya que la naturaleza le priva de él; de lo contrario, se trata sin duda de malicia y de envidia. La más hermosa acción del emperador Carlos V fue saber reconocer, c | imitando a algunos antiguos de su calibre, a | que la razón nos ordena de sobra desvestirnos cuando las ropas nos pesan y estorban; y acostarnos, cuando las piernas nos fallan. Cedió sus recursos, grandeza y poder a su hijo cuando sintió que declinaban en él la firmeza y la fuerza para dirigir los asuntos con la gloria que había adquirido:[23]

Solue senescentem mature sanus equum, ne

peccet ad extremum ridendus, et ilia ducat.[24]

[Ten la sensatez de retirar a tiempo el caballo envejecido, si no

quieres que al final tropiece y se sofoque de manera ridícula].

El error de no saber reconocerse a tiempo, y de no darse cuenta de la impotencia y extrema alteración que la edad le acarrea por naturaleza, tanto al cuerpo como al alma, que, en mi opinión, es la misma —si es que la del alma no es doble—, ha echado a perder la reputación de la mayoría de grandes hombres del mundo. En mi época he visto y conocido íntimamente a personajes de gran autoridad de quienes era fácil advertir que su antigua competencia, que yo conocía por la reputación adquirida durante sus mejores años, había mermado de manera extraordinaria. Habría deseado de buena gana, por su propio honor, verlos retirados en su casa, a sus anchas y libres de las ocupaciones públicas y militares, que no eran ya para sus espaldas. Hace tiempo frecuenté la casa de un gentilhombre viudo y muy anciano, con una vejez, sin embargo, bastante lozana. Tenía varias hijas casaderas y un hijo ya en edad de hacerse notar. Esto cargaba su casa de muchos gastos y de visitas ajenas, que le agradaban poco, no sólo por su afán ahorrativo, sino, más aún, porque había adoptado, a causa de la edad, una forma de vida muy alejada de la nuestra. Un día le dije con cierto atrevimiento, como es mi costumbre, que le convendría más dejarnos sitio y ceder a su hijo la casa principal —pues no tenía otra que estuviera arreglada y fuera cómoda—, y retirarse él a una tierra cercana suya donde nadie molestaría su descanso, pues no podía evitar de otro modo nuestra importunidad, dada la condición de sus hijos.[25] Más adelante me hizo caso, y le fue bien.

Eso no significa que se les done con un tipo de obligación tal que uno no pueda ya desdecirse. Yo, que estoy a punto de representar este papel, les dejaría el disfrute de mi casa y mis bienes, pero con libertad para arrepentirme si me diesen motivo. Les dejaría el uso, pues ya no me sería cómodo; y, en cuanto a la autoridad general de los asuntos, me reservaría toda la que quisiera. Siempre he considerado que, para un padre viejo, ha de ser una gran alegría dejar él mismo a los hijos en situación de gobernar sus asuntos, y poder examinar en vida su comportamiento, proporcionándoles instrucción y consejo con arreglo a la propia experiencia, y orientar él mismo el antiguo honor y orden de su familia en mano de sus herederos, y asegurarse así de las esperanzas que puede albergar sobre su conducta en el futuro. Y, a tal efecto, no me gustaría evitar su compañía; querría observarlos de cerca, y gozar, según la condición de mi edad, de su alegría y de sus fiestas. Si no viviera entre ellos —no podría hacerlo sin molestar a su compañía con la pesadumbre de mi edad y la sujeción de mis enfermedades, y sin coartar además ni violentar las reglas y formas de vida que tendría entonces—, querría al menos vivir cerca de ellos en una parte de mi casa, no la más ostentosa sino la más cómoda. No como vi, hace algunos años, a un deán de San Hilario de Poitiers, entregado a tal soledad por la desazón de su melancolía que, cuando entré en su estancia, hacía veintidós años que no había salido de ella ni un solo paso; y, sin embargo, disfrutaba de plena libertad y facilidad de acción, salvo un reúma que le aquejaba el pecho. Apenas una vez por semana aceptaba permitir que alguien entrara a verlo. Permanecía todo el tiempo encerrado por dentro en su habitación, solo, salvo que un criado, que se limitaba a entrar y salir, le llevaba una vez al día de comer. Su ocupación era pasear y leer algún libro —pues tenía alguna noción de las letras—, obstinado por lo demás en morir de esta forma, como lo hizo poco después. Yo intentaría, con un trato suave, alimentar en mis hijos una viva amistad y una benevolencia no fingida hacia mí, cosa que se gana fácilmente en las naturalezas bien nacidas —porque, si se trata de bestias furiosas, c | como nuestro siglo las produce a miles, a | hay que odiarlos y evitarlos como tales.[26]

No me gusta nada la costumbre de c | prohibir a los hijos la apelación paterna, y de imponerles una extraña como más reverencial.[27] Seguramente la naturaleza no ha provisto lo bastante a nuestra autoridad. Llamamos padre a Dios todopoderoso, y no admitimos que nuestros hijos nos llamen con este nombre. He corregido este error en mi familia. Es también insensato e injusto a | privar a los hijos crecidos de la familiaridad con sus padres, y querer mantener ante ellos una altivez austera y desdeñosa, esperando así reducirlos a temor y obediencia. Es, en efecto, una farsa muy inútil que vuelve a los padres molestos ante los hijos y, lo que es peor, ridículos. Ellos tienen la juventud y las fuerzas en su mano, y, por consiguiente, el viento y el favor del mundo; y reciben con burlas esos semblantes fieros y tiránicos de un hombre al que ya no le queda sangre ni en el corazón ni en las venas, verdaderos espantapájaros de cañamar. Aunque pudiera hacerme temer, seguiría prefiriendo hacerme amar.[28]

b | La vejez tiene tantas clases de defectos, tanta impotencia, es tan propicia al desprecio, que la mejor adquisición que puede hacer es el afecto y el amor de los suyos. El mando y el temor no son ya sus armas. He visto a alguno cuya juventud había sido muy imperiosa, que, llegado a la vejez, aunque se las arregla con la mejor salud posible, golpea, muerde, jura —c | el más tempestuoso señor de Francia—, b | se consume de preocupación y de vigilancia. Todo ello no es más que una farsa en la cual su misma familia conspira; son otros los que se llevan la mejor parte del uso del granero, de la bodega e incluso de su bolsa, mientras él guarda las llaves en su zurrón con más apego que si fueran sus ojos. Mientras él se contenta con el ahorro y la tacañería de su mesa, todo es desenfreno en varios reductos de su casa, juego y gasto, y narración de los cuentos de su vana cólera y previsión. Todos están en guardia contra él. Si por casualidad algún pobre sirviente se le acerca, al punto sospecha de él —una característica en la cual la vejez se complace tanto de suyo—. ¡Cuántas veces ha alardeado ante mí de la sujeción en la que mantenía a los suyos, y de la estricta obediencia y veneración que le rendían! ¡Hasta qué punto veía claro en sus asuntos!:

Ille solus nescit omnia.[29]

[Sólo él lo ignora todo].

No sé de nadie que pudiese aportar más cualidades, naturales y adquiridas, idóneas para mantener el dominio que él; y, sin embargo, lo ha perdido como un niño. Por eso le he elegido, entre muchos casos similares que conozco, como el más ejemplar.[30]

c | Sería materia para una cuestión escolar si está mejor así o de otra manera. En su presencia, todo le cede. Y le dan este vano curso a su autoridad: jamás le oponen resistencia. Le creen, le temen, le respetan a su entera satisfacción. ¿Despide a un criado? Éste lía el petate y desaparece en el acto; pero sólo de delante de él. Los pasos de la vejez son tan lentos, los sentidos tan turbios, que vivirá y trabajará un año en la misma casa sin que él se dé cuenta. Y, cuando es el momento, se hacen llegar cartas lejanas, lastimeras, suplicantes, llenas de promesas de mejora, por las cuales se le perdona. ¿El señor efectúa algún negocio o escribe alguna carta que no gusta? Se suprime y se inventan de inmediato suficientes causas para excusar la falta de ejecución o de respuesta. Dado que no le entregan ninguna carta externa a él en primer lugar, no ve otras que aquellas que parece conveniente darle a conocer. Si por casualidad se apodera de alguna, como tiene la costumbre de delegar la lectura en cierta persona, se encuentra al instante lo que se quiere; y se logra siempre que le pida perdón el que le injuria en su carta. En suma, no ve ningún asunto sino a través de una imagen preparada y diseñada, y lo más satisfactoria posible, para no suscitar su amargura ni su cólera. He visto, bajo figuras diferentes, bastantes administraciones largas, constantes, de resultado muy similar.

b | Las mujeres son siempre proclives al desacuerdo con sus maridos.[31] c | Aprovechan a dos manos cualquier pretexto para oponerse a ellos; cualquier excusa les sirve de plena justificación. He visto a alguna que robaba gravemente a su marido para, según decía a su confesor, dar limosnas más abundantes. ¡Fíate de esta dispensa religiosa! Ninguna acción les parece bastante digna si procede de la concesión del marido. Han de usurparla o con astucia o a la fuerza, y siempre injustamente, para atribuirle gracia y autoridad. Así, en el asunto que me ocupa, b | cuando es contra un pobre anciano, y a favor de los hijos, empuñan este pretexto, y sirven con él a su pasión con todo orgullo; c | y, como si estuvieran igualmente sometidos, se ponen enseguida a conspirar contra su dominación y gobierno. b | Si son varones, grandes y vigorosos, se ganan también de inmediato, a la fuerza o por medio de favores, al mayordomo y al contable, y a todos los demás.

Quienes carecen de mujer e hijos, caen más difícilmente en esta desdicha, pero también de manera más cruel e indigna. c | Catón el Viejo decía en su tiempo que tienes tantos enemigos como criados.[32] Ved si, según la distancia que separa la pureza de su siglo del nuestro, no nos quiso advertir de que mujer, hijo y criado son otros tantos enemigos para nosotros. b | A la decrepitud le es útil brindarnos el dulce beneficio de la inadvertencia y de la ignorancia, y de la facilidad para dejarnos engañar. Si nos diésemos cuenta, ¿qué sería de nosotros, sobre todo en estos tiempos en que los jueces que deben decidir sobre nuestras controversias suelen ser favorables a los hijos y partes interesadas? c | Si el engaño se me escapa de la vista, al menos no se me escapa ver que es muy fácil engañarme.[33] ¿Y diremos jamás lo suficiente el valor que tiene un amigo en comparación con estos lazos sociales?[34] ¡Incluso la imagen que veo en los animales, tan pura, con qué veneración la respeto!

Si los demás me engañan, al menos no me engaño a mí mismo considerándome capaz de evitarlo, ni devanándome los sesos para llegar a serlo. Me salvo de tales traiciones en mi propio regazo, no con una inquieta y agitada curiosidad, sino más bien por medio de la diversión y de la firmeza. Cuando oigo referir la situación de alguno, no me ocupo de él; vuelvo al punto los ojos hacia mí para ver cómo estoy yo. Todo lo que le afecta, me concierne. Lo que le acontece me advierte y despierta en esa dirección. Todos los días, y a todas horas, decimos de otro lo que diríamos con mayor propiedad de nosotros mismos, si supiéramos replegar nuestro examen tanto como sabemos extenderlo. Y muchos autores perjudican así la defensa de su causa, al salir temerariamente al encuentro de aquella que atacan, y al arrojar a sus enemigos dardos que éstos pueden devolverles con mayor ventaja.

a | Cuando el difunto mariscal de Monluc perdió a su hijo, que murió en la isla de Madera, en verdad un gentilhombre valeroso y muy prometedor,[35] me insistió mucho, entre sus demás penas, en el disgusto y el desconsuelo que sentía por no haberse comunicado nunca con él; y en que, por una disposición de gravedad y afectación paternales, se había perdido el placer de disfrutar y de conocer bien a su hijo, y también el de declararle el extremo amor que le profesaba y el digno juicio que tenía sobre su valor. «Y el pobre muchacho», contaba, «no vio de mí otra cosa que un gesto huraño y desdeñoso, y se fue convencido de que no supe ni amarlo ni apreciarlo según su mérito. ¿A quién aguardaba yo para descubrir el singular afecto que le profesaba en mi alma?, ¿no era él quien debía recibir todo mi placer y todo mi reconocimiento? Me forcé y atormenté para mantener esta vana máscara, y perdí el placer de su trato y, al mismo tiempo, su afecto, que no pudo profesarme sino con suma frialdad, pues jamás obtuvo de mí sino rudeza, ni percibió otra cosa que un porte tiránico». Me parece que el lamento era justo y razonable. En efecto, como sé por una experiencia demasiado cierta, al perder a nuestros amigos no hay otro consuelo tan dulce como el que nos brinda la certeza de no habernos olvidado de decirles nada, y de haber mantenido con ellos una perfecta y completa comunicación. c | ¡Oh, amigo mío! ¿Valgo más por tener este gusto, o valgo en cambio menos? Valgo sin duda mucho más. Su añoranza me consuela y me honra. ¿No es una obligación piadosa y grata de mi vida seguir haciendo siempre sus exequias? ¿Hay alguna posesión que valga lo que esta privación?[36] b | Me abro a los míos en la medida de mis fuerzas; y les manifiesto de muy buena gana el estado de mi afecto y de mi juicio hacia ellos, como hacia cualquiera. Me apresuro a mostrarme y a exponerme, pues no quiero que nadie se confunda sobre mí ni por un lado ni por el otro. a | Una de las costumbres particulares de los antiguos galos, por lo que cuenta César, era que los hijos no se presentaban a los padres, ni se atrevían a encontrarse públicamente en compañía suya hasta que empezaban a llevar armas, como si quisieran decir que entonces era también el momento de que los padres les admitieran en su trato e intimidad.[37]

He visto también otra suerte de insensatez en algunos padres de estos tiempos, que no se contentan con haber privado durante su larga vida a sus hijos de la parte que les correspondía naturalmente en sus fortunas, sino que además dejan después a sus esposas la misma autoridad sobre todos sus bienes, y el derecho a disponer de ellos a su antojo.

Y he conocido a cierto señor, uno de los primeros oficiales de nuestra corona, que, poseyendo por esperanza de derecho futuro, más de cincuenta mil escudos de renta, ha muerto en la necesidad y abrumado por las deudas, con más de cincuenta años de edad. Mientras tanto su madre, en la extrema decrepitud, gozaba todavía de todos sus bienes por mandato del padre, quien por su parte había vivido cerca de ochenta años. No me parece de ninguna manera razonable.[38]

b | Por ello, me parece escaso progreso para un hombre cuyos negocios van bien buscar una esposa que le cargue con una gran viudedad. No hay deuda externa que acarree mayor ruina a las casas; mis predecesores han solido seguir este consejo muy oportunamente, y yo también. c | Pero quienes nos desaconsejan las esposas ricas, por miedo a que sean menos manejables y agradecidas, se equivocan haciendo perder una ventaja real por una conjetura tan frívola. A una esposa poco razonable no le cuesta más pasar por encima de una razón que por encima de otra. Se encuentran mucho mejor cuando peor actúan. La injusticia las atrae; como a las buenas el honor de sus acciones virtuosas. Y son tanto más bondadosas cuanto más ricas, como son de mejor grado y más gloriosamente castas cuanto más bellas.

a | Es razonable dejar la administración de los negocios a las madres mientras los hijos no tengan la edad, según las leyes, para asumir la carga; pero el padre los ha criado muy mal si no puede esperar que en su madurez sean más sensatos y capaces que su esposa, habida cuenta la ordinaria flaqueza de este sexo. Con todo, sería en verdad más contrario a la naturaleza hacer depender a las madres del antojo de sus hijos. Deben dárseles medios abundantes para mantener su estado según la condición de su familia y de su edad, pues la necesidad y la indigencia les resultan mucho más indecorosas y difíciles de soportar a ellas que a los varones; es preferible cargar con ellas a los hijos que a la madre.

c | En general, el reparto más sano de los bienes al morir me parece que es dejarlos repartir según el uso del país. Las leyes han pensado en el asunto mejor que nosotros; y más vale dejar que se equivoquen ellas en su elección que arriesgarnos a equivocarnos nosotros a la ligera en la nuestra. No son propiamente nuestros, dado que, por prescripción civil, y al margen de nosotros, están destinados a ciertos herederos. Y aunque tengamos alguna libertad más, a mi juicio se requiere una causa importante y muy evidente para hacernos privar a alguien de aquello que su fortuna le había granjeado, y a lo cual la justicia común le llamaba; y es abusar en contra de la razón de esta libertad servir con ella nuestras frívolas y privadas fantasías. Mi suerte me ha acordado la gracia de no haberme ofrecido ocasiones que pudiesen tentarme ni desviar mi afecto del mandato común y legítimo. Veo a algunos con quienes es tiempo perdido emplear una larga solicitud de buenos servicios. Una frase tomada a malas borra el mérito de diez años. ¡Feliz quien se encuentra en situación de granjearse su voluntad en el último tránsito! La acción cercana prevalece; surten efecto no los servicios mejores y más habituales sino los más recientes y presentes. Son personas que juegan con sus testamentos como con manzanas o con azotes, para premiar o castigar cada acción de quienes aspiran a algún interés. Es cosa de consecuencias demasiado dilatadas y de excesivo peso para agitarla a cada instante, y en la cual los sabios se plantan de una vez por todas, con la mirada puesta sobre todo en la razón y el uso público.

Nos tomamos un poco demasiado a pecho las sustituciones masculinas.[39] Y proponemos una eternidad ridícula a nuestros nombres. Atribuimos también excesivo peso a las vanas conjeturas sobre el futuro que nos ofrecen los espíritus infantiles. Tal vez habrían cometido una injusticia si me hubiesen desposeído de mi rango por haber sido el más pesado y torpe, el más lento y desganado en mi lección, no sólo de todos mis hermanos, sino de todos los niños de la provincia, ya fuese lección de ejercicio espiritual, o lección de ejercicio corporal. Es una locura efectuar elecciones extraordinarias con el aval de estas adivinaciones en las cuales nos equivocamos tan a menudo. Si se puede vulnerar la regla, y corregir a los hados, en las elecciones que han hecho sobre nuestros herederos, con más razón puede hacerse a causa de alguna notable y enorme deformidad corporal, vicio constante, incorregible y, según nosotros, grandes apreciadores de la belleza, de grave perjuicio.[40]

El gracioso diálogo del legislador de Platón con sus conciudadanos honrará este pasaje: «¡Pues qué!», dicen éstos, sintiendo su fin próximo, «¿no podremos disponer de aquello que nos pertenece para quien nos plazca? ¡Oh dioses, qué crueldad! ¡Que no nos esté permitido darles a los nuestros más o menos, a nuestro antojo, según nos hayan servido en las enfermedades, en la vejez, en las tareas». El legislador les responde con estas palabras: «Amigos míos, que vais sin duda a morir pronto, es difícil que os conozcáis a vosotros mismos y que conozcáis lo que os pertenece, de acuerdo con la inscripción délfica. Yo que hago las leyes considero que ni vosotros os pertenecéis, ni es vuestro aquello que poseéis. Tanto vuestros bienes como vosotros pertenecéis a vuestra familia, a la pasada y a la futura. Pero, más aún, vuestra familia y vuestros bienes pertenecen a la comunidad. Por ello, si algún adulador, en vuestra vejez o en vuestra enfermedad, o alguna pasión, os requiere importunamente a hacer un testamento injusto, os lo impediré. Pero, atendiendo al interés general de la ciudad y al de vuestra familia, estableceré leyes para que la conveniencia particular deba ceder a la común, y lo haré notar como razonable. Partid alegremente allí donde la necesidad humana os llame. Me atañe a mí, que no miro más una cosa que la otra, que en la medida de mis fuerzas me ocupo de lo general, cuidar de lo que vosotros dejéis».[41]

Volviendo a mi asunto, a | me parece en cualquier caso que nacen raramente mujeres a las cuales corresponda el dominio sobre hombres,[42] salvo el maternal y natural, si no es como castigo para quienes, a causa de algún humor febril, se han sometido voluntariamente a ellas —pero esto no afecta a las viejas, de las que hablamos aquí—. La plausibilidad de esta consideración nos ha hecho forjar y fundar de muy buen grado la ley, nunca vista por nadie, que priva a las mujeres de la sucesión de la corona;[43] y apenas hay gobierno en el mundo donde no se alegue, como aquí, por la verosimilitud que la justifica; pero la fortuna le ha dado más crédito en ciertos lugares que en otros. Es peligroso abandonar a su juicio el reparto de nuestra herencia, según la elección que hagan de los hijos, que es siempre inicua y fantasiosa. Porque ese deseo desordenado y gusto enfermizo que tienen cuando están encintas, lo tienen en el alma siempre. Por lo común, las vemos entregarse a los más débiles y desastrados, o a aquellos, si los hay, que les cuelgan todavía del cuello. Pues, al carecer de suficiente capacidad de razón para elegir y abrazar aquello que lo merece, prefieren entregarse allí donde las impresiones naturales están más solas; como los animales, que no conocen a sus cachorros sino el tiempo que los tienen pegados a su teta.

Por lo demás, no cuesta nada ver por experiencia que este afecto natural, al que atribuimos tanta autoridad, posee raíces muy débiles. A cambio de un ligerísimo provecho, arrancamos todos los días a sus propios hijos de los brazos de las madres, y les hacemos tomar a los nuestros a su cargo; les hacemos abandonar los suyos a alguna pobre ama de cría a la cual no queremos confiar los nuestros, o a alguna cabra. Les prohibimos no sólo darles de mamar, sea cual fuere el peligro en que puedan incurrir, sino incluso dedicarles cuidado alguno, para que se empleen por entero al servicio de los nuestros. Y vemos, en la mayoría de ellas, que se genera muy pronto por costumbre un afecto bastardo, más vehemente que el natural, y una mayor solicitud por la conservación de los hijos prestados que de los propios. Y lo que he dicho de las cabras, se debe a que es común, en torno a mi casa, ver a las mujeres de pueblo, cuando no pueden alimentar a los niños con sus pechos, llamar a las cabras en su auxilio. Y tengo en este momento dos lacayos que sólo mamaron ocho días leche de mujer. Las cabras se acostumbran enseguida a dar de mamar a estos niños, reconocen su voz cuando lloran y acuden a ellos; si se les presenta otro que no sea su niño de pecho, lo rehúsan; y el niño hace lo mismo con otra cabra. Vi a uno, el otro día, a quien arrebataron la suya porque a su padre sólo se la había prestado un vecino. Jamás pudo habituarse a la otra que le ofrecieron, y murió sin duda alguna de hambre. Los animales alteran y bastardean tan fácilmente como nosotros el afecto natural. c | Creo que en aquello que cuenta Heródoto de cierta región de Libia se produce a menudo una confusión. Dice que se unen a las mujeres indistintamente, pero que el hijo, cuando es capaz de caminar, reconoce como padre a aquél, entre la multitud, hacia el que la inclinación natural dirige sus primeros pasos.[44]

a | Ahora bien, si consideramos el simple motivo de amar a nuestros hijos por haberlos engendrado, por el cual los llamamos otros yos, parece que existe otra producción que surge de nosotros que no es de menor valía. Porque aquello que engendramos por el alma, los alumbramientos de nuestro espíritu, de nuestro ánimo e inteligencia, son producidos por una parte más noble que la corporal, y son más nuestros. En esta generación somos a la vez padre y madre; éstos nos cuestan mucho más, y nos acarrean más honor, si tienen algo bueno. Pues la valía de nuestros otros hijos es mucho más suya que nuestra; la parte que nos corresponde es muy pequeña. En cambio, de éstos, toda la belleza, toda la gracia y valor son nuestros. Por tanto, nos representan y exponen mucho más vivamente que los otros. c | Platón añade que éstos son hijos inmortales, que inmortalizan a sus padres, e incluso los deifican, como a Licurgo, a Solón, a Minos.[45]

a | Ahora, dado que las historias están llenas de ejemplos del amor común de los padres por los hijos, no me ha parecido importuno elegir también alguno de éste. c | Heliodoro, el buen obispo de Tricea, prefirió perder la dignidad, el beneficio, la devoción de una prelatura tan venerable a perder a su hija, hija que perdura aún muy elegante, aunque tal vez arreglada con cierto exceso de atención y blandura para una hija eclesiástica y sacerdotal, y con un estilo demasiado amoroso.[46] a | Hubo un Labieno en Roma,[47] personaje de gran valía y autoridad y, entre otras cualidades, excelente en toda suerte de literatura, que era hijo, creo, de ese gran Labieno que fue el primero de los capitanes que estuvieron en la guerra de las Galias bajo el mando de César y luego se unió al partido de Pompeyo el Grande, en el cual se mantuvo muy valerosamente hasta que César le derrotó en España. El Labieno del que hablo padeció a muchos envidiosos de su virtud y, es verosímil, a los cortesanos y favoritos de los emperadores de su tiempo como enemigos de su libertad y de las inclinaciones paternas que conservaba aún contra la tiranía, de las cuales seguramente impregnó sus escritos y sus libros. Sus adversarios buscaron y obtuvieron ante el magistrado de Roma la condena al fuego de muchas obras suyas que había publicado. Con él empezó este nuevo ejemplo que después continuó en Roma para otros muchos, de castigar con la muerte aun a los escritos y los estudios.[48] No había bastante medio y materia de crueldad si no introducíamos cosas a las que la naturaleza eximió de toda sensibilidad y sufrimiento, como la reputación y las invenciones de nuestro espíritu, y si no comunicábamos los males corporales a las enseñanzas y los monumentos de las Musas.[49] Ahora bien, Labieno no pudo soportar esta pérdida, ni sobrevivir a su tan estimada criatura; se hizo llevar y encerrar vivo en el sepulcro de sus antepasados, donde se ocupó con una única acción de matarse y a la vez enterrarse. Es difícil mostrar ningún afecto paternal más vehemente que éste. Casio Severo, hombre muy elocuente y amigo suyo, al ver los libros ardiendo, gritaba que, por la misma sentencia, le debían condenar también a él a ser quemado vivo, pues tenía y conservaba en su memoria su contenido.[50] b | Le ocurrió el mismo infortunio a Cremucio Cordo, acusado de elogiar en sus libros a Bruto y Casio. Ese senado abyecto, servil y corrupto, y digno de un peor amo que Tiberio, condenó sus escritos al fuego.[51] Se regocijó acompañando su muerte, y se quitó la vida absteniéndose de comer.[52]

a | El buen Lucano, que fue juzgado por el canalla de Nerón, se encontraba en los últimos momentos de su vida, con casi toda su sangre vertida por las venas de los brazos, que había mandado cortar a su médico para morir. La frialdad se había adueñado de sus extremidades y empezaba a acercarse a los órganos vitales. Lo último que recordó en esos instantes fueron ciertos versos de su libro sobre la guerra de Farsalia, que recitaba; y murió con esas últimas palabras en la boca.[53] ¿Qué era esto sino una tierna y paternal despedida a sus hijos, que reproducía los adioses y abrazos íntimos que damos a los nuestros al morir, y un efecto de la natural inclinación que nos trae al recuerdo, en este último trance, aquellas cosas que más hemos apreciado durante nuestra vida?

¿Creemos que Epicuro, quien al morir atormentado, según dice, por los extremos dolores del cólico hallaba todo su consuelo en la belleza de la doctrina que legaba al mundo,[54] habría estado tan contento de un puñado de hijos bien nacidos y bien criados, si los hubiese tenido, como lo estaba de la publicación de sus ricos escritos?, ¿y que, si hubiera habido de elegir entre dejar tras de sí un hijo contrahecho y mal nacido, o un libro necio e inepto, no habría elegido más bien, y no sólo él sino cualquier hombre de la misma capacidad, incurrir en la primera desdicha antes que en la otra? Sería tal vez una impiedad en san Agustín —por ejemplo— si de un lado le propusieran enterrar sus escritos, que procuran tanto provecho a nuestra religión, o enterrar a sus hijos, en caso de tenerlos, que no prefiriese enterrar a sus hijos.[55] b | Y yo no sé si no me gustaría mucho más haber producido uno, perfectamente bien formado, de la intimidad con las Musas que de la intimidad con mi mujer. c | A éste,[56] tal como es, lo que le doy, se lo doy plena e irrevocablemente, como se da a los hijos corporales. El escaso bien que le he hecho, no está ya a mi disposición. Puede saber bastantes cosas que yo no sé ya, y tener de mí cosas que yo no he conservado, y que debería, como un extraño, tomar de él si las necesitara. Es más rico que yo, aunque yo sea más sabio que él.

a | Pocos son los hombres entregados a la poesía que no se complacerían más de ser padres de la Eneida que del más hermoso muchacho de Roma, y que no soportarían más fácilmente una pérdida que la otra. c | Porque, según Aristóteles, entre todos los artífices, el poeta es precisamente el más enamorado de su obra.[57] a | Es difícil de creer que Epaminondas, que se ufanaba de dejar para toda la posteridad hijas que un día honrarían a su padre —eran las dos nobles victorias que había obtenido contra los lacedemonios—,[58] hubiese consentido de buena gana cambiarlas por las más elegantes de toda Grecia, o que Alejandro y César desearan jamás ser privados de la grandeza de sus gloriosas hazañas de guerra a cambio de la ventaja de tener hijos y herederos, por más perfectos y cumplidos que pudieran ser. Tengo incluso grandes dudas de que Fidias, o cualquier otro excelente escultor, estimase tanto la conservación y persistencia de sus hijos naturales como la de alguna excelente escultura llevada a cabo con dilatado esfuerzo y estudio según el arte. Y en cuanto a las pasiones viciosas y furibundas que han inflamado a veces a los padres al amor de su hijas, o a las madres al de sus hijos, también se dan en esta otra suerte de parentesco. La prueba está en lo que se cuenta de Pigmalión, que moldeó una estatua de mujer de singular belleza y quedó tan perdidamente prendado por el enloquecido amor a su obra, que los dioses tuvieron que darle vida en honor a su furia:

Tentatum mollescit ebur, positoque rigore

subsedit digitis.[59]

[Al palparlo, el marfil se ablanda, y, perdida la rigidez, cede a los dedos].