CAPÍTULO VII

LAS RECOMPENSAS HONORÍFICAS

a | Quienes escriben la vida de Augusto César señalan, sobre su disciplina militar, que, en cuanto a dones, era extraordinariamente generoso con quienes lo merecían, pero que, en cuanto a las simples recompensas honoríficas, no era menos parco.[1] Sin embargo, él mismo había sido gratificado por su tío con todas las recompensas militares antes de haber asistido nunca a guerra alguna.[2] Fue una buena invención, y aceptada en la mayor parte de Estados del mundo, establecer ciertos signos vanos y carentes de valor para honrar y recompensar la virtud, por ejemplo las coronas de laurel, de roble, de mirto, la forma de determinado vestido, el privilegio de ir en carruaje por la ciudad o de noche con antorcha, algún asiento particular en las asambleas públicas, la prerrogativa de algunos nombres y títulos, ciertos signos en los escudos de armas, y cosas semejantes, cuyo uso ha sido diversamente aceptado según la opinión de las naciones y perdura todavía.

Nosotros, por nuestra parte, y muchos de nuestros vecinos, tenemos las órdenes de Caballería, establecidas sólo para este fin. Es en verdad una costumbre excelente y provechosa encontrar la manera de reconocer el valor de los hombres singulares y sobresalientes, y de contentarlos y satisfacerlos con pagos que no comporten carga alguna para el erario público ni cuesten nada al príncipe. Y lo que se ha conocido siempre por experiencia antigua y nosotros hemos podido también ver en otros tiempos entre nosotros, que la gente de calidad ponía más celo en tales recompensas que en aquellas que suponían ganancia y beneficio, no carece de razón ni de plausibilidad. Si al premio que debe ser simplemente honorífico se le añaden otras ventajas y la riqueza, la mezcla, en lugar de incrementar la valoración, la rebaja y recorta. La orden de Saint Michel, que durante tanto tiempo ha gozado de crédito entre nosotros, no tenía mayor ventaja que la de carecer de relación con ninguna otra ventaja.[3] Eso hacía que en otros tiempos no hubiera cargo ni dignidad, fuere el que fuere, que los nobles pretendiesen con tanto deseo y afán como esta orden, ni calidad que supusiera más respeto y grandeza. La virtud abraza y persigue con más ganas una recompensa puramente suya, más gloriosa que útil. Porque, en verdad, los restantes dones no tienen un uso tan digno, pues se emplean en toda suerte de ocasiones.[4] Con las riquezas se pagan la tarea de un criado, la diligencia de un correo, las danzas, las acrobacias, el habla y los servicios más viles que se reciben. Incluso se paga el vicio, la adulación, la alcahuetería, la traición. No es extraño que la virtud acoja y desee con menos simpatía esta suerte de moneda común que la que le es propia y particular, por entero noble y generosa. Augusto tenía razón al reservar y escatimar mucho más ésta que la otra, porque el honor es un privilegio que obtiene su principal sustancia de la rareza; y también la virtud:

Cui malus est nemo, quis bonus esse potest?[5]

[Para quien nadie es malo, ¿quién puede ser bueno?]

Para alabar a un hombre no se señala que cuide de la crianza de sus hijos, porque es una acción común, por más justa que sea, c | como tampoco se señala un gran árbol allí donde el bosque está lleno de ellos. a | No creo que ningún ciudadano de Esparta se enorgulleciera de su valentía, pues era una virtud popular en su nación, ni tampoco de la lealtad ni del desprecio de las riquezas. A una virtud, por grande que sea, que se haya convertido en costumbre no le corresponde una recompensa; y no sé tampoco si la llamaríamos jamás grande, siendo común.

Así pues, dado que tales pagas honoríficas no tienen otro valor ni estimación que el hecho de que poca gente las posee, para aniquilarlas basta con otorgarlas generosamente. Aunque hubiese más hombres que en el pasado merecedores de nuestra orden, no por eso había que corromper su valoración. Y puede fácilmente suceder que la merezcan más, pues no hay otra virtud que se extienda tan fácilmente como la valentía militar.[6] Existe otra, verdadera, perfecta y filosófica, de la cual no hablo —y me sirvo del término según nuestro uso—, mucho más grande que ésta, y más rica, que es una fuerza y confianza del alma que desprecia por igual toda suerte de contratiempos, serena, uniforme y constante, de la cual la nuestra no es más que un pequeñísimo rayo. La práctica, la formación, el ejemplo y la costumbre pueden cuanto se les antoja en el establecimiento de aquélla de la que hablo, y la vuelven fácilmente vulgar, como es facilísimo de ver por la experiencia que nos brindan nuestras guerras civiles. b | Y si alguien pudiese unirnos en este momento y lanzar a una empresa común a todo nuestro pueblo, haríamos reverdecer nuestro antiguo nombre militar.[7]

a | Es muy cierto que la recompensa de la orden no afectaba, en el pasado, solamente a la valentía; miraba más lejos. Jamás fue el pago de un soldado valeroso, sino de un brillante capitán. El arte de obedecer no merecía una paga tan honorable. Se exigía, antiguamente, una pericia bélica más general, y que comprendiera la mayor parte y las más grandes cualidades del militar —c | Neque enim eaedem militares et imperatoriae artes sunt[8] [Las habilidades del soldado y del general no son, en efecto, las mismas]—, a | que fuese también, además de esto, de condición apropiada para tal dignidad. Pero quiero decir que aun cuando la mereciera más gente que en otros tiempos, no era preciso, sin embargo, ser más generoso; y habría valido más dejar de concederla a todos los que se la merecían que echar a perder para siempre, como acabamos de hacer, el uso de una invención tan útil. Ningún hombre valeroso se digna a sacar partido de aquello que tiene en común con muchos. Y quienes hoy en día menos han merecido esta recompensa son quienes más fingen desdeñarla, para situarse de este modo en la posición de aquéllos a los cuales se perjudica al extender indignamente y envilecer un signo que se les debía exclusivamente.

Ahora bien, esperar que eliminándola y aboliéndola podremos devolver de inmediato el crédito a una costumbre parecida y renovarla, no es empresa propia de una época tan licenciosa y enferma como lo es ésta en la que nos hallamos hoy; y sucederá que la última va a incurrir, desde su inicio, en los inconvenientes que acaban de arruinar a la otra.[9] Las reglas de concesión de esta nueva orden deberían ser extremadamente rígidas y exigentes para conferirle autoridad; y esta época tumultuosa no es capaz de una brida corta y ordenada. Además, antes de que pueda otorgársele crédito, debe haberse perdido la memoria de la primera y del menosprecio en el cual ha caído.

Este asunto podría admitir alguna reflexión sobre el examen de la valentía y sobre la diferencia entre esta virtud y las demás; pero ya que Plutarco ha vuelto a menudo sobre el tema,[10] sería inútil referir aquí lo que dice. Es digno de consideración que nuestra nación conceda a la valentía el primer grado entre las virtudes, como muestra su nombre, que viene de valor; y que, según nuestro uso, cuando decimos «un hombre que vale mucho» o «un hombre de bien», en el estilo de la corte y de la nobleza, no se quiera decir otra cosa que hombre valiente, de manera semejante a la romana. En efecto, la denominación general de virtud toma en ellos la etimología de la fuerza.[11] La forma propia y única y esencial de la nobleza en Francia es la profesión militar.[12] Es verosímil que la primera virtud que surgió entre los hombres y que dio ventaja a unos sobre otros fuera ésta, por la cual los más fuertes y valerosos devinieron dueños de los más débiles, y cobraron un rango y una reputación particulares, de donde le quedó este honor y dignidad de lenguaje;[13] o bien que estas naciones, al ser muy belicosas, otorgasen el valor y el nombre más digno a la virtud que les resultaba más familiar. Igualmente, nuestra pasión, y la febril solicitud que tenemos por la castidad de las mujeres, comporta también que «buena mujer», «mujer de bien» y «mujer de honor y de virtud» no quieran en realidad decir otra cosa para nosotros que mujer casta; como si, para contenerlas en este deber, nos despreocupásemos de todos los demás, y les soltásemos la brida en toda otra falta para lograr el compromiso de hacerles renunciar a ésta.[14]