LA EJERCITACIÓN
a | Es difícil que la razón y la enseñanza, aunque nuestra creencia se aplique de buena gana, tengan fuerza suficiente para llevarnos hasta la acción, si además no ejercitamos y formamos el alma mediante la experiencia en la vía a la cual queremos someterla. De lo contrario, cuando le corresponda actuar, se verá sin duda incapaz.[1] Por tal motivo, entre los filósofos, aquellos que han querido alcanzar una mayor excelencia no se han contentado con aguardar a cubierto y en reposo los rigores de la fortuna, no fuera que ésta les sorprendiese inexpertos y novatos en la lucha, sino que le han salido al encuentro y se han lanzado deliberadamente a la prueba de las dificultades. Unos han abandonado las riquezas para ejercitarse en la pobreza voluntaria;[2] otros han buscado el trabajo y una vida de penosa austeridad para endurecerse en el dolor y el esfuerzo;[3] otros se han privado de las partes del cuerpo más queridas, como la vista[4] y los miembros propios de la generación,[5] temiendo que su uso, demasiado grato y demasiado blando, relajara y enterneciera la firmeza de su alma. Pero, para morir, que es la mayor tarea que debemos afrontar, la ejercitación no puede ayudarnos. Gracias a la práctica y la experiencia es posible fortificarse contra los dolores, la vergüenza, la indigencia y otros infortunios semejantes; pero, en cuanto a la muerte, no podemos experimentarla más que una vez. Todos somos aprendices cuando llegamos a ella.
Hubo antiguamente hombres tan excelentes en el aprovechamiento del tiempo que intentaron, en la muerte misma, degustarla y saborearla, y que tensaron su espíritu para ver en qué consistía tal tránsito; pero no volvieron para contarnos las noticias:
nemo expergitus extat
frigida quem semel est uitaipausa sequuta.[6]
[nadie, despertándose, se levanta una vez
le ha alcanzado la fría pausa de la muerte].
Julio Canio, noble romano de virtud y firmeza singulares, fue condenado a muerte por el bribón de Calígula. Aparte las muchas pruebas extraordinarias de resolución que ofreció, cuando estaba a punto de sufrir la acción del verdugo, un filósofo amigo suyo le preguntó: «Y bien, Canio, ¿en qué disposición se halla en este momento tu alma?, ¿qué hace?, ¿cuáles son tus pensamientos?». «Pensaba», le respondió, «mantenerme atento y concentrado con todas mis fuerzas para ver si, en el instante de la muerte, tan breve y tan fugaz, puedo percibir alguna marcha del alma, y si tendrá algún sentimiento de su salida. Si averiguo alguna cosa, mi intención es volver después, si puedo, para advertir a mis amigos». Éste filosofa no sólo hasta la muerte, sino en la muerte misma.[7] ¡Qué confianza y qué ánimo orgulloso pretender que su muerte le sirviese de lección y tener tiempo para pensar en otra cosa en medio de tan grande asunto!
b | ius hoc animi morientis habebat.[8]
[tanto dominio sobre su alma tenía al morir].
a | Me parece, sin embargo, que existe cierta manera de familiarizarnos con ella y de probarla en alguna medida. Podemos tener experiencia de ella, si no completa y perfecta, al menos tal que no sea inútil y que nos haga más fuertes y confiados. Si no podemos apresarla, podemos acercarnos, podemos reconocerla; y si no llegamos hasta su bastión, al menos veremos y practicaremos los caminos que conducen hacia allí. No sin razón nos hacen mirar a nuestro sueño mismo por la semejanza que tiene con la muerte.[9] c | ¡Con qué facilidad pasamos del velar al dormir! ¡Con qué poco daño perdemos la noticia de la luz y de nosotros mismos! Acaso la facultad del sueño, que nos priva de toda acción y todo sentimiento, podría parecer inútil y contranatural si no fuese porque, gracias a ella, la naturaleza nos instruye de que nos ha hecho igualmente para morir que para vivir, y, desde la vida, nos presenta el eterno estado que nos reserva tras ella, para acostumbrarnos y quitarnos el miedo.[10]
a | Pero quienes, por algún violento accidente, se han desmayado y han perdido todo sentimiento, ésos, a mi juicio, se han acercado mucho a ver su rostro verdadero y natural. Porque, en cuanto al instante y al punto del tránsito, no debe temerse que comporte ningún dolor o desazón, ya que no podemos tener sentimiento alguno sin tiempo. Nuestros sufrimientos requieren tiempo, el cual es tan breve y precipitado en la muerte que ésta ha de ser necesariamente insensible. Son las cercanías lo que debemos temer; y éstas pueden ser experimentadas.
Muchas cosas nos parecen más grandes en la imaginación que de hecho. He pasado buena parte de mi vida en perfecta y completa salud; quiero decir, no sólo completa, sino también alegre y fervorosa. Tal estado, lleno de vigor y de fiesta, me hacía encontrar tan atroz la consideración de las enfermedades que, cuando las he experimentado, sus punzadas me han parecido blandas y flojas en comparación con mi temor. b | Una cosa que compruebo todos los días: cuando estoy a cubierto, caliente y en una buena sala, durante una noche de temporal y tormenta, me asusto y aflijo por quienes se encuentran en ese momento al raso; cuando yo mismo lo estoy, ni siquiera deseo hallarme en otra parte. a | El mero hecho de estar siempre encerrado en una habitación me parecía insoportable. Me vi al punto enfrentado a estarlo una semana, y un mes, lleno de agitación, turbación y debilidad. Y encontré que, mientras estaba sano, compadecía a los enfermos mucho más de lo que me parece que debe compadecérseme a mí cuando el enfermo soy yo, y que la fuerza de mi aprensión sobrepasaba en casi la mitad a la sustancia y verdad de la cosa. Espero que me ocurra lo mismo con la muerte, y que no valga la pena de tantos preparativos como dispongo y tantas ayudas como invoco y reúno para resistir su embate. Pero, en cualquier caso, no podemos darnos demasiada ventaja.
Durante nuestros terceros tumultos, o los segundos —no me acuerdo bien—[11] un día que salí a pasear a una legua de mi casa, que está situada en medio de toda la agitación de las guerras civiles de Francia, pensando encontrarme completamente seguro y tan cerca de mi residencia que no necesitaba de mejores pertrechos, había cogido un caballo muy fácil, pero no demasiado firme. A la vuelta, se me presentó la súbita ocasión de ayudarme de este caballo para un servicio que no correspondía mucho a su uso. Entonces, uno de mis hombres, grande y fuerte, montado en un poderoso caballo de carga, que se había desbocado, por lo demás fresco y vigoroso, para hacerse el osado y adelantar a sus compañeros, lo hizo correr a rienda suelta justo en mi camino, y se abalanzó como un coloso contra el hombrecito y el caballito, y les fulminó con su fuerza y pesadez, enviándonos a ambos al aire. Así pues, quedamos el caballo derribado y abatido, muy aturdido, y yo diez o doce pasos más allá, muerto, tumbado de espaldas, con la cara llena de magulladuras y arañazos, y la espada, que llevaba en la mano, a más de diez pasos de distancia, el cinturón destrozado, sin movimiento ni sentimiento, como un tronco. Es el único desmayo que he experimentado hasta el momento. Quienes estaban conmigo, tras intentar por todos los medios a su alcance hacerme volver en mí, dándome por muerto, me cogieron en brazos y me llevaron con muchas dificultades a mi casa, que distaba aproximadamente una media legua francesa.[12] Por el camino, y después de darme por muerto más de dos buenas horas, empecé a moverme y a respirar. Era tanta, en efecto, la cantidad de sangre que se me había derramado en el pecho que, para descargarlo, la naturaleza se vio forzada a resucitar sus fuerzas. Me alzaron sobre los pies, y entonces arrojé un buen cubo de borbotones de sangre pura, y muchas veces a lo largo del camino tuve que hacer lo mismo. De este modo, empecé a recobrar un poco de vida, pero fue poco a poco y en un transcurso de tiempo tan dilatado que mis primeros sentimientos estaban mucho más cerca de la muerte que de la vida:
b | Perché, dubbiosa anchor del suo ritorno,
non s’assecura attonita la mente.[13]
[Pues, dudando aún de su retomo, la mente atónita no está segura].
a | Este recuerdo que tengo fuertemente impreso en el alma, y que me representa su rostro y su idea tan cerca del natural, me concilia de alguna manera con ella. Cuando empecé a ver, fue con una visión tan turbia, tan débil y tan muerta que no distinguía aún nada sino la luz,
a2 | come quel ch’or apre or chiude
gli occhi, mezzo tra’l sonno e l’esser desto.[14]
[como quien tan pronto abre como cierra
los ojos, medio dormido y medio despierto].
a | En cuanto a las funciones del alma, surgían con el mismo progreso que las del cuerpo.[15] Me vi todo ensangrentado, pues mi jubón estaba manchado por todas partes de la sangre que había devuelto. El primer pensamiento que se me ocurrió fue que tenía un arcabuzazo en la cabeza. Lo cierto es que al mismo tiempo se dispararon muchos a nuestro alrededor. Me parecía tener la vida sujeta sólo por la punta de los labios; cerraba los ojos para ayudar, me parecía, a expulsarla, y me deleitaba languideciendo y dejándome ir.[16] Era una imagen que no hacía más que sobrenadar en mi alma, tan tierna y tan débil como todo el resto, pero en verdad no sólo exenta de desazón, sino mezclada con la dulzura que sienten quienes se dejan deslizar al sueño.
Creo que es el mismo estado en el que se encuentran aquéllos a los que vemos desmayarse a causa de la debilidad en la agonía de la muerte; y considero que los compadecemos sin motivo, pensando que les agitan graves dolores o que su alma se ve acosada por penosos pensamientos. Ha sido siempre mi parecer, en contra de la opinión de muchos, e incluso de Étienne de La Boétie, que aquéllos a los que vemos tan abatidos y adormecidos cuando se acercan a su fin, ya sea abrumados por la duración de su enfermedad o por el accidente de una apoplejía o una epilepsia,
b | ui morbi saepe coactus
ante oculos aliquis nostros, ut fulminis ictu,
concidit, et spumas agit; ingemit, et fremit artus;
desipit, extentat neruos, torquetur, anhelat,
inconstanter et in iactando membra fatigat,[17]
[atrapado a menudo por la fuerza de la enfermedad, cae ante nuestros ojos como alcanzado por un rayo, echa espumarajos, gime y los miembros le tiemblan, delira, tensa los músculos, se retuerce, respira inconstantemente y fatiga sus miembros agitándose],
a | o heridos en la cabeza, a los que oímos gemir y a veces dar suspiros desgarradores, aunque saquemos de ellos ciertos signos por los que parece que les queda aún conocimiento, y algunos movimientos que les vemos hacer con el cuerpo, he pensado siempre, digo, que tenían tanto el alma como el cuerpo sepultados y adormecidos:[18]
b | Viuit, et est uitae nescius ipse suae.[19]
[Vive, y no tiene conciencia de su vida].
a | Y no podía creer que, con tan gran aturdimiento de los miembros y tan gran desfallecimiento de los sentidos, el alma pudiera mantener fuerza alguna en su interior para reconocerse. Y que, de este modo, no tenían razón alguna que les atormentase y que les pudiese hacer juzgar y sentir la miseria de su condición; y que, por consiguiente, no eran muy de compadecer.
b | No imagino ningún estado para mí tan insoportable y horrible como tener el alma viva y afligida sin ningún medio para manifestarse. Diría esto de aquéllos a los que envían al suplicio con la lengua cortada, si no fuese porque en tal clase de muerte la más muda me parece la más decorosa si se acompaña de un semblante firme y grave; y de los desgraciados prisioneros que caen en manos de los viles soldados verdugos de estos tiempos, que los torturan con toda suerte de crueles tratamientos para forzarlos a algún rescate excesivo e imposible, y los mantienen mientras tanto en una situación y un lugar donde carecen de cualquier medio de expresión y comunicación de sus pensamientos y de su miseria.
a | Los poetas han imaginado algunos dioses favorables a la liberación de quienes arrastraban de este modo una muerte languideciente:
hunc ego Diti
sacrum iussa fero, teque isto corpore soluo.[20]
[esto, cumpliendo mi mandato, llevo en sacrificio
a Dite, y a ti te desligo de este cuerpo].
Y las palabras y las respuestas breves y sueltas que se les arrancan a veces a fuerza de gritarles a los oídos y de hostigarlos, o los movimientos que parecen otorgar algún acuerdo a lo que se les pregunta, no prueban sin embargo que estén vivos, al menos con una vida íntegra. Lo mismo nos sucede cuando al inicio del sueño, antes de que se haya adueñado por completo de nosotros, percibimos como en sueños lo que se hace a nuestro alrededor y seguimos las voces con un oído confuso e incierto, que parece no llegar sino a los bordes del alma; y damos respuestas, con arreglo a las últimas palabras que nos han dicho, que tienen más de azar que de sentido.
Pues bien, ahora que lo he experimentado efectivamente, no tengo ninguna duda de que había juzgado bien hasta este momento. Porque en primer lugar, cuando estaba del todo desvanecido, me esforzaba en entreabrir mi jubón con las uñas —pues no llevaba armadura— y, sin embargo, sé que no sentía en la imaginación nada que me hiriese. En nosotros se producen, en efecto, muchos movimientos que no parten de nuestro mandato:
b | Semianimesque micant digiti ferrumque retractant.[21]
[Medio muertos, los dedos se estremecen y vuelven a coger la espada].
a | Así, quienes caen alzan los brazos al encuentro de su caída por un impulso natural que hace que nuestros miembros se presten servicios, b | y tengan agitaciones al margen de la razón:
Falciferos memorant currus abscindere membra,
ut tremere in terra uideatur ab artubus id quod
decidit abscissum, cum mens tamen atque hominis uis
mobilitate mali non quit sentire dolorem.[22]
[Se dice que los carros falcados seccionan los miembros de tal manera que se ve agitar en el suelo la parte segada del cuerpo, sin que, aun así, el espíritu y la fuerza del hombre, por la rapidez del golpe, puedan sentir el dolor].
a | Tenía el pecho oprimido por la sangre coagulada, mis manos acudían a él por su propia cuenta, como acuden a menudo allí donde nos pica contra el parecer de nuestra voluntad. A muchos animales, y aun a hombres, se les ve apretar y mover los músculos tras haber muerto.[23] Todo el mundo sabe por experiencia que hay partes que se mueven, levantan e inclinan con frecuencia sin su permiso. Pues bien, estas pasiones que no nos afectan sino superficialmente no pueden llamarse nuestras. Para hacerlas nuestras, el hombre ha de estar del todo implicado en ellas; y los dolores que el pie o la mano sienten mientras dormimos no son nuestros.
Como me estaba acercando a mi casa, donde la alarma por mi caída había llegado ya, y mi gente me recibió con los gritos acostumbrados en tales casos, no sólo respondí alguna frase a lo que me preguntaban, sino que incluso, según dicen, se me ocurrió ordenar que le dieran un caballo a mi esposa, a la que veía tropezar y andar a trompicones por el camino, que es quebrado y difícil. Parece que esta consideración tuvo que partir de un alma despierta; sin embargo, no lo estaba en absoluto. Eran pensamientos vanos, en el aire, que producían los sentidos de la vista y el oído; no venían de mi interior. No sabía, por ello, ni de dónde venía ni adonde iba; ni era capaz de sopesar y considerar lo que me preguntaban. Se trata de pequeños efectos que los sentidos producían por sí mismos, como por hábito; lo que el alma ponía de su parte era en sueños, tocado muy ligeramente y como sólo lamido y rociado por la blanda impresión de los sentidos. Mientras tanto mi situación era en verdad muy suave y apacible; no estaba afligido ni por los otros ni por mí. Era una languidez y debilidad extrema, sin dolor alguno. Vi mi casa sin reconocerla. Cuando me acostaron, sentí una infinita dulzura con el descanso, pues la pobre gente que se tomó el trabajo de llevarme en brazos por un camino largo y pésimo, y que, haciéndolo, quedó dos o tres veces exhausta, unos tras otros, habían tirado vilmente de mí. Me ofrecieron numerosos remedios, de los que no acepté ninguno, dando por cierto que tenía una herida mortal en la cabeza. Habría sido, sin mentir, una muerte muy dichosa. En efecto, la debilidad de mi razón me impedía pensar en nada, y la del cuerpo, sentir nada. Me dejaba deslizar con tanta dulzura y de una manera tan suave y tan feliz que apenas siento otra acción menos penosa que ésta.[24] Cuando reviví y recobré las fuerzas,
b | ut tandem sensus conualuere mei,[25]
[cuando al fin mis sentidos se recuperaron],
a | que fue dos o tres horas después, me sentí al mismo tiempo recaer en el dolor, pues tenía los miembros completamente molidos y magullados por la caída; y estuve tan mal dos o tres noches más tarde, que creí volver a morir de nuevo, pero con una muerte más viva; y me resiento[26] todavía de la sacudida del golpe. No quiero olvidar que lo último que pude restablecer fue el recuerdo del accidente; y me hice repetir muchas veces adonde iba, de dónde venía, a qué hora me sucedió antes de poder entenderlo. En cuanto a la forma de mi caída, me la ocultaban para favorecer a quien la había causado, y se inventaban otras. Pero mucho tiempo después, y al día siguiente, cuando mi memoria se entreabrió y me representó la situación en que estaba en el instante en que vi que el caballo se me echaba encima —pues lo había visto pisándome los talones y me di por muerto, pero el pensamiento había sido tan rápido que el miedo no tuvo tiempo de surgir—, me pareció que un rayo me golpeaba el alma con una sacudida, y que volvía del otro mundo.
El relato de un acontecimiento tan leve es más bien vano, salvo por la enseñanza que he extraído para mí, pues, en verdad, para familiarizarse con la muerte, me parece que basta con acercarse a ella. Ahora bien, como dice Plinio, cada cual constituye una enseñanza excelente para sí mismo, con tal de que tenga la capacidad de espiarse de cerca.[27] Esto no es mi doctrina, es mi estudio; y no es la lección de otros, es la mía. c | Y, sin embargo, no se me debe echar en cara que la comunique. Lo que me sirve a mí, puede también, accidentalmente, servir a otro. Además, no causo ningún perjuicio, sólo empleo lo mío. Y si cometo una locura, es a mis expensas y sin daño para nadie. Es, en efecto, una locura que muere en mí, que no deja consecuencias. No tenemos noticias sino de dos o tres antiguos que hollaron este camino; y ni siquiera podemos decir si lo hicieron de una manera del todo semejante a ésta, ya que sólo conocemos sus nombres.[28] Después, nadie se ha lanzado tras sus pasos. Es una empresa espinosa, y más de lo que parece, seguir una andadura tan errante como la de nuestro espíritu, penetrar las profundidades opacas de sus íntimos repliegues; distinguir y fijar tantos aspectos menudos de sus movimientos. Y es una tarea nueva y extraordinaria, que nos aparta de las ocupaciones comunes del mundo, sí, y de las más valoradas. Hace muchos años que mis pensamientos no tienen otro objeto que yo mismo, que no me examino y estudio sino a mí mismo. Y si estudio otra cosa, es para aplicarla de inmediato a mí, o en mí, por decirlo mejor. Y no me parece incurrir en un error si, como se hace en las demás ciencias, incomparablemente menos útiles, comparto lo que he aprendido en ésta, aunque a duras penas me satisfaga el progreso que he realizado. No hay descripción tan ardua como la descripción de uno mismo, ni ciertamente tan útil. Además, uno debe arreglarse, y uno debe ajustarse y componerse para mostrarse en público. Pues bien, yo me engalano sin descanso, ya que me describo sin descanso. La costumbre ha vuelto vicioso el hablar de uno mismo, y lo prohíbe obstinadamente por odio a la jactancia que siempre parece ir unida a los testimonios sobre uno mismo.[29] En vez de sonarle la nariz al niño como se debe, esto se llama arrancársela:
In uitium ducit culpae fuga.[30]
[La huida de la falta nos lleva al vicio].
Veo más mal que bien en este remedio. Pero, aunque sea cierto que hablar al pueblo sobre uno mismo es necesariamente presunción, de acuerdo con mi plan general, no debo rehusar una acción que hace público este rasgo enfermizo, dado que está en mí; y no debo ocultar una falta que no sólo practico sino profeso. Con todo, para decir lo que creo, esta costumbre cae en un error al condenar el vino porque muchos se emborrachen.[31] Sólo puede abusarse de lo que es bueno.
Y creo de esta regla que sólo atañe a la flaqueza popular. Son bridas para terneros;[32] ni los santos, a los que oímos hablar de sí mismos en tan alta voz, ni los filósofos, ni los teólogos se embridan con ellas.[33] Tampoco lo hago yo, aunque tenga tan poco de una cosa como de la otra. Si no escriben sobre ello expresamente, al menos cuando la ocasión los incita, no dudan en lanzarse sin temor a la pista. ¿De qué trata Sócrates con más amplitud que de sí mismo? ¿A qué orienta más a menudo las palabras de sus discípulos sino a hablar sobre ellos, no sobre la lección de su libro, sino sobre el ser y el movimiento de su alma? Nos decimos escrupulosamente a Dios, y al confesor, como nuestros vecinos lo hacen a todo el pueblo.[34] Pero sólo decimos, me replicarán, las acusaciones. Por tanto, lo decimos todo. Porque incluso nuestra virtud es falible y está sujeta a arrepentimiento.
Mi oficio y mi arte es vivir. Quien me prohíba hablar de ello de acuerdo con mi juicio, experiencia y práctica, que ordene al arquitecto hablar de los edificios no según su criterio sino según el de su vecino, según la ciencia ajena, no según la suya. Si hacer públicas las cualidades propias es gloriarse de sí mismo, ¿no expone Cicerón la elocuencia de Hortensio y Hortensio la de Cicerón?[35] Acaso pretendan que ofrezca como prueba obras y acciones, no meras palabras. Describo sobre todo mis pensamientos, objeto informe, que no puede convertirse en producción efectiva. A duras penas puedo inscribirlo en el cuerpo aéreo de la voz. Hombres más sabios y más devotos que yo han vivido rehuyendo todas las acciones aparentes. Las acciones dirían más sobre la fortuna que sobre mí. Dan testimonio de su papel, no del mío, salvo de manera conjetural e incierta —muestras de un aspecto particular—. Yo me exhibo entero. Esto es un skeletos [una anatomía] en el cual aparecen, en una sola visión, venas, músculos, tendones, cada pieza en su sitio. El acto de toser mostraba una parte; el acto de la palidez o del latido del corazón, otra, y de forma dudosa. No escribo mis acciones, me escribo yo, mi esencia. Creo que hay que ser prudente al valorarse, y no menos escrupuloso al dar testimonio de uno mismo, sea bajo o alto, indistintamente. Si me tuviera por bueno y sabio del todo,[36] lo proclamaría a voz en grito. Decir de uno mismo menos de lo que hay es necedad, no modestia. Contentarse con menos de lo que se merece es cobardía y pusilanimidad, según Aristóteles.[37] Ninguna virtud se ayuda de la falsedad; y la verdad jamás es materia de error. Decir de uno mismo más de lo que hay, no siempre es presunción, a menudo es también necedad.[38] Complacerse con desmesura en lo que uno es, caer en un insensato amor de sí mismo, es a mi juicio la sustancia de este vicio. El remedio supremo para curarlo es hacer todo lo contrario de lo que prescriben éstos, que, al prohibir hablar de uno mismo, prohíben por consiguiente, todavía más, pensar en uno mismo. El orgullo reside en el pensamiento. La lengua no puede participar de él sino muy levemente. Les parece que ocuparse de uno mismo es complacerse en uno mismo; que frecuentarse y tratarse es apreciarse en demasía.[39] Pero tal exceso sólo surge en quienes no se exploran sino de forma superficial, en quienes se observan una vez realizados sus quehaceres, en quienes llaman divagación y ociosidad a ocuparse de sí mismo; y, a enriquecerse y formarse, hacer castillos en el aire,[40] considerándose cosa tercera y ajena a sí mismos.
Si alguien se embriaga al conocerse, porque mira por debajo suyo, que alce la mirada hacia los siglos pasados. Bajará la cabeza cuando descubra tantos miles de espíritus que lo echan por tierra. Si cae en alguna lisonjera presunción por su valentía, que recuerde las vidas de Escipión, de Epaminondas,[41] de tantos ejércitos, de tantos pueblos, que lo dejan atrás a tanta distancia. Ninguna cualidad particular enorgullecerá a quien tenga al mismo tiempo en cuenta otras tantas características imperfectas y débiles que están en él, y, al cabo, la nihilidad de la condición humana. Sócrates, por ser el único que de veras entendió el precepto de su dios de conocerse a sí mismo, y por haberse llegado a despreciar, merced a este estudio, fue considerado el único hombre digno de ser llamado sabio. Quien se conozca así, que no tema darse a conocer por su propia boca.