CAPÍTULO IV

LAS OBLIGACIONES, PARA MAÑANA

a | Me asiste la razón, me parece, al conceder la palma a Jacques Amyot por encima de todos los escritores franceses, no sólo a causa de la naturalidad y pureza de su lengua, en lo cual supera a todos los demás, ni por la constancia de un trabajo tan dilatado, ni por la profundidad de su saber, pues ha sido capaz de exponer con tanto acierto a un autor tan espinoso y difícil —que me digan, en efecto, lo que quieran, de griego no entiendo nada, pero veo un sentido tan concorde y coherente en toda su traducción que o ha entendido con seguridad el verdadero pensamiento del autor o, al haber fijado vivamente en su alma, con el prolongado trato, una idea general de la de Plutarco, al menos nada le ha prestado que le desmienta o contradiga—. Pero sobre todo le agradezco haber sabido seleccionar y elegir un libro tan digno y tan apropiado para regarlárselo a su país.[1] Nosotros, ignorantes, andábamos perdidos si este libro no nos hubiera sacado del lodazal; gracias a él nos atrevemos ahora a hablar y escribir; las damas dan lecciones a los maestros de escuela. Es nuestro breviario. Si este hombre de bien vive, le asigno a Jenofonte para que haga lo mismo con él.[2] Es una tarea más fácil y mucho más adecuada para su vejez. Y además, no sé cómo, me parece que, aun cuando supere con mucha fuerza y nitidez los pasajes difíciles, su estilo es mucho más natural cuando nada le acucia y avanza a sus anchas.

Me encontraba en este momento en ese pasaje en el que Plutarco cuenta de sí mismo que Rústico, asistiendo a una declamación suya en Roma, recibió un correo del emperador y aguardó para abrirlo a que hubiese terminado todo. Los presentes, dice, alabaron singularmente la gravedad del personaje.[3] En verdad, tratando el asunto de la curiosidad, y de esa pasión ávida y golosa de novedades que nos lleva, con tanta indiscreción e impaciencia, a abandonarlo todo para hablar con un recién llegado, y a perder todo respeto y compostura para abrir enseguida, dondequiera que nos hallemos, las cartas que nos traen, ha tenido razón al elogiar la gravedad de Rústico; y podía además añadir el elogio de su urbanidad y cortesía por no haber querido interrumpir el curso de su declamación. Pero dudo que pueda elogiársele por su prudencia. Porque, al recibir de improviso cartas, y sobre todo de un emperador, podía muy bien suceder que aplazar su lectura comportara un gran perjuicio.

El vicio contrario a la curiosidad es la despreocupación, b | hacia la cual tiendo claramente por temperamento, y a | en la cual he visto a muchos hombres tan extremos que, tres o cuatro días después, se encontraban todavía en su bolsillo, cerradas, las cartas que les habían enviado. b | Jamás he abierto no ya las que me han confiado, sino ni siquiera las que la fortuna me ha hecho pasar por las manos; y tengo escrúpulos si mis ojos arrebatan por descuido algún conocimiento de las cartas importantes que un grande lee cuando estoy a su lado. Jamás nadie preguntó y fisgoneó menos en los asuntos de otros.

a | En tiempos de nuestros padres, el señor de Boutières estuvo a punto de perder Turín, cuyo mando detentaba, porque, mientras cenaba en buena compañía, dejó de leer el aviso que le hacían llegar sobre las traiciones que se preparaban contra la ciudad.[4] Y sé por el mismo Plutarco que Julio César se habría salvado si, camino del Senado, el día que los conjurados le mataron, hubiera leído una memoria que le presentaron.[5] Y Plutarco refiere también que a Arquías tirano de Tebas, la tarde antes de que se pusiera en práctica la tentativa que Pelópidas había concebido de asesinarlo, para devolver la libertad al país, otro Arquías, un ateniense, le escribió punto por punto todo lo que le estaban preparando; y que, cuando le entregaron el correo mientras cenaba, rehusó abrirlo pronunciando una frase que después se convirtió en proverbio en Grecia: «Las obligaciones, para mañana».[6]

En mi opinión, un hombre sabio puede, por el interés de otros, o por no interrumpir indecorosamente una reunión, como en el caso de Rústico, o por no interrumpir otro quehacer importante, rehusar oír las noticias que le traen. Pero, si lo hace por propio interés, o por placer particular, en especial si desempeña un cargo público, por no estorbar su cena, o incluso su sueño, no tiene excusa. Y antiguamente había en Roma el asiento consular, como lo llamaban, el más honorable de la mesa, porque era el más próximo y el más accesible para quienes acudían a hablar con quien estaba sentado en él.[7] Es la prueba de que, aun cuando estuvieran en la mesa, no dejaban de intervenir en otros asuntos y sucesos. Pero, a fin de cuentas, en las acciones humanas es difícil dar una regla tan precisa, por medio del razonamiento, que la fortuna no mantenga su derecho sobre ellas.