CAPÍTULO III

COSTUMBRE DE LA ISLA DE CEOS

a | Si filosofar es dudar, según se dice, con mayor razón tontear y fantasear como lo hago yo debe ser dudar. A los aprendices les atañe, en efecto, preguntar y debatir, y al maestro, resolver. Mi maestro es la autoridad de la voluntad divina,[1] que nos rige sin disputa, y cuyo rango se halla por encima de estas humanas y vanas discusiones.

Cuando Filipo entró empuñando las armas en el Peloponeso, alguien le dijo a Damindas que los lacedemonios iban a sufrir mucho si no volvían a ganarse su gracia. «Pero, ¡cobarde!», respondió éste, «¿qué pueden sufrir quienes no temen la muerte?»[2] Le preguntaron también a Agis de qué manera podría un hombre vivir libre. «Despreciando la muerte», respondió.[3] Estas declaraciones y mil semejantes que se encuentran sobre este asunto suenan evidentemente a algo más que aguardar con toda paciencia la muerte cuando nos llegue. Porque en la vida hay muchos accidentes peores de soportar que la muerte misma. La prueba está en el niño lacedemonio capturado por Antígono y vendido como esclavo, que, urgido por su amo a cumplir cierto servicio abyecto, le dijo: «Tú verás a quién has comprado; a mí me avergonzaría servir teniendo la libertad tan a mano»; y, mientras se lo decía, se precipitó desde lo alto de la casa.[4] Cuando Antípatro amenazó violentamente a los lacedemonios, para forzarlos a cierta demanda suya, éstos le replicaron así: «Si nos amenazas con algo peor que la muerte, preferiremos morir».[5] c | Y a Filipo, que les había escrito que impediría todas sus tentativas, le respondieron: «¡Cómo! ¿Nos impedirás también morir?»[6] a | Esto es lo que dicen: que el sabio vive mientras debe, no mientras puede;[7] y que el don más favorable que nos ha otorgado la naturaleza,[8] y que nos priva de toda posibilidad de lamentar nuestra condición, es habernos dejado la llave de la libertad.[9] No ha prescrito más que una entrada a la vida, y cien mil salidas.[10] b | Nos puede faltar tierra para vivir, pero tierra para morir, jamás nos faltará, tal como respondió Boyocalo a los romanos.[11] a | ¿Por qué te quejas de este mundo? No te tiene sujeto:[12] si vives afligido, la causa es tu cobardía; para morir basta con quererlo:[13]

Vbique mors est: optime hoc cauit Deus,

eripere uitam nemo non homini potest;

at nemo mortem: mille ad hanc aditus patent.[14]

[La muerte está por doquier. Dios lo ha dispuesto de la manera más favorable. No hay nadie que no pueda arrancarle la vida a un hombre, pero nadie puede arrancarle la muerte: mil caminos se abren hacia ella].

Y no es la receta para una sola enfermedad; la muerte es la receta para todos los males.[15] Es un puerto segurísimo, que nunca debe temerse, y que a menudo hay que buscar.[16] Tanto da que el hombre se procure su propio fin o lo sufra;[17] que se anticipe a su hora o la espere.[18] Venga de donde venga, es siempre la suya; se rompa donde se rompa el hilo, está entero, ése es el extremo del ovillo. La muerte más voluntaria es la más hermosa. La vida depende de la voluntad ajena; la muerte, de la nuestra.[19] En nada más debemos acomodarnos tanto a nuestras inclinaciones como en esto. La reputación no afecta a tal iniciativa, es insensato tenerla en cuenta.[20] La vida es esclavitud si se carece de libertad para morir.[21] La manera común de curar se realiza a costa de la vida: nos hacen incisiones, nos cauterizan, nos seccionan los miembros, nos arrebatan el alimento y la sangre. Un paso más, y estamos ya del todo curados. ¿Por qué no tenemos el mismo poder sobre la vena yugular que sobre la mediana?[22] A grandes males grandes remedios. El gramático Servio, aquejado de gota, no encontró mejor solución que aplicarse veneno para matarse las piernas.[23] c | ¡Que fueran gotosas a su antojo, con tal de que lo fueran sin sensación!

a | Dios nos concede venia suficiente cuando nos pone en una situación tal que la vida nos resulta peor que la muerte. c | Es flaqueza ceder a los males, pero es locura alimentarlos.[24] Los estoicos dicen que, para el sabio, es vivir con arreglo a la naturaleza abandonar la vida aunque sea en plena felicidad, si lo hace oportunamente; y, para el necio, conservar la vida aun cuando sea desgraciado con tal de que sea en la mayor parte de las cosas que dicen estar de acuerdo con la naturaleza.[25] No vulnero las leyes establecidas contra los ladrones cuando me llevo lo mío y corto mi bolsa, ni las de los incendiarios cuando quemo mi bosque. De igual manera, tampoco estoy sujeto a las leyes fijadas contra los asesinos por haberme quitado la vida. Decía Hegesias que, lo mismo que la clase de vida, también la clase de muerte debía depender de nuestra elección.[26] Y Diógenes, al encontrarse con el filósofo Espeusipo, aquejado por una larga hidropesía, que se hacía llevar en una litera y que le gritó: «¡Salud, Diógenes!», le respondió: «A ti no puedo desearte salud, puesto que sufres la vida en esta situación». Lo cierto es que, algún tiempo después, Espeusipo se dio muerte, hastiado de una condición de vida tan penosa.[27]

a | Pero esto no carece de contraste. Pues muchos sostienen[28] que no podemos abandonar la guarnición del mundo sin la orden expresa de aquel que nos la ha asignado;[29] y que corresponde a Dios, que nos ha enviado aquí no sólo por nosotros, sino por su gloria, y para servir a los demás, darnos permiso cuando le plazca, no a nosotros tomárnoslo; c | que no hemos nacido para nosotros, sino también para nuestro país, de tal suerte que las leyes nos piden cuentas por su perjuicio, y presentan una demanda de homicidio contra nosotros;[30] a | de lo contrario, como desertores de nuestra misión, se nos castiga en el otro mundo:[31]

Proxima deinde tenent maesti loca, qui sibi lethum

insontes peperere manu, lucemque perosi

proiecere animas.[32]

[Después, los lugares próximos están ocupados por sombras abatidas: aquellos que, inocentes, se han dado muerte con su propia mano, y, por odio a la luz, han rechazado el aliento de la vida].

Hay mucha más entereza en desgastar la cadena que nos sujeta que en romperla, y más prueba de firmeza en Régulo que en Catón.[33] Lo que nos lleva a apresurar el paso es la falta de juicio y de resistencia. No hay infortunio que haga retroceder a una virtud viva; ésta busca los males y el dolor como alimento. Las amenazas de los tiranos, las torturas y los verdugos la animan y vivifican:

Duris ut ilex tonsa bipennibus

nigrae feraci frondis in Algido,

per damna, per caedes, ab ipso

ducit opes animumque ferro.[34]

[Como la encina podada por la dura hacha en el Álgido feraz en negras frondas, en medio del daño, en medio de la sangre vertida, extrae fuerza y ánimo del hierro mismo].

Y como dice este otro:

Non est, ut putas, uirtus, pater,

timere uitam, sed malis ingentibus

obstare, nec se uertere ac retro dare.[35]

[La virtud, padre, no es, como tú crees, temer la vida, sino hacer frente a males inmensos sin darse la vuelta ni retroceder].

Rebus in aduersis facile est contemnere mortem:

fortius ille facit qui miser esse potest.[36]

[En la adversidad es fácil despreciar la muerte;

demuestra más fortaleza el que puede ser desgraciado].

Es el papel de la cobardía, no el de la virtud, agazaparse en un agujero, bajo una tumba maciza, para eludir los golpes de la fortuna. La virtud no interrumpe su camino y su marcha por más tormenta que haya:

Si fractus illabatur orbis,

impauidam ferient ruinae.[37]

[Si el orbe se derrumbase y quebrara,

sus ruinas la golpearían impávida].

En la mayoría de casos la huida de los demás inconvenientes nos empuja a éste. Incluso, a veces, la huida de la muerte nos hace correr hacia ella:

c | Hic, rogo, non furor est, ne moriare, mori?,[38]

[¿No es una locura, pregunto, morir para evitar la muerte?],

a | como aquellos que, por miedo a un precipicio, se arrojan por sí mismos en él:

multos in summa pericula misit

uenturi timor ipse mali; fortissimus ille est,

qui promptus metuenda pati, si cominus instent,

et differre potest.[39]

[a muchos les arrojó a los mayores peligros el mismo temor al mal venidero; el más valeroso es aquel que, pronto a soportar cosas terribles si le amenazan de cerca, también puede apartarlas].

Vsque adeo, mortis formidine, uitae

percipit humanos odium, lucisque uidendae,

ut sibi consciscant maerenti pectore lethum,

obliti fontem curarum hunc esse timorem.[40]

[El temor a la muerte suscita en los humanos tanto odio a la vida, y a la visión de la luz, que, con pecho afligido, se dan muerte a sí mismos, olvidando que este temor es la fuente de tales cuitas].

c | Platón, en las Leyes, ordena ignominiosa sepultura para quien haya privado a su más cercano y mayor amigo, es decir, a sí mismo, de la vida y del curso de los destinos, sin verse forzado a ello ni por un juicio público, ni por algún triste e inevitable accidente de la fortuna, ni por una vergüenza insoportable, sino por cobardía y por la flaqueza de un alma temerosa.[41]

a | Y la opinión que desprecia nuestra vida es ridícula. Porque, a fin de cuentas, se trata de nuestro ser, de nuestro todo. Las cosas que poseen un ser más noble y más rico pueden acusar al nuestro; pero va contra la naturaleza que nos despreciemos y que nos desentendamos de nosotros mismos. Odiarse y despreciarse es una enfermedad particular, y que no se ve en ninguna otra criatura. Con la misma vanidad deseamos ser otra cosa de lo que somos. El fruto de semejante deseo no nos atañe, porque se contradice y se impide a sí mismo. Quien desea convertirse de hombre en ángel, nada hace por sí mismo. En nada sería mejor. Pues, si ya no existe, ¿quién se regocijará y sentirá afectado por esa mejora para él?

b | Debet enim misere cui forte aegreque futurum est,

ipse quoque esse in eo tum tempore, cum male possit

accidere.[42]

[Pues aquel que en el futuro ha de sufrir miseria y dolor, también ha de existir él mismo entonces, para que el mal pueda alcanzarle].

a | La seguridad, la ausencia de dolor, la impasibilidad, la privación de los males de esta vida, que adquirimos a costa de la muerte, no nos aporta ventaja alguna. En vano evita la guerra quien no puede gozar de la paz; y en vano escapa a la aflicción quien es incapaz de saborear el reposo.

Entre quienes sostienen la primera opinión, ha habido grandes dudas sobre este punto: ¿qué motivos son lo bastante justos para hacer que un hombre se determine a quitarse la vida? Llaman a esto εὔλογον ἐξαγωγὴν [salida razonable].[43] Pues, aunque digan que a menudo debe morirse por causas leves dado que las que nos mantienen en vida no son muy fuertes,[44] con todo se requiere cierta medida. Hay inclinaciones fantásticas e irracionales que han empujado no sólo a hombres particulares, sino a pueblos, a quitarse la vida. He alegado algunos ejemplos con anterioridad,[45] y leemos también, de las vírgenes milesias, que, por una furiosa conjura se ahorcaban una tras otra, hasta que el magistrado intervino ordenando que, las que encontraran ahorcadas de este modo, fuesen arrastradas con el mismo ronzal, completamente desnudas, por la ciudad.[46]

Cuando Terición predica a Cleómenes que se mate por la mala situación de sus asuntos, y que, eludida la muerte más honorable en la batalla que acababa de perder, acepte esta otra, que es la segunda en honor, y así no dé ocasión a los vencedores de hacerle sufrir o una muerte o una vida ignominiosa, Cleómenes, con una valentía lacedemonia y estoica, rehúsa esta solución como blanda y afeminada: «Éste es un remedio», dice, «que jamás puede faltarme, y del que uno no debe valerse mientras reste un ápice de esperanza»; añade que vivir es a veces firmeza y valentía; que él pretende que su muerte misma sea útil a su país, y quiere hacer de ella un acto honorable y virtuoso. Terición siguió su propio consejo en ese mismo instante y se mató. Cleómenes hizo otro tanto después; pero lo hizo tras haber experimentado el último grado de la fortuna.[47] Todas las desgracias no valen que se quiera morir para evitarlas.

Y, además, dado que en las cosas humanas se producen tantos cambios súbitos, es difícil juzgar el punto exacto en el cual se han agotado todas las esperanzas:

b | Sperat et in saeua uictus gladiator arena,

sit licet infesto pollice turba minax.[48]

[El gladiador, vencido en la cruel arena, tiene aún esperanza, por más que la turba le condene con el pulgar amenazador].

a | El hombre, dice una antigua sentencia, puede esperarlo todo mientras sigue vivo. Sí, pero, responde Séneca, ¿por qué he de tener esto en la cabeza, que la fortuna lo puede todo para favorecer al que está vivo, más bien que esto otro, que la fortuna nada puede contra el que sabe morir?[49] Vemos a Josefo envuelto en un peligro tan manifiesto y cercano, pues todo un pueblo se había alzado contra él, que, desde el punto de vista de la razón, no podía haber escapatoria alguna. Sin embargo, pese a que uno de sus amigos, según dice, le aconsejó en ese momento quitarse la vida, le fue muy útil seguir obstinándose en la esperanza, pues la fortuna desvió, más allá de toda razón humana, este accidente, de tal manera que se vio libre sin daño alguno.[50] Y Casio y Bruto, en cambio, acabaron de destruir los restos de la libertad romana, cuya protección detentaban, por la precipitación y la ligereza con que se mataron antes de llegar el momento y la ocasión. c | En la batalla de Cerisoles el señor de Enghien intentó por dos veces herirse con la espada en la garganta, desesperado por la suerte del combate, que fue mal allí donde se encontraba; y, por tal precipitación, estuvo a punto de privarse de la alegría de una victoria tan hermosa.[51] He visto cien liebres salvarse entre los dientes de los lebreles. Aliquis carnifici suo superstes fuit[52] [Alguno ha sobrevivido a su verdugo]:

b | Multa dies uariusque labor mutabilis aeui

rettulit in melius; multos alterna reuisens

lusit, et in solido rursus fortuna locauit.[53]

[El paso de los días, y la acción caprichosa del tiempo cambiante, han mejorado muchas cosas; la alternante fortuna se ha reído de muchos volviendo sobre sus pasos, y los ha puesto en lugar seguro].

a | Dice Plinio que sólo hay tres clases de enfermedades para evitar las cuales uno tiene derecho a matarse: la más violenta de todas es la piedra en la vejiga, cuando retiene la orina.[54] c | Séneca, solamente aquellas que perturban durante mucho tiempo las funciones del alma.[55]

a | Para evitar una muerte peor, algunos aconsejan elegirla al propio gusto.[56] c | Damócrito, jefe de los etolios, llevado como prisionero a Roma, encontró la manera de escapar de noche. Pero, seguido por sus guardianes, prefirió atravesarse el cuerpo con la espada a permitir que lo volvieran a capturar.[57] Antínoo y Teodoto, cuando los romanos redujeron la ciudad de Epiro a una situación extrema, aconsejaron ante el pueblo quitarse todos la vida. Pero, como se impuso la opción de rendirse, buscaron la muerte arrojándose contra los enemigos, con intención de golpear, no de protegerse.[58] Cuando los turcos conquistaron la isla de Gozzo, hace unos cuantos años, un siciliano que tenía dos hermosas hijas casaderas las mató con sus propias manos, y, después, a la madre, que acudió a su muerte. Hecho esto, salió a la calle con una ballesta y un arcabuz y, de dos tiros, mató a los dos primeros turcos que se acercaron a su puerta, y, luego, empuñando la espada, se lanzó a pelear furiosamente, para ser rodeado y destrozado en el acto. Se salvó así de la servidumbre, tras haber librado a los suyos.[59]

a | Las mujeres judías, después de hacer circuncidar a sus hijos, fueron a despeñarse junto a ellos, huyendo de la crueldad de Antíoco.[60] Me han contado que en cierta ocasión en que un prisionero de calidad se encontraba en nuestras cárceles, sus padres, advertidos de que sería con toda seguridad condenado, para evitar la infamia de una muerte semejante, dispusieron un sacerdote para decirle que el supremo remedio de su liberación era que se recomendase a tal santo, con tal y cual voto, y que permaneciese ocho días sin tomar alimento alguno, sea cual fuere el desfallecimiento y la debilidad que sintiera. Les hizo caso, y de este modo se libró, sin pensar en ello, de su vida y del peligro. Escribonia, aconsejando a su sobrino Libón matarse en vez de esperar la mano de la justicia, le decía que era propiamente hacer el trabajo ajeno conservar la vida para entregarla a quienes la vendrían a buscar tres o cuatro días más tarde, y que era servir a sus enemigos guardar su sangre para que tuviesen su pitanza.[61]

Se lee en la Biblia que Nicanor, azote de la Ley de Dios, había enviado a sus esbirros a prender al buen anciano Radas, apodado, por el honor de su virtud, padre de los judíos. El buen hombre, no viendo otra solución, con la puerta quemada, y con sus enemigos a punto de apresarlo, eligió morir con nobleza antes que caer en manos de malvados y dejar que vejaran el honor de su rango. Así pues, se golpeó con su espada. Pero como, por culpa de la prisa, el golpe no fue certero, corrió a arrojarse de lo alto de un muro en medio de la tropa. Ésta se apartó y le dejó sitio, y él cayó justo de cabeza. No obstante, sintiendo todavía algún resto de vida, reavivó su ánimo y, poniéndose de pie, totalmente ensangrentado y magullado, y atravesando la multitud, llegó hasta cierta roca abrupta y escarpada, donde, exhausto, cogió, a través de una de sus heridas, con las dos manos, sus entrañas, las desgarró y golpeó, y las arrojó entre sus perseguidores, invocando contra ellos, y poniendo como testigo, la venganza divina.[62]

Entre las violencias que se infieren a la conciencia, la que más conviene evitar, a mi juicio, es aquella que se infiere contra la castidad de las mujeres, pues cierto placer corporal se mezcla en ella por naturaleza; y, por este motivo, la disconformidad no puede ser lo bastante completa, y parece que la fuerza se mezcla con cierto consentimiento.[63] c | La historia eclesiástica tiene en veneración muchos ejemplos de este tipo, de personas devotas que invocaron la muerte como refugio contra los ultrajes que los tiranos disponían para su religión y conciencia. a | Pelagia y Sofronia fueron ambas canonizadas; una se arrojó al río, con su madre y hermanas, para evitar que ciertos soldados la forzaran, y la otra se mató también para evitar que la forzase el emperador Majencio.[64]

Nos honrará acaso en los siglos venideros que un docto autor de estos tiempos, y señalado parisino, se esfuerce en convencer a las damas de nuestro siglo de que prefieran tomar cualquier otra vía a caer en la horrible postura de una desesperación tal.[65] Lamento que no haya conocido, para añadirla a sus cuentos, la ocurrencia de la que supe en Toulouse, de una mujer pasada por las manos de ciertos soldados: «¡Loado sea Dios!», decía, «que al menos una vez en la vida me he saciado sin pecar». Lo cierto es que estas crueldades no son dignas de la dulzura francesa. Además, a Dios gracias, nuestro aire se ve infinitamente purgado de ellas tras este buen consejo: basta con que digan nones mientras lo hacen, siguiendo la regla del buen Marot.[66]

La historia está llena de aquellos que, de mil maneras, han cambiado una vida penosa por la muerte. b | Lucio Arruncio se quitó la vida para, según decía, escapar del futuro y del pasado.[67] c | Gavio Silvano y Estacio Próximo, tras ser perdonados por Nerón, se mataron, ya fuera para no vivir por la gracia de un hombre tan malvado, ya fuera por no haber de preocuparse de nuevo por un segundo perdón, en vistas de su facilidad para las sospechas y las acusaciones contra la gente de bien.[68] Espargapises, hijo de la reina Tomiris, prisionero de guerra de Ciro, dedicó a matarse el primer favor que le concedió de hacerlo desatar, pues no pretendía otro fruto de su libertad que el de vengar contra sí mismo la vergüenza de su apresamiento.[69]

Boges, gobernador de Eyón en nombre del rey Jerjes, cercado por el ejército de los atenienses que mandaba Cimón, rehusó el trato de volver sin riesgo a Asia con todos sus bienes. No podía soportar sobrevivir a la pérdida de aquello que su amo le había confiado; y, tras defender hasta el límite la ciudad, cuando ya no quedaba nada que comer, primero tiró al río Estrimón todo el oro, y todo aquello de lo cual, a su juicio, el enemigo podía sacar más botín. Y luego, tras ordenar encender una gran hoguera y degollar a mujeres, hijos, concubinas y criados, los arrojó al fuego, y, después, se arrojó él mismo.[70]

El señor indio Ninachetuén, al percibir el primer viento de la decisión del virrey portugués de desposeerlo, sin ninguna causa aparente, del cargo que ejercía en Malaca para dárselo al rey de Campar, tomó para sus adentros la siguiente resolución. Hizo levantar un estrado más largo que ancho, apoyado sobre dos columnas, tapizado regiamente y adornado con abundancia de flores y perfumes. Y, después, vestido con una ropa de tisú de oro, cargada con gran número de pedrerías de alto valor, salió a la calle y subió por unos peldaños al estrado, en uno de cuyos rincones estaba encendida una pira de maderas aromáticas. La gente acudió a ver cuál era el objeto de esos preparativos insólitos. Ninachetuén expuso, con semblante osado y descontento, la obligación que la nación portuguesa tenía con él; la fidelidad con la cual había ejercido su cargo; que, tras probar tantas veces por otros, empuñando las armas, que apreciaba mucho más el honor que la vida, no estaba dispuesto a abandonar esta preocupación por sí mismo; que, dado que su fortuna le negaba los medios para oponerse a la injusticia que le habían querido infligir, al menos su ánimo le ordenaba despojarse de su sentimiento, y no servir de fábula al pueblo, ni de triunfo a personas que valían menos que él. Diciendo esto, se arrojó al fuego.[71]

b | Sextia, esposa de Escauro, y Paxea, esposa de Labeón, para animar a sus maridos a eludir los peligros que se les echaban encima, en los cuales ellas no tenían otra participación que la del interés del afecto conyugal, empeñaron voluntariamente la vida para servirles de ejemplo y de compañía en tal situación de extrema necesidad.[72] Lo que ellas hicieron por sus maridos, Cocceyo Nerva lo hizo por su patria, con menos provecho pero con similar amor. Este gran jurista, floreciente en salud, en riquezas, en reputación, en prestigio ante el emperador, no tuvo otro motivo para quitarse la vida que la compasión por la miserable situación en que se encontraba el Estado romano.[73] Nada cabe añadir a la delicadeza de la muerte de la esposa de Fulvio, amigo de Augusto. Al descubrir el emperador que su amigo había difundido un importante secreto que le había confiado, una mañana en que fue a verlo le recibió con semblante huraño. Fulvio regresó a casa lleno de desesperación, y dijo lastimosamente a su esposa que, puesto que había caído en desgracia, estaba resuelto a matarse. Ella replicó con toda franqueza: «Harás bien, porque has comprobado de sobra la incontinencia de mi lengua, y no te has preocupado. Pero deja que yo me mate primero». Y, sin más discusión, se atravesó el cuerpo con una espada.[74]

c | Vibio Virio, perdida toda esperanza en la salvación de su ciudad, cercada por los romanos, y en su misericordia, en la última deliberación de su senado, tras dedicar muchas advertencias a tal fin, concluyó que lo más hermoso era escapar a la fortuna por su propia mano. Los enemigos les honrarían, y Aníbal se daría cuenta de hasta qué punto eran fieles esos amigos a los que había abandonado. Invitó a quienes aprobaran su parecer a ir a tomar una buena cena, preparada en su casa, donde, tras comer bien, beberían juntos de aquello que les ofreciesen: «Una bebida que librará nuestros cuerpos de tormentos, nuestras almas de injurias, nuestros ojos y oídos del sentimiento de todos aquellos males abyectos que los vencidos tienen que sufrir de vencedores muy crueles y ofendidos». Añadió: «He ordenado que haya personas dispuestas para arrojarnos a una hoguera ante mi puerta, una vez que hayamos expirado». Muchos aprobaron esta sublime determinación; pocos la imitaron. Veintisiete senadores le siguieron y, tras haber intentado ahogar en vino este doloroso pensamiento, terminaron la comida con el mortal manjar; y, abrazándose entre ellos, tras lamentar juntos la desgracia de su país, unos se retiraron a sus casas, los demás se quedaron para ser sepultados en el fuego de Vibio a su lado. Y tuvieron una muerte tan lenta, dado que el vapor del vino había llenado las venas, y retardaba el efecto del veneno, que a algunos les faltó apenas una hora para ver a sus enemigos en Capua, que fue conquistada al día siguiente, y para caer en las miserias que habían esquivado a tan alto precio.[75]

Táurea Vibelio, otro ciudadano del mismo lugar, al volver el cónsul Fulvio de la infame carnicería de doscientos veinticinco senadores que había perpetrado, le llamó orgullosamente por su nombre y, tras detenerlo, le dijo: «Ordena que me asesinen a mí también, después de tantos otros, para que puedas jactarte de haber matado a un hombre mucho más valiente que tú». Fulvio le desdeñó como si fuera un insensato —además acababa de recibir, hacía un momento, unas cartas de Roma contrarias a la inhumanidad de su ejecución, que le ataban las manos—, y Vibelio continuó: «Puesto que, con mi país conquistado y mis amigos muertos, y tras haber quitado la vida con mis manos a mi esposa y mis hijos para evitarles la desolación de esta ruina, me está prohibido morir con la muerte de mis conciudadanos, tomemos prestada del valor la venganza de esta vida odiosa». Y, sacando una espada que llevaba oculta, se atravesó el pecho, cayó derribado y murió a los pies del cónsul.[76]

b | Alejandro mantenía cercada una ciudad en las Indias. Los del interior, viéndose apremiados, se determinaron vigorosamente a hurtarle el placer de la victoria y se quemaron todos juntos, con su ciudad, pese a su humanidad. ¡Un nuevo tipo de guerra: los enemigos luchaban para salvarlos, ellos para destruirse; y hacían, para asegurar su muerte, todo aquello que suele hacerse para asegurar la vida![77] c | Estepa, ciudad de España, vio que sus muros y defensas eran débiles para resistir a los romanos, así que sus habitantes amontonaron riquezas y enseres en la plaza. Pusieron a las mujeres y los niños encima de este cúmulo, lo rodearon de leña y de materia muy combustible, y dejaron a cincuenta de sus jóvenes para llevar a la práctica su decisión. Entonces realizaron una salida en la que, conforme a sus deseos, a falta de poder vencer, lograron que los mataran a todos. Los cincuenta, tras masacrar a toda alma viviente dispersa por la ciudad y encender el cúmulo, se arrojaron también en él. Consiguieron que su noble libertad acabara en un estado insensible antes que doloroso e infame, y mostraron a los enemigos que, de haberlo querido la fortuna, habrían tenido también el valor de arrebatarles la victoria, como lo habían tenido para volvérsela engañosa y horrible —e incluso mortal para aquellos que, atraídos por el fulgor del oro que se fundía en las llamas, se acercaron en buen número, y se ahogaron y quemaron, pues la multitud que los seguía les impidió retroceder.[78]

Los abidenos, hostigados por Filipo, tomaron la misma decisión. Pero, como el tiempo les apremiaba, el rey, que se horrorizó al ver la precipitación temeraria de tal ejecución —con los tesoros y enseres que habían condenado o al fuego o al naufragio en su poder—, retirando a sus soldados, les concedió tres días para que se mataran con más orden y más a sus anchas. Llenaron estos días de sangre y de muerte más allá de cualquier crueldad enemiga, y ni una sola persona con poder sobre sí misma se salvó.[79] Son infinitos los ejemplos de decisiones populares semejantes, que parecen más violentas en la medida en que su efecto es más general. Lo son menos que aquellas que se toman por separado. Lo que la razón no haría en cada uno, lo hace en todos. El ardor de la sociedad arrastra los juicios particulares. b | Los condenados que aguardaban la ejecución en tiempos de Tiberio perdían sus bienes, y eran privados de sepultura; los que la anticipaban quitándose la vida, eran enterrados y podían hacer testamento.[80]

a | Pero, a veces, se desea también la muerte por la esperanza de un bien mayor. «Deseo ser desatado para estar con Jesucristo», dice san Pablo, y: «¿Quién me librará de estas ataduras?».[81] Cleómbroto de Ambracia, tras leer el Fedón de Platón, tuvo un deseo tan intenso de la vida futura que, sin otro motivo, fue a precipitarse al mar.[82] c | Se percibe así la impropiedad con la que llamamos desesperación a esta disolución voluntaria a la que el ardor de la esperanza nos conduce a menudo, y a menudo una tranquila y serena inclinación de juicio. a | Jacques du Chastel, obispo de Soissons, en la expedición a ultramar que realizó san Luis, al ver que el rey y todo el ejército regresaban, dejando los asuntos de la religión sin resolver, tomó la decisión de partir más bien hacia el paraíso. Y, tras despedirse de sus amigos, se abalanzó solo, a la vista de todos, contra el ejército enemigo, que le hizo trizas.[83] c | En cierto reino de las nuevas tierras, el día de una solemne procesión en la cual pasean en público, sobre un carro de extraordinarias dimensiones, el ídolo que adoran, no sólo son muchos los que se cortan pedazos de carne viva para ofrendárselos; otros muchos se echan al suelo en medio de la plaza, y se hacen aplastar y quebrar bajo las ruedas para adquirir tras su muerte veneración de santidad, que les es rendida.[84] La muerte de este obispo, con las armas empuñadas, posee más nobleza y menos sentimiento, por haber ocupado el ardor del combate una parte de él.

a | Algunos Estados se han inmiscuido en la regulación de la justicia y de la oportunidad de las muertes voluntarias. En nuestra Marsella se guardaba antiguamente un veneno preparado con cicuta, pagado por el erario público, para quienes desearan apresurar el fin de sus días, tras haber, primero, hecho aprobar por los seiscientos, que eran su senado, las razones de su iniciativa; y no era lícito ponerse la mano encima sino con permiso del magistrado y por motivos legítimos.[85] Esta ley existía también en otros sitios. Sexto Pompeyo, camino de Asia, pasó por la isla de Ceos del mar Egeo. Según nos refiere uno de sus compañeros,[86] sucedió por azar, mientras se encontraba allí, que una dama de gran autoridad, tras explicar a sus conciudadanos por qué estaba resuelta a poner fin a su vida, rogó a Pompeyo que asistiera a su muerte para hacerla más honorable. Éste lo hizo así; y, después de intentar en vano, a fuerza de elocuencia —que tenía extraordinariamente viva— y de persuasión, apartarla de tal propósito, le permitió al fin obrar a su gusto. Tenía más de noventa años, y su espíritu y su cuerpo se hallaban en felicísimas condiciones, pero entonces, recostada en su lecho, más adornado que de costumbre, y apoyada sobre un codo, dijo: «¡Que los dioses, oh Sexto Pompeyo, y más bien los que dejo que los que voy a encontrar, te agradezcan no haber desdeñado ser consejero de mi vida y testigo de mi muerte! Por mi parte, dado que siempre he conocido el rostro favorable de la fortuna, no sea que el ansia de vivir en exceso me muestre uno contrario, voy a despedir los restos de mi alma con un feliz final, dejando dos hijas y una legión de nietos». Hecho esto, tras predicar y exhortar a los suyos a la unión y a la paz, les repartió sus bienes, confió los dioses domésticos a su hija mayor, y tomó con mano segura la copa que contenía el veneno. Una vez efectuados sus votos a Mercurio, y las plegarias para que la condujera a alguna feliz morada en el otro mundo, engulló bruscamente el brebaje mortal. Entonces habló con los presentes del progreso de su efecto, y de cómo cada parte de su cuerpo se iba sintiendo presa del frío, una tras otra, hasta que al fin dijo que éste llegaba al corazón y a las entrañas, y llamó a sus hijas para que le rindieran el último servicio y le cerraran los ojos.[87]

Plinio cuenta de cierta nación hiperbórea que en ella, debido a la suave temperatura del aire, las vidas no suelen acabarse sino por la propia voluntad de los habitantes; pero que, cuando están cansados y hartos de vivir, tienen por costumbre, al término de una larga vida, tras darse un buen banquete, arrojarse al mar desde lo alto de cierta roca destinada a este servicio.[88] b | El dolor[89] y una muerte peor me parecen las incitaciones más excusables.