CAPÍTULO LVII

LA EDAD

a | No puedo aprobar la manera en que fijamos la duración de nuestra vida. Veo que los sabios la acortan mucho en comparación con la opinión común. «¡Cómo!», dijo Catón el Joven a quienes pretendían impedir que se quitara la vida, «¿acaso a la edad que ahora tengo se me puede reprochar que abandono demasiado pronto la vida?».[1] Sin embargo, tenía sólo cuarenta y ocho años. Esta edad le parecía muy madura y avanzada, teniendo en cuenta qué pocos hombres llegan a ella. Y quienes se complacen en que no sé qué curso, que llaman natural, promete algunos años más, podrían hacerlo si tuviesen un privilegio que les librara del grandísimo número de accidentes a los que estamos todos expuestos por sujeción natural, los cuales pueden interrumpir el curso que se prometen. ¡Qué desvarío es esperar morir por la declinación de fuerzas que comporta la extrema vejez, y proponerse tal objetivo para nuestra duración, siendo como es la clase de muerte más rara de todas y la menos habitual! Decimos que es la única natural, como si fuera contranatural que alguien se rompa el cuello por una caída, se ahogue en un naufragio, se deje sorprender por la peste o por una pleuresía, y como si nuestra condición ordinaria no nos expusiera a todos estos inconvenientes. No nos halaguemos con estas bellas palabras; tal vez debamos llamar natural más bien a lo que es general, común y universal. Morir de vejez es una muerte rara, singular y extraordinaria, y, por tanto, menos natural que las demás. Es la última y extrema manera de morir: cuanto más alejada está de nosotros, tanto menos podemos esperarla. Es el límite más allá del cual no iremos y que la ley de la naturaleza ha prescrito para no ser nunca rebasado; pero es un rarísimo privilegio hacernos durar hasta ahí. Es una exención que concede por favor particular a uno solo en el espacio de dos o tres siglos, librándole de los obstáculos y las dificultades que ha dispuesto en medio de esta larga carrera.

Así pues, mi opinión es considerar que la edad a la que hemos llegado es una edad que poca gente alcanza. Puesto que por regla general los hombres no llegan hasta aquí, es señal de que estamos muy avanzados. Y puesto que hemos rebasado los límites habituales, que son la verdadera medida de nuestra vida, no debemos esperar ir mucho más allá. Si hemos eludido tantas ocasiones de muerte en las que vemos tropezar a la gente, debemos reconocer que una fortuna extraordinaria e inusual como la que nos preserva, no debe durarnos mucho.

Aun las leyes incurren en el vicio de esta falsa imaginación; no aceptan que un hombre sea capaz de manejar sus bienes hasta los veinticinco años; y apenas conservará hasta entonces el manejo de su vida. Augusto recortó cinco años de las antiguas ordenanzas romanas, y declaró que era suficiente, para quienes asumían cargos judiciales, tener treinta años.[2] Servio Tulio dispensó a los caballeros que habían pasado de cuarenta y siete años de las cargas de la guerra; Augusto los rebajó a los cuarenta y cinco.[3] No me parece muy razonable enviar a los hombres al retiro antes de los cincuenta y cinco o sesenta años. Yo sería del parecer que se prolongara nuestro oficio y ocupación todo lo posible por el interés público; pero encuentro el error al otro lado: que no nos emplean bastante pronto. Éste había sido juez universal del mundo a los diecinueve años, y pretende que, para juzgar sobre el estado de un canalón, haya que tener treinta.

Por mi parte, considero que las almas han desarrollado a los veinte años lo que deben ser, y que prometen todo aquello de que serán capaces. Jamás un alma que a esa edad no ha dado muestras muy evidentes de su fuerza dio después pruebas de ella. Las cualidades y las virtudes naturales presentan entonces, o nunca, cuanto tienen de vigoroso y de bello. En el delfinado dicen:

b | Si la espina no pincha al nacer,

difícilmente pinchará nunca.

a | Si examinara todas las acciones humanas hermosas de las que he tenido noticia, del tipo que sean, diría que hay más, contando las que se han producido tanto en los siglos antiguos como en el nuestro, antes de la edad de treinta años que después. c | Con frecuencia incluso en la vida de los mismos hombres. ¿No puedo decirlo con toda firmeza de la de Aníbal y de Escipión, su gran adversario? No menos de la mitad de su vida la vivieron de la gloria adquirida en su juventud: grandes hombres después, en comparación con todos los demás, pero en absoluto si los comparamos consigo mismos. a | En cuanto a mí, tengo por cierto que, después de esta edad, tanto mi espíritu como mi cuerpo han disminuido más que aumentado, y retrocedido más que avanzado. Es posible que a quienes empleen bien el tiempo la ciencia y la experiencia se les incrementen con la vida; pero la vivacidad, la rapidez, la firmeza y otras características mucho más nuestras, más importantes y esenciales, se marchitan y languidecen:

b | ubi iam ualidis quassatum est uiribus aeui

corpus, et obtusis ceciderunt uiribus artus,

claudicat ingenium, delirat linguaque mensque.[4]

[Cuando el cuerpo ha sido quebrantado por los duros embates de la edad, y los miembros han desfallecido, con sus fuerzas embotadas, el ingenio claudica, la lengua y la mente deliran].

A veces es el cuerpo el que se rinde primero a la vejez, a veces es también el alma; y he visto a bastantes cuyo cerebro se debilitó antes que el estómago y las piernas. Y es un mal mucho más peligroso porque es poco perceptible para quien lo sufre, y de oscura apariencia. Por esta vez, a | me quejo de las leyes no porque nos mantengan en la tarea demasiado tiempo, sino porque nos ponen a trabajar excesivamente tarde. Me parece que, habida cuenta la debilidad de nuestra vida, y a cuántos escollos comunes y naturales está expuesta, no deberíamos dedicar una parte tan grande al crecimiento, a la ociosidad y al aprendizaje.