LOS OLORES
a | Se dice de algunos, como de Alejandro Magno, que su sudor desprendía un olor suave, por cierta rara y extraordinaria complexión; la causa la indagan Plutarco y otros.[1] Pero la forma común de los cuerpos es la contraria; y la mejor condición que alcanzan es estar exentos de olor. Incluso la dulzura de los alientos más puros nada tiene más perfecto que carecer de olor alguno que nos ofenda, como sucede con los niños completamente sanos. Por eso, dice Plauto:
Mulier tum bene olet, ubi nihil olet.[2]
[La mujer huele bien cuando no huele a nada].
El más refinado olor de una mujer es no oler a nada.[3] Y los buenos olores artificiales los consideramos con razón sospechosos en quienes los utilizan, y creemos con razón que se emplean para cubrir algún defecto natural en ese aspecto. De ahí surgen las ocurrencias de los poetas antiguos; oler bien es heder:
Rides nos Coracine, nil olentes.
Malo quam bene olere, nil olere.[4]
[Te ríes de nosotros, Coracino, porque no
olemos. Prefiero no oler a oler bien].
Y en otro sitio:
Posthume, non bene olet, qui bene semper olet.[5]
[Postumo, no huele bien quien siempre huele bien].
b | Con todo, a mí me gusta muchísimo nutrirme de buenos olores, y detesto sobremanera los malos, que percibo desde más lejos que nadie:
Namque sagacius unus odoror,
polypus, an grauis hirsutis cubet hircus in alis,
quam canis acer ubi lateat sus.[6]
[Pues tengo un olfato único, más sagaz que el de un perro vivaz para husmear dónde se esconde el jabalí, para detectar si un pólipo o un fétido buco se esconde bajo unos sobacos hirsutos].
c | Los olores más simples y naturales me parecen más agradables. Y es una preocupación que concierne principalmente a las damas. En plena barbarie, las mujeres escitas, tras lavarse, se polvorean y embadurnan todo el cuerpo y la cara con cierta droga odorífera que nace en su territorio. Y, para atraer a los hombres, cuando se han quitado este maquillaje, creen estar limpias y perfumadas.[7] b | Es asombroso cómo se me adhiere cualquier olor, y hasta qué punto mi piel es propensa a impregnarse de ellos. Si alguien se queja de la naturaleza por haber dejado al hombre sin instrumento que conduzca los olores a la nariz, se equivoca, pues se conducen a sí mismos. Pero a mí particularmente me sirven para esto los bigotes que tengo espesos. Si les acerco los guantes o el pañuelo, el olor permanecerá en ellos un día entero. Delatan el lugar de donde vengo. Los besos íntimos de la juventud, sabrosos glotones y pegajosos, se les adherían en aquellos tiempos, y continuaban ahí muchas horas más tarde.
Y, por tal motivo, soy poco proclive a las epidemias, que se contraen con el trato y que nacen del contagio del aire; y me he salvado de las de mi tiempo, de las que ha habido varias clases en nuestras ciudades y en nuestros ejércitos.[8] c | Se lee de Sócrates que, sin haberse marchado nunca de Atenas durante las muchas recaídas en la peste que tantas veces la atormentaron, fue el único que nunca empeoró.[9] b | Los médicos podrían, creo yo, sacar más provecho de los olores de lo que lo hacen. Porque he reparado a menudo en que me alteran y actúan en mis espíritus según su naturaleza.[10] Lo cual me lleva a aprobar eso que se dice de que la invención de los inciensos y los perfumes en las iglesias, tan antigua y extendida por todas las naciones y religiones, busca recrear, despertar y purificar nuestros sentidos para volvernos así más propicios a la contemplación.
c | Me gustaría, para juzgar esto, haber participado en la tarea de esos cocineros que saben acomodar los olores artificiales al sabor de los alimentos, como se observó en particular en los servidores del rey de Túnez que, en nuestros tiempos, desembarcó en Nápoles para entrevistarse con el emperador Carlos. Rellenaban sus alimentos de drogas odoríferas, con tal suntuosidad que un pavo y dos faisanes costaban en sus festines cien ducados por su peculiar preparación. Y cuando los abrían, no ya la sala sino todas las estancias del palacio y las calles vecinas se llenaban de un suavísimo vapor que no se desvanecía enseguida.[11]
b | Mi principal preocupación al alojarme es huir del aire hediondo y pesado. Ciudades hermosas como Venecia y París alteran el favor que les profeso por el violento olor, la una de sus aguas pantanosas, la otra de su lodo.