CAPÍTULO LIV

VANAS SUTILEZAS

a | Hay sutilezas frívolas y vanas con las que los hombres buscan a veces la alabanza: como los poetas que componen obras enteras con versos que empiezan por la misma letra —vemos huevos, bolas, alas, hachas moldeadas antiguamente por los griegos con la medida de sus versos, alargándolos o acortándolos, de suerte que representan tal o cual figura—.[1] De este tipo era la ciencia del que se entretuvo en contar de cuántas maneras podían ordenarse las letras del alfabeto y halló el increíble número que se ve en Plutarco.[2] Me parece buena la opinión de aquel a quien presentaron a un hombre experto en lanzar granos de mijo con tanta destreza que los pasaba siempre, sin fallo alguno, por el orificio de una aguja. Cuando después le pidieron un regalo para retribuir tan singular habilidad, ordenó con mucha gracia y, a mi entender, con justicia que le hicieran dar al operario dos o tres medias minas de mijo, para que tan hermoso arte no dejara de practicarse.[3] Constituye una prueba extraordinaria de la flaqueza de nuestro juicio el hecho de que alabe las cosas por la rareza o novedad, o incluso por la dificultad, cuando no se les suman la bondad y la utilidad.

Acabamos ahora mismo de apostar, en mi casa, a ver quién era capaz de encontrar más cosas que estén unidas por los dos extremos: como «señor», un título que se concede a la persona de mayor rango de nuestro Estado, el rey, y que se otorga asimismo al vulgo, por ejemplo a los mercaderes, sin que ataña a los de en medio. Las mujeres de calidad reciben el nombre de «damas»; las medianas, el de «damiselas»; y «damas» de nuevo las del escalón más bajo. b | Los dados que se tiran sobre las mesas sólo se permiten en las casas principescas y en las tabernas. a | Decía Demócrito que los dioses y los animales tenían los sentidos más agudos que los hombres, que están en el nivel medio.[4] Los romanos llevaban el mismo atuendo los días de duelo y los días de fiesta. Es indudable que el miedo extremo y la extrema osadía alteran y aflojan el vientre del mismo modo.

c | El sobrenombre de «Trémulo» con el que fue apodado el duodécimo rey de Navarra, Sancho, muestra que la audacia tanto como el miedo les producen temblor a nuestros miembros. Quienes le armaban a él, o a otro de naturaleza semejante, al que la piel se le estremecía, intentaron calmarlo quitando importancia al peligro al que se iba a arrojar. Él les replicó: «Me conocéis mal. Si mi carne supiera adonde la conducirá mi valor dentro de poco se paralizaría por entero».[5]

a | La flaqueza que nos afecta, en los ejercicios de Venus, a causa de la frialdad y la desgana, nos afecta asimismo por un deseo demasiado vehemente y por un ardor inmoderado. El frío extremo y el calor extremo cuecen y asan. Dice Aristóteles que los lingotes de plomo se funden y licuan por el frío y por el rigor del invierno igual que por un calor intenso.[6] c | El deseo y la saciedad llenan de dolor la posición que precede y la que sigue al placer. a | Necedad y sabiduría coinciden en un mismo punto de sensibilidad y entereza para sobrellevar los infortunios humanos. Los sabios dominan el mal y mandan sobre él, y los otros lo ignoran. Éstos se mantienen, por así decirlo, más acá de los infortunios; aquéllos, más allá. Tras haber sopesado y examinado perfectamente sus características tras haberlos medido y juzgado tales como son, se alzan por encima gracias a la fuerza de su ánimo vigoroso —los desdeñan y pisotean porque su alma es fuerte y sólida, y los dardos de la fortuna, al dar en ella, forzosamente rebotan y se despuntan, pues topan con un cuerpo en el que no pueden penetrar—.[7] La condición común y mediana de los hombres, que es la de quienes reparan en los males, los sienten y no pueden soportarlos, se sitúa entre ambos extremos. Infancia y decrepitud coinciden en la debilidad del cerebro; avaricia y prodigalidad en un deseo semejante de acarrear y adquirir.

b | Puede decirse plausiblemente que c | hay una ignorancia rudimentaria, que precede a la ciencia, y otra doctoral,[8] que sigue a la ciencia —ignorancia que la ciencia produce y engendra, de igual manera que deshace y destruye la primera—. b | De los espíritus simples, menos curiosos y menos instruidos, se hacen buenos cristianos que, por reverencia y obediencia, creen con simplicidad y se mantienen bajo las leyes. En el vigor mediano de los espíritus y en la mediana capacidad se engendra el error de las opiniones. Éstos siguen la apariencia del primer sentido, y tienen algún pretexto para interpretar como necedad y tontería vernos detenidos en la forma antigua, en lo que respecta a nosotros, que no estamos instruidos por estudio.[9] Los grandes espíritus, más serenos y lúcidos, constituyen otro género de buenos creyentes. Con una larga y escrupulosa investigación penetran una luz más profunda y abstrusa en las Escrituras, y perciben el misterioso y divino secreto de nuestro orden eclesiástico. Sin embargo vemos que algunos han llegado al último escalón a través del segundo con extraordinario provecho y confirmación, como al límite extremo de la inteligencia cristiana, y que gozan de su victoria con consuelo, acción de gracias, reforma de comportamiento y gran modestia.[10] Y en este rango no pretendo situar a esos otros que, para purgarse de la sospecha de su pasado error y para que estemos seguros de ellos, se vuelven extremos, insensatos e injustos en la conducción de nuestra causa, y la manchan con infinitos reproches de violencia.[11]

c | Los campesinos simples son gente honorable, y gente honorable son los filósofos o, según los llama nuestro tiempo,[12] las naturalezas fuertes e ilustres, enriquecidas por una larga instrucción en ciencias útiles. Los mestizos, que han desdeñado la primera posición, la ignorancia de las letras, y no han podido alcanzar la otra —el culo entre dos sillas,[13] entre los cuales estoy yo y tantos más—, son peligrosos, ineptos, importunos. Son éstos los que turban el mundo. Por eso, por mi parte retrocedo en la medida de mis fuerzas a la primera y natural posición, de donde en vano he intentado salir. La poesía popular y puramente natural tiene ingenuidades y gracias que la hacen comparable a la insigne belleza de la poesía perfecta según el arte. Así se ve en las villanescas de Gascuña y en las canciones que nos traen de aquellas naciones que no conocen ciencia alguna, ni siquiera la escritura.[14] La poesía mediocre que se detiene en medio es desdeñada, sin honor ni valor.[15]

a | Pero, tras abrir la vía al espíritu, me ha parecido, como suele suceder, que habíamos considerado difícil ejercicio y asunto singular aquello que en modo alguno lo es, y, una vez nuestra inventiva se inflama, descubre un infinito número de ejemplos semejantes. Por lo cual, solamente añadiré uno más: que si estos ensayos fueran dignos de ser juzgados, podría suceder en mi opinión que no gustaran mucho ni a los espíritus comunes y vulgares,[16] ni tampoco a los singulares y excelentes.[17] Los unos no entenderían bastante, los otros entenderían demasiado. Podrían ir tirando en la región media.[18]