CAPÍTULO LII

LA FRUGALIDAD DE LOS ANTIGUOS

a | En medio de su gloria y de sus victorias contra los cartagineses, Atilio Régulo, general del ejército romano en África, escribió a la República que un mozo de labranza al que había dejado como administrador único de su patrimonio el cual no sumaba sino siete yugadas de tierra, había huido llevándose los instrumentos de labranza. Pedía permiso para regresar y hacerse cargo, por miedo a que su mujer y sus hijos sufrieran las consecuencias. El Senado procedió a confiar a otro la gestión de sus bienes e hizo que le restablecieran lo que le habían robado; ordenó además que su mujer y sus hijos fuesen mantenidos a cargo del erario público.[1]

Cuando Catón el Viejo volvió de España como cónsul, vendió su caballo de servicio para ahorrar el dinero que habría costado devolverlo a Italia por mar. Y cuando era gobernador de Cerdeña, hacía sus visitas a pie, sin más séquito que un oficial de la República que le llevaba un vestido y un vaso para hacer los sacrificios; la mayoría de veces llevaba él mismo su baúl. Se jactaba de no haber tenido nunca ninguna ropa que le hubiese costado más de diez escudos, y de no haber enviado al mercado más de diez sueldos al día, y de que ninguna de sus casas de campo estaba revestida y decorada por fuera.[2] Escipión Emiliano, tras dos triunfos y dos consulados, partió como embajador únicamente con siete servidores.[3] Se dice que Homero nunca tuvo más que uno; Platón, tres; Zenón, cabeza de la escuela estoica, ninguno.[4] b | A Tiberio Graco, que en aquel entonces era el primero entre los romanos, le asignaron sólo cinco sueldos y medio por día cuando partió en misión para la República.[5]