CAPÍTULO LI

LA VANIDAD DE LAS PALABRAS

a | Decía un retórico del pasado que su oficio consistía en hacer que las cosas pequeñas parecieran y resultaran grandes.[1] b | Es el zapatero que sabe hacer zapatos grandes para pies pequeños.[2] a | En Esparta le habrían hecho azotar por hacer profesión de un arte engañoso y embustero. b | Y creo que Arquidamo, uno de sus reyes, no escuchó sin asombro la respuesta de Tucídides, al que preguntaba quién era más fuerte en la lucha, Pericles o él: «Eso», dijo, «sería difícil de comprobar, pues aunque yo le derribe luchando, él persuade a quienes lo han visto de que no ha caído, y gana».[3] a | Quienes enmascaran y maquillan a las mujeres son menos dañinos: no se pierde mucho, en efecto, no viéndolas al natural; en cambio, éstos cuentan con engañarnos no ya los ojos, sino el juicio, y con bastardear y corromper la esencia de las cosas. Los Estados que se han mantenido en una situación de orden y buen gobierno, como el cretense o el lacedemonio, han hecho poco caso de los oradores.[4]

c | Aristón define sabiamente la retórica como la ciencia de persuadir al pueblo.[5] Sócrates y Platón, como el arte de engañar y de halagar.[6] Y quienes lo niegan en la definición general, lo prueban por todas partes con sus preceptos. Los mahometanos prohíben instruir en ella a sus hijos, por su inutilidad.[7] Y los atenienses, viendo hasta qué punto su práctica, que gozaba de gran crédito en su ciudad, era perniciosa, ordenaron que su elemento principal, que consiste en suscitar las pasiones, fuera suprimido a la vez que los exordios y las peroraciones.[8] a | Es un instrumento inventado para manejar y agitar a la turba y al pueblo desordenado, y un instrumento que no se emplea sino en Estados enfermos, como la medicina;[9] en aquellos en los cuales el vulgo, o los ignorantes, o todos han tenido todo el poder, como en Atenas, Rodas y Roma, y en los cuales las cosas han estado en permanente tempestad, allí han afluido los oradores.[10] Y, a decir verdad, en esas repúblicas se ven pocos personajes que consiguieran un gran crédito sin el auxilio de la elocuencia: Pompeyo, César, Craso, Lúculo, Léntulo, Metelo tuvieron ahí su principal apoyo para alzarse a la gran autoridad que finalmente alcanzaron, y se ayudaron de ella más que de las armas.[11] c | En contra de la opinión reinante en las mejores épocas. Dijo, en efecto, L. Volumnio, hablando ante el público en favor de la elección como cónsules de Q. Fabio y P. Decio: «Son hombres nacidos para la guerra, grandes en las acciones; en la disputa del parloteo, rudos: espíritus verdaderamente consulares; los sutiles, elocuentes y doctos son buenos para la ciudad como pretores para hacer justicia».[12]

a | La elocuencia alcanzó su apogeo en Roma cuando peor estaban los asuntos públicos, y cuando la tormenta de las guerras civiles los agitaba: igual que el campo libre e indómito produce las hierbas más gallardas.[13] Parece por consiguiente que los Estados que dependen de un monarca la necesitan menos que los demás; en efecto, la estupidez y la facilidad que se encuentran en el pueblo, y que lo hacen propenso a ser manejado y arrastrado por las orejas al dulce son de esta armonía, sin que llegue a sopesar y conocer la verdad de las cosas por la fuerza de la razón, esta facilidad, digo, no es tan habitual encontrarla en uno solo;[14] y cuesta menos protegerlo, con buena educación y buen consejo, de la impresión de esa ponzoña. Ni de Macedonia ni de Persia se vio surgir a ningún orador de renombre.[15]

He dicho estas palabras a propósito de un italiano con el que acabo de conversar, que sirvió al difunto cardenal Carafa como mayordomo hasta su muerte.[16] Le he hecho hablar acerca de su oficio. Me ha pronunciado un discurso sobre el arte de la comida con gravedad y gesto magistrales, como si me hablara de algún punto importante de teología. Me ha desmenuzado las distintas clases de apetitos: el que se tiene en ayunas, el que se tiene tras el segundo y tercer servicio; los medios para simplemente complacerlo o para despertarlo y provocarlo; la administración de las salsas, primero en general, y después pormenorizando las cualidades de los ingredientes y sus efectos; las diferencias entre ensaladas según la estación, la que debe calentarse, la que exige servirse fría, la manera de adornarlas y embellecerlas para hacerlas agradables también a la vista. A continuación, ha empezado con el orden del servicio, lleno de bellas e importantes consideraciones:

b | nec minimo sane discrimine refert

quo gestu lepores, et quo gallina secetur.[17]

[y no es pequeña la diferencia en la manera

de trinchar una liebre o una gallina].

a | Y todo ello, hinchado con ricas y magníficas palabras, y las mismas que se emplean para tratar del gobierno de un imperio. Me he acordado de mi hombre:

Hoc salsum est, hoc adustum est, hoc lautum est parum,

illud recte, iterum sic memento, sedulo

moneo quae possum pro mea sapientia.

Postremo, tanquam in speculum, in patinas, Demea,

inspicere iubeo, et moneo quid facto usus sit.[18]

[Esto está salado, esto quemado, esto poco cocinado; aquello está bien: acuérdate de hacerlo así otra vez; les advierto diligentemente de lo que puedo según mi saber. Después, Demea, les mando mirarse en los platos como en un espejo y les advierto de lo que hay que hacer].

Con todo, incluso los griegos alabaron grandemente el orden y la disposición que Paulo Emilio observó en el festín que les ofreció a la vuelta de Macedonia.[19] Pero no hablo aquí de acciones, hablo de palabras.

Ignoro si les sucede a los demás como a mí. Pero yo no puedo evitar, cuando oigo a nuestros arquitectos hincharse con esas gruesas palabras —«pilastras», «arquitrabes», «cornisas», «de estilo corintio y dórico» y otras semejantes de su jerigonza—, que mi imaginación se adueñe de inmediato del palacio de Apolidón;[20] y, en realidad, descubro que se trata de las pobres piezas de la puerta de mi cocina. b | Si oyes decir «metonimia», «metáfora», «alegoría» y otros términos gramaticales similares, ¿no parecen referirse a alguna forma de lenguaje raro y peregrino? Se trata de títulos que atañen a la charla de tu criada. a | Engaño cercano a éste es denominar los oficios de nuestro Estado con los soberbios títulos de los romanos, aunque no haya semejanza alguna de cometido, y aún menos de autoridad y de poder.[21] Y también uno que algún día valdrá, a mi juicio, como reproche a nuestro siglo: aplicar indignamente a cualquiera que se nos antoja los sobrenombres más gloriosos con que la Antigüedad honró a uno o dos personajes en muchos siglos. Platón arrastró, por acuerdo universal, el apodo de divino, que nadie ha intentado hurtarle; y los italianos, que se jactan, y con razón, de tener por regla general el espíritu más despierto, y el razonamiento más sano, que las demás naciones de su tiempo, acaban de atribuírselo al Aretino,[22] el cual, salvo una manera de hablar hueca e inflada de agudezas, éstas a decir verdad ingeniosas, pero muy rebuscadas y fantásticas, y aparte, en suma, de la elocuencia, mayor o menor, no veo que tenga nada por encima de los autores comunes de su siglo; y, mucho menos, que se aproxime a la divinidad antigua. Y el apodo de grande, lo asociamos a príncipes que nada poseen por encima de la grandeza popular.