CAPÍTULO L

DEMÓCRITO Y HERÁCLITO

a | El juicio es un instrumento que vale para cualquier asunto y que se inmiscuye en todo. Por este motivo, al ponerlo aquí a prueba, aprovecho toda suerte de ocasiones. Si se trata de un asunto que no entiendo, lo pongo a prueba en eso mismo: sondeo el vado desde la distancia, y después, al encontrarlo demasiado hondo para mi estatura, me quedo en la orilla.

Y el reconocimiento de no poder cruzar al otro lado es una muestra de su acción, incluso una de aquéllas de las que más se ufana. A veces, en un asunto vano y nulo, pruebo a ver si encuentra con qué darle cuerpo y con qué apoyarlo y sostenerlo. A veces, lo paseo por un asunto noble y trillado, donde nada debe encontrar por sí mismo, pues el camino está tan desbrozado que no puede andar sino sobre huellas ajenas. Ahí su juego consiste en elegir la ruta que le parece mejor, y, entre mil senderos, dice que éste o aquél fue la mejor elección. Aprovecho cualquier argumento que me presenta la fortuna. Para mí son igualmente buenos. Y jamás me propongo tratarlos[1] por entero.[2] c | Porque no veo el todo en nada. Tampoco lo ven quienes prometen que nos lo harán ver. De los cien elementos y aspectos que tiene cada cosa, tomo uno, a veces sólo para rozarlo, a veces para tocarlo levemente, y, en ocasiones, para pellizcarlo hasta el hueso. Hago un avance en él, no con la máxima extensión sino con la máxima hondura de que soy capaz. Y, las más de las veces, me gusta cogerlos por algún lado insólito. Me arriesgaría a tratar a fondo alguna materia si me conociera menos y me engañase sobre mi incapacidad. Esparciendo una frase por aquí, otra por allí —muestras desprendidas de su pieza, separadas, sin propósito ni promesa—, no estoy obligado a tratarlas en serio, ni a mantenerme yo mismo en ellas, sin variar cuando se me antoje ni retornar a la duda y a la incertidumbre, y a mi forma maestra, que es la ignorancia.

Cualquier movimiento nos descubre. a | El alma de César que se deja ver cuando ordena y dirige la batalla de Farsalia es la misma que se deja también ver disponiendo sus intrigas de ocio y de amor. Juzgamos el caballo no sólo observando cómo se desenvuelve en la carrera, sino también viéndolo ir al paso, incluso viendo cómo descansa en el establo. c | Entre las funciones del alma, algunas son bajas. Quien no la ve también por ese lado, no acaba de conocerla. Y tal vez se la observa mejor allí donde anda con su paso simple. Los vientos de las pasiones la afectan más en situación encumbrada. Además, se sume entera en cada asunto, y se aplica entera, y nunca trata más de uno a la vez. Y lo trata no según ella sino con arreglo a sí misma. Las cosas en sí mismas tienen quizá sus pesos y medidas y características, pero en el interior, en nosotros, ella se los adjudica a su antojo. La muerte es espantosa para Cicerón, deseable para Catón, indiferente para Sócrates. La salud, la conciencia, la autoridad, la ciencia, la riqueza, la belleza y sus contrarios se despojan a la entrada, y reciben del alma un vestido nuevo, y del color que a ella le place —marrón, claro, verde, oscuro, agrio, dulce, profundo, superficial—, y que place a cada una de ellas. Porque las almas no han verificado en común sus estilos, reglas y formas; cada una de ellas es reina en su Estado. Por tanto, no nos excusemos más con las cualidades externas de las cosas; hemos de rendirnos cuentas nosotros mismos. Nuestro bien y nuestro mal no dependen sino de nosotros. Ofrezcámonos nuestras ofrendas y nuestros votos, no a la fortuna, que nada puede sobre nuestro comportamiento. Al contrario, éste la arrastra tras él y la amolda a su forma.

¿Por qué no he de juzgar a Alejandro en la mesa, ocupado en charlar y en beber? O, si jugaba al ajedrez, ¿qué cuerda de su espíritu no toca y emplea este juego necio y pueril? Yo lo detesto y lo evito, porque no es del todo un juego, y nos distrae con excesiva seriedad. Me avergüenza prestarle una atención que bastaría para hacer algo bueno. No dedicó más esfuerzos a preparar su gloriosa expedición a las Indias; ni aquel otro a desentrañar un pasaje del que depende la salvación del género humano.[3] Ved cómo altera[4] nuestra alma esta ridícula diversión, ved si no se tensan todas sus fuerzas; con qué amplitud brinda a todos la ocasión de conocerse y de juzgarse rectamente en esto. En ninguna otra postura me veo ni examino de modo más general. ¿Qué pasión no ejerce en nosotros?: la cólera, el despecho, el odio, la impaciencia, y una vehemente ambición de vencer en algo en lo cual sería más excusable tener la ambición de ser vencido. Porque la excelencia singular y más allá de lo común en una cosa frívola no conviene a un hombre de honor.[5] Cuanto digo sobre este ejemplo, puede decirse sobre todos los demás. Cada parcela, cada ocupación del hombre, le delata y le descubre no menos que las demás.

a | Demócrito y Heráclito fueron dos filósofos. El primero, encontrando vana y ridícula la condición humana, no aparecía en público sino con un semblante burlón y risueño; Heráclito, apiadado y compadecido de esa misma condición nuestra, tenía el semblante siempre triste, y los ojos llenos de lágrimas:

b | alter

ridebat, quoties a limine mouerat unum

protuleratque pedem; flebat contrarius alter.[6]

[uno reía nada más mover los pies y sacarlos de

casa; el otro, por el contrario, lloraba].

a | Prefiero el primer humor, no porque sea más grato reír que llorar, sino porque es más desdeñoso, y nos condena más que el otro —y me parece que jamás podemos sufrir tanto desprecio como merecemos—. El lamento y la conmiseración se mezclan con cierta apego por aquello de lo que nos lamentamos; las cosas de las que nos reímos, las consideramos sin valor. No creo que en nosotros haya tanta desdicha como vanidad, ni tanta malicia como sandez; no estamos tan llenos de mal como de inanidad; no somos tan miserables como viles. Así, Diógenes, que callejeaba apartado de los demás, haciendo rodar su tonel y desairando al gran Alejandro, y que nos consideraba una suerte de moscas o de vejigas llenas de viento, era un juez más acerbo y más hiriente, y en consecuencia, a mi entender, más justo que Timón, aquél a quien apodaron el Misántropo.[7] Porque lo que uno aborrece se lo toma a pecho. Éste nos deseaba el mal, tenía el apasionado deseo de destruirnos, rehuía nuestro trato como un peligro, como el trato de malvados y de seres de naturaleza depravada. El otro nos estimaba tan escasamente que no podíamos turbarlo ni alterarlo con nuestro contagio; evitaba nuestra compañía no por temor sino por desdén a nuestro trato. No nos consideraba capaces ni de hacer el bien ni de hacer el mal.

Del mismo tenor fue la respuesta de Estatilio, al que Bruto habló para intentar sumarlo a la conjura contra César. La empresa le pareció justa, pero no creyó que los hombres fuesen dignos de tomarse molestia alguna por ellos.[8] c | Estaba de acuerdo con la enseñanza de Hegesias, según la cual el sabio nada debe hacer sino por sí mismo, pues sólo él es digno de que se haga algo.[9] Y con la de Teodoro, para quien es injusto que el sabio se arriesgue por el bien de su país, y ponga en peligro la sabiduría por unos insensatos.[10] Nuestra condición propia es tan ridícula como reidora.[11]