LA INCERTIDUMBRE DE
NUESTRO JUICIO
a | Es exactamente lo que dice este verso: Ἐπέων δὲ πολὺς νόμος ἔνθα καὶ ἔνθα[1] —es muy lícito hablar de todo tanto a favor como en contra—. Por ejemplo:
Vinse Hannibal, et non seppe usar’ poi
ben la vittoriosa sua ventura.[2]
[Aníbal venció, pero no supo después aprovecharse de su victoria].
Si alguien quiere tomar este partido y esgrimir con nuestra gente el error de no haber proseguido, hace poco, nuestro avance en Montcontour,[3] o si alguien quiere acusar al rey de España de no haber sabido aprovechar la victoria que obtuvo sobre nosotros en San Quintín,[4] podrá decir que el error proviene de un alma embriagada por su buena fortuna, y de un ánimo que, lleno y saciado con este inicio de ventura, pierde las ganas de aumentarla, ocupado ya en exceso en digerir la que tiene. Lo que puede abarcar está colmado, no puede aferrar más, indigno de que la fortuna le haya puesto un bien tal en las manos: pues ¿qué provecho experimenta si pese a todo permite recuperarse al enemigo?, ¿qué esperanza puede tenerse de que ose atacar de nuevo a quienes se han vuelto a agrupar, se han rehecho y armado otra vez de despecho y venganza, si no ha osado o sabido perseguirlos cuando estaban completamente exhaustos y aterrados?
Dum fortuna calet, dum conficit omnia terror.[5]
[Mientras la fortuna está aún caliente,
mientras el terror lo arrastra todo].
Pero, en suma, ¿qué puede esperar de mejor que lo que acaba de perder? Aquí no es como en la esgrima, en la cual el número de contactos da la victoria: mientras el enemigo permanezca en pie, hay que volver cada vez a empezar; no es victoria si no acaba la guerra. En la escaramuza en la que César se llevó la peor parte cerca de la ciudad de Oricos, reprochaba a los soldados de Pompeyo que se habría visto perdido si su capitán hubiera sabido vencer,[6] y le calzó las espuelas de modo muy distinto cuando llegó su ocasión.
Pero ¿por qué no decir también lo contrario: que es propio de un espíritu apresurado e insaciable no saber poner fin a la codicia; que es abusar de los favores de Dios querer hacerle perder la medida que les ha prescrito; y que volverse a lanzar al peligro tras la victoria es dejarla una vez más a merced de la fortuna; que una de las mayores sabidurías del arte militar radica en no empujar al enemigo a la desesperación? Cuando Sila y Mario derrotaron en la guerra de los aliados a los Marsos, vieron que restaba aún un grupo que por desesperación volvía a arrojarse contra ellos como animales furiosos, pero no les pareció oportuno esperarlos.[7] Si el ardor del señor de Foix no le hubiera arrastrado a perseguir con excesiva violencia los restos de la victoria de Rávena, no la habría mancillado con su muerte.[8] Sin embargo, el recuerdo reciente de su ejemplo sirvió también para que el señor de Enghien evitara la misma desventura en Ceresole.[9] Es peligroso atacar a un hombre a quien has privado de cualquier otra escapatoria que no sean las armas: la necesidad es en efecto una violenta maestra —c | grauissimi sunt morsus irritatae necessitatis[10] [las mordeduras de la necesidad irritada son gravísimas].
b | Vincitur haud gratis iugulo qui prouocat hostem.[11]
[No se vence sin pagar cuando se le ofrece la garganta al enemigo].
c | Por este motivo Farax impidió al rey de Lacedemonia, que acababa de ganar la batalla contra los mantineos, ir a enfrentarse a mil argivos que habían escapado indemnes de la derrota, y le rogó dejarlos ir en libertad para no tener que probar el valor aguzado e irritado por la desventura.[12] a | Cuando el vencedor Clodomiro, rey de Aquitania, perseguía a Gondemar, rey de Borgoña, vencido y puesto en fuga, le obligó a regresar; pero su obstinación le arrebató el fruto de la victoria, pues murió.[13]
De la misma manera, si alguien tuviese que elegir entre tener a sus soldados rica y suntuosamente armados, o armados tan sólo para la necesidad, se le presentaría a favor de la primera opción —la de Sertorio, Filopemen, Bruto, César y otros— que verse engalanado es siempre un acicate de honor y gloria para el combatiente, y un motivo para empeñarse más en la lucha, al haber de salvar las armas como sus bienes y herencias. c | Razón por la cual, dice Jenofonte, los asiáticos llevaban en sus guerras a esposas y concubinas, con sus joyas y riquezas más preciadas.[14] a | Pero asimismo se le presentaría, por otra parte, que debe más bien privarse al soldado de su afán por salvarse que acrecentárselo; que de ese modo temerá doblemente arriesgarse —además, esos ricos despojos aumentan las ganas de victoria del enemigo; y se ha señalado que, en otras ocasiones, esto enardeció extraordinariamente a los romanos frente a los samnitas—.[15] b | Antioco mostró a Aníbal el ejército que aprestaba contra ellos, pomposo y magnífico en toda suerte de pertrechos, y le preguntó: «¿Tendrán bastante los romanos con este ejército?». «¿Si tendrán bastante?», respondió; «no cabe duda, por más avaros que sean».[16] a | Licurgo prohibía a los suyos no sólo la suntuosidad en sus pertrechos, sino también que despojaran a los enemigos vencidos, queriendo, decía, que la pobreza y la frugalidad relucieran con el resto de la batalla.[17]
En los asedios y en otros momentos en que la ocasión nos acerca al enemigo, solemos dar licencia a los soldados para retarlo, desdeñarlo e injuriarlo con toda suerte de reproches, y no sin una razón verosímil. Porque no es hacer poco arrebatarles toda esperanza de gracia y compromiso, haciéndoles ver que no cabe ya aguardarlos de aquel al que han ultrajado a tal extremo, y que no queda otro remedio que la victoria. Sin embargo, esto le salió mal a Vitelio. Porque cuando se las hubo con Otón, más débil en el valor de los soldados, desacostumbrados como estaban desde hacía mucho a la guerra, y ablandados por las delicias de la ciudad, terminó por irritarlos tanto con sus palabras mordaces, reprochándoles su pusilanimidad y la añoranza de las damas y las fiestas que habían dejado en Roma, que les infundió de ese modo un gran valor, lo cual ninguna exhortación había conseguido, y los atrajo él mismo a sus brazos, donde no se les podía empujar.[18] Y, a decir verdad, cuando son injurias que tocan en carne viva, pueden conseguir fácilmente que quien marchaba blandamente a la tarea por la querella de su rey, acuda con otro sentimiento por la suya propia.
Considerando cuán importante es la supervivencia del jefe de un ejército, y que el objetivo del enemigo se dirige principalmente a esta cabeza, a la que están sujetas y de la que dependen todas las demás, parece imposible poner en duda la resolución, según vemos adoptada por muchos grandes jefes, de disfrazarse y embozarse en el momento de la lucha. Sin embargo, se incurre así en un inconveniente no menor que el que se cree evitar. En efecto, cuando los hombres no reconocen a su capitán, pierden al mismo tiempo el valor que extraen de su ejemplo y de su presencia, y, al dejar de ver sus distintivos e insignias habituales, le creen o muerto o huido porque ha desesperado del lance. Y, en lo que se refiere a la experiencia, vemos que en ocasiones favorece una opción, en ocasiones otra. Lo que le sucedió a Pirro en la batalla que libró contra el cónsul Lévino en Italia nos sirve tanto para uno como para otro punto de vista. Por haber querido esconderse bajo las armas de Megacles y haberle dado a éste las suyas, salvó sin duda la vida, pero también estuvo a punto de caer en la desventura de perder la batalla.[19] c | A Alejandro, César, Lúculo les gustaba distinguirse en el combate mediante ricos atavíos y armas, de color refulgente y particular.[20] Por el contrario, Agis, Agesilao y el gran Gílipo iban a la guerra cubiertos oscuramente y sin galas de mando.[21]
a | En la batalla de Farsalia, uno de los reproches que se le hacen a Pompeyo es que plantó su ejército a pie firme a la espera del enemigo, pues esto —robaré aquí las palabras mismas de Plutarco,[22] que son mejores que las mías— debilita la violencia que la carrera confiere a los primeros golpes y, al mismo tiempo, suprime el impulso hostil de los combatientes, que acostumbra a llenarlos de ímpetu y de furor, más que cualquier otra cosa, cuando chocan entre sí violentamente y con el clamor y la carrera aumenta su valentía, y, por decirlo así, enfría y paraliza el calor de los soldados.[23] Es lo que dice a favor de este caso. Pero si César hubiese perdido, ¿quién no habría podido decir también con razón que, por el contrario, la posición más fuerte y dura es aquélla en la que se permanece fijo sin moverse, y que cuando se está quieto se concentra y acumula para la necesidad la fuerza en uno mismo, de suerte que se tiene una gran ventaja frente a quien está moviéndose y ha agotado ya con la carrera la mitad de su aliento? Aparte de que, siendo el ejército un cuerpo formado por piezas tan distintas, es imposible que maniobre en plena furia con un movimiento tan preciso que no altere o rompa su orden, y que el más dispuesto no se encuentre luchando antes de que su compañero le auxilie. c | En aquella vil batalla entre los dos hermanos persas, el lacedemonio Clearco, que estaba al frente de los griegos de la facción de Ciro, los condujo muy lentamente a la carga, sin apresurarse; pero cuando estuvieron a cincuenta pasos, los puso a correr. Esperaba preservar, en ese breve espacio, tanto el orden como el aliento, dándoles, sin embargo, la ventaja del ímpetu, a sus personas y a sus armas arrojadizas.[24] a | Otros han resuelto la duda en su ejército de esta manera: si los enemigos te acometen, espéralos a pie firme; si te esperan a pie firme, acomételos.[25]
En la travesía que el emperador Carlos V realizó en Provenza,[26] el rey Francisco pudo elegir entre anticipársele en Italia o esperarle en sus tierras. Consideraba, por un lado, cuán ventajoso era mantener su casa libre y limpia de los tumultos de la guerra para que, con las fuerzas íntegras, pudiera suministrar de continuo el dinero y el auxilio precisos; que la necesidad de las guerras comporta siempre causar estragos, cosa que no puede hacerse seriamente en los bienes propios, y además el campesino no soporta con la misma mansedumbre la devastación de los de su partido que la del enemigo, de manera que pueden encenderse fácilmente sediciones y tumultos entre nosotros; que la libertad de robar y saquear, que no puede permitirse en el propio país, es un gran apoyo en las tribulaciones de la guerra, y que sí uno no tiene más esperanza de beneficio que el sueldo, difícilmente se atendrá a su deber estando a dos pasos de su esposa y de su hogar; que aquel que pone la mesa paga siempre los gastos; que hay más alegría en atacar que en defender; y que la conmoción de la pérdida de una batalla en las propias entrañas es tan violenta que es difícil que no eche abajo el cuerpo entero, toda vez que no existe pasión más contagiosa que la del miedo, ni que se asuma tan fácilmente por reputación, ni que se extienda con más brusquedad; y que las ciudades que oyen el estallido de la tempestad a sus puertas, que acogen a sus capitanes y soldados aún temblorosos y jadeantes, se corre el peligro de que en caliente, se lancen a un mal partido.
Pese a todo, optó por llamar a las fuerzas que tenía más allá de las montañas y por ver llegar al enemigo, pues imaginó, por el contrario, que si permanecía en casa y entre amigos no dejaría de disponer de todos los bienes en abundancia: los ríos y los pasos, a su disposición, le llevarían víveres y dineros con plena seguridad y sin requerir escolta; que sus súbditos le serían tanto más afectos cuanto más cerca tuvieran el peligro; que, con tantas ciudades y barreras para protegerse, le correspondería a él permitir el combate según su oportunidad y ventaja; y que si le placía contemporizar, podría ver, resguardado y a sus anchas, cómo el enemigo se consumía y se derrotaba a sí mismo por las dificultades que se le opondrían, internado en una tierra hostil donde ni delante ni detrás ni al lado nada tendría que no le hiciera la guerra, ningún medio para reforzar o reponer su ejército si las enfermedades se introducían en él, ni para cobijar a sus heridos; ningún dinero, ninguna provisión sino a punta de lanza; ningún momento para reposar y tomar aliento; ningún conocimiento de los lugares ni del país que pudiera defenderle de emboscadas y ataques por sorpresa; y, si perdía una batalla, ningún medio para salvar los restos.
Y no le faltaban ejemplos a favor de una y otra opción. A Escipión le pareció mucho mejor acudir a atacar las tierras de su enemigo en África que defender las suyas, y combatirlo en Italia, donde estaba, lo cual tuvo éxito. Pero, por el contrario, Aníbal, en esa misma guerra, se arruinó por abandonar la conquista de un país extranjero para acudir a defender el suyo. Los atenienses dejaron al enemigo en sus tierras para acudir a Sicilia, y la fortuna les fue adversa. Pero a Agatocles, rey de Siracusa, le resultó favorable cuando pasó a África y renunció a la guerra en su propia casa.[27] Así, solemos decir con razón que los resultados y desenlaces dependen en su mayor parte, especialmente en la guerra, de la fortuna,[28] que no se quiere ceñir y someter a nuestro razonamiento y prudencia, tal como dicen estos versos:
Et male consultis pretium est: prudentia fallax,
nec fortuna probat causas sequiturque merentes;
sed uaga per cunctos nullo discrimine fertur;
scilicet est aliud quod nos cogatque regatque
maius, et in proprias ducat mortalia leges.[29]
[También las malas decisiones tienen éxito: la prudencia es engañosa, y la fortuna no aprueba ni secunda las causas que lo merecen sino que anda errante entre todos sin discernimiento alguno. Hay sin duda una cosa superior, que nos fuerza y que nos rige y que conduce las cosas mortales según sus propias leyes].
Pero, si hemos de entenderlo bien, parece que nuestras resoluciones y decisiones dependen también de ella, y que la fortuna enrola en su tumulto e incerteza también a nuestros razonamientos. c | Razonamos al azar y a la ligera, dice Timeo en Platón, porque, como nosotros, nuestros razonamientos participan grandemente en el azar.[30]