CAPÍTULO XLVI

LOS NOMBRES

a | Por más variedad de hierbas que haya, todo se comprende bajo el nombre de ensalada. Del mismo modo, bajo la consideración de los nombres, voy a hacer aquí un potaje de diversos artículos. Cada nación tiene ciertos nombres que se toman, no sé cómo, en mal sentido —y entre nosotros Juan, Guillermo, Benito—. Ítem, parece que en la genealogía de los príncipes hay ciertos nombres fatalmente asignados: como los Ptolomeos para los egipcios, los Enriques en Inglaterra, los Carlos en Francia, los Balduinos en Flandes, y en nuestra antigua Aquitania los Guillermos, de donde se dice que procede el nombre de Guyena —por un frío hallazgo, si no hubiese otros igual de crudos aun en Platón—.[1] Ítem, es cosa ligera pero con todo digna de memoria por su extrañeza, y escrita por un testigo ocular, que en cierta ocasión en que Enrique, duque de Normandía, hijo del rey de Inglaterra Enrique II, celebró un banquete en Francia, la concurrencia de nobles fue tan grande que, como pasatiempo, se dividieron en facciones según la semejanza de nombres. En el primer grupo, que fue el de los Guillermos, se encontraron ciento diez caballeros sentados a la mesa que llevaban ese nombre, sin contar a simples gentilhombres y servidores.[2] b | Es tan divertido distribuir las mesas según los nombres de los asistentes como lo era para el emperador Geta hacer que distribuyeran el servicio de los platos con arreglo a las letras iniciales del nombre de los manjares: se servían los que empezaban por M —merluza, marsopa…—,[3] y así los demás.[4]

a | Ítem, se dice que es bueno tener un buen nombre, es decir, crédito y reputación; pero también, a decir verdad, es ventajoso tener un nombre fácil[5] de decir y de recordar, pues los reyes y los grandes nos conocen más fácilmente y nos olvidan con menor frecuencia; y aun entre quienes nos sirven, acostumbramos a mandar y emplear más a aquéllos cuyos nombres se nos presentan más fácilmente a la lengua. He visto cómo el rey Enrique II era incapaz de nombrar de manera correcta a un gentilhombre de esta región de Gascuña; y, a una hija de la reina, tuvo él mismo la idea de darle el nombre general de la estirpe, porque el de la familia paterna le pareció demasiado desagradable. c | Y Sócrates estima digno de preocupación paterna dar un nombre hermoso a los hijos.[6]

a | Ítem, se dice que la fundación de Nuestra Señora la Grande en Poitiers tuvo origen en el hecho de que un joven disoluto que residía en aquel lugar, tras hacerse con una muchacha y preguntarle enseguida su nombre, que era María, se sintió tan vivamente prendado de religión y de respeto por este sacrosanto nombre de la Virgen madre de nuestro Salvador, que no sólo la echó al instante sino que corrigió el resto de su vida; y que en consideración a este milagro se construyó, en la plaza donde estaba la casa del joven, una capilla dedicada al nombre de Nuestra Señora y, después, la iglesia que ahora vemos.[7] c | Esta devota corrección oral y auricular fue directa al alma; la que sigue, del mismo género, se introdujo a través de los sentidos corporales. Pitágoras se encontraba en compañía de unos jóvenes a los que oyó tramar, exaltados por la fiesta, que irían a violar una casa honrada. Ordenó a la instrumentista que cambiara de tono y, con una música grave, severa y espondaica, encantó lentamente su ardor y lo adormeció.[8]

a | Ítem, ¿no dirá la posteridad que nuestra actual reforma ha sido escrupulosa y estricta, pues no sólo se ha opuesto a errores y vicios, y ha llenado el mundo de devoción, humildad, obediencia, paz y toda especie de virtudes, sino que ha llegado hasta el extremo de oponerse a los nombres antiguos de nuestros bautismos —Carlos, Luis, Francisco— para poblar el mundo de Matusalenes, Ezequieles y Malaquías, que evocan mucho mejor la fe?[9] Un gentilhombre vecino mío, sopesando las ventajas de los viejos tiempos en comparación con los nuestros, no se olvidaba de registrar la altivez y magnificencia de los nombres de la nobleza de aquellos tiempos —Don Grumedán, Quadragante, Agesilán—, y el hecho de que, sólo con oírlos sonar, se notaba que habían sido gente muy distinta de los Pedros, Guillermos y Migueles.[10]

Ítem, le agradezco a Jacques Amyot que haya mantenido, en el curso de una obra en francés, los nombres latinos íntegros, sin abigarrarlos ni alterarlos para darles una terminación francesa.[11] Al principio, parecía algo un poco duro, pero ahora el uso, gracias a la autoridad de su Plutarco, les ha hecho perder ante nosotros toda la extrañeza. He deseado con frecuencia que quienes escriben libros de historia en latín dejen nuestros nombres tales como son. Porque, cuando Vaudemont se convierte en Vallemontanus, y se los metamorfosea para adornarlos a la manera griega o romana, no sabemos ya dónde estamos y dejamos de reconocerlos.

Para concluir nuestra cuenta: es una práctica abyecta y de perniciosas consecuencias que en Francia se llame a cada cual por el nombre de su tierra y dominio, y la cosa del mundo que más lleva a mezclar y desconocer los linajes. El hijo pequeño de una buena familia, que ha heredado una tierra por cuyo nombre ha sido conocido y honrado, no puede abandonarlo honestamente; diez años después de su muerte, la tierra se va a un extraño que hace lo mismo: adivinad qué conocimiento tenemos de esos hombres. No es necesario ir a buscar otros ejemplos que los de la Casa Real, en la que hay tantos nombres como posesiones —sin embargo, el tronco original se nos ha escapado.

b | Estos cambios se dan con tanta libertad que en nuestros tiempos no he visto a nadie encumbrado por la fortuna a alguna grandeza extraordinaria al que no hayan asociado en el acto títulos genealógicos nuevos e ignorados por su padre, y al que no hayan injertado en algún tronco ilustre. Y, por suerte, las familias más oscuras son más aptas para la falsificación. ¿Cuántos gentilhombres hay en Francia que, según sus cuentas, son de linaje real? Más, creo yo, que de los otros. ¿No tuvo gracia lo que dijo un amigo mío?[12] Se había congregado mucha gente por la querella de un señor contra otro, el cual tenía, en verdad, cierta preeminencia de títulos y de alianzas elevados por encima de la nobleza común. A propósito de esta preeminencia todos alegaban, intentando igualarse a él, uno u otro origen, o la semejanza del nombre, o las armas, o un viejo pergamino familiar —y el menor de ellos resultaba ser bisnieto de algún rey de ultramar—. A la hora de cenar, él, en vez de ocupar su sitio, retrocedió haciendo profundas reverencias al tiempo que suplicaba a los presentes que le excusaran por haber vivido hasta entonces con ellos, temerariamente, como un camarada; pero que, informado por primera vez de sus viejas noblezas, empezaba a honrarlos según sus grados, y que no le correspondía sentarse entre tantos príncipes. Tras la farsa, les lanzó mil injurias: «Contentaos, por Dios, con lo que c | ha contentado a nuestros padres, y con lo que b | somos; lo que somos basta, si sabemos conservarlo bien. No repudiemos la fortuna y condición de nuestros antepasados, y eliminemos esas necias fantasías que no pueden faltarle a nadie que tenga la impudicia de alegarlas».

En los escudos de armas no hay más seguridad que en los nombres. Yo llevo en el mío azur sembrado de tréboles dorados, con una pata de león del mismo color, adornada con gules, puesta en faja.[13] ¿Qué privilegio posee esta figura para que permanezca particularmente en mi casa? Un yerno la trasladará a otra familia; algún pobre comprador hará de ella su primer escudo: no hay cosa donde se den tantos cambios y tanta confusión.

a | Pero esta consideración me lleva por fuerza a otro campo. Examinemos un poco de cerca y miremos, por Dios, a qué fundamento ligamos esta gloría y reputación por la que el mundo se desquicia. ¿Dónde asentamos este renombre que perseguimos con tanto esfuerzo? Es en suma «Pedro» o «Guillermo» quien lo soporta, lo custodia y es afectado por él. c | ¡Oh, qué facultad más animosa la esperanza, que, en un sujeto mortal y en un momento, se arroga la infinidad, la inmensidad,[14] y colma la indigencia de su dueño con la posesión de todas las cosas que puede imaginar y desear, a su antojo! La naturaleza nos ha dado con ella un juguete divertido. a | Y este «Pedro» o «Guillermo», ¿qué es sino una voz para todo?, ¿o tres o cuatro trazos de pluma, en primer lugar tan fáciles de alterar que preguntaría gustosamente a quién corresponde el honor de tantas victorias, a Guesclin, Glesquin o Gueaquin?[15] Habría mucho más motivo aquí que en Luciano, en el cual la Σ le puso un pleito a la T,[16] pues

non leuia aut ludicra petuntur

praemia;[17]

[el premio que se busca no es leve ni frívolo];

va en serio: está en cuestión a cuál de tales letras se le ha de remunerar por todos los asedios, batallas, heridas, prisiones y servicios que el famoso condestable prestó a la corona de Francia. Nicolás Denisot no se ha ocupado sino de las letras de su nombre, y les ha cambiado toda la contextura para forjar con ellas al conde de Alsinois, al que ha hecho don de la gloria de su poesía y pintura.[18] Y el historiador Suetonio no amó más que el sentido del suyo y, privando de ella a Lenis, que era el apodo de su padre, dejó a Tranquilo heredero de la reputación de sus escritos.[19] ¿Quién creería que el capitán Bayard no tuvo más honor que el que tomó prestado de las acciones de Pierre Terrail?,[20] ¿y que Antoine Escalin deja que le arrebaten delante de sus ojos tantas navegaciones y tantos ataques por tierra y por mar el capitán Poulin y el barón de la Garde?[21]

En segundo lugar, son trazos de pluma comunes a mil hombres. ¿Cuántas personas hay en todos los linajes que comparten nombre y apodo? c | ¿Y cuántas en linajes, siglos y países diferentes? La historia ha conocido a tres Sócrates, cinco Platones, ocho Aristóteles, siete Jenofontes, veinte Demetrios, veinte Teodoros —y pensad a cuántos no ha conocido—.[22] a | ¿Quién impide que mi palafrenero se llame Pompeyo el Grande? Pero, después de todo, ¿qué medios, qué resortes hay que liguen y asocien a mi palafrenero fallecido o al hombre al que cortaron la cabeza en Egipto ese nombre glorificado y esos trazos de pluma tan honrados, para que se beneficien de ello?

a2 | Id cinerem et manes credis curare sepultos?[23]

[¿Crees que a la ceniza y a los manes sepultados les inquieta?]

c | ¿Qué sentimiento tienen los dos compañeros más valorados entre los hombres: Epaminondas, del glorioso verso sobre él que circula desde hace tantos siglos por nuestras bocas:

Consiliis nostris laus est attonsa Laconum;[24]

[Gracias a mis consejos, ha menguado la gloria de los lacedemonios];

y el Africano, de este otro:

A sole exoriente supra Maeotis paludes

nemo est qui factis me aequiparare queat?[25]

[Desde Oriente hasta más allá del lago Meótide, ¿no

hay nadie que se me pueda igualar por sus acciones?].

Los supervivientes se complacen con la dulzura de estas palabras; y, por ellas incitados al celo y al deseo, transfieren irreflexivamente con la fantasía su propio sentimiento a los muertos, y se entregan con engañosa esperanza a la creencia de que serán capaces a su vez de ello. ¡Dios lo sabe! a | Sin embargo,

ad haec se

romanus, graiusque, et barbarus induperator

erexit, causas discriminis atque laboris

inde habuit, tanto maior famae sitis est quam

uirtutis.[26]

[esto es lo que pretendieron el general romano, el griego y el bárbaro; de ahí sacaron el motivo de su determinación y de su esfuerzo, hasta tal extremo la sed de fama es mayor que la de virtud].